PAÍS RELATO

Autores

tobias wolff

una baja

B. D. se encargaba del transporte de ciertos objetos. Siempre los preparaba y los colocaba en el mismo orden y se irritaba y se espantaba cuando se lo alteraban. Tenía una letanía, una retahíla de palabras mágicas que se repetía en ciertos momentos. A veces creía de verdad en todas esas cosas; otras veces no creía en nada. Pero estaba vivo, y lo atribuía a todas las causas posibles.
Se llamaba Benjamin Delano Sears, B. D., para abreviar, pero sus amigos de la unidad habían empezado a llamarlo «Doña Esmerada» por lo puntilloso que era y porque siempre estaba preocupándose por ellos, como una gallina con sus polluelos. Los fastidiaba continuamente recordándoles que tenían que tomar las tabletas contra la malaria y las pastillas de sal. Cuando salían de reconocimiento, los volvía locos con su manía de estar continuamente comprobando el equipo. Actuaba como un cabo, pero no lo era ni nunca lo sería, porque el sargento Holmes se negaba a tenerlo en cuenta para el ascenso. El sargento Holmes tenía una serie de dichos chusqueros. Uno de ellos era: «Si no tienes lo que hay que tener, te quedarás sin lo que hay que tener». Había decidido que B. D. no tenía lo que hay que tener, y B. D. no se lo discutía; sabía incluso mejor que el sargento Holmes lo asustado que estaba. Sólo quería volver a casa, él y sus amigos.
La mayoría volvió, de hecho. La unidad apenas tuvo bajas durante el servicio de B. D., básicamente por pura chorra. Uno a uno, todos los amigos de B. D. fueron regresando a Estados Unidos, y finalmente sólo quedaba Ryan. B. D. y Ryan habían llegado la misma semana. Se sabían las mismas anécdotas. Los nombres de ciertos oficiales ausentes y de ciertas operaciones pasadas y de ciertos lugares desconocidos tenían sentido para ellos, y los que fueron llegando después empezaron a considerarlos como una especie de vestigio al que debían rendir culto. Y así era en gran medida como Ryan y B. D. se veían a sí mismos.
No habían sido amigos desde el principio. Ryan era un bocazas, un histrión. Narraba lo que estaba sucediendo ante los ojos de todo el mundo, como un reportero deportivo, pero la narración nunca respondía a lo que realmente estaba pasando. Se quejaba cuando suspendían una operación, entraba en un desatinado éxtasis de gourmet francés ante las raciones precocinadas frías, ofrecía unas complicadas profesiones de admiración en respuesta a órdenes de una estupidez transparente. Al principio B. D. pensó que era gilipollas. Pero una mañana se despertó riéndose de algo que Ryan había dicho la noche anterior. Estaban preparando las bayonetas. Al sargento Holmes se le había atascado una y, desesperado, preguntó:
—¿Alguno de vosotros tiene un destornillador, tíos?
Y Ryan contestó al instante:
—¿De qué tamaño?
No era más que la broma de rigor, pero funcionó en B. D. Seguía oyendo la voz clara y competente de Ryan, su imitación casi perfecta de la sensatez.
¿De qué tamaño?
A Ryan y B. D. les quedaban unas seis semanas para terminar cuando el oficial al mando de su unidad, el teniente Puchinsky, fue trasladado al cuartel general del batallón. Pinch Puchinsky estaba convencido de que era una estrella —había sido jefe del equipo de fútbol de Penn State University, mimado por todos, consentido, ilegalmente subvencionado—, y daba por supuesto que los demás lo verían igual. Y así era. Nunca tenía que dar dos veces una orden, ni tampoco se le pasaba por la cabeza insistir, porque no se podía imaginar que nadie se negara a obedecerlo. En realidad, no se podía imaginar nada desagradable y salía de todos los peligros como si no tuvieran nada que ver con él. Sus hombres lo veneraban porque no había habido prácticamente heridos bajo su mando.
Así que era más que natural que su sustituto, el teniente Dixon, fuera despreciado, aunque no era despreciable. Era un hombre orgulloso y reflexivo, que ya había sido herido en dos ocasiones y se veía ahora entre unos soldados cuyo relajo parecía perfectamente calculado para acabar con él. Aquellos hombres no sabían agarrar las armas como es debido. No tenían ni idea de lo que era mantener cierta disciplina con la radio. Cuando salían a patrullar, eran descuidados y ruidosos y tardaban en reaccionar. El teniente Dixon se encargaría de meterlos en cintura.
