PAÍS RELATO

Autores

a. m. vozmediano

el veredicto

—A lo mejor se ha estropeado el mecanismo —dijo Kibwe.
—¿Estropeado? —dije yo, enfadada—. Te has puesto a echar cosas en ese saco y lo has fastidiado todo.
—Deja de echarme la culpa —dijo él—. Para una vez que puedo tener algo, no me digas que...
No acabó la frase. La caverna empezó a sacudirse de tal modo que parecía que todos los terremotos del mundo se hubieran reunido allí. Cayeron cascotes de las paredes y el techo y nos quedamos paralizados por el terror. Un rumor grave, un trueno surgido bajo tierra, lo inundó todo. Se abrió un agujero en el suelo y de su interior saltaron cinco criaturas de aspecto terrorífico, vestidas con máscaras de piedra y ropas acorazadas, como si fueran soldados hechos de roca, con arcos y flechas en las manos y espadas en los cinturones.
Se quedaron tan quietos que parecían estatuas mirándonos desde detrás de sus yelmos. Me castañeteaban los dientes. Kibwe se había aferrado a su saco como si quisiera defenderlo con la vida. El soldado, o lo que fuera, que estaba en el centro de la formación de cinco, sacó su espada de la vaina, la levantó en el aire y la clavó en el suelo. Hubo un resplandor cegador que nos obligó a cerrar los ojos y, cuando los abrimos de nuevo, me noté extraña, como cuando te pones el zapato derecho en el pie izquierdo. Cuando miré a Kibwe supe por qué.
—¡Kibwe! —dije—. ¡Mírate! Vuelves a ser tú.
Kibwe me miró y luego movió las manos ante sus ojos. Había recuperado su cuerpo, y yo el mío. Parecía que habíamos superado las pruebas. Tal vez ahora nos dejaran marchar.
El soldado que había clavado su espada en la roca volvió a moverse. Extrajo la espada del suelo con la misma facilidad con la que se saca un cuchillo de un bloque de mantequilla, y luego, muy despacio, la levantó y me apuntó con ella.
—Tú —dijo, y su voz sonó como el motor de un camión—. Puedes pasar.
Se abrió la puerta de la izquierda con el rechinar habitual. Pero al otro lado ya no estaba oscuro, sino que brillaba la luz del sol.
—¿Qué pasa con Kibwe? —me atreví a preguntar.
—Él no puede irse —respondió el soldado.
Miré a Kibwe. Tenía los ojos muy abiertos, y parecían muy blancos en ese rostro tan moreno. Se llevó las manos al estómago y dijo, casi llorando:
—Me duele...
—No ha superado las pruebas. Tendrá que quedarse en el mundo de los sueños. Son las normas —dijo el soldado.
Entonces no sé lo que me pasó, pero noté como si algo se quebrase en el centro de mi pecho, y un temblor ardiente se me extendiese por todo el cuerpo, como cuando tiras una piedra al agua de un estanque el calma y desatas una pequeña tempestad. Apreté los puños, miré al soldado con furia y grité:
—¡No es justo! ¡Él nunca ha tenido nada! ¿Qué clase de pruebas eran estas? ¿Qué esperabais que hiciera? Solo ha cogido lo que le hemos obligado a desear. Cualquiera en su situación hubiera hecho lo mismo. ¡Cualquiera!
Los soldados me miraban impasibles. Kibwe se dobló sobre sí mismo y volvió a decir:
—Me duele.
Me agaché a su lado y lo cogí de la mano:
—Kibwe, nos vamos los dos.
—Pero ellos han dicho que...
—No importa lo que digan esos monstruitos de piedra. Es nuestro sueño y podemos cambiarlo juntos. Las normas las creamos nosotros.
Me miró con una expresión de comprensión súbita. Luego el dolor volvió a obligarlo a agachar la cabeza.
—Ay, mi barriga...
—Kibwe, tienes que vomitar. Tienes que vomitar todas esas porquerías que no sirven para nada.
—Pero...
—Tienes que hacerlo. Yo puedo acompañarte, pero no hacerlo por ti.
Me miró asustado. Tragó saliva. Un instante después le sobrevino una arcada. Miró desesperado a su alrededor, buscando dónde echar lo que ya subía desde su estómago. Finalmente abrió el saco donde había puesto todos los cachivaches de la última prueba y vomitó dentro hasta el último gramo de chocolatina y hasta el último mililitro de refresco.
Cuando terminó, me miró como preguntándome qué podíamos hacer a continuación. Yo lo cogí de nuevo de la mano y, mirando a los soldados, dije muy resuelta:
—Ya está. Ya os ha devuelto todo. Ahora nos iremos. Él y yo. Si tratáis de impedirlo os destruiremos. Podemos hacerlo. Somos nosotros los que estamos soñando este sueño. Sabéis que podemos.
Por primera vez, los soldados empezaron a mostrar algo parecido a la inquietud. Se miraron unos a otros, y el que había hablado antes dijo:
—Pero las normas...
—Las normas han cambiado —lo interrumpí—. No importa quién las escribiera.
—Nada está escrito para siempre —dijo Kibwe con voz grave. Lo miré sorprendida. Parecía muy repuesto. Él sonrió feliz, con sus dientes tan blancos, y añadió—: Es un proverbio de mi pueblo.
Caminamos hacia la puerta cogidos de la mano. Los soldados se apartaron a nuestro paso, como si tuviéramos el poder de destruirlos solo con tocarlos. Probablemente así era. El sol brillaba al otro lado. Cruzamos la puerta. La oscuridad quedó atrás.