PAÍS RELATO

Autores

william baxter ruggles

seis sacos de arena

Cuando aquel joven forastero detuvo su desvencijado automóvil frente al Gran Mercantil de Buffalo, su propietario, Peter Cabot, se sintió un tanto molesto. Aquel joven era muy parecido a Bob Elston, un hombre a quién Cabot hacía esfuerzos por olvidar.
Apenas se apeó de su coche en la vereda, se vio que el joven llevaba unos pantalones demasiado cortos para sus largas piernas.
Mirando a través del cristal que tenía delante, el joven fijó sus ojos claros en Cabot. El joven sonrió, pero el señor Cabot solo le devolvió una mirada fría y sin cordialidad.
Luego el joven entró en el negocio que era el almacén más importante de la ciudad. Un empleado lo condujo a la oficina de Cabot.
—¿Es usted el señor Peter Cabot? —preguntó el joven con una cordialidad llena de respeto y deferencia.
Cabot de nuevo se sintió incómodo. Hasta la voz era parecida a la de Bob Elston.
La respuesta afirmativa de Cabot fue brusca y nada amistosa.
—Un tiempo usted fue socio de mi padre, ¿verdad? —siguió diciendo el visitante—. Me llamo Bob Elston.
¡El hijo de Bob Elston! Con razón era tan parecido.
La respuesta da Cabot estaba llena de aprensión.
—Bien: supongamos que haya sido así, ¿qué desea usted de mí, joven?
—Acabo de terminar mis estudios en la Universidad de Oregón y tengo que emplearme en algo. Había pensado que habiendo sido usted compañero de mi padre, podría proporcionarme alguna ocupación en su negocio.
—Tengo todo el personal necesario —se apresuró a decir Cabot.
Bob estaba acostumbrado a recibir esta respuesta. Al parecer el trabajo escaseaba.
—Siento mucho haberle molestado, señor Cabot.
El visitante se hallaba ya cerca de la puerta, cuando se volvió para preguntar:
—Eran tres socios ustedes, ¿verdad? Quiero decir, usted, mi padre y un hombre llamado David Quim.
—Quinner —corrigió Cabot—. David Quinner.
—Me gustaría ver al señor Quinner. Si usted pudiera indicarme dónde vive...
—En algún agujero en la arena posiblemente —contestó Cabot, impaciente—. Y en alguna choza en el desierto. La última vez que oí hablar de él andaba buscando oro en las Montañas Altas.
—¿En las Montañas Altas? Bien. Voy hacia aquel lado. A lo mejor lo encuentro.
Bob volvió a su automóvil, pensando en las razones que pudiera tener el señor Cabot para mostrarse tan hostil.
* * *
—Yo mismo he tenido ocasión de experimentarlo, hijo —decía Quinner, un día más tarde—. Una vez fui a verle para que me fiara unas provisiones y me trató como si yo fuera una alimaña.
Con unas pocas preguntas, Bob encontró quien le encaminara a aquel paraje de las Montañas Atlas, donde estaba acampado David Quinner. Su equipo de campamento parecía consistir en una colchoneta, para dormir, unas herramientas, algunas bolsas de muestras de minerales y un par de burros llenos de pulgas.
—¿Siempre tuvo ese carácter? —preguntó Bob con curiosidad.
David se sentó en el estribo del automóvil de Bob, arrojó un guijarro a uno de los burros y tomó un puñado de arena, que dejó resbalar entre los dedos.
—No —contestó finalmente—. Empezó a ser así más o menos después que la canoa se nos dio vuelta en los rápidos yendo los tres a bordo. Tu mamá debe haberte contado algo de esto, ¿verdad?
La madre de Bob había muerto cuando el muchacho apenas contaba doce años de edad. Bob no recordaba a su padre. Solo sabía que cuando él era niño, tres hombres: su padre, David Quinner y Cabot habían ido a buscar oro a Alaska, y que al regresar se les volcó el bote en un afluente del Yukon, y que su padre había muerto ahogado.
Ahora, naturalmente, tenía gran ansiedad por conocer detalles.
David mordió un pedazo de tabaco de mascar.
—Su cuerpo apareció en la ribera, Bob —explicó—. Yo y Cabot lo enterramos allí mismo. El bote había quedado hecho astillas y todo lo que llevábamos se perdió en la corriente.
El muchacho preguntó con cierta intención:
—Y ¿qué era lo que se perdió?
—Seis bolsas de polvo de oro y pepitas —dijo David—. Habíamos estado trabajando en un yacimiento durante dos veranos y un invierno. Encontramos un bolsón muy rico de mineral y lo vaciamos. Lo pusimos en seis sacos, cargamos el bote y nos dispusimos a regresar.
Bob se puso a silbar interesado. ¡Seis sacos de oro!
—¿Cuánto sería eso? —preguntó—. ¿Lo pesaron?
—Cada saco pesaba alrededor de cuarenta libras. Eran sacos fuertes, de lona, confeccionados especialmente para estos trabajos de minería. El valor de todo alcanzaría a unos setenta y cinco mil dólares.
—¡Diablo! —exclamó Bob—. Con todo este oro no sé cómo se animaron ustedes a lanzarse por los rápidos.