Pero no era una empresa fácil. El teniente carecía de paciencia, de sentido del humor y de facilidad para el mando. Era bajo y tenía una calva incipiente; cuando se excitaba, se le encendía la cara y le salía una voz de falsete. Así que los hombres empezaron a llamarlo «Quisquilla». Ryan lo imitaba continuamente y con una precisión asombrosa. Era inevitable que el teniente Dixon terminara oyéndolo, lo que sucedió en una ocasión en que Ryan y B. D. y otros tipos recién llegados estaban protegiendo con sacos terreros el interior de un bunker. Ryan empezó a darles una perorata remedando la voz del teniente Dixon, cuando el teniente Dixon apareció en el umbral. Todos lo vieron. Pero, en lugar de callarse, Ryan continuó como si no estuviera allí. B. D. agachó la cabeza y mantuvo las manos ocupadas. En ningún momento se le ocurrió reírse.
—Ryan —dijo el teniente Dixon—, ¿qué se cree usted que está haciendo?
Y sin dejar de remedar su voz, Ryan le contestó:
—Amontonando sacos de arena, señor.
El teniente Dixon se lo quedó mirando.
—Ryan —dijo—, ¿le parece esto un buen chiste?
—No, señor. Un buen chiste es una polla de cuatro pulgadas en un teniente de dos.
B. D. cerró los ojos y cuando los abrió el teniente se había ido. Se enderezó.
—¡Cómo te pasas! —le dijo.
Ryan hundió la pala en el montón de tierra y se apoyó en ella. Se quitó el pañuelo que le ceñía la frente y se secó el sudor de la cara, de los estrechos hombros y del pecho. Se le marcaban las costillas. Tenía la piel de una palidez mortecina, toda salvo la de las manos, el cuello y la cara, que estaba llena de pecas y en la penumbra del bunker casi parecía negra.
—No puedo evitarlo —dijo.
Tres noches después, el teniente Dixon envió a Ryan a una emboscada con un puñado de nuevos. Esto era exactamente lo contrario al orden seguido por el teniente Puchinsky, conforme al cual cuanto menos tiempo te quedara menos tenías que hacer. Se suponía que a menos de dos meses de licenciarte no te caía ese tipo de tarea. El teniente Dixon no ordenó exactamente a Ryan que saliera. Lo que hizo fue volverse hacia él durante la formación de mediodía y preguntarle si le gustaría ir voluntario. Ryan dijo que claro que sí, que estaba deseando que se lo pidieran. El teniente Dixon puso su nombre en la lista.
Aquella noche B. D. vio salir al destacamento. Con las caras embadurnadas de negro, pasaron sigilosamente la alambrada y, tejiendo una sinuosa senda entre minas y trampas, cruzaron el baldío del otro lado en dirección a la oscura masa de árboles. Una neblina violeta envolvía el cielo.
B. D. volvió a su litera, se sentó en ella con las manos sobre las rodillas y fijó la vista en el revoltijo de cosas que cubrían la litera de Ryan: útiles de afeitar, cigarrillos, ropa sucia, sandalias, una revista del instituto que a Ryan le gustaba hojear de vez en cuando. B. D. levantó el mosquitero y sacó la revista. Se llamaba The Aloysian. Había un retrato de Ryan en la orla de los alumnos de último curso. Tenía un aspecto solemne, casi lúgubre. Llevaba el pelo largo. El fotógrafo había suprimido las pecas con el aerógrafo y utilizado luces de fondo para iluminar el contorno de la cabeza y los hombros. B. D. no lo habría reconocido si no llevara su nombre. Debajo de la foto de Ryan había el siguiente verso: «¡Quién tuviera un cántaro lleno de cálido sur!».
Pero ¿qué coño quería decir aquello?
Vio a Ryan en unas cuantas fotos de grupo. En una de ellas, tomada en el taller de metal, Ryan estaba de pie con otros chicos detrás del profesor, y sostenía una maraña de varillas cual cornamenta que coronaba la cabeza de éste.
B. D. estudió la foto. Conocía aquella expresión, la afabilidad totalmente plausible que ocultaba, como una máscara, la picardía y la burla. Le daban ganas de devolverle la mirada y dejarle ver que se había percatado de lo que estaba sucediendo. Volvió a dejar la revista sobre la litera de Ryan.
Le dolía el estómago. Era un dolor nuevo; no eran espasmos, sino un malestar continuo y tan difuso que B. D. tuvo que palparse con los dedos para ver de dónde venía. Le dolía más cuando se doblaba y se le aliviaba un poco si se ponía de pie y daba unos pasos delante de las literas. Uno de los nuevos, un hawaiano inmenso, le dijo:
—¡Eh! ¿Te pasa algo, B. D.?
B. D. dejó su ir y venir. Se había olvidado de que no estaba solo en el dormitorio. El hawaiano y un tipo con una visera verde y algunos más jugaban a las cartas. Todos lo miraban.
B. D. dijo:
—¿Es que no habéis leído lo que dicen las autoridades sanitarias?
