El sol se ponía y el viajero estaba cansado. Había perdido su mula hacía dos lunas y llevaba todo el día caminando. Vio alzarse una venta lúgubre frente a él, en el lugar donde se cruzaban la ruta de poniente y el camino de Francia.
Dudó. No le gustaba el aspecto de aquel lugar, que hubiera parecido abandonado de no ser por la luz nerviosa de un candil de aceite que parpadeaba en la ventana, pero sería mucho peor dormir a la intemperie. Aún hacía demasiado frío por las noches en aquella época del año. Además, un poco más allá los caminos eran poco más que senderos apenas transitables. La corte del rey Juan IV de Portugal quedaba todavía muy lejos, al otro lado de la sierra, y el viajero conocía bien la fama de los salteadores que acechaban entre las peñas. No, definitivamente no era buena idea tratar de cruzar las montañas de noche.
De modo que entró en la venta. La puerta de madera sin desbastar, más propia de un establo que de una posada, gruñó al girar sobre sus goznes. Unas pocas miradas torvas se volvieron hacia el recién llegado, pero pronto la media docena de hombres que comían y bebían en las mesas en torno a un fuego casi extinguido volvieron a sus asuntos. El ventero, un hombrecillo con aspecto de roedor, lo miró con ojos escrutadores desde detrás de su mostrador mugriento.
El viajero comprobó que llevaba la bolsa del dinero bien atada a la cintura y se tocó con disimulo el dobladillo del jubón, donde había cosido cuidadosamente el pergamino. Aquel gesto mecánico lo tranquilizaba. Si tenía mala suerte, podrían robarle los pocos maravedís que llevaba encima, pero no encontrarían el pergamino. Y el pergamino, ahora estaba seguro, valía una fortuna. Solo tenía que llegar a Lisboa de una pieza y toda su vida cambiaría.
Se acercó al ventero tratando de aparentar aplomo.
—Buenas noches —dijo el viajero—. ¿Tenéis dónde pasar la noche?
—Eso depende —respondió el ventero—. ¿Lleváis dinero encima?
El viajero hizo tintinear la bolsa y el ventero enseñó sus dientes renegridos en un gesto que tal vez era una sonrisa.
—Me queda libre una habitación digna de un príncipe —dijo—. ¿Desea el caballero cenar algo antes de retirarse a descansar?
—Desde luego.
—Serán dos escudos.
El viajero sacó de su bolsa un puñado de monedas y las dejó sobre el mostrador.
—¿Bastarán treinta maravedís?
—¿No tenéis nada más en vuestro saquillo?
El viajero dio la vuelta a la bolsa de tela y la sacudió sobre el mostrador. Estaba vacía.
—Ya veis que no.
Sin darse cuenta, traicionó sus palabras al volver a palpar con disimulo la costura del jubón. Solo fue un instante, pero le pareció que los ojos rapaces del ventero habían captado el movimiento, y por eso se sobresaltó tanto cuando le preguntó:
—¿Alguna otra cosa de valor? Tal vez bajo las ropas.
—No tengo nada más —respondió el viajero demasiado deprisa.
El ventero sonrió con socarronería y recogió las monedas de cobre.
—No os inquietéis, caballero. Con treinta maravedís, por ser vos, tendréis comida y cama en mi establecimiento esta noche.
Le sirvió entonces un caldo espeso en un plato desportillado y un trozo de pan negro y duro. El viajero se dirigió con su plato a una mesa. El caldo sabía a agua de fregar pero al menos estaba caliente. El ventero se acercó a la mesa y dejó una jarra de vino aguado. Luego se alejó sin hacer ningún comentario. Antes de regresar a su mostrador se detuvo junto a la mesa de un hombre alto y vestido con una capa oscura. El viajero no podía verle la cara porque estaba vuelto hacia las llamas que languidecían en la chimenea. El ventero se inclinó sobre el tipo de la capa oscura y le susurró algo al oído. Con un escalofrío, el viajero comprobó que lo señalaba a él con un leve gesto de la cabeza, y luego sonreía dejando ver sus dientes podridos.
