Don Leandro era un poco cascarrabias, y estaba orgulloso de ello. Recorría la ciudad con su simón de dos plazas, alquilado por lo general a industriales y hombres de negocios durante el día y a parejas de clase media al caer la tarde. A don Leandro lo mismo le daba una cosa que la otra, siempre que apoquinaran religiosamente y por adelantado los cincuenta reales más la propina.
El simón de don Leandro era un buen coche, de los que ya no quedaban. Él se ocupaba de mantenerlo a punto, con las maderas barnizadas y el cuero lubricado y brillante, no como esos jóvenes advenedizos que tenían el coche lleno de lamparones y la librea manchada de salsa de tomate, cuando no apestaban a alcohol desde primera hora de la mañana. Y su caballo, el bueno de Jeremías, era un bretón precioso, de pelaje rojo y crines rubias, de los que hacían volver la cabeza a los transeúntes cuando pasaban junto a ellos. El resultado era que don Leandro disfrutaba de una buena colección de clientes fijos que solo lo buscaban a él y no a cualquier otro cochero.
Aquella mañana había recogido a don Zenón Fernández de Heredia, ilustre propietario de varias fábricas de cerámica y cristalería en la salida norte de la ciudad, de los telares de la calle de Curtidores y de no se sabía cuántas propiedades más repartidas por los cuatro puntos cardinales. Era don Zenón uno de los clientes más fieles de don Leandro porque siempre andaba viajando de fábrica en fábrica para atar bien corto a sus empleados con el fin de que el veneno de la revolución proletaria no penetrase en sus débiles mentes, como él argumentaba, y don Leandro asentía con devoción al escuchar tales opiniones. Le caía bien ese señor grueso y adusto, con el cabello siempre perfectamente peinado bajo el sombrero de hongo y el bigote encerado al estilo imperial que muchos dirían que estaba pasado de moda pero que don Leandro consideraba muy elegante. Sí, le caía bien don Zenón, y pensaba que llevarlo por toda la ciudad en su simón era bueno para el negocio porque le daba esa imagen de cochero respetable que tanto le había costado labrarse.
Salieron de la ciudad subiendo por el Camino de Francia. El arrabal había crecido mucho en los últimos años, con algunas casuchas miserables rodeando las viejas murallas de un convento franciscano a la altura del Camino de Poniente. Más allá estaban las fábricas de paños, de cuchillos o de porcelana. No había alcantarillado ni agua corriente en aquel barrio, y las basuras y los excrementos se acumulaban en el centro de la calle, donde el empedrado trazaba un canal por el que discurrían cuando llovía formando una sustancia lodosa y maloliente.
Estaban llegando al cruce cuando el sonido de varias explosiones los sorprendió. Don Leandro saltó en su asiento hasta casi caerse del coche. Un estruendo metálico y una nube de humo oscuro aparecieron por el camino lateral, acercándose a ellos a toda velocidad entre gemidos y explosiones. Jeremías, el caballo, se encabritó, y Don Leandro tuvo que tirar con fuerza de las riendas para retenerlo en su sitio. El responsable de semejante alboroto era un vehículo a motor, conducido por un joven con gafas y gorro de aviador. Pasó por delante de ellos haciendo sonar su bocina y petardeando en dirección al centro de la ciudad, dejando tras él un tufo a aceite quemado y una neblina gris que hacía toser a quien la respiraba. Varios rostros atezados se asomaron a las ventanas de las casuchas para observarlo alejarse. Los niños medio desnudos dejaron de jugar entre los escombros y se dedicaron a perseguirlo entre risas hasta que el ingenio se perdió en el horizonte.
—¡Ah! ¡Coches sin caballos! —gruñó Don Leandro—. ¿Puede usted creerlo, don Zenón? Vehículos infames conducidos por jóvenes sin cerebro.
Don Zenón parecía casi divertido.
—Son los coches del futuro —dijo—. ¿No le gustaría conducir uno así?