El hawaiano miró su cigarrillo.
—Joder con B. D. —dijo el hombre de la visera como si B. D. no estuviera allí—. Llevo ocho meses en este culo del mundo y todavía sigue tratándome como a un novato.
—Ryan me llama Tonto —dijo el hawaiano—. ¿Tengo pinta de indio yo? Hablo en serio, tío, ¿tengo yo pinta de indio?
—No pareces exactamente blanco.
—¿Ah, sí? Pero tampoco parezco indio, ¿no?
—Llámalo tú Kemo Sabe. A ver si le gusta.
—¿A Ryan? Le gustará.
B. D. se dirigía hacia el barracón del sargento Holmes. El cielo estaba cubierto y la atmósfera cargada. Había habido hamburguesas de cena, «hamburguesas de rata», como las llamaba Ryan (¡Eh, tú, cocinero de mala muerte!, ¿qué te parece si le disimulamos el rabo a ésta?), y todavía olía a grasa. B. D. sintió un súbito escalofrío en la espalda y se agachó, esperando algo; no sabía qué. Se oía el traqueteo de los generadores, el sordo estampido de la artillería a lo lejos, el clamoroso zumbido de los insectos. B. D. permaneció agachado unos instantes. Luego se levantó, miró a su alrededor y siguió su camino.
El sargento Holmes estaba tirado en su litera escuchando un magnetofón inmenso con unos auriculares que le cubrían toda la cabeza, como un casco. Llevaba puestos unos bermudas rojos. Tenía los ojos cerrados y movía lánguidamente sobre su vientre hundido unos dedos finos y muy largos. Tenía la piel más negra que B. D. había visto en su vida. B. D. se sentó a su lado y movió el pie.
—¡Eh! —dijo—. ¡Eh, Russ!
El sargento Holmes abrió los ojos, y luego se quitó lentamente los auriculares.
—Dixon no tiene por qué enviar a Ryan a una emboscada.
El sargento Holmes se sentó y puso los auriculares en el suelo, a su lado.
—Te equivocas. Ése es precisamente su cometido. Mandar a la gente a patrullar y a hacer emboscadas.
—Ryan ya ha estado en muchas. En muchas. Sólo le quedan dos meses o menos.
—Lo mismo que a ti, ¿no?
B. D. asintió.
—Ya veo por qué te preocupas.
—Vete a tomar por saco —dijo B. D.
El sargento Holmes sonrió. Un espectáculo total en aquella cara negra.
—Eso va contra lo acordado, Russ.
—¿Acordado? ¿Con quién? ¿Tienes algo escrito en un papel?
—Se entendía que era así.
—Se acabó el teniente Pinch, B. D. Ahora está Dixon de caza-ratones, y él tiene su propia filosofía, que es totalmente distinta.
—Filosofía —dijo B. D.
—Así es —dijo el sargento Holmes.
B. D. permaneció sentado, la vista clavada en el suelo, frotándose los nudillos.
—¿Y a ti qué te parece?
—Yo creo que el teniente Dixon está al mando ahora.
—Los nuevos pueden cuidarse solos. Nosotros lo hicimos.
—Y una polla, B. D. Os habéis pasado todo el tiempo, tú y Ryan, intentando que no se os viera.
—Nos hemos arriesgado también.
—Así son las cosas, B. D. Si no te gustan, díselo al teniente —se volvió a poner los auriculares, se tumbó en la litera y cerró los ojos. Sus dedos lamían el aire como si fueran algas.
Unos días después, el teniente Dixon formó otra patrulla de reconocimiento. Antes de leer los nombres, preguntó si quería ofrecerse voluntario alguno de los que estaban a punto de licenciarse. Nadie se ofreció. Todos estaban en silencio, esperando. El teniente Dixon echó una ojeada a los papeles que tenía en la mano, anotó algo y levantó la vista.
—Está bien. ¿Quién se apunta, entonces? —cuando nadie respondió, continuó—: Venga, no es para tanto, ¿no es verdad, Ryan?
B. D. estaba formado junto a él.
—No contestes —le susurró.
—¡Es fantástico! —dijo Ryan—. No hay nada igual, señor. Las estrellas brillando allá arriba, en el cielo…
—Gracias —dijo el teniente Dixon.
—… Los árboles por toda compañía…
—¡Cállate! —dijo B. D.
Pero Ryan siguió con el mismo rollo hasta que el teniente se impacientó y le cortó en seco.
—Está bien —dijo, y luego añadió—: Me agrada saber cuánto le gusta.
—No me canso de ello, señor.
El teniente se dio un golpecito en la pierna con la carpeta. Y luego otro.
—Así que supongo que no le importaría volver a probar suerte.
—¿En serio, señor? ¿Podría?
—Creo que podremos arreglarlo.
