¿Habéis soñado alguna vez que vais caminando por la calle y, de repente, el suelo se abre a vuestros pies y os caéis en un agujero?
Yo sí, muchas veces. Siempre me despierto sobresaltada cuando llego al fondo del pozo. Pero aquel día no sé lo que pasó: algo debió funcionar mal porque no me desperté o, mejor dicho, sí que me desperté, pero lo hice en el lugar equivocado.
Me di cuenta enseguida, porque en vez de aparecer dando un respingo en mi cama, donde hubiera podido respirar aliviada para arrebujarme otra vez entre las mantas, me encontré en la calle de una ciudad desconocida, habitada por un montón de gente que hablaba un idioma extraño que me resultaba imposible entender. Y no es que la gente fuera muy normal tampoco, la verdad. Había, por ejemplo, un tipo que iba patinando mientras intentaba atrapar una dentadura postiza que daba saltos por la acera. Otros dos corrían uno tras otro girando en círculos, de forma que era imposible saber quién perseguía a quién. Una señora pasó volando en camisón por encima de mi cabeza. Otra mujer, vestida tan solo con unos calzoncillos de corazoncitos rojos, me saludó educadamente quitándose un sombrero de copa y, al levantarlo, vi que llevaba sobre la cabeza una tarta de nata y chocolate.
Y así todo.
Pensé que tendría que estar soñando. Que, al caer en el pozo, en lugar de despertarme, me había trasladado a otro sueño. Pero algo me inquietaba, y era que no tenía la sensación de estar soñando, no sé si me entendéis. Quiero decir que, cuando estás soñando, se nota, y, cuando estás viviendo algo que es real, también se nota. O eso creía yo hasta entonces, cuando me vi atrapada en aquel lugar que sin duda tenía que ser un sueño aunque pareciera real.
Cerré los ojos y pensé: quiero despertarme, quiero despertarme ahora. Y no funcionó. Al abrirlos, todo seguía allí: los tipos que se perseguían en círculo, la señora que volaba, la de la tarta en la cabeza, y todos los demás. Así que decidí ponerme a explorar. Quizá así tendría algo interesante que contar a mis padres y al canijo de mi hermano a la hora del desayuno.
No había dado ni dos pasos cuando me encontré frente a una puerta que, por alguna misteriosa razón, de esas razones que solo existen en los sueños, me llamó la atención. Supe que tenía que entrar por esa puerta. Me acerqué a ella y tiré del pomo, pero parecía cerrada con llave o algo aún más poderoso. Me fijé en que, al lado de la puerta, había una ranura que se parecía a las que hay en los parquímetros del centro de la ciudad para echar unas monedas cuando papá o mamá dejan el coche en la zona azul. Rebusqué en mis bolsillos y me llevé la primera gran sorpresa: aquellos no eran mis bolsillos. Ya sé que un sueño es un sueño, y que una puede ir vestida con cualquier ropa que no sea suya, como un disfraz de payaso o un traje de princesa medieval, pero no me refiero a eso, sino a algo más extraño: noté que quien hurgaba en aquellos bolsillos no era yo, sino otra persona. Fue una sensación muy inquietante.
Alarmada, busqué un espejo donde mirarme. No encontré ninguno, pero había un escaparate al otro lado de la calle. Me planté delante de él y el cristal me devolvió un reflejo un poco apagado pero lo bastante definido como para estar a punto de caerme de culo de la impresión. Yo no era yo. Era un chico, más o menos de mi edad, con la piel oscura como la tierra después de la lluvia, los ojos profundos, el cuerpo delgado y fibroso, y estaba vestida (¡o vestido!) con unos pantalones marrones y una camisa azul que ya debían de estar pasados de moda cuando mis padres aún usaban babero.
Quise asegurarme de que la imagen que estaba viendo reflejada en el escaparate era la mía. Levanté una mano y el chico del cristal levantó la mano. Levanté la otra mano y él levantó la otra mano. Le saqué la lengua y me sacó la lengua.
Por último, me miré las palmas de las manos. Las de verdad, no las reflejadas. Aquellas no eran mis manos, ya no tenía ninguna duda. Todo el mundo conoce sus propias manos, y las que yo tenía ahora ante mis ojos eran las de otra persona.
Todo aquello era muy raro.
La puerta, recordé de pronto. Tenía que abrir aquella puerta. Allí dentro se escondía algo importante, tal vez la respuesta al enigma de por qué yo no era yo, así que me dirigí de nuevo hacia ella. Al dar un paso, pisé algo con mi zapato (que no era mi zapato, sino el de ese chico que ahora era yo). Aparté el pie y encontré en el suelo algo que parecía una moneda. Me agaché a recogerla y la miré con curiosidad al darme cuenta de que no era una moneda sino un botón, un pequeño botón dorado, con cuatro agujeritos en el centro.
Tuve una intuición repentina. Cogí el botón y me dirigí muy resuelta hacia la puerta. Respiré hondo e introduje el botón en la ranura para monedas. El botón cayó en la ranura y se oyó un chasquido metálico que parecía surgir del centro de la Tierra. Con un segundo chasquido, la puerta se abrió unos centímetros.
Una nube de polvo escapó del interior y me cegó por un instante. Cuando pude volver a mirar, la puerta seguía entreabierta. El interior estaba a oscuras. Agarré el pomo dispuesta a abrirla del todo y averiguar de una vez qué había allí dentro, pero os tengo que confesar que en ese momento me asaltó una oleada de miedo. Supe que tras esa puerta se escondía algo importante, tal vez peligroso. ¿Por qué, si no, iba a estar cerrada con un mecanismo que solo podía abrirse con un botón de cuatro agujeritos que uno tenía que encontrarse por casualidad tirado en el suelo? Dudé un instante. Por fin, con un movimiento decidido, abrí y entré. La oscuridad me envolvió y la puerta se cerró con estrépito a mi espalda.