El hombre de la capa negra aún siguió mirando las llamas un minuto, y luego giró lentamente la cabeza para mirarlo. El viajero sintió que una corriente de aire frío le recorría las entrañas. Fijó su vista en el plato, pero el frío se hizo más intenso, como si estuviera enterrado vivo bajo un montón de nieve. Levantó por fin los ojos y miró al hombre de la capa negra. Reprimió un grito. El rostro de aquel hombre era un mapa surcado de cicatrices. Un bulto sin forma ocupaba el lugar en el que debía de haber estado la nariz. Un parche negro cubría un ojo, y el ojo sano miraba desde una órbita que parecía no tener párpados ni cejas. La boca sin labios se curvaba hacia arriba con la sonrisa cruel de las calaveras.
Fue una visión fugaz: el hombre de la capa oscura ya volvía a mirar al fuego y, por un instante, el viajero creyó que todo había sido producto de su mente cansada del viaje. Sin embargo, no servía de nada negar la realidad. Volvió a palpar el pergamino cosido al jubón. El ventero y aquel tipo siniestro lo sabían. Sabían lo que llevaba allí escondido. Era imposible, pero de algún modo lo habían averiguado y ahora iban a tratar de arrebatárselo.
Se levantó precipitadamente, sin acabarse el caldo, y le preguntó al ventero por su habitación tratando de fingir indiferencia. El tipo levantó su nariz de roedor para señalar con ella una puerta del piso superior, al que se llegaba por una escalera de madera al fondo del local, y le entregó una lámpara de aceite.
La habitación era pequeña y olía a orines y sábanas sucias. Un ejército de cucarachas huyó a los rincones oscuros cuando la luz de la lámpara iluminó la estancia. Un jergón sucio y sin forma, salpicado de picaduras de chinches, ocupaba casi todo el espacio. A un lado había una tosca silla de madera y una pequeña mesa roída por la carcoma. La ventana, al fondo, tenía los postigos cerrados.
El viajero sabía que, por treinta maravedís, ningún posadero iba a proporcionarle una habitación para él solo. Lo habitual era compartir techo con otros dos o tres trotamundos de bolsas tan maltrechas como la suya, cuando no lo acomodaban a uno en los establos junto a las vacas. Si en esta ocasión le habían ofrecido una estancia para él solo era porque no querían que hubiese testigos. Así sería más fácil para ellos.
Abrió los postigos de la ventana y se asomó al otro lado. Daba al patio interior de la venta. Muy listos, pensó. Así no podría saltar y alcanzar fácilmente el camino. Seguro que apostarían a un compinche en el patio por si se le ocurría intentar escapar por ahí.
Estaba agotado. Se tumbó vestido en el colchón de paja, sin dejar de palpar el pergamino cosido al jubón. Tenía que pensar en la forma de huir cuando ellos llegaran. Porque vendrían a buscarlo, de eso estaba seguro. Quizá no supieran con exactitud qué era lo que llevaba ahí cosido, pero sin duda imaginaban que se trataba de algo de mucho valor. Y ese tipo de la capa negra no tenía aspecto de ser la clase de gente que se anda con contemplaciones. El viajero se estremeció al recordar la mirada sin párpados y la sonrisa de calavera.
Trató de pensar con claridad. Probablemente esperarían a que la venta se quedase vacía para que nadie advirtiera lo que estaba sucediendo. Tenía que escapar antes. Un par de días más y estaría en Portugal, y poco después llegaría la corte de Lisboa, donde lo esperaba el comprador.
Sí, tenía que aguantar. Solo necesitaba resistir unos días más. Encontraría algo para comer por el camino. Los algarrobos ya estaban madurando. En la sierra había arroyos de agua limpia. Ya se las apañaría. De pronto, la perspectiva de pasar la noche al raso le pareció mucho más alentadora que estar allí, atrapado en aquella venta de mala muerte, con esos dos tipos conspirando para atacarle.
Se incorporó con un sobresalto. Juraría que había oído pasos en la escalera. No podía ser, no todavía. Aún debía quedar gente abajo, y no querrían testigos. ¿O quizá se había dormido? Dios, estaba tan cansado que sus ojos podían haberse cerrado sin que él se hubiera dado cuenta.
