PAÍS RELATO

Autores

a. m. vozmediano

la chica de la camisa blanca

Se llamaba Margarita y corría como nunca antes lo había hecho. No era la primera manifestación ilegal a la que acudía, desde luego. No podías estar en la universidad y mantenerte al margen del clima efervescente que se respiraba en las aulas y en los pasillos. Pero ninguna fue como aquella. Los grises habían irrumpido en la plaza antes incluso de que los dirigentes estudiantiles tomaran la palabra con su megáfonos de segunda mano, y se habían distribuido por todo el perímetro. Eso no tenía nada de particular: era lo que hacían siempre. Sin embargo algo los había enfurecido, o tal vez solo tenían la orden de disolver a la multitud a cualquier precio. Apenas había comenzado a hablar uno de los chicos del sindicato cuando se produjo un movimiento repentino en la multitud, a un lado de la plaza, y luego sobrevino un coro de gritos y voces. «Corred», «Vienen a por nosotros», «Están disparando», decían con los ojos muy abiertos.
Los manifestantes se dispersaron en todas direcciones. Margarita, perdida la pista de Juan, Miguel y el resto de su pandilla, también corrió, impulsada más por el flujo de la multitud que por algún plan preconcebido. Vio que algunos estaban arrancando adoquines, dispuestos a hacer frente a los CRG de la policía armada. También oyó los primeros disparos. No sabía si eran de verdad o si se trataba de pelotas de goma, ni se quedó a comprobarlo. Su compromiso era firme y su miedo también. Huyó, como la mayoría, escapando por una de las calles que salían de la plaza, sin sentirse particularmente orgullosa pero tampoco avergonzada de ello.
Se detuvo un momento a recobrar el aliento. Allí, en una calle cualquiera del ensanche, el ambiente era casi normal, con los negocios de barrio recién abiertos, los ancianos sentados al sol y las señoras con el pelo cardado paseando a sus perros. Un par de chicos con zamarras de pana y barbas desaliñadas pasaron junto a ella con la respiración aún agitada y le susurraron: «Volvemos a la plaza dentro de un cuarto de hora. Pasa la voz». Ella asintió con una mezcla de temor y excitación. Dejó pasar unos minutos. Luego tragó saliva y comenzó a caminar, como si estuviera paseando, de regreso a la plaza. Por el camino se encontró con otros estudiantes solitarios como ella, que habían perdido de vista a sus compañeros durante la huida. Repitió la consigna en voz baja a todos ellos, «volvemos a la plaza, volvemos a la plaza», sin detenerse para no levantar sospechas. Algunos fingían que no la habían oído, pero la mayoría se daba media vuelta y comenzaba a andar en la misma dirección que ella con esa mezcla de miedo y entusiasmo que Margarita conocía tan bien. Pronto se vio rodeada por una multitud de pantalones vaqueros y camisas floreadas. Eran un pequeño ejército desarrapado. Margarita sonrió al pensar en qué diría su madre si pudiera verla, si supiera ahora mismo donde estaba, y con quién, qué diría la señorona de las buenas costumbres casada con el militar retirado.
Entró en la plaza por el Camino de Francia, dejando a la derecha las ruinas del viejo convento. Vio que alguien había forzado la puerta del edificio, cerrada con una cadena oxidada desde hacía años, y que entre las sombras del pasillo que conducía al claustro se movían figuras de pelo largo y gafas de pasta gritando consignas.
No tuvo apenas tiempo de observar nada más porque la policía cargó de inmediato. Todo se volvió confuso. Hubo disparos, gritos, nuevos conatos de huida. Se produjo un movimiento de marea hacia el interior del convento. Margarita también entró sin saber bien lo que hacía, arrastrada por la profusión de brazos, piernas y cuerpos.
De pronto estaba en un pasillo oscuro que olía a humedad. Trozos de piedra o de escayola habían caído del techo y las paredes. Entre empujones asustados, con la banda sonora de los disparos y los gritos en la plaza, recorrió aquel túnel del tiempo y salió al patio interior. Allí había al menos un centenar de personas, pero el silencio era absoluto. Más gente seguía llegando por el pasillo oscuro, que parecía un grifo abierto que se vertiera sobre al superficie empedrada del claustro.
Alguien cerró las puertas. Margarita lo supo porque desde donde estaba alcanzaba a distinguir la claridad de la calle al otro lado del túnel, y súbitamente dejó de verla. También porque el flujo de gente que llegaba fue decayendo hasta que el pasillo quedó desierto. La calma en el patio se hizo completa, inquietante. Nadie se movía. Los viejos frutales, rodeados de matorrales y malas hierbas que ya nadie se ocupaba de arrancar, los miraban como extrañados por aquel asalto imprevisto.