—No había otro remedio de viajar con mayor rapidez —dijo David—. Además, habíamos pasado los rápidos otras veces y creímos que siempre nos saldría bien. Pero esta vez nos estrellamos. Todo lo que había en el bote quedó esparcido en una milla o dos de corriente fuerte, sin que pudiésemos recuperar nada. Cabot y yo, que éramos buenos nadadores, llegamos bien a la ribera pero tu padre no. Esto me hizo alejar de aquel país. No quise volverlo a ver. Tu padre era el mejor amigo que yo había tenido en toda mi vida.
—Me hubiera gustado conocerlo —suspiró Bob—. Entonces yo solo tenía un año de edad.
David arrojó otro guijarro a su asno.
—Bueno: Cabot y yo nos fuimos a pie hasta Anchorage. Tomamos pasaje para Seattle, pero en el último momento Peter decidió quedarse. Dijo que quería quedarse a probar fortuna otro año más.
—¿Y lo hizo?
—Así parece, hijo. Un año más tarde le encontré en Seattle. Estaba bien vestido y con los bolsillos llenos de dinero. Enseguida se trasladó a Buffalo y compró ese gran negocio. Lo pagó al contado.
—Comprendo —dijo Bob, pensativo—. Y ahora va usted a pedirle un poco de crédito y lo trata como a un perro. Ayer fui yo y me trató de la misma forma. Esto no es natural ni lógico, señor Quinner.
—Llámame David. No, no es nada natural, hijo. A menos que...
—¿A menos qué?
—A menos que nos tema. Puede haber tenido miedo de ti especialmente, porque era la misma imagen que Bob Elston.
Bob lo miró confundido.
—Pero no comprendo...
—Yo tampoco, Bob. Solo puedo pensar. Y durmiendo debajo de las estrellas durante estos últimos dieciséis años, he tenido mucho tiempo para pensar.
—¿Para pensar en qué?
—En el último día que pasamos en él y cimiento. Tu padre y yo pusimos el polvo de oro y las pepitas en los seis sacos. Los pesamos, los atamos y los dejamos listos para cargarlos en el bote al amanecer del día siguiente. Cuando llegó la mañana, yo mismo llevé los sacos al bote. Pero en el camino vi algo, que en el momento no pareció significar nada. Solo era un hueco en la arena de la ribera. Era simplemente un hueco en la arena que mediría unos sesenta centímetros de ancho y sesenta de profundidad.
—¿Estaba vacío el hueco?
—Sí: estaba vacío. Tu padre y yo, aquella mañana estábamos más alegres que los pajaritos y bromeábamos mientras cargábamos el bote. Bob Elston no veía el momento de partir para reunirse con su mujer y su hijito. Estaba haciendo grandes proyectos para el futuro. Naturalmente, no nos entretuvimos a considerar la presencia de aquel hueco en la arena.
—No comprendo qué importancia puede tener eso, David.
Para contestar, David Quinner empezó por tomar una pala, y se puso a cavar en la arena. Cuando el hueco tuvo unos cincuenta centímetros de profundidad, preguntó:
—¿Qué ves ahora, hijo?
—Veo un hueco vacío en la arena.
—¿Nada más?
—Nada más, David.
—En realidad ves algo más —insistió David—. Ves un montón de arena junto al pozo. La que yo acabo de sacar para hacerlo.
—¡Oh, sí! —exclamó Bob—. Por supuesto.
—Pues aquel otro hueco de que te he hablado, no tenía un montón de arena al lado. ¿Por qué? Pues porque la arena sacada de aquel hueco se hallaba en seis sacos. Yo los cargué en el bote y no me di cuenta de nada.
Bob quedó asombrado por el extraño giro que tomaban las cosas.
—Quiere usted decir que Cabot se levantó por la noche y...
—Yo imagino que llenó seis sacos de arena y los colocó en el sitio donde nosotros habíamos dejado los seis sacos de oro cuando nos fuimos a dormir. Luego enterró el oro en otro sitio. Tu padre y yo nos despertamos, vimos los seis sacos del mismo tamaño y aspecto y no sospechamos nada. Luego, en los rápidos, Cabot hizo zozobrar la embarcación a propósito.
El rostro de Bob se puso pálido.
Image
—Si hizo eso quiere decir que Cabot asesinó a mi padre.
—Y te robó la herencia, hijo. Pero no lo podemos probar.
—Pero si es verdad debemos probarlo.
—No podemos probar nada... después de dieciséis años —repuso David con un suspiro—. Peter Cabot es el único testigo y nunca hablará.
—Usted no cree que él quiso...
—No. Creo que él pensó que nos salvaríamos los tres. El solo quería destrozar el bote y perder los seis sacos de arena. Pensó que nosotros creeríamos que habíamos perdido el oro y que nos resignaríamos. Más tarde ya tendría tiempo de ir a buscar el oro.
Bob se concentró. ¿Tenían algún indicio en que pudieran apoyarse? No gran cosa. La falta de la arena al lado del hueco; el regreso de Cabot con mucho dinero... Y su nerviosa hostilidad actual hacia David Quinner y hacia el hijo de Bob Elston.