Se asomó por la ventana intentando no dejarse ver. En el cielo despejado brillaba media luna que iluminaba lo suficiente como para distinguir una sombra que se movía cerca del pozo. Ya habían apostado allí a uno de sus secuaces, tal como había sospechado. Del corredor llegó el sonido inconfundible de un tablón de madera crujiendo bajo el peso de una persona. Se acercaban. Tenía que hacer algo y tenía que hacerlo deprisa.
El tipo que montaba guardia en el patio parecía corpulento. En cualquier caso, siempre sería preferible pelear con él que enfrentarse al hombre de la capa negra. Unas sombras se perfilaron bajo la puerta y oyó cuchichear a alguien al otro lado. Palpó una última vez el pergamino y cogió aire. Luego saltó por la ventana.
Algo crujió en su tobillo al aterrizar en el suelo empedrado. Ahogó un grito de dolor y apretó los dientes. La sombra junto al pozo se acercó en silencio, pero el viajero ya se lo esperaba. Fingió no haberlo visto. Jadeando, se acuclilló, como si estuviera atándose las botas. Cuando el atacante trató de agarrarlo, cogió uno de sus brazos y lo volteó con fuerza sobre su cabeza, estrellándolo contra el piso. La sombra se quedó inmóvil, y el viajero, cojeando, se ocultó bajo los soportales del patio. Sobre su cabeza escuchó dos voces susurrantes. Debían de ser el ventero y el tipo de la capa oscura, que se asomaban a la ventana de su habitación y trataban de localizarlo en la penumbra plateada. Él no podía verlos a ellos y ellos a él tampoco. La voz ronca del ventero llamó entre susurros a su compinche, que yacía inconsciente en el patio:
—Juan. ¡Juan! ¿Dónde demonios te has metido?
Las voces desaparecieron y el viajero escuchó pasos sobre su cabeza. Los dos hombres salían de la habitación. Ahora se dirigirían al patio, para averiguar qué había ocurrido. Solo disponía de unos segundos. Intentó correr sin recordar que tenía un tobillo herido. Algo se quebró con un chasquido cuando apoyó el pie en el suelo. Trastabilló y ahulló de dolor. Se puso en pie sobre la otra pierna. Veía luces ante sus ojos. El dolor punzante era un clavo al rojo que penetraba por su talón y le llegaba hasta la cintura. Casi no le dejaba pensar. Tenía que trepar a la ventana, meterse de nuevo en la habitación, y escapar por la puerta principal de la venta, pero no había modo de encaramarse a la planta superior, y menos con el tobillo roto.
Un murmullo ahogado de pasos a la carrera se aproximaba. Ya venían. Desesperado, miró alrededor y encontró una puerta entreabierta. Echándose de nuevo al suelo, avanzó a gatas entre las sombras con la sensación de que el miedo y el dolor le harían vomitar en cualquier momento. Alcanzó la puerta y se escabulló en el interior al mismo tiempo que los pasos irrumpían en el patio.
—Busca por aquel lado —dijo una voz gutural, acostumbrada a dar órdenes. El viajero supo que esa voz tenía que pertenecer al hombre de la capa negra porque tenía la textura de la sangre coagulada. Se asomó por un resquicio de la jamba y lo vio cruzando el patio a grandes zancadas, la capa oscura ondeando al viento, con el aspecto amenazador de un enorme murciélago.
El viajero observaba la escena aterrorizado. Pudo ver al ventero alejarse hacia el otro extremo del patio, buscando detrás de los soportales, entre las tinajas, dentro de los barriles, por todas partes. Sin duda mirarían también donde él se escondía ahora, y lo encontrarían.
Los pasos del hombre de la capa negra se acercaron. Ahora no podía verlo, pero no podía ser nadie más. Repiqueteaban sobre el empedrado como el martillo sobre el yunque. Recordó la cara deformada, el ojo sin párpado, la sonrisa de calavera, y le sobrevino un ataque de pánico. Sin saber lo que hacía, miró alrededor suyo. Estaba en un pequeño establo. Montones de paja lo rodeaban. Unas vacas y una mula dormían en la oscuridad, resoplando de vez en cuando. Los pasos metálicos se detuvieron en la puerta. Unos dedos enguantados agarraron la hoja, apareciendo a escasos centímetros de la cara del viajero, y comenzaron a abrirla muy despacio. Quiso correr, o gritar, o ambas cosas. El terror lo dejó paralizado donde estaba, agachado tras la puerta, fingiéndose invisible.