—¿A mí? —Don Leandro no podía creer lo que había oído—. ¿Y abandonar mi simón? ¡Jamás! ¡Así me caiga fulminado por un rayo ahora mismo!
—Pues a mí me parece que esos coches sin caballo tienen su aquel. Dicen que dentro de poco todos los hombres de buena posición tendrán uno.
A Don Leandro no le gustaba llevar la contraria a sus clientes. No era bueno para el negocio. Pero este asunto le tocaba demasiado de cerca como para no discutirlo.
—Eso no es posible —dijo con toda la calma que pudo reunir—. ¿Quién demonios querría montarse en un cacharro de esos, con ese ruido infame, ese humo irrespirable, y esa velocidad antinatural que alcanzan? Porque usted lo ha visto pasar a nuestro lado, don Zenón. Ha visto lo rápido que iba, ¿no? Eso no puede ser bueno.
—Amigo Leandro —don Zenón empleó el tono con el que un maestro hablaría con un pupilo especialmente obtuso—, no importa si a usted le parece mejor o peor, porque me temo que no está en su mano detener el progreso. A mí mismo no me importaría probar uno. Dicen que son más cómodos que los coches de caballos y, desde luego, más rápidos. Y no se cansan nunca. Así que, hágame caso, y mire usted si es muy complicado conducir uno de esos vehículos y si sus ahorros le dan para comprarse uno, aunque sea un modelo sencillo, porque, o mucho me equivoco, o me parece a mí que pronto empezará usted a ver a su clientela viajando en ellos y mirando a estos viejos simones como artefactos dignos de un museo.
Don Leandro no contestó, por la cuenta que le traía, pero su rostro se tiñó de un color rojo intenso y murmuró varias maldiciones entre dientes que su pasajero no pudo oír.
Unos días más tarde se cruzó con otro de aquellos engendros mecánicos en pleno centro de la ciudad. Estaba sacando brillo al asiento del simón cuando el petardeo inconfundible le anunció su llegada. Las señoras, y muchos señores, que paseaban bajo las acacias huyeron despavoridos a su paso.
Don Leandro hubiera querido ignorarlo pero no pudo. Hacía un ruido formidable, amplificado por el eco de las fachadas, lo que imposibilitaba que pasase inadvertido. Supuso con rabia que aquel estruendo era parte del atractivo que ciertos jóvenes alocados de familias adineradas encontraban en aquel maldito trasto. Sin embargo, ¿cómo era posible que un hombre tan cabal y educado como don Zenón defendiera ese invento del demonio? Si de él dependiera, lo prohibiría en todas las calles y carreteras del país.
El automóvil llegó hasta su altura y cruzó por delante del simón con el habitual fragor de explosiones y traqueteos. Había sujetado firmemente las riendas para que Jeremías no se encabritase esta vez, y estaba concentrado en esa tarea cuando, por el rabillo del ojo, le pareció distinguir en el asiento trasero del coche sin caballos un sombrero de hongo y un bigote imperial. Levantó la vista para mirar mejor y una bocanada de niebla pestilente le abrasó la garganta. Estuvo tosiendo por espacio de varios minutos.
Cuando se recuperó, ya no quedaba ni rastro del vehículo. Aún así don Leandro seguía mirando la calle adoquinada sin poder creer lo que había visto. A lo mejor no era don Zenón, se decía. Debe de haber muchos caballeros con sobrero de hongo y bigote imperial en la ciudad. Pero eso era engañarse a sí mismo. Don Zenón resultaba inconfundible: lo hubiera podido distinguir entre una multitud de señores con sombrero y bigote, y solo unos días antes había discutido con él acerca de esos coches sin caballo. Bocazas, pensó. Eres un viejo estúpido y bocazas. ¿No podías haberte estado calladito, verdad? ¿Tenías que contradecirlo, y por dos veces, además? Pues aquí tienes el resultado.
