PAÍS RELATO

Autores

a. m. vozmediano

el guardián

Avancé a tientas un rato, con el corazón latiéndome a toda velocidad. No sé si habéis tratado alguna vez de caminar a oscuras por un lugar desconocido. Pero a oscuras de verdad, y por un lugar desconocido de verdad, no como cuando estás en tu habitación y te tienes que levantar a hacer pis en mitad de la noche.
No es una sensación agradable. La de estar a oscuras en un lugar desconocido, digo. Te empiezas a imaginar cosas, como que un cocodrilo gigante o algo peor acecha entre las sombras, o que hay unas escaleras a pocos centímetros de ti esperando para engullirte. Así, avanzando asustada pasito a pasito, recorrí aquel pasillo, confiando en que todo fuese un sueño, aunque pareciese real, y esperando a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y pudiera ver algo, aunque solo fueran mis manos cuando las sacudía delante de mi cara, porque no veas lo rara que es la sensación de sacudir las manos delante de la cara y no poder verlas.
De pronto una voz dijo:
—Detente.
Era una voz profunda, como la de Mufasa, el de El Rey León. Seguro que la habéis visto. Cuando una voz así te dice que te detengas en mitad de un pasillo oscuro en un lugar desconocido, tú vas y te detienes. Vaya que si te detienes. Vamos, que parecía una estatua de piedra.
—¿Quién eres? —preguntó la voz.
—La... Laura —respondí.
—¿Laura? No pareces Laura.
Un momento, guapo, estuve a punto de responderle. ¿Qué sabes tú de mí? Pero entonces recordé que mi aspecto no era exactamente el habitual. Más que Laura parecía Lauro, si es que ese nombre existe.
—Ah, sí —dije—. Es que, bueno... He tenido un problemilla. Yo no suelo tener esta pinta.
—Entiendo —dijo la voz—. Acércate, deja que te vea mejor.
¿Deja que te vea mejor? Si allí había menos luz que en una mina de carbón abandonada. Pero, oye, si Mufasa te dice que te acerques, tú te acercas. Avancé un par de temblorosos pasos.
—¿Qué te pasa? —dijo la voz—. ¿Por qué caminas tan despacio? ¿Te duele algo?
—Eh... no —respondí—. Es que no veo muy bien en la oscuridad absoluta.
—Ah, claro. Disculpa. Siempre me olvido.
Entonces se oyó un clic, y una luz tenue y agradable iluminó el lugar. Me encontraba, en efecto, en un largo pasillo. A mi espalda, muy lejos, estaba la puerta por la que había entrado. Por delante, el pasillo continuaba en línea recta hasta perderse de vista. Y a un par de metros había un gato. Un gato vulgar y corriente, para más señas, de color pardo y ojos verdosos. El gato me miró y dijo con voz de Mufasa:
—¿Así está mejor?
—Mucho mejor. Gracias —dije yo, y pensé que Mufasa andaba bastante desmejoradillo.
—Bien —dijo el gato—. Ahora que todos estamos cómodos, dime: ¿qué quieres?
—Verás —dije—, yo estaba soñando y entonces me caí en un agujero, pero en vez de despertarme aparecí en un lugar rarísimo y atrapada en este cuerpo de chico, y no sé si ahora estoy soñando o no. Entonces vi una puerta y me pareció que al otro lado encontraría la respuesta.
El gato levantó las cejas. Luego meneó la cabeza a un lado y a otro.
—Vaya, otra vez ha sucedido —dijo—. Ya van cuatro este mes.
—¿Qué es lo que ha sucedido?
—¿Es que no lo ves?
—Pues no.
Mufasa me miró como si yo fuera un suricato, y uno no muy listo. Luego me señaló con sus dos patitas delanteras a la vez y dijo con voz concluyente:
—¡Estás soñando el sueño de otro!
Suspiré aliviada.
—Ah, bueno —dije—. Así que todo es un sueño. Me despierto y ya está.
—Ah, no, guapa. O guapo. No es tan sencillo. Si te despiertas ahora, aparecerás en la cama de Lauro, o como se llame el propietario de ese cuerpo en el que estás ahora que, dicho sea de paso, está un poco flaquillo. Aunque al principio te hiciera gracia poder hacer pipí de pie, te aseguro que al poco tiempo no sería agradable. Empezarías a echar de menos tu cuerpo, tus manos, tu ombligo, esas cosas que no echamos de menos hasta que las perdemos. Por no hablar de tus padres, tu casa, tus amigos. No, no es una buena idea, créeme. Ha ocurrido otras veces.
—Hombre, visto así... ¿Qué puedo hacer, entonces?
—Está clarísimo —dijo el gato, con esa suficiencia tan propia de los felinos—. Tienes que encontrar a Lauro, o como se llame. Al propietario de ese cuerpo. Si tú estás soñando su sueño, él tiene que estar soñando el tuyo.
—Oh, sí, está clarísimo. ¿Y cómo narices se hace eso, a ver? ¿Hay algún guía turístico al que preguntar por aquí?
El gato me miró con el ceño fruncido. Estaba claro que no tenía el más mínimo sentido del humor. Luego me habló muy despacio, con voz de película de misterio:
—Tendrás que entrar en el Laberinto de los Sueños.
—Ah.
—Tendrás que entrar en el Laberinto de los Sueños —repitió, por si no me había enterado— y buscar allí al que está soñando tu sueño.
—¿Y cómo lo reconoceré?
—Oye, que no soy la Wikipedia.
—Vale. Encuentro al que está soñando mi sueño. ¿Y luego?
—Luego intercambiáis vuestros sueños, claro.
—Claro. ¿Y al Laberinto de los Sueños se va por allí? —pregunté señalando el pasillo que se perdía en la oscuridad.
—Sí.
—Entonces me voy. Muchas gracias por tu ayuda.
—Eh, espera, espera. ¿Como que muchas gracias por tu ayuda? Que soy el guardián del Laberinto, ¿sabes?
—No, no lo sabía.
—Solo puedes pasar si pagas el peaje.
—¿El peaje?
—Sí, niña. O niño. No me hagas tener que repetirlo todo. O pagas o por aquí no pasas.
Miré al gato, perdón, al guardián. ¿Me estaba amenazando con no dejarme pasar? ¿Y cómo se las iba a apañar para impedírmelo desde sus escasos veinte centímetros de altura? ¿Tal vez iba a sacar las uñas y a arañarme un poco en un tobillo? Me dio un poco de pena, ese gatito tan mono allí encerrado, haciendo un papel más propio del auténtico Mufasa. Me agaché y le acaricié con suavidad la nuca. Al instante empezó a ronronear con los ojos cerrados. Extendió las manos y se tumbó cuán largo era, lo que no es mucho decir, totalmente despatarrado, como una alfombra diminuta.
Y así fue como pagué el peaje. Fue fácil, la verdad. Estuve rascándole tras las orejas un buen rato, hasta que a mí me empezaron a doler las piernas de estar en cuclillas. Me levanté muy despacio y el gato siguió tumbado. Parecía dormido. Me alejé andando sin hacer ruido. Casi lo había perdido de vista cuando la voz de Mufasa volvió a retumbar en el pasillo:
—Buena suerte, Laura. Y cuidado con las tres pruebas. ¡Mucho cuidado!