El sol se ocultó detrás de unos picachos. David preparó una comida compuesta de judías y tocino. Más tarde, Bob extendió su colchoneta al lado de la de David.
Los dos permanecieron largas horas mirando las estrellas, pensando:
—Quisiera adivinar los pensamientos de ese individuo, Bob —dijo David.
El muchacho contestó:
—Esto me recuerda un curso que he seguido en la Universidad.
—¿De veras?
—Se llama Psicología.
—Y eso ¿qué quiere decir, hijo?
—Es la ciencia que trata de la mente humana.
—¿Y podemos utilizarla contra Peter Cabot?
—He estado pensando en un plan —dijo Bob—. Si lo llevamos a la práctica y procedemos bien, podremos explorar la mente de Cabot y adivinar o descubrir lo que hay adentro.
—Te escucho —dijo el viejo David.
Cuando Bob le hubo expuesto el plan y la forma de llevarlo a cabo, David Quinner lo consideró de acuerdo a su mentalidad y a su experiencia. Su franca opinión fue de que el plan no servía.
—Jamás conseguiríamos nada por este medio, hijo. Es un hombre demasiado bruto.
—Pero no nos va a llevar más de un par de semanas, David. Usted no saca gran cosa aquí y yo no puedo encontrar trabajo. ¿Por qué no probar?
David se rindió.
—Está bien, hijo. Lo haremos. Total no perderemos nada. La arena es del que la quiere coger y los sacos cuestan poco.
* * *
Dos días más tarde llegó un cajón al almacén de Cabot. Este vio que se trataba de un cajón pesado y no puso mayor atención. Debía tratarse de alguna mercadería pedida a los mayoristas que le vendían.
Un empleado armado con un martillo abrió el cajón.
—¡Señor Cabot! —gritó el mozo—. Alguien debe haberse equivocado.
Ligeramente fastidiado, el señor Cabot se acercó. Vio que el empleado sacaba unos sacos del cajón de madera. Eran sacos de lona de la mitad del tamaño de los sacos de cemento. Cada saco pesaba alrededor de cuarenta libras.
Cuando los sacos fueron abiertos, se descubrió que solo contenían arena.
El empleado sonrió:
—¿Encargó arena, señor Cabot? —preguntó.
—¡No! —contestó Cabot—. ¿Quién la envía?
—De acuerdo a la etiqueta del expreso, la envía el señor K. R. Minal, de Jackson.
Jackson City pertenecía al estado limítrofe. Cabot, que conocía allí a todo el mundo, no recordaba a nadie llamado K. R. Minal.
Pero en su mente brotó el recuerdo de otros seis sacos de arena semejantes.
—¡Échalos a la calle! —ordenó.
Entró en su oficina. Allí tomó una pluma y escribió una carta de protesta a la compañía del expreso y pidiendo si alguien llamado K. R. Minal había...
Cabot se detuvo con el rostro lívido. Ese nombre pronunciado con cierta rapidez sonaba igual que la palabra CRIMINAL.
El principal comerciante de Buffalo se levantó y miró indignado por la ventana de su oficina. Al otro lado de la calle pudo ver a Lee Li Chang, su principal competidor, que había salido a tomar el sol a la puerta de su negocio.
Luego, Cabot advirtió la presencia de dos asnos. Avanzaban por la calle Alta y cada uno de ellos iba cargado con seis bolsitas de arena. Uno de los animales era conducido por David Quinner, con la ropa sucia del polvo del desierto, como siempre. El otro burro lo llevaba del cabestro el joven Bob Elston.
Seis sacos, sospechosamente parecidos a los que acababa de recibir del señor K. R. Minal. No, los sacos eran doce, seis en cada burro.
Cabot frunció el ceño y enseguida rompió la carta que acababa de escribir. No había necesidad de preguntar. No tenía ninguna duda respecto a quién pudiera ser el remitente de los seis sacos de arena. Eran David Quinner y Bob Elston.
Pensó que ellos estaban preparándole una coacción. Pero no conseguirían nada de él.
¿Qué podrían alegar después de dieciséis años?
Se quedó en la ventana observando el paso de la caravana y esperando que esta pasaría de largo saliendo del pueblo; pero se engañó. David Quinner y Bob Elston se detuvieron frente a una vieja choza abandonada al extremo de la calle y entraron en ella.
Cabot trató de olvidar el incidente, pero no lo consiguió. Cuando aquella noche llegó a su domicilio, situado a una manzana de su negocio, tenía los nervios en tensión. ¿Qué diablos iban a intentar aquellos desarrapados?
La casa estaba en orden, como siempre. Se la arreglaba una mujer que venía por las mañanas a efectuar la limpieza. Como Cabot hacía todas sus comidas en el restaurante, no tenía necesidad de tener una sirvienta permanente.
Pero aquella noche el sueño le fue esquivo. Se pasó las horas pensando en Bob Elston.
Al abrir la puerta por la mañana, encontró seis sacos de arena puestos en fila en el corredor. A puntapiés los arrojó al patio.