—¡Aquí, señor! He encontrado a Juan —dijo entonces el ventero, alzando la voz lo justo para que llegase hasta los oídos del hombre de la capa.
La puerta dejó de abrirse, pero los dedos enguantados aún no se retiraron. Por un instante, el viajero tuvo la horrible impresión de que aquel tipo estaba olfateando el aire con su media nariz, como si tratara de percibir su presencia sin necesidad de verlo, como si pudiera hacerlo.
Los dedos desaparecieron y los pasos metálicos se alejaron. El viajero se dio cuenta de que llevaba un rato sin respirar. Dejó escapar un suspiro que casi fue un gemido sordo. Tocó de nuevo el pergamino, y luego obligó a sus brazos y a sus piernas a moverse. El tipo de la capa volvería. Tenía una última oportunidad, y no duraría mucho.
Gateando, tratando de no despertar a los animales, se adentró en el establo. Confiaba en que hubiera una puerta al otro lado, una puerta que condujera al exterior. Muchos establos la tenían, para poder sacar a los animales a pastar al campo. También podía ser que los llevasen a través del patio hasta la puerta principal. En tal caso, el establo constituía una ratonera sin escapatoria y lo arrinconarían allí de un momento a otro. Llegó hasta la pared opuesta. Estaba muy oscuro. La luz de la luna se filtraba por un ventanuco situado en el pajar, en el piso superior. Desesperado, recorrió la pared desconchada y llena de excrementos de vaca y sus peores temores se confirmaron: no había ninguna puerta.
Los pasos regresaban. Ahora caminaban deprisa. Sabían dónde encontrarlo. Solo disponía de unos segundos.
Subió al pajar todo lo deprisa que pudo. Se trataba de una plataforma de madera situada sobre las cabezas de los animales donde se amontonaba la paja limpia. Una idea nebulosa, descabellada, se abría paso en su cabeza. El ventanuco era la única salida. No importaba que fuera muy pequeño. Él estaba muy delgado. Tenía que colarse por allí. Como fuera.
Llegó arriba al mismo tiempo que la puerta se abría. Se ocultó tras las pacas de paja. Había hecho demasiado ruido al subir la escalera de madera, y los animales se habían despertado sobresaltados. Ahora se removían nerviosos. El ventanuco era tan estrecho que tendría que desnudarse para tratar de escapar por él. Se sacó rápidamente la capa, el jubón y las calzas. Los bufidos de los animales amortiguaron el ruido de los ropajes. Abajo, los dos hombres lo buscaban entre las sombras. No podían saber donde estaba porque los resoplidos de las vacas les impedían oír cómo se zafaba de la ropa, pero él tampoco podía localizarlos a ellos. Lanzó todas sus pertenencias por el ventanuco. Allá iba el pergamino. Lo vio aterrizar, con todo lo demás, a los pies de la venta. Más allá estaba el cruce de caminos, y luego el sotobosque, lleno de sitios donde ocultarse.
Metió la cabeza por la ventana y luego trató de hacer pasar los hombros. Imposible. Aún con su cuerpo consumido por el agotamiento y el hambre, de ninguna manera podía deslizarse por ese espacio tan exiguo. Exhausto, lo intentó pasando primero un brazo y luego la cabeza. Con el brazo adelantado, hizo fuerza apoyando la mano en la pared exterior. Se inclinó para ponerse en posición diagonal, y colocó el otro brazo sobre el pecho. Empujó de nuevo y el hombro se encajó en la esquina del ventanuco. Impulsándose con el brazo que estaba fuera y con los pies en el suelo de madera del pajar, con un esfuerzo que lo hacia sudar a pesar de estar casi sin ropa en mitad de la noche, avanzó pulgada a pulgada, lacerándose la piel. Pensó que una clavícula iba a descoyuntársele. Con un último esfuerzo consiguió sacar los hombros. La cintura se atascó también, aunque a esas alturas ya tenía medio cuerpo fuera y podía valerse de los dos brazos para empujar. Sintió como la tela de los calzones se desgarraba, y la piel debajo de ella. No le importó. Ni siquiera sintió dolor. Tampoco pensó en que el ventanuco estaba a más de diez pies de altura sobre el suelo. Estaba fuera. Iba a conseguirlo. Eso era todo.
