—Una clase preparatoria en marzo es como un barco atrapado en una calma chicha.
Esto musitó nuestro profesor de historia, como hablando para sí, mientras esperábamos a que sonara el timbre. Estaba al lado de la ventana, y golpeó el cristal con su anillo, haciendo un gesto abstraído y soñador con el que pretendía que creyéramos que se había olvidado de que estábamos allí. Nuestra obligación era pensar que cuando no estábamos cerca se transformaba en una persona interesante, en alguien ingenioso y profundo, que soltaba sentencias sobre la marcha y tenía una visión poética de la vida.
Sonó el timbre.
Me fui a comer. El comedor del colegio estaba casi vacío, porque teníamos el fin de semana libre, y la mayoría de los chicos se habían ido a Nueva York, a sus casas o a las casas de sus amigos, en cuanto salieron de la última clase. Prácticamente los únicos que quedaban eran los extranjeros y los becarios, como yo, y otros cuantos intocables de diversa índole. Nos habían puesto una comida especial, soufflé de queso, pero las raciones eran pequeñas y me fui a la habitación todavía con hambre. Siempre tenía hambre.
Al otro lado de la ventana caía aguanieve. La nieve del patio estaba asquerosa; se había derretido sobre las conducciones de la calefacción, describiendo unas largas líneas de barro.
No conseguí ponerme a estudiar. En el piso de abajo alguien no paraba de poner Mack the Knife en el tocadiscos. Esa única canción repetida una y otra vez hacía que el dormitorio pareciera no sólo vacío, sino abandonado, como si los que se habían ido no fueran a regresar nunca. Limpié mi habitación y luego intenté leer. Miré por la ventana. Me senté en la mesa y examiné la última foto que me había mandado mi novia. Me costaba imaginármela con ese aspecto; tenía que cerrar los ojos para imaginarla. Entonces la veía: su mirada grave y los espesos pechos blancos que, a veces, me dejaba tocar con gran solemnidad, pero nunca besar. De momento, al menos. Pero me había hecho una promesa. En cuanto volviera a casa ese verano íbamos a hacernos amantes. «Hacernos amantes», eso es lo que había dicho, de una forma totalmente deliberada, escuchándose según pronunciaba estas palabras. Me había pasado repitiéndolas todo lo que llevábamos de curso para aliviar mi soledad y las calenturas, que me daban ganas de gritar y de liarme a puñetazos con las paredes. Íbamos a hacernos amantes ese verano e íbamos a seguir siendo amantes durante los años de universidad, nos seríamos fieles, aunque estuviéramos a miles de kilómetros, y al terminar en la universidad nos casaríamos y nos apuntaríamos a los Cuerpos de Paz, y haríamos cosas juntos por la gente. Ése era nuestro plan. El septiembre pasado, la noche antes de venirme yo al colegio, lo habíamos escrito todo en un papel, junto a muchos otros detalles relativos a nuestro futuro: número de hijos (seis), sus nombres, qué perros tendríamos, un boceto de la casa perfecta. Metimos el papel en una botella, la precintamos y la enterramos en su jardín. Y el día de nuestras bodas de oro la desenterraríamos y se la enseñaríamos a nuestros hijos y nietos para demostrarles que los sueños pueden hacerse realidad.
Estaba escribiéndole una carta cuando Crosley apareció en mi cuarto. Crosley era un as en todas las asignaturas de ciencias. Todos los años le daban el premio de ciencias y pasaba los veranos trabajando de becario en diferentes laboratorios. También era un fanático de la halterofilia. De tan musculosos que eran sus brazos, tenía que separarlos del cuerpo al andar, como si llevara un cubo en cada mano. Incluso sus facciones parecían musculosas. Siempre tenía colores en la cara. Crosley vivía al otro lado del bloque de dormitorios, en una de las pocas habitaciones individuales del colegio. Decían que era un ladrón; ésa era supuestamente la razón de que no tuviera compañero de cuarto. Yo no sabía si era verdad, e intentaba no opinar sobre el asunto, pero siempre que nos cruzábamos me daba corte y volvía la vista.
Crosley se apoyó en la puerta y me preguntó que cómo me iba.
Yo le dije que bien.
Entró y recorrió con la vista la habitación, ladeando la cabeza para leer los banderines de mi compañero y los títulos de los libros. Yo estaba incómodo. Y le dije: «¿Quieres algo?», sin intención de sonar tan frío como sonó, pero sin lamentarlo tampoco.