Fue a tomar el desayuno y luego pasó a su negocio. El comercio andaba muy activo aquella mañana. Mineros, rancheros y contratistas de los bosques acudían a comprar provisiones al establecimiento de Cabot, como de costumbre, sin poner atención en el negocio de Li Chang, que se hallaba al otro lado de la calle. Sin embargo, aquella mañana, Cabot se encontró muchas veces mirando hacia la tienda de Li Chang. El joven Bob Elston se hallaba allí con algún propósito, pues se veía claramente que trataba de hacerse amigo de Li Chang.
A media tarde apareció David Quinner y también pasó a la tienda del chino. Salió enseguida con un pedazo de tabaco para mascar, y se sentó en un banco junto a Bob Elston. Cabot los miraba a través del cristal de su negocio.
* * *
Aquella noche, en su casa, se sentó para vigilar. Estaba listo para recibirlos si se les ocurría proseguir el jueguecito de la arena. Había luna y desde donde se hallaba podía ver claramente la calle, con la casa del juzgado a un lado y el hotel en el otro.
Peter Cabot estuvo de guardia toda la noche. Pero sus torturadores no se presentaron. Cuando amaneció, Cabot salió afuera con un malhumor terrible y los ojos encendidos.
Entonces vio un rastro de arena que parecía caída de un saco agujereado. Pensó que sin duda conduciría a la choza en que vivían David Quinner y Bob Elston.
Para saberlo con exactitud, Cabot siguió el rastro que lo condujo primeramente a la casa del juzgado y luego, dando vuelta al edificio, se detuvo ante una construcción maciza y cuadrada. El rastro terminaba en la puerta de esta casa.
¡Era la cárcel del distrito! Esto le hizo a Cabot el efecto de un latigazo. ¡Un rastro de arena que lo llevaba desde su propia casa a la cárcel!
Cuando llegó a la oficina aquella mañana estaba más furioso contra sí mismo que contra Bob o David. Se reprochó por dejarse asustar y presionar sin fundamento. Pensó que ellos trataban de soliviantarle el ánimo sin tener ninguna prueba sólida en que apoyarse. ¿Por qué hacerles caso, entonces?
Cabot se esforzó en no pensar más en ellos. El comercio seguía su marcha, habitual como todos los días. Los vaqueros de los ranchos pasaban rumbo a la taberna, del extremo de la calle. Pasó un carro cargado de alfalfa. También pasó el sheriff que saludó a Cabot con un ademán amistoso. Sin embargo, con el rabillo del ojo, Cabot no dejaba de vigilar a Bob y David que se hallaban haraganeando en la parte delantera de la tienda de Li Chang.
Todo el día estuvieron allí sentados en un banco sin apartar la mirada de la vidriera del negocio de Cabot. A este, no se le ocultaba que estaban tramando algo.
Cabot se retiró a su casa esperando cualquier cosa. Pero no ocurrió nada. Durante tres días no ocurrió nada salvo que David Quinner y Bob Elston estuvieron siempre ante la tienda del chino.
* * *
Llegó el domingo y Cabot decidió tomarse un día de descanso para dedicarse a su diversión favorita: la caza del pato en una laguna de las cercanías.
Se dirigió a la laguna con su escopeta y encontró el bote que tenía preparado para estos casos. El bote estaba en seco y cuando Cabot lo empujó para echarlo al agua lo encontró extrañamente pesado. En la proa el bote tenía una pequeña escotilla. Cabot la abrió y encontró adentro seis sacos de arena.
El miedo hizo mella en el corazón de Cabot. Aquel otro bote se había volcado con seis sacos de arena. ¿No volcaría este? No volcó. Pero todos los deseos de cazar patos habían desaparecido. Levantó los sacos de arena uno por uno y los arrojó al fondo de la laguna. Luego dirigió el bote a tierra y se marchó a su casa.
Por la noche la casa parecía estar tan ordenada como de costumbre. Sin embargo, Cabot se metió en la cama para levantarse enseguida. Algo le raspaba la espalda y las piernas. Se levantó furioso para cambiar la ropa de cama. Durante su ausencia, alguien había puesto arena entre las sábanas.
¡Maldición! De sorprender a cualquiera in fraganti podría matarlo impunemente, protegido por la ley. En adelante, llevaría el revólver encima de día y de noche. Y si alguno de ellos le daba un pequeño motivo, lo mataría sin asco.
Llegó la mañana y con ella un telegrama. Un empleado lo llevó a la oficina de Cabot. Procedía de Jackson City, y decía:
Peter Cabot.
Buffalo.
Ultimo embarque de arena en viaje.
K. R. Minal.
Cabot dio un salto en su asiento. Enseguida se calificó de idiota por preocuparse. ¿Qué podían hacer con la arena? Nada, se decía. Estaban tratando de soliviantar sus nervios y hurgar su conciencia. Pero con esto no llegarían a ninguna, parte. Cabot dirigió una mirada desafiante hacia el almacén de Li Chang, donde Bob Elston y David Quinner estaban matando el tiempo.
Si en aquel momento hubiese podido escucharlos Cabot no se sentiría tan preocupado.
—Te dije que eso no servía, hijo —decía David—. Este argumento no tiene los dientes suficientemente afilados para clavarse en la cáscara de ese abejorro de Cabot.
—Por lo menos, hemos conseguido dos cosas —arguyó Bob.
