PAÍS RELATO

Autores

a. m. vozmediano

la oficina de los sueños perdidos

Me encontré en una habitación muy grande, o más bien una especie de almacén. Las paredes estaban revestidas con estanterías en las que se acumulaba un revoltijo imposible de papeles y libracos polvorientos con los lomos de piel. Los estantes subían hacia el techo hasta perderse de vista en la penumbra.
Aquel almacén estaba medio a oscuras porque solo había una lámpara en el centro de la estancia, sobre una mesa. Y sentada tras la mesa, casi sepultada bajo montañas de papeles, había una mujer que podía ser mi tatarabuela. Llevaba una gafas diminutas sostenidas de algún modo justo en la punta de la nariz y murmuraba sin cesar una cantinela que no conseguí entender al principio. Cuando me acerqué a ella, empecé a distinguir algunas palabras:
—Averquepaseelsiguientetenemos-
muchotrabajohoynotenemostiempoqueperder-
quepaseelsiguientedeunavezquepaseelsiguiente...
Como hablaba bajito y sin espacios resultaba muy difícil comprenderla. Parecía absorta en sus millones de papeles. Sin dejar de murmurar, cogía un papel amarillento de una pila, le echaba un vistazo, le ponía un sello o escribía un garabato, y lo dejaba encima de otra pila.
—Ejem —dije, para llamar su atención.
La viejecilla dejó de cuchichear y se detuvo como si fuera una estatua, con un papel que parecía más antiguo que los Reyes Católicos en la mano. Me miró por encima de las gafas y dijo:
—Vamosquepaseelsiguientetenemos-
muchotrabajomiraquécoladegentetengo-
esperando.
—Yo soy la siguiente —dije.
—Puessiénatetevamosquetengomuchotrabajo.
La silla que había frente a la mesa ya era vieja cuando los neandertales se paseaban por la Tierra, y además estaba abarrotada de papeles mezclados sin orden ni concierto, así que me quedé de pie.
—Averquéesloquequiereschico-
hablarápidoquetengomuchotrabajo —dijo la mujer.
—Venía porque estoy soñando el sueño de otra persona. Este aspecto que tengo no es el mío, sino el del chico cuyo sueño estoy soñando.
—Entiendouncasodeescacharramiento-
delvórticemodorroyaeselcuartoestemes.
Entonces se puso en pie de un salto, como si fuera una atleta olímpica y no una mujer de edad avanzada, agarró una escalera de mano y empezó a subir hacia la cumbre de aquellas interminables estanterías. Pronto la perdí de vista, en cuanto salió del círculo de luz que proyectaba la lamparita que había en la mesa, pero seguí escuchando su voz, porque la mujer hablaba y hablaba sin hacer pausas, y me pregunté cómo se las apañaría para no asfixiarse.
Al cabo de unos segundos, con la misma agilidad que un mono arborícola, la mujer se deslizó escalera abajo y aterrizó sobre su asiento, levantando una nube de polvo milenario. Me mostró un papel que traía en la mano.
—Aquílatienesestaeslafichaplanta-
veintemildoscientostreintaysiete.
Cogí el papel que la mujer me tendía. En él se veía una gran fotografía de un chico de piel oscura y debajo, escrito en grandes caracteres, el número 20.237 y una palabra misteriosa: Kibwe. Abrí los ojos sorprendida cuando comprendí que el chico de la foto era yo, bueno, era el chico cuyo cuerpo yo estaba usando por error.
La anciana me arrebató el papel con rapidez felina y lo colocó sobre una de las pilas de documentos mientras decía:
—Dameesoningúnpapelpuedeperderse-
esmuyimportanteahoramuévetechicoel-
ascensoreestáalfondovamosvamos.
—Gra... gracias —dije levantándome.
—Másrápidoguapoquetenemosmuchotrabajo-
miraquécoladegenteesperandovamos-
vamosquepaseelsiguiente.
Miré detrás de mí. Allí no había absolutamente nadie. Me encogí de hombros y me dirigí al fondo de aquella singular oficina. Mientras me alejaba, seguía oyendo, cada vez más tenue, la vocecilla de la anciana murmurando:
—Quepaseelsiguientedeprisavamosvamos-
tenemostantotrabajo...