Después de comer, B. D. siguió a Ryan hasta su barracón. Ryan estaba sacando el equipo de campaña.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo—. No puedo remediarlo.
—Podrías cerrar el pico. Podrías dejar de darle por el culo a ese cabrón.
—La verdad es que no puedo. Lo intento, pero no puedo.
—No me vengas con gilipolleces —dijo B. D., pero se dio cuenta de que Ryan no mentía, y eso le hizo sentir un inmenso desánimo. Se agachó, se tendió también en la litera y se quedó mirando al techo. El sol se filtraba por los miles de agujeritos de la lona, que brillaban como lentejuelas.
—Es un cabrón —dijo Ryan—. Alguien tiene que informarle de ello, porque él no se va a coscar nunca. No se imagina para nada lo cabrón que puede llegar a ser. Alguien tenía que encargarse de decírselo.
—Pero nadie te lo ha encomendado a ti —dijo B. D.
—Propia iniciativa —contestó Ryan. Se sentó en la taquilla de los zapatos y empezó a juguetear con las correas del casco.
B. D. cerró los ojos. Hacía mucho calor, el ambiente estaba muy pesado y olía a la lona del techo, un olor que le recordaba a los campamentos de verano de su niñez.
—Pero no se trata de eso —continuó Ryan—. Por las mismas podría pasar de todo. Creo que me he explicado.
—Afirmativo. Descuida.
—Es como si fuera alérgico, ¿sabes?, como los que tienen alergia a los gatos. Me acerco a él y ¡bum!, el corazón empieza a latirme como un loco y se me escapan todas esas cosas. Es como si no pudiera hacer nada para impedirlo; me quedo paralizado viendo cómo sucede. ¿Raro, eh? Raro, pero cierto.
—Lo único que tienes que hacer es callarte —dijo B. D.
La potencia de una granada de fragmentación M-26, suficiente por sí misma para levantar de cuajo el tejado de una casa pequeña, puede «incrementarse exponencialmente», conforme decía el folleto distribuido por las autoridades de la base, «haciéndola detonar en el contexto de sustancias volátiles». Este folleto, escrito todo él en un estilo absurdamente pomposo y destinado a prevenir a los soldados frente a la práctica enemiga de soltar granadas con dispositivos de efecto retardado en los depósitos de gasolina de los jeeps no vigilados, era incomprensible para la mitad de los hombres de la división. Pero B. D. lo había entendido y siempre lo tenía en mente.
Su idea era coger uno de los bidones de gasolina que se empleaban para los generadores y dejarlo junto a la tienda en la que trabajaba por la noche el teniente Dixon. Pegaría con cinta adhesiva la palanca de la granada, levantaría el seguro y la echaría en el bidón. Para cuando la gasolina hubiera deshecho la cinta adhesiva, él estaría de vuelta en su litera.
B. D. no creía que hubiera matado a nadie. Su compañía había caído en tres emboscadas, y B. D. había disparado como todos los demás y repelido el ataque, pero siempre de una forma un tanto histérica, en una especie de neblina. Le pasaba a veces en la vista; se le ponía borrosa y amarilla, y lo veía todo en una serie de imágenes sincopadas que luego nunca era capaz de recordar. Pero pensaba que si hubiera matado a alguien, lo sabría, aunque fuera de noche o no hubiera visto caer al hombre desde su escondite. Estaba seguro de que lo sabría.
Sólo una vez recordaba haber tenido a alguien claramente en su campo de visión. Fue durante una batida en una zona que había sido evacuada y declarada pasillo humano. Se suponía que no debía haber nadie. Habían pasado toda la mañana abriéndose paso río arriba, reconociendo las aldeas vacías de la orilla. Nada. Ni trampas explosivas ni francotiradores ni minas. Nada de nada. Pero entonces, mientras comían, B. D. vio algo. Estaba haciendo guardia en la retaguardia de la compañía cuando vio salir a un hombre de entre los árboles y continuar su camino por un arrozal muy crecido. El hombre iba moviendo un bastón a la altura del suelo delante de él y avanzaba lentamente, con paso vacilante, en dirección a la hilera de árboles opuesta. B. D. se quedó quieto y lo observó. El sol le calentaba la espalda. Soplaba una ligera brisa, que doblaba las plantas de arroz y rizaba la superficie del agua. Finalmente, levantó el rifle y apuntó al hombre. Lo mantuvo a tiro. Podría haberlo derribado, no podía ser más fácil, pero decidió que el hombre era ciego. Lo dejó ir y no dijo nada al respecto. Pero más tarde empezó a decirse para sus adentros: ¿Y si no fuera ciego? ¿Y si sólo era un tipo con un bastón, caminando tan tranquilo? En cualquiera de los dos casos no debería estar allí. Le hacía gracia la cosa. ¿Y si era realmente un vietcong? ¿Y si luego se cargaba a un puñado de americanos? Podría ser un vietcong aunque fuera ciego; podría ser un mando, un cargo oficial, alguien de la infraestructura…
Los ciegos podían hacer de todo.