Al lado de Margarita había una chica muy joven, tan joven que casi parecía una niña. Llevaba unos vaqueros y una camisa blanca con un pañuelo de colores anudado al cuello. El miedo despuntaba en sus ojos brillantes y estaba sola. Le recordó a ella misma y, al mirarla, sintió que no debería estar allí, que nadie debería, que no tendrían que ser necesarios actos de heroísmo inútil como aquel, que los de fuera y los de dentro deberían haber aprendido ya a convivir en el mismo barco. Se acercó a la chica de la camisa blanca.
—Hola —susurró en el silencio del patio.
—Hola —respondió la chica.
Hubo un silencio.
—Me llamo Margarita. ¿Y tú?
—Paula.
Estrecharon sus manos sonriendo.
—¿Estás sola? —preguntó Margarita.
—Vine con unas amigas —dijo Paula—, pero me despisté en la plaza cuando todo el mundo empezó a correr.
—Ya. A mí me ocurrió lo mismo.
Sobrevino otro silencio y enseguida Margarita habló:
—¿Tienes miedo?
—Un poco.
—Yo también.
—Y me da rabia todo esto. No tendríamos que estar aquí.
Margarita asintió. Una oleada de afecto le recorrió el pecho.
—Ya sabes: hay que hacer cualquier cosa con tal de salir en los periódicos franceses.
—Pues tendría que haber otro modo.
—Sí, esos carcamales que nos gobiernan podrían jubilarse voluntariamente.
—Imposible, creen que todo les pertenece. Por eso mandan a sus perros guardianes.
—¿La policía armada? En el fondo dan pena.
—¿Pena? Bueno, supongo que deben sudar un montón con esos uniformes y esos cascos.
Margarita rio con ganas la ocurrencia. Se miraron a los ojos reconociéndose.
Un chico habló entonces. Se había subido a una escalinata de piedra que conducía al piso superior. Tenía el pelo largo y la barba oscura, como casi todos los dirigentes estudiantiles. Margarita creía haberlo visto en algún sitio. Gritó con voz temblorosa:
—Apartaos de las puertas. Es posible traten de echarlas abajo.
Hubo un movimiento nervioso en la zona más próxima al pasillo que conducía a la calle. Se abrió un hueco cuando la gente se apretujó contra la pared contraria.
—Escuchadme —continuó el chico de la barba—. Hemos llamado a la prensa internacional. No se atreverán a hacernos nada con los periodistas delante. Recordad que el Régimen está intentando simular una apertura de cara al exterior. Solo tenemos que aguantar hasta que lleguen los fotógrafos.
Hubo un murmullo de excitación que subió de intensidad. Margarita se revolvió nerviosa en su esquina.
—Si entran, no os enfrentéis a ellos —continuó el chico—. Simplemente quedaos donde estéis. Protegeos la cabeza con los brazos, así —e hizo un gesto rodeando su cráneo—. No os preocupéis. No nos harán nada.
Si no nos van a hacer nada, prensó Margarita, ¿por qué hemos de saber cómo protegernos la cabeza? Pasó el brazo por los hombros de Paula. Las dos temblaban. Se quedaron así, abrazadas, con la espalda contra la pared, esperando, sintiendo con más lucidez que nunca que no deberían estar allí, que nadie debería, que tendría que haber otro modo de resolver las disputas aunque nadie lo hubiera encontrado.
La puerta voló hecha añicos con un estruendo metálico. Un grito de pánico se extendió entre la muchedumbre con la vehemencia devastadora de un incendio. Habían usado explosivos para abrir la puerta sin preocuparse por si había alguien al otro lado. Eso solo podía significar que no se iban a andar con contemplaciones cuando entrasen.
Se apretujaron aún más contra la pared opuesta del patio. El pasillo de entrada era ahora un túnel oscuro por el que empezó a salir una humareda gris. Los policías con sus uniformes antidisturbios surgieron de la boca del túnel como un enjambre de insectos ávidos de comida. Se dispersaron en todas direcciones con las porras en alto y no se detuvieron a dialogar ni a solicitar la documentación ni a pedir a la muchedumbre que se disolviese.
Margarita y Paula esperaban abrazadas en su rincón, encogidas sobre sí mismas. Entre ellas y los policías había aún una muralla de cuerpos que se retorcían y contorsionaban en un baile absurdo. Pudieron ver las máscaras negras y los uniformes grises, y las porras que se levantaban en el aire antes de volver a caer una y otra vez. Estaban atrapadas como ratas en una trampa de laboratorio. La única salida era el pasillo por el que habían entrado.
En un momento dado, Margarita vislumbró un hueco entre el gentío. Sin pensar en lo que hacía, cogió a Paula de la mano y gritó:
—¡Vamos!