—¿Cuáles son?
—En primer lugar lo hemos ablandado; y en segundo lugar estamos seguros de que es el culpable. Antes solo lo sospechábamos.
—¡Claro que lo sabemos! —admitió David—. Si no lo fuera, esa, arena no le hubiera entrado en la piel. Además, hemos conseguido que lleve el revólver siempre encima. Sin embargo, sigo creyendo que no conseguiremos lo que nos hemos propuesto.
—Espere hasta que reciba el último cargamento de arena —dijo Bob.
David lo miró con curiosidad.
—¿Le quieres arrojar los sacos a la cabeza?
Bob se echó a reír.
—No se trata de nada tan fuerte, David. Pero, escuche. Le he vendido una idea de publicidad a Li Chang. Le he dicho cómo puede aumentar sus negocios con solo un gasto adicional de cincuenta dólares.
—¿Le has vendido la idea?
—Sí; pero prometiéndole que nosotros pagaremos los cincuenta dólares si la idea no le reporta ventas por esa suma.
—¡Diablo! —exclamó David, preocupado—. ¿De dónde sacaremos los cincuenta dólares?
—No tendremos que pagarlos si la idea resulta como le he dicho.
—¿Sabe Chang lo que estamos cocinando entre nosotros y Cabot?
—No tiene ni la más remota idea —dijo Bob—. Pero ahí viene nuestro hombre, David.
Cabot levantó la cabeza y vio a Li Chang que venía por la calle, empujando una carretilla cargada con seis sacos de arena. Se detuvo frente a su tienda y entró los sacos.
La tienda de Li Chang también tenía una gran vidriera a la calle. Entonces Cabot vio que su competidor se ocupaba en adornar en una forma especial su vidriera. Detrás del cristal, el chino colgó los seis sacos de arena en una fila. Debajo de cada saco puso un balde. Luego, con un clavo fino, hizo un agujerito en el fondo de cada saco. Un hilo de arena empezó a caer de cada saco al balde que tenía debajo. La arena era oscura y el chino puso detrás de cada chorro un cartón blanco para que la arena al caer pudiese distinguirse bien desde fuera.
Entretanto, Bob Elston colocaba en la vidriera un cartelón en el que podía leerse lo siguiente:
¡VENGA USTED!
¡VENGAN TODOS!
¿QUÉ SACO TARDARÁ
MÁS EN VACIARSE?
DIGA SU OPINIÓN.
NO CUESTA NADA.
PREMIO AL GANADOR:
CINCUENTA DÓLARES
EN EFECTIVO.
Cabot quedó admirado. Desde su punto de vista, Li Chang estaba también en el complot contra él.
Pasó un granjero, leyó el cartelón, miró con curiosidad los delgados chorritos de arena y entró en la tienda de Li Chang. Otros le siguieron y durante todo el día, desde su casa, Cabot vio cómo entraban y salían las gentes en la tienda de su competidor.
Como no se cobraba nada para intervenir en el concurso, y había un premio de cincuenta dólares, nadie pudo resistir la tentación de opinar sobre qué saco tardaría más en vaciarse. De modo que uno tras otro, casi todos los habitantes de la población, lo mismo que los de los ranchos de los alrededores pasaron por la tienda de Li Chang para dar su voto. No había necesidad de comprar para intervenir en la curiosa encuesta, pero, inevitablemente, las ventas aumentaron en forma considerable.
—Chang va a hacer un negocio estupendo —reconoció David.
—Y todo el mundo cree que es idea del chino —repuso Bob.
—¿Y en caso de empate? —preguntó David—. Puede ser que sean muchos los que hayan indicado el mismo saco.
—Entonces, los cincuenta dólares se sortearán entre los que hayan acertado.
Desde el otro lado de la calle, Cabot continuaba observando sombríamente. Grano a grano la arena de los sacos caía en los recipientes. Un grupo de participantes en el concurso se estacionó frente a la tienda de Li Chang para comentar deportivamente las probabilidades.
El rumor de alguien que entraba en la oficina apartó a Cabot de la ventana. Al volverse vio a Bob Elston parado junto a la puerta. Sus ojos azules tenían un brillo acerado.
—¿Ve usted esos sacos? —le dijo Bob.
—¡Fuera de aquí! —gritó Cabot—. ¿Me oye? ¡Fuera de aquí!
Bob no se inmutó y prosiguió:
—Al paso que va, la arena acabará de salir de esos sacos mañana por la tarde. Por lo tanto, a las seis de la tarde de hoy quedará cerrado el concurso.
—¿Qué me importa? —rugió Cabot—. ¡Fuera, le he dicho!
—Le importa mucho —insistió Bob—, de el último grano de arena haya salido de esos sacos, usted será detenido por asesino. Y algo más: tendrá mucha suerte si no lo linchan inmediatamente. Le aviso, señor Cabot.
* * *
Cabot le siguió con la mirada, petrificado. ¿Había oído bien? Cuando el último grano de arena haya salido de esos sacos... Pero, esto carecía de sentido común. ¿Qué podrían probar con toda aquella rara combinación?