Cuando oscureció, B. D. cruzó el recinto hasta uno de los búnkeres del puesto de guardia y mientras fingía que buscaba a un tal Walcott se echó al bolsillo una granada de un cajón abierto.
Estaba a punto de volverse cuando asomó jadeante en el umbral el cabezón del capitán Kroll. Tenía un cuerpo de un tamaño bastante normal, un poco achaparrado, tal vez, pero nada monstruoso, y luego, encima, aquella increíble cabeza. Tenía una cabeza tan grande que todo el mundo sabía quién era y lo trataba con una benevolencia que podría no haber disfrutado de haberla tenido un poco más pequeña. Lo llamaban «Capitán Melón» o sencillamente «Melón». Trabajaba en los servicios de espionaje del batallón, lo que era para desternillarse de risa, y parecía no darse cuenta del tamaño de su cabeza.
El capitán Kroll se agachó e hizo que todo el mundo se arracimara a su alrededor; era como una melé de béisbol. B. D. no le quedó más remedio que unirse a ellos. El capitán Kroll los miró a la cara uno por uno y luego, en voz baja, les dijo que las patrullas de reconocimiento estaban reportando movimientos de tropas por todo el valle. Debían mantener una vigilancia extrema, dijo. Míster Charles necesitaba algunas cabelleras que mostrar en París. Míster Charles tenía ganas de juerga.
—Rock and roll —dijo el tipo que estaba justo detrás de B. D.
Era una gilipollez. Nadie dijo nada más.
—¿Alguna pregunta?
No había preguntas.
El capitán Kroll giró la cabeza de un lado al otro.
—A ver cuántas consiguen —dijo.
Todo el mundo rompió a reír.
El capitán Kroll se dejó caer hacia atrás como si le hubieran dado un bofetada, se puso en pie y salió del bunker. B. D. lo siguió fuera y tiró en sentido opuesto. Se alejó, embotado y con la mente en blanco, por el recinto, la granada rozándole en la cadera. No supo adónde se dirigía hasta que no estuvo allí.
El teniente Puchinsky estaba tomando una cerveza con un par de oficiales. B. D. se quedó en el umbral.
—Señor, soy B. D. —dijo—. Benjamin Delano Sears.
—¿B. D.? —el teniente Puchinsky adelantó el cuerpo y lo miró de reojo—. ¡Santo cielo! B. D. —dejó la lata de cerveza en el suelo.
Se alejaron un poco. El teniente despedía un olor maduro, un olor definido, pero no rancio, que B. D. había olvidado y que ahora recordó e inhaló; este olor le consoló, igual que su corpachón, la inmensa silueta del teniente.
El teniente Puchinsky se paró junto a una valla que cercaba un hoyo lleno de cajones.
—Debe de faltarle muy poco —dijo.
—Treinta y cuatro días.
—A mí me quedan veinte.
—¡Sólo veinte! ¡Qué fantástico, señor! Ya me gustaría a mí.
Una llamarada atravesó el descampado al otro lado de la alambrada. Los dos hombres se quedaron horripilados ante aquella repentina claridad. Las llamas flotaron lentamente, siseando al descender y cubriendo el campo con una fría luz verde, en la cual todo adquiría una apariencia desesperada y abyecta. No hablaron hasta que se apagó en el suelo.
—Nuestra —dijo el teniente Puchinsky.
—Sí, señor —añadió B. D., aunque sabía que podría no ser cierto.
El teniente basculó su peso de una a otra pierna.
—Vengo por el teniente Dixon, señor.
—¡Oh, no! ¡Por Dios! No irá a decirme que está teniendo problemas con el teniente Dixon.
—Sí, señor.
Cuando el teniente Puchinsky le preguntó si había seguido los cauces acostumbrados, B. D. supo que no tenía nada que hacer. Intentó explicarle la situación, pero no le salían las palabras adecuadas, y el teniente le interrumpía constantemente para decirle que aquello ya no era de su incumbencia. Ni siquiera admitió que se había cometido una injusticia, pues, al fin y al cabo, Ryan se había ofrecido voluntario.
—El teniente Dixon le obligó a ello —dijo B. D.
—¿Cómo?
—No es fácil de explicar. Tiene sus mañas.
El teniente Puchinsky se quedó callado.
—Hacíamos lo que usted mandaba —dijo B. D.—. Mantuvimos nuestra parte del acuerdo.
—No había ningún acuerdo —dijo el teniente Puchinsky—. A mí me suena a que tiene un problema personal, soldado. Y ya bastante complicado lo tenemos para complicarlo aún más. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señor.