Se agacharon y corrieron hacia la salida. Había algunos manifestantes caídos en el suelo, con las bocas sangrando o los brazos doblados en posiciones inverosímiles. Pasaron por encima de ellos tratando de no pisarlos y zigzaguearon entre los policías. Por suerte, o porque los grises tenían mucho trabajo, no recibieron ningún golpe en su carrera. Alcanzaron el pasillo de salida, que parecía vacío; solo el humo de la explosión se arremolinaba todavía en las paredes y el techo. El olor acre las hizo toser al instante, pero no se detuvieron y siguieron corriendo así, tomadas de la mano, hacia la luz que brillaba al otro lado.
Hubieran alcanzado la salida de no ser porque en aquel momento la fachada del convento se derrumbó. Margarita, con un vestigio de pensamiento racional, supuso que aquello sería el resultado de la explosión con la que habían volado la puerta principal. Bestias, pensó, preferís hundir el barco antes que dejar que otro lo tripule. Os creéis que nuestras vidas también os pertenecen.
Retrocedieron mientras el techo se venía abajo. Solo podían volver al patio, a la carnicería que allí les aguardaba. Giraron la cabeza justo a tiempo para ver horrorizadas como la fachada interior, la que daba al claustro, también se desplomaba cegando la puerta con toneladas de piedras centenarias. El túnel se inundó de polvo. Estaban atrapadas. Solo un poco de luz se filtraba entre los cascotes.
—¡Paula!
—¡Aquí!
—Ven, cógete de mi mano.
—No veo nada.
—Es el polvo.
—No huele a polvo. Parece humo.
—Tienes razón. Es como… es como el olor de los tubos de escape.
—Sí. Es justo eso. ¿Pero cómo…?
—No lo sé.
—¿Habrá alguna otra salida?
Margarita distinguió algunas puertas a lo largo del corredor. Tal vez alguna de ellas condujera a otra parte del viejo convento, y desde allí existiera una vía de escape a la calle. Iban a probar la más cercana de ellas, con la esperanza de que estuviera abierta, cuando una sombra se interpuso en su camino.
—Quietas —dijo la sombra.
Margarita empezó a toser. Cada vez había más humo. Los ojos le lloraban.
La sombra alzó una porra en la penumbra.
—No, por favor —suplicó Margarita. No podía creerlo. Se habían librado por poco de morir sepultadas. No era justo que ahora apareciera aquel policía. Se agachó y cubrió su cabeza con los brazos, tal y como había visto hacer al chico barbudo en las escaleras. Cerró los ojos, dispuesta a recibir el golpe.
El golpe no llegó. En su lugar, oyó un forcejeo. Abrió los ojos y vio a Paula, la chica de la camisa blanca, tan joven que casi parecía una niña, sujetando el brazo del policía. El hombre era mucho más alto, pero debía de estar tan sorprendido que por un instante no reaccionó. Luego levantó la rodilla y golpeó con ella el estómago de la muchacha. Casi al mismo tiempo descargó la porra sobre su cráneo. Paula no tuvo tiempo de protegerse la cabeza.
Una mancha oscura se extendió rápidamente por su camisa, que ya nunca volvería a ser blanca. El cuerpo desmadejado cayó entre los escombros. Margarita la miró sin acabar de comprender lo que acababa de ocurrir. Antes de tener ocasión de pensar en ninguna otra cosa, sintió una furia ciega crecer en su interior, una rabia que no había conocido hasta ahora y que nublaba cualquier otro razonamiento. El policía giró la cabeza hacia ella. En la penumbra del pasillo, pudo ver o imaginar su rostro tras el casco acorazado, y ya no era un rostro humano, sudoroso, cansado, sino una piel pálida sobre el hueso desnudo y una sonrisa de calavera. Margarita se abalanzó sobre él. Llevaba en la mano una piedra que no recordaba haber cogido, y la hundió en la cara del policía con una fuerza que no era suya. El metacrilato blindado crujió y se astilló sobre la cara. El policía soltó la porra y se desplomó hacia atrás, con las manos en la cabeza. Aullaba de dolor con un gorgoteo repulsivo y sacudía las piernas como una araña moribunda. El humo seguía inundando el pasillo. El policía dejó de moverse. Margarita soltó la piedra ensangrentada. No podía respirar. Se dejó caer de rodillas. Medio desmayada, vio como las paredes del pasillo se desmoronaban también, y creyó que deliraba cuando los escombros empezaron a hundirse bajo el suelo negro, como piedras en el fango, y desaparecían dejando en su lugar una superficie lisa y áspera. Asfalto. Hormigón asfáltico aún caliente, como recién mezclado. El techo también se desplomó y desapareció, pero no se veía el cielo más arriba, solo aquel humo gris e irrespirable que lo inundaba todo. El fango negro se tragó los escombros y los cascotes, y también el cuerpo del policía. Buscó a tientas a Paula. No pudo encontrarla. Solo había asfalto hirviente, asfalto que quemaba la piel, que hacía arder la garganta y llorar los ojos. Por fin, algo tiró de sus rodillas hacia abajo y también ella desapareció.