La lógica le indicaba que no tenía por qué asustarse. Todo aquello no era más que una coacción, un bluff colosal. Sin embargo, a pesar de la lógica y de todos los razonamientos, el miedo se adueñaba inexorablemente del espíritu de Cabot. Todo aquello le soliviantaba. ¿Asesinato? Cuando el último grano de arena...
—¡Maldito sea el último grano de arena! —explotó Cabot.
Miró hacia la calle y vio a Li Chang que colocaba otro cartel. En este se anunciaba que a las seis de la tarde se cerraría el concurso y que después de esa hora ya no se podría participar en él.
Evidentemente, la noticia circuló con rapidez. Cabot vio aparecer gente de todas partes deseosas de participar en el original curso. Hasta los empleados del propio Cabot se dieron maña para cruzar la calle y formular su voto sobre cuál seria el saco que tardaría más tiempo en vaciarse. El sheriff y dos de sus agentes entraron en el negocio de Li Chang con el mismo propósito.
A las seis de la tarde se declaró cerrado oficialmente el concurso. De los sacos solo había salido una tercera parte de la arena. Los que se hallaban en la calle empezaran a hacer apuestas al margen del concurso. Un partidario del saco número 5, que parecía el más lleno, daba usura en las apuestas.
En general, el concurso había estimulado el buen humor de la población. Todos se reían y se divertían... Todos... menos Peter Cabot.
* * *
Fue a cenar y después se trasladó a su domicilio. Pensó que aquella noche volverían a molestarle y tomó sus precauciones para que no le encontrasen desprevenido. Apagó las luces y tomó su revólver.
Estuvo vigilando hasta cerca del amanecer, pero no se presentó nadie. Por la mañana tenía el rostro demacrado y se hallaba con un malhumor terrible. Para empeorar las cosas, cuando fue a su tienda, encontró una verdadera multitud frente a la tienda de Li Chang.
—¿Qué saco eligió, Cabot? —preguntó una voz.
La respuesta de Cabot fue un rugido.
Una vez en su oficina juró que no volvería a mirar siquiera aquellos malditos sacos. Sin embargo, no pudo evitarlo. Aquellos chorritos de arena le tenían fascinado. Cada saco conservaba aún la tercera parte de su primitivo contenido. La operación se desarrollaba con una terrible lentitud. Cuando el último grano de arena hubiera caído del último saco ¡le arrestarían acusado de asesinato! Pero, era imposible. No podrían probar nada. ¿Asesinato? ¿Cómo podían calificarlo de asesinato? Él no había tenido la intención de ahogar a Bob Elston. Si él se aferraba a esto, no podrían condenarle...
De pronto Cabot reaccionó. ¿En qué estaba pensando? No necesitaba aferrarse a nada. No tenía más que mantenerse tranquilo. ¿Arena? ¿Qué quería decir aquella arena que caía de los sacos?
A media mañana la calle estaba llena de gente. Las apuestas entre los participantes se hacían a gritos de una acera a, la otra. Los partidarios del saco número 3, que parecía haber perdido la mayor parte de la arena, estaban desolados. Cabot miró al interior de su tienda y no vio a ningún cliente. Todo el mundo compraba sus cosas en el almacén de Li Chang, que había adquirido repentina popularidad. Los siete empleados de Cabot se hallaban agrupados en la puerta, más interesados en el concurso de los sacos que en sus propias obligaciones.
Sonó la campanilla del teléfono y Cabot contestó.
Una voz preguntó:
—¿Está ahí el señor K. R. Minal?
Cabot colgó furioso el auricular.
Mientras almorzaba en el hotel, decidió no volver a su oficina. No tenía el menor interés en esos sacos de arena. Podría dar un paseo en auto por el campo. Pero, no. Esto podría indicar que tenía miedo. Sus enemigos podrían decir que estaba huyendo. No cedería ni una pulgada de terreno. Tomaría un par de revistas y se quedaría en el vestíbulo del hotel toda la tarde.
Pudo aguantar allí hasta media tarde. Entonces oyó fuera un griterío. ¿Qué ocurría? ¿Tenía miedo de afrontar cualquier situación que pudiera presentarse?
Por lo tanto, Cabot abandonó el hotel y se trasladó a su tienda. Para su mayor satisfacción, la multitud reunida delante del almacén de Li Chang no se fijó en él.
Entonces, desde la ventana de su oficina, se dio cuenta de por qué había gritado la gente. El saco número 6 estaba vacío y, por lo tanto, quedaba eliminado de la prueba. Los que habían votado por los otros cinco sacos aplaudieron a expensas de los partidarios del saco número 6.
Una fuerza irresistible obligó a Cabot a fijar su mirada en los sacos restantes. En cada uno de ellos solo quedaban unas pocas libras de arena. Como la presión disminuía, los chorritos de arena eran más lentos.
A las cuatro y media de la tarde cayó el último grano de arena del saco número 2. De nuevo se oyó el clamor de los partidarios de los cuatro sacos que aun continuaban vaciando su contenido.
Una fuerte tensión nerviosa estaba apoderándose de Cabot. El volumen de los cuatro sacos disminuía rápidamente y Cabot sentía como si cada grano de arena fuera una gota de su propia sangre. A las cinco, se oyó otra exclamación. El saco número 4 había quedado vacío. Cabot cruzó su oficina y se sirvió una copa de coñac.