—Si tanto le preocupa, ¿por qué no se ofrece usted voluntario?
B. D. se cuadró, saludó con un taconazo furiosamente correcto y dio media vuelta.
—Espere, B. D. —el teniente Puchinsky se acercó a él—. ¿Qué espera que haga yo? Póngase en mi lugar, ¿qué puedo hacer yo?
—Podría hablar con él.
—No servirá de nada, se lo garantizo —cuando B. D. no contestó, dijo—: Vale. Le hablaré, si eso le hace sentirse mejor.
B. D. se sintió mejor, pero no por mucho rato.
Aquella noche tuvo problemas para dormir; acostado, con los ojos abiertos en la oscuridad y un sabor a óxido en la boca, vio con una claridad meridiana la dimensión de su fracaso. Sabía exactamente lo que sucedería. El teniente Puchinsky pensaba que hablaría con el teniente Dixon y mantendría su palabra durante una hora o dos, tal vez incluso durante toda esa noche, y por la mañana se habría olvidado. Era un oficial. Los oficiales podían parecer hombres, hablar como ellos, pero si trazabas una raya siempre caerían del lado de los oficiales, pues eso es lo que eran. El teniente Puchinsky ya había decidido que no servía de nada hablar con el teniente Dixon. Y tenía razón. B. D. lo sabía. Comprendió que lo había sabido desde el principio, que había ido a hablar con el teniente Puchinsky porque así luego no sería capaz de ocuparse del teniente Dixon como pensaba. Se había descubierto porque tenía miedo a llevar a cabo sus planes, y ahora había perdido la oportunidad. Dentro de cuatro o cinco días, la próxima vez que se enviara un batallón de emboscada, el teniente Dixon saldría a pedir voluntarios, y a Ryan volvería a írsele la lengua.
Y el teniente Puchinsky pensaba que debía ir él, B. D., en su lugar.
B. D. permaneció acostado boca arriba un largo rato, luego se puso de lado. Hacía calor. Finalmente se levantó y se acercó a la puerta del barracón. Uno de los nuevos estaba sentado fuera, en calzoncillos, fumándose una pipa. Hizo un gesto con la cabeza al verlo, pero no le dirigió la palabra. No soplaba la más ligera brisa. B. D. se quedó de pie en el umbral, y luego volvió a entrar y se sentó en la litera.
B. D. no era valiente. Eso lo sabía, igual que sabía otras cosas de él que un año antes no habría creído posibles. No se habría creído que vería niños mendigando y pasaría junto a ellos sin sentir la menor lástima. No se habría creído que iría tanto de putas. No se habría creído que podría convertirse en un quejica o en un gandul. Había tenido que renunciar a ciertas imágenes de sí mismo que le hacían sentirse orgulloso y le daban una sereno sentido de control sobre su persona, pero la imagen a la que no había renunciado, y que se había vuelto esencial para él, era la imagen de sí mismo como el hombre que haría cualquier cosa por un amigo.
Cualquier cosa significaba cualquier cosa. Podía significar que te hirieran o incluso que te mataran. B. D. tenía ciertas ideas de cómo podría llegar a suceder algo así: se dejaría llevar por el impulso de correr tras un hombre herido, saltaría sobre una granada, o cualquiera de las otras posibilidades que había oído o leído y en las cuales creía reconocer las potencialidades de su propia naturaleza. Pero esto era distinto.
En realidad, B. D. veía una gran diferencia. Una cosa era hacer algo en el calor del momento, y otra muy distinta pensarlo y aceptarlo de antemano. Cualquier cosa significaba cualquier cosa, pero B. D. nunca pensó que podría significar ofrecerse voluntario para una emboscada. Había estado en varias y era la faena que más odiaba. Te pasabas la noche cuerpo a tierra, sin poder moverte. Cuando creías que ya habrían transcurrido dos horas, resultaba que sólo habían pasado quince minutos. No se veía nada. Tenías que imaginártelo todo por los ruidos, y cualquier sonido te daba ganas de hacer volar por los aires todo el lugar, pero no podías porque entonces delatarías tu posición. Y entonces te descubrían. O también podía suceder que una unidad amiga oyera el tiroteo y se mosqueara e hiciera venir a la artillería. Eso sucedió una vez que B. D. estaba emboscado. Unos tipos se asustaron y se pusieron a disparar sin ton ni son a unos arbustos: no habían pasado tres minutos cuando empezó a llegar la artillería. La artillería era otra cosa. La artillería era como el fin del mundo. No cayó muerto de milagro, de puro milagro. No sabía si sería capaz de volver a soportarlo. Sencillamente no lo sabía.