Entonces notó un tumulto detrás suyo y alguien lo agarró por los pies. Empezaron a izarlo. Lo habían encontrado. Oía voces entrecortadas, y los animales, definitivamente despiertos, mugían y rebuznaban indignados. Intentó resistirse, pero los otros dos tiraban con brío.
Pateó con las fuerzas que le quedaban. Movió frenéticamente las piernas, primero para zafarse y luego para golpear a ciegas. Al principio las sacudió en el aire. Luego su pie encontró algo en su trayectoria y lo golpeó haciendo un ruido parecido al de una sandía madura cuando cae al suelo. El alarido de dolor pudo oírse en toda la venta, aterrorizando aún más a los animales y despertando, seguramente, a todo el mundo.
El mismo movimiento de sus piernas lo había hecho deslizarse de nuevo por el ventanuco hasta la cintura. Con una última sacudida, se precipitó de cabeza al suelo.
Se hizo un ovillo de forma instintiva y golpeó con un hombro. El dolor fue tan intenso que pensó que se había hecho añicos, como si su cuerpo fuera de cristal. Tras un instante de aturdimiento, comprobó que seguía entero. Se levantó mareado. El brazo derecho le colgaba inerte. Giró la cabeza hacia el ventanuco y vio al hombre de la capa negra mirándolo con su único ojo sin párpados. Luego desapareció entre las sombras.
El viajero recogió sus ropas con la mano que aún le respondía y comenzó a correr, cojeando, hacia el camino. Cada vez que apoyaba el tobillo roto sentía un dolor afilado que se extendía por toda la pierna, pero aún así no se detuvo. Le pareció que su pie bailaba a un lado y otro sin control. Alcanzó el cruce al mismo tiempo que el tipo de la capa negra salía por la puerta principal de la venta.
Entonces ocurrió algo muy extraño, y del todo imprevisto.
Una neblina gris, casi negra en la penumbra de la noche, se extendió por el cruce rápidamente. Envolvió al viajero entre sus hilos de carbón. Muy pronto no pudo ver nada. Olía de un modo extraño, parecido a la madera húmeda cuando arde, aunque de alguna forma diferente. Era un olor que el viajero no había olfateado nunca y que lo aturdió de inmediato. Volvió la cabeza para comprobar si el hombre de la capa lo seguía y no pudo ver nada más que las volutas de humo oscuro envolviéndolo con su abrazo intangible. Al mirar de nuevo al frente, dudó sobre qué dirección seguir. No podía ver los matorrales del bosque. No estaba seguro de cuál era la dirección correcta.
Se detuvo un instante. Solo podía oír su propia respiración agitada. Los sonidos de la noche, de algún modo, no llegaban hasta aquel lugar. Temió ver aparecer ante sus ojos al tipo de la capa negra en cualquier momento, pero tampoco oía sus pasos acercarse. Era como si el resto del mundo se hubiera desvanecido.
De pronto sintió un miedo atroz, mucho más intenso que el que había tenido hacía un instante, cuando dos tipos lo perseguían para robarle lo único de valor que había tenido en toda su vida. El pánico le hizo olvidar todo: la venta, el pergamino, el tobillo y el hombro rotos. Dio media vuelta y continuó enloquecido su carrera hacia donde un momento antes había estado el bosque. Corría todo lo que podía pero tenía la sensación de que no avanzaba, de que el suelo no se movía bajo sus pies. ¿Sus pies? Ya no podía ver sus pies. La niebla se hizo más densa. Algo tiró de él hacia abajo. Intentó gritar. Su voz se perdió en algún lugar entre los jirones de humo.
Un momento después ya no había nadie en el cruce de caminos.