Se percató de mi tono y sonrió. Era el tipo de sonrisa que pone uno cuando pasa al lado de un grupo de gente y sospecha que están hablando de él. Era su expresión habitual.
—¿Conoces a García, no? —dijo.
—Sí, claro. Creo que sí.
—Lo conoces —dijo Crosley—. Va con Hidalgo y todos esos. Es el alto.
—Sí, ya sé —dije yo—. Lo conozco de sobra.
—Es que su madrastra está en Nueva York para un pase de modelos o algo así, y va a venir a sacarlo a cenar esta noche. Le ha dicho que se lleve a unos amigos. ¿Quieres venir tú?
—¿E Hidalgo y los demás?
—Están en Maryland en una especie de feria. Comprando caballos. O ponis, supongo, más bien.
La idea de que alguien de mi edad estuviera comprando ponis para jugar con ellos me chocó tanto que me costó trabajo procesarlo.
—¡Madre mía! —dije.
Crosley siguió entonces:
—¿Quieres o no? ¿Quieres venir?
Nunca había cruzado una palabra con García. Era el sobrino de un famoso dictador, y todos sus amigos eran los sobrinos o los primos de otros dictadores. Hacían lo que les daba la gana. La mayoría de ellos tenían un coche aparcado a unas manzanas del recinto escolar, aunque estaba totalmente prohibido por el reglamento. Eran engreídos, juerguistas y seductores. Se movían siempre en bloque, con las gafas de sol sujetas sobre la frente y las chaquetas colgadas sobre los hombros, piando todos al mismo tiempo, como pajaritos, chinga por aquí chinga por allá. Le tenían totalmente comida la moral al director. Después de las vacaciones de Navidad, un grupo de ellos tuvo que ser tratado de gonorrea, y lo único que hizo fue llamarlos a su despacho y aconsejarles que no tuvieran prisa por perder la virginidad. Se convirtió en una broma que se corrió por todo el colegio. Bastaba con que dijeras la palabra «virginidad» para que todo el mundo se partiera de risa.
—No sé —dije.
—Venga —contestó Crosley.
—Pero si a ese tío apenas lo conozco siquiera.
—¿Y qué más te da? Yo tampoco lo conozco.
—Entonces, ¿por qué te lo ha dicho a ti?
—Estaba sentado a su lado a la hora de comer.
—Fantástico —dije yo—. Eso explica que vayas tú. Pero ¿y yo? ¿Quién me ha invitado a mí?
—Nadie. Me dijo que llevara a alguien más.
—¿Así tal cual, alguien más? ¿Sencillamente la primera persona que se te ocurriera?
Crosley se encogió de hombros.
—No está mal —dije yo—. Suena como la receta perfecta para una velada de las que se recuerdan toda la vida.
—¿Tienes algo mejor que hacer? —preguntó Crosley.
—No —respondí.
La limusina nos recogió bajo la marquesina de la casa del director. El chófer, un hombre ya mayor, se bajó lentamente del coche y lentamente se ajustó la gorra antes de abrirnos la portezuela del vehículo. García se deslizó junto a la mujer sentada en el asiento trasero. Crosley y yo nos sentamos frente a ellos en los trasportines. No tardó en llegarme su aroma. Durante años, después, compré perfume para diversas mujeres y nunca conseguí encontrar aquél.
No bien el chófer cerró la puerta detrás de mí, García dejó escapar un torrente de palabras en español. Parecía muy enfadado y le escupía las palabras a la mujer gesticulando violentamente. Ella se meció, recostó la espalda en el asiento y luego irrumpió a hablar con similar furia. La miré de frente. Tenía una piel muy blanca. Llevaba una capa negra sobre un vestido también negro lo bastante escotado para dejar ver su pálido cuello y los huesos en la base de éste. La boca era muy roja. Ambas mejillas estaban embadurnadas de colorete, el cual no había sido adecuadamente extendido, a fin de darle una apariencia natural, sino que parecía un descuidado, o premeditado, pegote, que volvía a hacerte reparar en la blancura de su piel. Sus dientes eran pequeños y afilados, y los dejaba ver en combinación con ciertos gestos o inflexiones de la voz. Cuando hablaba, asomaba o escondía una lengua pequeña y puntiaguda.
No era mucho mayor que nosotros.