B. D. revolvió las cosas de Ryan en busca de un cigarrillo. Encendió uno, chupó sin tragarse el humo y lo soltó por encima de su cabeza; detestaba ese olor. A su lado, los hombres seguían durmiendo, sus cuerpos pálidos y difusos debajo del mosquitero. B. D. aplastó el cigarrillo y volvió a tumbarse.
No conocía tan bien a Ryan, si se paraba a pensarlo. Podían contarse con los dedos de la mano las cosas que sabía de él. Tenía diecinueve años. Tenía cuatro hermanas mayores, ningún hermano, y una novia de la que no hablaba nunca. De lo que le gustaba hablar era de cuando iba a pescar truchas con sus colegas al norte de New Hampshire. Era torpe. Y bocazas. Podía zamparse cualquier cosa, incluso los comistrajos vietnamitas. Llamaba zulúes a los negros, pero se llevaba con ellos mejor que B. D., que se las daba de no hacer distinciones de color. Su madre había muerto. Su padre tenía una ferretería y se ganaba algún dinero extra cantando en bodas y funerales nostálgicas canciones irlandesas. Siempre que Ryan imitaba a su padre cantando, B. D. se tiraba por el suelo de risa. Era algo que hacía con las cejas. Sólo pensar en ello le hizo reírse en la oscuridad.
A Ryan le tocó aquel fin de semana un destacamento de aprovisionamiento; estaban transportando munición desde el depósito situado en la parte trasera del recinto, una operación totalmente rutinaria, cuando una ametralladora abrió fuego desde un cerro que hasta entonces se había considerado seguro. Pilló a Ryan y a varios hombres que en ese momento cruzaban la ciénaga con los cajones a la espalda. Toda la zona se puso en estado de alerta. Los puestos de guardia de la alambrada disparaban sin descanso hacia el cerro. Los oficiales iban de un lado para otro, gritando diferentes órdenes.
Cuando B. D. oyó lo que había pasado, dejó su posición y echó a correr hacia la pista de aterrizaje. Había dos hombres heridos, heridos que podían caminar, y un cadáver en una bolsa, pero no estaba Ryan. Hacía unos minutos que lo habían trasladado junto a otros hombres también en estado crítico. El sanitario de servicio le dijo que a Ryan le habían dado justo encima del ojo izquierdo, o tal vez era el derecho. No sabía exactamente si su estado era grave ni si la bala le había entrado de frente o de lado.
B. D. miró al cielo, a las nubes, que se amontonaban, bajas y oscuras, sobre ellos. Era consciente de la presencia de los otros hombres y apretó los dientes para mostrar que no iba a destapar sus sentimientos, porque él era así. Años después le contaría todo esto a la mujer con la que vivía y con quien posteriormente se casaría, ofreciéndoselo como una información importante sobre él: cómo habían herido a aquel amigo suyo, Ryan, y cómo había corrido él para acompañarlo y no lo había encontrado. Describió la escena en el desmonte, los hombres heridos sentados en los tocones, cubiertos de barro, aturdidos, y el muerto dentro de la bolsa, no estirado, como si estuviera durmiendo, sino en un montón en el medio. Un bulto grande. Describió la tierra enfangada, el lío de cajas y botes de munición. El cielo oscuro. Y Ryan desaparecido, así sin más. Su mejor amigo.
Esta historia no la contaba así como así B. D. Casi nunca hablaba de la guerra, salvo en generalidades, y siempre a regañadientes, nervioso. No quería sonar como otros hombres cuando se tocaba el tema, quienes o bien ponían cara de circunstancias o bien se reían de todo, lo que, en cualquiera de los dos casos, no era más que una pose. No quería dar la impresión de que había hecho más de lo que había hecho, ni decir, como en realidad creía, que no había hecho suficiente; que lo único que había hecho era seguir vivo. Cuando pensaba en los días de la guerra, la vida que había llevado desde entonces —trabajando para pagarse los estudios, esforzándose hasta poder tener su propio negocio, siendo un buen amigo de sus amigos, atendiendo a su madre cuando enfermó de cáncer y hasta su muerte, tres meses después— se borraba, como si no fuera nada, y se sentía como se había sentido entonces: débil, corrupto y asustado.
De modo que B. D. evitaba el tema.
No se le ocultaba, sin embargo, que su silencio se había convertido en su pose particular, y por eso le habló a su novia de Ryan. Quería ser sincero con ella, Qué sorpresa, pues, darse cuenta de que, al sacarlo, todo sonaba a mentira. No conseguía contarlo como era, no podía traducir lo que había sentido. Utilizaba las palabras equivocadas, unas palabras que sonaban falsas, con unas cadencias sentimentaloides. Los detalles parecían inventados. Le avergonzó oír su propia voz, vacilante, grave, postiza, y se dio cuenta de que a ella también la turbaba. Por eso se calló. B. D. concluyó que era imposible describir el dolor.