A las cinco y quince solo quedaban los sacos números 1 y 3. A las cinco y treinta, los empleados del almacén de Cabot tomaron sus sombreros y se retiraron del negocio, ya terminada su labor. Era costumbre salir a esa hora. Cabot les vio salir y aumentar la multitud que se había estacionado frente a la tienda de Li Chang.
Él podía marcharse también para irse a su casa o bien al hotel. Pero la testarudez le indujo a permanecer allí. ¡Estaría allí hasta el final! ¿Irían a arrestarle acusándole de asesinato? ¡Qué infundio! Solo para demostrar que no tenía miedo, se quedaría allí hasta el último grano de arena.
Un gran clamor le atrajo nuevamente a la ventana. El saco número 1 había quedado, al fin, vacío, resultando, por lo tanto, ganador el saco número 3. Cabot vio a diecinueve hombres que salieron de todos los rincones y se precipitaron hacia la tienda de Li Chang para reclamar los cincuenta dólares.
* * *
Pero no podía ver lo que ocurría en el interior del negocio de Li Chang.
Este se hallaba detrás del mostrador con los cincuenta dólares en la mano, listo y dispuesto a pagar. Pero el ganador debía ser elegido entre aquellos diecinueve personajes.
Bob Elston tomó la palabra:
—Vamos a poner los diecinueve nombres en un sombrero —anunció—. Procederemos con entera lealtad. Entregaremos ese sombrero al sheriff, y le pediremos al ciudadano más calificado de la población que meta la mano y saque un nombre.
No hubo ninguna objeción. Ni siquiera se mencionó el nombre de Cabot, pues todo el mundo sabía que Cabot era el personaje más calificado de Buffalo.
El sheriff se apoderó del sombrero con los nombres de los que habían acertado el saco número 3.
Todo esto no lo pudo ver Cabot. Este solo pudo ver que toda la gente que se hallaba en la tienda de Li Chang se volvía hacia la suya. Al frente de la multitud, solemne y grave, marchaba el sheriff acompañado por Bob y David. Detrás de ellos se hallaban prácticamente todos los hombres de la población.
La comitiva cruzó la calle y se dirigió hacia el negocio de Cabot, cuyo corazón latía apresuradamente. ¡Un sheriff acompañado de Bob y David seguidos por el pueblo! ¿Le irían a detener?
—¡Ya está en la bolsa! —gritó Bob Elston.
—¡A usted le toca, Cabot! —agregó David, señalándole con el índice acusador.
Todos los presentes, excepto Cabot, interpretaron estas indicaciones con el espíritu humorístico del caso. Pero Cabot lo interpretó como una acusación directa. Su rostro se puso lívido. En sus oídos resonaba la predicción de Bob: Cuando salga el último grano de arena de esos sacos usted será arrestado por asesino. Tendrá suerte si no lo linchan.
Cabot estuvo a punto de gritar. Su moral estaba destrozada. Tal vez podría convencerles de que él no había tenido intención de ahogar a Bob Elston, padre... Abrió la boca para hablar...
Pero el sheriff le salvó.
—¿Quiere usted hacer el favor de sacar un nombre de este sombrero, señor Cabot? —le dijo, ofreciéndole el sombrero.
Cuando Cabot vio la expresión de desconsuelo que se reflejó en el rostro de Bob Elston, comprendió que no se trataba de un arresto. Solo querían que sacara un nombre del sombrero.
Cabot obedeció y sacó un papel del sombrero con mano temblorosa. Tenía escrito el nombre de Will Boyer y era un vaquero del Valle Florido.
Li Chang entregó los cincuenta dólares al ganador del concurso que allí mismo fue felicitado por todos.
—¡Muchas gracias, señor Cabot! —dijo el sheriff, retirándose de la tienda.
Los demás le siguieron y Cabot se quedó solo con los nervios todavía en tensión. Por el canto de una uña no se había denunciado a sí mismo. Pero ahora todo había terminado. Y con una pálida sonrisa miró a Bob Elston y David Quinner que estaban conferenciando al otro lado de la calle. Los demás y se habían marchado a comer a sus casas o habían ido a la taberna acompañando a Will Boyer.
Pensó que él también se marcharía en cuanto se calmasen un poco sus nervios. Se sentó en el escritorio y se sirvió otra copa de coñac.
* * *
En la calle, Bob Elston confesaba su fracaso.
—Creí que hubiera reventado, David. Pero el asunto me falló. El hombre no reaccionó como yo pensaba.
—Ya lo había imaginado —contestó David, apoyando su mano en el hombro del muchacho—. Pero no te desesperes. Al fin y al cabo tú le has dejado más suave que un guante y esto vale mucho.
—No fue bastante, David. Hemos sido derrotados. Hemos quemado el último cartucho.
—Todos menos uno, hijo mío —replicó David—. Hay un cartucho que aún no ha sido quemado. Y como pertenece más a mi escuela psicológica que a la tuya, te voy a pedir que me dejes quemarlo a mí.
—¿De qué se trata? —preguntó Bob.
—No te preocupes. Tú vete a buscar al sheriff y tráelo por aquí dentro de media hora.