Dijo algo en un tono tajante y cortó el aire con la mano. García empezó a contestar, pero ella dijo «¡No!» y volvió a cortar el aire. Luego se volvió y nos sonrió a Crosley y a mí. Era una sonrisa totalmente falsa.
—¿Dónde les gustaría comer, chicos?
Su voz sonaba más grave en inglés, incluso un poco ronca. Nos llamó «checos».
—En cualquier sitio —dije yo.
—En cualquier sitio —repitió y entrecerró sus grandes ojos negros y apretó los labios. Me di cuenta de que mi respuesta la había decepcionado. Miró a Crosley.
—Dicen que hay un buen restaurante francés en Newbury —dijo Crosley—. También hay un italiano. Depende de lo que le guste.
—No —dijo ella—. Depende de lo que les guste a ustedes. Yo no tengo tanta hambre.
Si García tenía alguna preferencia, se la guardó para sí. Estaba enfurruñado en un extremo del asiento, con los hombros caídos y las manos entre las rodillas. Parecía que quería convencerla de algo.
—Hay también un sitio de Smorgasbord —dijo Crosley—, si le gustan los smorgasbords.
—¿Smorgasbords? —dijo ella. Estaba claro que no conocía la palabra. La repitió mirando a García.
Éste frunció el ceño y luego le contestó malhumorado.
Yo no me podía creer que Crosley hubiera sugerido el Smorgasbord. Era una sugerencia totalmente inadecuada. El Smorgasbord era donde se iban a poner las botas los gordos locales. Los entrenadores de fútbol llevaban allí a sus equipos cuando los jugadores tenían que coger peso. La comida no estaba mal, y no se puede negar que había mucha, toda la que pudieras comer, en realidad, pero el ambiente era brutalmente tosco. La comida era buena, sin embargo. Grandes fuentes de gambas en una cama de hielo. Inmensas piezas de carne, pavo ahumado. Montones de comida, realmente.
—¿A ti te gustan los smorgasbords? —le preguntó a Crosley.
—Sí —respondió Crosley.
—¿Y a ti? —me preguntó.
Asentí con un movimiento de cabeza. Y luego para no parecer demasiado soso dije:
—Ni que lo diga.
—Smorgasbord —repitió y se rio al mismo tiempo que batía palmas—. ¡Smorgasbord!
Crosley le indicó al chófer por dónde tenía que ir y nos alejamos lentamente del colegio. Ella le dijo algo a García. Éste nos señaló, diciendo al mismo tiempo nuestros nombres, tras lo cual volvió otra vez la cabeza hacia la ventanilla; afuera empezaba a oscurecer sobre los campos nevados. García tenía cara de pocos amigos y una tristeza de perro en los ojos. Apenas nos había dirigido la palabra mientras esperábamos que llegara la limusina. Yo no sabía por qué estaba tan furioso con su madrastra ni por qué no nos hablaba ni siquiera por qué nos había invitado, pero a esas alturas ya no me importaba nada.
Ella nos examinó y repitió nuestros nombres escépticamente.
—¡No! —exclamó. Entonces señaló a Crosley y dijo—: «El Blanco» —luego me señaló a mí y dijo—: «El Negro» —y finalmente se señaló a sí misma y dijo—: Yo me llamo Linda.
Crosley repitió el nombre, exagerando la pronunciación española, pero ella sonrió, mostrando sus afilados dientecitos, y dijo: «Exactamente»
Luego descansó la espalda en el respaldo del asiento y subiéndose la capa, se la cerró sobre los hombros. No tardó en volver a caérsele. Se la notaba inquieta. Balanceaba el cuerpo adelante y atrás; cruzaba y descruzaba las piernas; columpiaba el pie con impaciencia. Llevaba unos zapatos negros de tacón alto que se abrochaban con una trabilla diminuta. El pie quedaba casi completamente al descubierto. Oí el roce de la seda de sus medias, y cada vez que se movía, me llegaba una nueva ráfaga de su perfume. Éste ejercía sobre mí un efecto peculiar. No me llegaba como cualquier otro olor. Era algo personal; parecía provenir de su intimidad más profunda. Me ponía la carne de gallina y me daba escalofríos en la espalda y en las corvas. Cada vez que se movía, notaba un tirón dentro de mí y yo mismo hacía un ligero movimiento, como siguiéndola a ella.