Al alejarme de la mesa la penumbra volvió a invadirlo todo y tuve que avanzar casi a tientas, pero enseguida me tropecé con el ascensor. Bueno, supuse que era eso porque me había parecido que la mujer había dicho algo de un ascensor, pero en realidad parecía más una jaula del zoo. Tuve que abrir tres rejas metálicas parecidas a esas persianas con las que cierran los comercios por las noches. Una se abría de abajo a arriba, otra de arriba a abajo y otra de izquierda a derecha. No había ninguna que se abriera de derecha a izquierda, no me preguntéis por qué. Detrás de la tercera puerta, encontré el habitáculo del ascensor más extraño que había visto en mi vida: hileras interminables de botones recorrían las paredes y el techo. Entré y me alegré de que el suelo no fuese de cristal1.
Observé los botones. Eran realmente diminutos. Tan pequeños que, incluso con mis manos de niña (bueno, de niño) me iba a resultar difícil apretar uno solo sin accionar al mismo tiempo otra media docena de alrededor. Tenían un cartelito escrito en letra minúscula, algo que parecía un número, pero que era casi imposible de leer debido a su tamaño microscópico y a la escasa luz. Después de mucho esfuerzo y de arrugar mi cara hasta que me dolieron los músculos, conseguí desentrañar uno de ellos: 84.821.
La ficha que me había enseñado la anciana tenía escrito el número 20.237. Parecía claro que tenía que encontrar el botón etiquetado con ese número y pulsarlo, y que luego pasaría algo, aunque no tenía ni idea de qué podía ser. Pero, ¿cómo iba a encontrar ese número entre tantos, si para desentrañar uno de los cartelitos había tardado varios minutos y me había dejado las pupilas?
Me senté en el centro del ascensor con las piernas cruzadas y suspiré. No sabía cómo continuar. Cerré los ojos un instante y en mi cabeza aparecieron las hileras de botones, perfectamente alineados en las paredes y el techo del ascensor, y entonces tuve la intuición de que, si estaban numerados, probablemente también estarían ordenados y sería posible encontrar un patrón para localizar el botón que buscaba.
Abrí los ojos y me incorporé como si tuviera un resorte en las piernas. Me dirigí a una pared y conté cuidadosamente los botones que había de izquierda a derecha. No me extrañó encontrar una cifra tan exacta como 100. Calculé, a ojo, que la altura del ascensor debía de ser unas tres veces mayor que su anchura. O sea, que hacia arriba podía haber 300. Mi maestra siempre nos decía que aprender a hacer operaciones matemáticas de cabeza era muy conveniente, y en ese momento le tuve que dar la razón. En cada lateral del ascensor había 30.000 botones.
Lo siguiente fue encontrar el que tenía asignado el número 1, para saber el lugar en el que comenzaba la numeración. No lo encontré donde esperaba, arriba y a la izquierda, sino en el extremo opuesto de la pared, es decir, abajo y a la derecha. De modo que deduje que los botones estaban colocados de derecha a izquierda y de abajo a arriba, como si se hubiera encargado de numerarlos un zurdo que caminase haciendo el pino. Al fin y al cabo, si aquello era un sueño, muy retorcido, vale, pero un sueño al fin y al cabo, no tenía por qué seguir la lógica habitual del mundo. En cada una de las otras paredes parecía haber otros tantos botones, y varios miles más en el techo.
Total, que, si en cada hilera había 100 botones y estaban ordenados de abajo a arriba, el botón 20.237 debería estar en la fila 202, posición 37, porque 20.237 entre 100 son 202 y me sobran 37. Di gracias de nuevo a mi maestra, bueno, y a mi cerebro, que había hecho todas las operaciones.
Contar 202 filas no fue divertido pero resultó fácil. En efecto, el primer botón de la hilera parecía estar etiquetado con el número 20.201, y digo parecía porque me seguía resultando casi imposible leer aquellos números diminutos. Conté 37 posiciones hacia la izquierda y localicé, por fin, el botón 20.237.
Entonces dudé un instante. Llevaba tanto rato intentando localizar el número que no me había parado a pensar en lo que podría suceder después.
Me encogí de hombros. No tenía alternativa, así que pulsé el botón.