Y sin aguardar respuesta, David Quinner entró en la tienda de Peter Cabot.
* * *
Este, que se hallaba en su oficina, trató de sonreír con ironía al ver entrar a David; pero la sonrisa murió en sus labios al notar la sombría expresión de la cara de su ex socio.
—Lee lo que dice aquí, Cabot —dijo David.
Y extendió delante de él un papel que sacó del bolsillo.
Cabot leyó. Era una confesión sin firmar. En ella se relataba el delito cometido por Cabot dieciséis años atrás: el vuelco intencionado del bote en los rápidos, de lo que resultó la muerte de Bob Elston, y el regreso a escondidas para apoderarse de las seis bolsas de polvo de oro y pepitas que pertenecían a los tres socios.
—¿Estás dispuesto a firmar? —preguntó David.
—¿Crees que me he vuelto loco?
—¿Te has olvidado de lo que te dijo el muchacho? —preguntó David—. ¿Qué tendremos prueba de todo cuando salga el último grano de arena del último saco?
—¡Un infundio! —exclamó Cabot—. La arena ya ha salido y no ha ocurrido nada.
—No; solo ha salido por completo de cinco sacos —dijo David—. Esto bastó para determinar al ganador del concurso y, por lo tanto, nadie se preocupó del último saco. Todavía está saliendo la arena...
Cabot se volvió en su sillón giratorio y miró hacia la calle. Los rayos del sol poniente se reflejaban en la vidriera de Li Chang. Como el concurso había terminado, el chino se había marchado, pero en la vidriera podía verse el saco número 3 que aún tenía arena.
—El último grano todavía no ha salido —dijo David.
El hecho sorprendió a Cabot. Después de creerse a salvo de todo, se hallaba de nuevo ante el problema.
David Quinner anunció:
—Tú y yo nos vamos a quedar aquí hasta que salga el último grano de arena. Y esta vez el premio va a ser algo más de cincuenta dólares.
—¡Vete de aquí inmediatamente, David!
—No. Hasta que salga el último grano —dijo David—. Tú tienes ahí un revólver. Hace días que lo llevas encima. Y veo que también tienes una pluma estilográfica.
—¡Estás loco! —gritó Cabot.
—Tal vez. Pero el asunto está entre tú y yo. Entre este momento y el último grano de arena. Firma o prepárate para sacar el revólver.
Cabot se sintió dominado por el pánico. ¿Sería más ligero que Quinner sacando el revólver? No había caso de huir. David había llegado hasta allí dispuesto a jugarse la vida y no retrocedería ante nada.
—La arena se está terminando —observó David—. No te engañes demasiado tiempo. Antes de que salga el último grano debes decidirte: firmas o sacas el revólver.
Dominado por el miedo, Cabot miró al otro lado de la calle. El bulto que producía la arena del saco apenas si era del tamaño de un huevo. Se volvió hacia Quinner.
—Si me matas, te ahorcarán.
—Tal vez; pero yo te doy una oportunidad para que te defiendas. ¿No es así?
Cabot consideró la situación. Si podía sacar el revólver antes que David, bien. Pero ¿y si Quinner conseguía hacer fuego primero? Este pensamiento le paralizaba todos los sentidos. Volvió de nuevo a mirar hacia la vidriera de Li Chang. La arena del último saco se estaba terminando.
—Solo tienes medio minuto de tiempo —insistió David—. Toma la estilográfica o saca el revólver.
Cabot vio un punto de salvación. Una confesión obtenida a la fuerza, ante un revólver, carece de valor. Podría decir que Quinner le había amenazado.
Aferrándose a este argumento desesperado, Cabot tomó la estilográfica y firmó.
David dio un paso hacia delante y se apoderó del papel. Luego miró hacia la calle. Hacía media hora que se había separado de su joven amigo y no podía tardar en llegar. En efecto, le vio avanzando en compañía del sheriff por la calle. David dio unos golpecitos en el vidrio y les hizo seña para que entraran.
Cabot respiró con fuerza cuando vio al representante de la ley.
—¡Desarme a este hombre, sheriff! —exclamó, señalando a David—. Me ha asaltado y me ha obligado a firmar una confesión diabólica.
—Aquí está, sheriff —dijo David, entregándole el papel—. Puede pasárselo al juez para que se haga justicia.
—¡Me ha amenazado con su revólver! —gritó Cabot.
David abrió los brazos.
—Si he hecho eso, es conveniente que usted me desarme, sheriff.
El representante de la ley le registró minuciosamente. No le encontró ningún arma, ni siquiera un cortaplumas.
—El único revólver que hay en esta habitación, es el de Cabot —explicó David.
Cabot se quedó confundido. Por fin comprendió lo ocurrido. Había sido desafiado por un hombre indefenso que supo aprovecharse de la falta de moral que significa la conciencia culpable. Ante la mirada inquisitiva del sheriff, Cabot solo supo bajar la cabeza.
Bob Elston abrazó asombrado a su amigo y le preguntó:
—Pero, si usted no tenía revólver, ¿tenía entonces?
Y David, señalando la vidriera de Li Chang, contestó:
—Nada más que un puñado de arena, hijo mío.