Cuando llegamos al Smorgasbord —que tenía uno de esos nombres de origen claramente sueco, como Hansen’s o Swenson’s— García se negó a salir de la limusina. Linda intentó convencerlo, pero él se encogió en una esquina del vehículo y no se dignó a contestarle ni a mirarla siquiera. Ella levantó las manos en un gesto de renuncia. «¡Ah!», dijo y se dio la vuelta y se alejó. Crosley y yo la seguimos por el aparcamiento hasta la inmensa nave de ladrillo rojo. Susurraba su ceñido vestido al ritmo de su paso. Sus tacones resonaban en el cemento.
Si algo bueno tenía el Smorgasbord era que no tenía ninguna pretensión. Era una verdadera nave, monda y lironda; nada que ver con esos graneros de fantasía decorados con lámparas que imitan candiles antiguos y cacharros de cobre colgados por las paredes con toscas tiras de cuero. La cocina estaba en una punta. El resto era un espacio diáfano con mesas de terraza. De las vigas colgaban unas bombillas cegadoras. En el centro de la nave estaba lo que mi profesor de Lengua hubiera denominado el Cuerno de la Abundancia —una gran mesa con montones de comida, todos los alimentos que uno pudiera imaginar y más—. Había ido allí muchas veces y nunca dejaba de sentirme agradablemente sorprendido al ver toda aquella comida.
Unas chicas vestidas de falda y corpiño se apresuraban de un lado al otro de la nave, limpiando las mesas, cambiando los manteles, sacando nuevas fuentes de comida de la cocina.
Al entrar nos quedamos parados un momento, cegados por la súbita claridad, y luego seguimos a una de las camareras. Linda avanzaba despacio, mirándolo todo como una turista. Varios hombres levantaron la vista del plato al pasar ella a su lado. Yo iba detrás, y les lancé unas miradas amenazadoras para que pensaran que era mi mujer.
Tuvimos suerte y conseguimos una mesa sólo para nosotros. Linda se quitó la capa con un movimiento de hombros y, señalando la comida, nos dijo: «A por ello». Se sentó y abrió el bolso. Cuando me volví a mirarla estaba encendiendo un cigarrillo.
—Te veo muy callado hoy —me dijo Crosley mientras llenábamos nuestros platos—. ¿Estás enfadado por algo?
—Tal vez soy callado. Siempre.
Pinchó una tajada de carne y dijo:
—Cuando te llamó el Negro no quería decir que pensara que eres negro. Sencillamente lo dijo porque tienes el pelo oscuro. El mío es claro, por eso me llamó el Blanco.
—Ya lo sé, Crosley. ¿De veras crees que no me había dado cuenta? No soy tan tonto, ¿vale? —y luego, conforme rodeábamos la mesa, continué—: ¿Sabes español?
—Un poco. En realidad, más bien un poquito.
—¿Por qué está tan enfadado García?
—Por algo de dinero.
—Pero ¿el qué?
—Sólo me he enterado de eso. No sé exactamente qué pasa. Pero tiene que ver con el dinero.
Había pensado ir con calma, pero para cuando llegué al final de la mesa tenía el plato lleno. Ensalada de patatas, jamón, gambas, carne asada, huevos Benny, tostadas. El de Crosley también estaba lleno. Volvimos a reunirnos con Linda, quien, acodada en la mesa, inspeccionaba el ambiente a su alrededor. Dio una larga chupada a su cigarrillo, levantó la barbilla y lanzó una columna de humo hacia las vigas del techo. Me senté frente a ella.
—Córrete un poco —dijo Crosley, y se sentó a mi lado.
Ella estuvo un rato viéndonos comer.
—Así que tú, Blanco, eres de Nueva York.
Crosley levantó la vista sorprendido.
—No, señora —dijo—. Soy de Virginia.
Linda apagó el cigarrillo. Sus largas uñas estaban pintadas del mismo color que las manchas de barra de labios que había dejado en el filtro del cigarrillo.