Don Leandro aún conservaba la esperanza de que aquello hubiera sido un experimento caprichoso de don Zenón, y que pronto mandase llamarlo para llevarlo a alguna de sus fábricas. Sin embargo, los días pasaron y ningún criado llegó a la parada con aviso de su patrón. Como si se hubieran puesto todos de acuerdo contra él, sus otros clientes habituales también dejaron de buscarlo durante esos días, y don Leandro solo pudo alquilar el coche a algún viajante ocasional y a una pareja empalagosa que se empeñó en que los llevase a una zona oscura del parque y se quedase allí plantado hasta bien entrada la noche.
Y cada día veía más coches sin caballos circular por la ciudad. Era como una maldición. Cuantos más veía, más los despreciaba, y cuanto más los despreciaba, más aparecían por todas partes. La sorpresa inicial de la gente se convirtió en costumbre, y la costumbre en fastidio. Hubo algunos atropellos, y don Leandro, hojeando el periódico, asentía con el ceño fruncido y murmuraba que ya lo había dicho él hacía mucho, que esos eran inventos diabólicos y que ahora por fin tendrían que prohibirlos. Pero no los prohibían. Más bien al contrario. Cada día había más e invadían las calles, antes tranquilas y soleadas, con su estrépito y su humo que ennegrecía las fachadas y oscurecía el cielo. Los caminantes, que durante un tiempo parecieron soliviantados, dieron la batalla por perdida y desaparecieron de las calles. Don Leandro no sabía dónde se habían metido. Tal vez se habían refugiado en sus casas, a salvo de aquellas máquinas, o tal vez se habían acostumbrado a ellas. O quizá, pensó don Leandro con un escalofrío, se habían convertido a esa nueva religión y ahora también se desplazaban a todas partes en coches sin caballo.
Sea como fuere, don Leandro encadenó diez días consecutivos sin conseguir ni un solo cliente. Tampoco veía ya apenas otros simones por la ciudad, ni mulas ni caballos. Ni, a decir verdad, muchas personas. Todo parecía haber sido devorado por las máquinas automóviles. ¿Cómo iba a conseguir así clientes, si había más máquinas que personas? Tal vez debería darse un paseo por los barrios humildes, donde las gentes no tenían recursos para alquilar, y no digamos comprar, uno de esos trastos del infierno. Aunque eso significaría poner su simón a la altura de los coches vulgares que cruzaban la ciudad con sus maderas desgastadas y sus cocheros llenos de lamparones que olían a alcohol desde la hora del desayuno. No. Don Leandro no era de esos. No se rebajaría de ese modo.
Decidió hacer pasear un rato a su caballo. No era bueno mantenerlo parado tanto tiempo. Jeremías estaba acostumbrado a trabajar, y se ponía nervioso si tenía que pasar todo el día esperando en el mismo lugar.
Tomó las avenidas anchas hacia el norte y, casi sin darse cuenta, don Leandro se encontró de nuevo en el Camino de Francia, entre las humildes casas de los arrabales, donde malvivían los jornaleros que huían del hambre y la sequía de los campos de La Mancha y Andalucía, tan pobres que ni siquiera podrían alquilar un viejo simón. La sombra de los altos muros del convento asomó a lo lejos, junto al cruce con el Camino de Poniente. Allí, justo en ese lugar del que partían los cuatro caminos, había empezado su calvario: fue donde se cruzó con aquel maldito coche sin caballos que originó la discusión con don Zenón.
Como si su memoria pudiera convocar los recuerdos, el traqueteo de un vehículo a motor surgió tras las esquina del convento. Como la otra vez. La silueta oscura, de metal bruñido, se recortó entre volutas de humo. Don Leandro casi podía jurar que era el mismo coche. El artefacto dobló la esquina y comenzó a acelerar, con su estrépito endiablado, en dirección al simón. Pudo distinguir manejando las palancas al conductor con gafas y gorra de aviador, y le pareció, o se imaginó, que le sonreía con una expresión cruel, como la sonrisa sardónica de las calaveras. Malditos jóvenes imberbes, pensó don Leandro, y notó una furia fría crecer en su interior. Malditos. Malditos todos.