Pero ésa no era la verdadera razón por la que no conseguía hablar de ello. No lo conseguía porque aquel día no había sentido ningún dolor al ver que Ryan no estaba. Se había sentido aliviado, liberado. No podía identificarlo, ni mucho menos admitirlo, pero eso es lo que era, un alivio tan inmenso que casi lo paralizó. Lo cogió por sorpresa, pero luchó contra él y lo dominó antes de saber de qué se trataba, creyendo que debía de ser cualquier otra cosa. Al ser menos necesaria su ayuda se ocupó de sí mismo. Cuando llegó el siguiente helicóptero, B. D. ayudó a los sanitarios a embarcar el cadáver y a los heridos, y luego volvió a su posición. Estaba empezando a llover.
Un médico en Qui Nhon hizo lo que pudo por Ryan y luego ordenó que lo evacuaran a Japón. Aquella noche lo embarcaron en un C-141 de sanidad con destino a Yokota, desde donde lo conducirían al hospital de Zama. El vuelo fue un poco accidentado al principio debido a los vientos y a los bruscos giros, casi en espiral, que tuvo que efectuar el piloto a fin de esquivar el fuego antiaéreo desde posiciones enemigas próximas a las pistas. Las enfermeras se agacharon en el pasillo, agarrándose a la estructura donde se sujetaban las camillas, mientras el avión daba bandazos, prácticamente de lado. Las luces parpadeaban. Las botellas del gota a gota se columpiaban en sus ganchos. Los hombres gritaban. Así fueron subiendo en espirales hasta que el piloto pudo por fin establecer el rumbo, y la mayoría de los hombres se tranquilizaron y las enfermeras se entregaron a su tarea.
Una oyó que Ryan decía algo cuando pasó junto a su camilla. Se arrodilló a su lado, y él volvió a decirlo, una palabra que no pudo distinguir. Le tomó el pulso, le controló la respiración: débil, pero regular. El vendaje que le envolvía la cabeza estaba empapado. Se lo cambió, pero tuvo que dejar las gasas que taponaban la herida; en su ficha se especificaba que nadie debía tocarla hasta que no llegara a manos de cierto equipo de médicos de Zama. Cuando terminó de vendarle, la enfermera le limpió el sudor de la cara.
—Vamos —dijo Ryan, y le tomó la mano.
Esto la asustó.
—¿Cómo? —dijo.
Él no volvió a hablar. La enfermera no se soltó de la mano de Ryan hasta que ésta empezó a aflojarse, entonces intentó retirar la suya, pero él volvió a apretarla. Sus labios se movían sin emitir sonidos.
En la camilla contigua a la de Ryan había un chico que había perdido ambos pies. Estaba dormido o inconsciente; observó que su pecho subía y bajaba rítmicamente. Su mano descansaba en el suelo del pasillo. La tomó por la muñeca, y cuando Ryan volvió a aflojar la de ella, la quitó y le dio en vez la de su vecino. No pareció darse cuenta. La enfermera volvió a limpiarle el sudor de la cara y se fue a ayudar a una de sus compañeras con un paciente que intentaba levantarse.
No podría decir con seguridad cuándo murió Ryan. En un momento dado estaba vivo y cuando volvió a pararse junto a él, no mucho rato después, se había ido. Todavía agarraba la mano de su vecino. La enfermera se los quedó mirando. No sabía qué hacer. Finalmente se acercó a otra enfermera y la llevó aparte.
—Creo que después de todo, sí que voy a necesitar tomarme algo —dijo.
La otra enfermera miró alrededor suyo.
—No me quedan.
—Por favor, Beth —dijo.
—No me lo pidas, ¿vale? Me hiciste prometértelo.
—Mira —dijo—, sólo para este viaje. No pasa nada, de verdad, Beth. No pasa nada.
Un rato después, durante un momento de calma, se paró y apoyó la frente en una de las portezuelas. El sol estaba justo encima del horizonte. El cielo estaba despejado, no había nubes entre ella y el mar de allá abajo, cuyo nombre le encantaba oírselo decir a los pilotos: el mar del Este de China. A través del cuarteado plástico divisó unas pequeñas islas y el blanco destello de la estela de un barco. Algún día iría de pasajera en uno de aquellos barcos, sola o tal vez con algunas amigas. Tomar el sol. Respirar aire puro. No hacer nada en todo el día salvo comer y dormir y estar limpia y tirarle migas de pan a las gaviotas y ver jugar a los delfines, verlos zambullirse y saltar luego en el aire, muy alto, haciendo una exhibición para la gente que los contempla en cubierta, para ella y sus amigas. Podía verlo todo. Cuando cerraba los ojos, lo veía todo, perfectamente.