Por segunda vez en pocos segundos don Leandro tuvo la extraña sensación de que su pensamiento era capaz de alterar la realidad, porque el vehículo se detuvo de pronto, dio media vuelta y empezó a subir por donde había venido. Parecía una invitación a seguirlo. Vamos, viejo, le decía el muchacho de la gorra de aviador, alcánzame si tienes narices.
Don Leandro espoleó su caballo. No sabía qué pretendía hacer. No tuvo ningún pensamiento racional. Su único propósito era adelantar a aquel coche, tal vez para demostrar que podía hacerlo, que su simón podía ser más rápido en la calle empedrada que el coche sin caballos.
Jeremías inició la galopada, en apariencia encantado con la idea de correr vigorosamente después de tantos días de holganza. Pronto alcanzaron la nube de humo gris que el motor iba dejando tras de sí. Don Leandro aguantó la respiración. Cuando consiguieran rebasarlo, la nube desaparecería. Espoleó al caballo. Debían de estar ya muy cerca. Entre la neblina venenosa distinguió, a su izquierda, los muros de piedra y adobe del convento. Estaban llegando al cruce. Dejó de ver cualquier cosa. Solo quedaba el humo. Tanto humo tenía que significar que estaba cerca, se dijo don Leandro. Muy cerca. Espoleó al caballo de nuevo, esforzándose por no respirar.
Y de repente el simón se detuvo. Fue tan repentino que don Leandro salió despedido hacia delante, voló ingrávido unos metros, y cayó al suelo, desmadejado. Se quedó allí tumbado un instante, aturdido, tratando de comprender. Palpó su cuerpo para averiguar si se había roto algo. Se incorporó y vio con desconsuelo su librea rasgada a la altura del hombro. Un poco de su propia sangre le bañó la boca procedente de una herida en algún lugar de la cabeza. Por lo demás, parecía estar bien.
Miró alrededor con los ojos muy abiertos. Le temblaba el mentón. Jeremías estaba tumbado en el suelo, completamente inmóvil. Parecía muerto. Como si hubiera caído fulminado al instante. Eso debía de haber sido lo que había detenido al carro tan bruscamente. Alrededor solo se veía la niebla gris que dejaba el vehículo a motor tras de sí. Don Leandro sintió un horrible picor en la garganta y en los pulmones cuando se acercó al cuerpo sin vida de su bretón, sin poder creer todavía lo que estaba viendo. Pero había algo más. El empedrado bajo sus pies había desaparecido. Ahora el suelo era oscuro, casi negro, de una piedra lisa que don Leandro no había visto nunca. Lo tocó con aprensión. Era áspero al tacto, y parecía hecho de una sola y enorme pieza cuyos límites se perdían entre la niebla. Y estaba caliente.
A pesar del calor que subía del suelo, sintió un escalofrío. De pronto, solo quería salir de allí, de aquella bruma oscura que lo rodeaba y que, ahora se daba cuenta, debería de haberse disuelto hacía ya tiempo. Caminó en la dirección en la que le parecía que debía de estar el convento franciscano, pero, tras los primeros pasos, le dio la impresión de que no había avanzado en absoluto. Miró hacia atrás. El simón y el caballo se habían perdido en la niebla, así que tenía que haberse desplazado. Continuó andando. El cruce parecía no acabarse nunca. Lo seguía rodeando la niebla gris, y aquel suelo como una alfombra áspera y oscura continuaba tendido a sus pies, recalentándole la suela de los zapatos. Anduvo más deprisa. Solo encontró niebla y suelo negro y ardiente alrededor. Empezó a correr. No corría desde hacía años. Los pulmones le abrasaban y aún así siguió corriendo. Sintió un miedo pavoroso a quedarse para siempre atrapado allí, en aquella región oscura, en el reino sombrío de la niebla. Corrió hasta que un acceso de tos lo hizo detenerse. Se retorció y cayó al suelo. Creyó que iba a asfixiarse, pero no tuvo tiempo para eso. Algo tiró de él hacia abajo. Intentó gritar y ningún sonido salió de su boca porque no quedaba aire en sus pulmones. Un instante después había desaparecido.