—Acabo de llegar de Nueva York —empezó a hablar— y puedo decir que es el sitio más enloquecido que conozco. Es increíble. Mirad lo que me pasó. Estaba en un taxi en medio de un atasco, llevábamos parados un buen rato, y al lado había otro taxi con un tipo dentro que no dejaba de mirarme. Así, ya sabéis —y abrió unos ojos como platos—. Yo, claro está, finjo no verlo. Pero no os podéis imaginar qué pasó luego… Pues de pronto la puerta de mi taxi se abre y el tipo se mete dentro. «Perdone mi intromisión», me dice. «Pero quiero casarme con usted». «Estupendo», le contesto, «pero tendrá que preguntárselo a mi marido». «Me importa un bledo su marido», me responde, «y tampoco me importa mi mujer». Yo me eché a reír, claro. «¿Así que le parece gracioso? Pues a ver si esto también le parece gracioso», y empezó a decir unas cosas… —Linda nos miró a los ojos. Aspiró profundamente por la nariz y puso cara de circunstancias—. No os creeríais las cosas que dijo. Nunca. Que quería hacerme esto, que quería hacerme esto otro… Bueno, yo estoy a punto de ponerme a gritar. Abro una boca así de grande. «Vale, vale», dice él, «vale, tranquila, que no pasa nada». Y entonces se baja de mi taxi y vuelve al suyo. Todavía seguimos parados un rato, y ¿sabéis lo que hace mientras tanto? Se pone a leer el periódico. Sin quitarse el sombrero. Venga, comed —nos dice, señalando con la barbilla hacia nuestros platos.
Una chica rubia muy alta cortaba el rosbif en una fuente. Era robusta y tetuda —me fijé en lo tirantes que llevaba los cordones del corpiño. Tenía las mejillas encendidas. Sus brazos y sus hombros desnudos estaban también sonrosados por el esfuerzo. Crosley me miró levantando las cejas. Yo le devolví la mirada, aunque mi corazón estaba en otro lado. Aquella muchacha era una ensoñación vikinga, puro gemütlichkeit, pero la madrastra de García me había embriagado y en esa situación no quieres un vaso de leche, lo que quieres es más de aquello que te está haciendo tropezar y caer.
Crosley y yo volvimos a llenar nuestros platos y regresamos a la mesa.
—Siempre tengo hambre —me dijo.
—A mí también me pasa —le contesté.
Linda se fumó otro cigarrillo mientras nosotros comíamos. Observaba las otras mesas como si estuviera en el cine. Yo intentaba comer guardando un poco las formas, y lo mismo estaba haciendo Crosley, que se llevaba la servilleta a los labios después de meterse en la boca unos bocados descomunales, pero algunos de los que nos rodeaban estaban desatados. Comían con la cabeza gacha y mientras masticaban miraban con desconfianza a su alrededor y rodeaban el plato con los antebrazos. La familia que teníamos a la izquierda eran los peores. Se veía en ellos algo competitivo y desesperado; parecía que no fueran a volver a comer. Se podría pensar al verlos que eran refugiados de una gran hambruna, que una gran sequía azotaba la tierra fuera de aquellas paredes. Sentí algo parecido a la desesperación, como si me estuviera vaciando con cada bocado que tomaba.
Un clamor sordo colmaba el espacio, como el rugido uniforme y continuo de una catarata.
Linda miró a su alrededor con expresión complacida. Aunque no tenía nada que ver con nadie en aquel lugar, parecía absolutamente cómoda. Nos mandó a rellenar de nuevo nuestros platos, tras lo cual vino el postre con el café, y cuando estábamos terminando, le preguntó al Blanco si tenía novia.
—No, señora —contestó Crosley—. Hemos roto —añadió, y su cara, de por sí sonrosada, se puso casi morada. Estaba claro que mentía.
—¿Y tú?
Yo asentí en silencio.
—¡Ajá! —exclamó—. El Negro funciona. ¿Cómo se llama?
—Jane.
—Jaaane —repitió Linda arrastrando las sílabas—. Pues, venga, cuéntanos algo de Jaaane.
—Jane —repetí yo.
Linda sonrió.
Se lo conté todo. Le conté cómo nos habíamos conocido mi novia y yo y cómo era ella y qué planes teníamos… todo. Le conté más que todo, porque astutamente iba lanzando claras indirectas de hasta qué extremos nos había conducido nuestra pasión. Quería impresionarla con mi potencia, inflamarla, borrar de su cara aquella sonrisa, pero cuanto más contaba yo, más atroz se hacía su sonrisa y más se reían de mí sus ojos.
Se reían de mí sus ojos: he ahí el típico cliché por el que el profesor de Lengua me habría comido vivo. «¿Cómo se reían exactamente esos ojos?», me habría preguntado, levantando la vista de mi ejercicio, mientras mis compañeros de clase resoplaban divertidos a mi alrededor. «¿Se reían con disimulo o se reían entre dientes? ¿Soltaron una carcajada o, tal vez, se partían de risa?».
Pero aquí estoy yo para decir que los ojos se pueden partir de risa. Los de Linda lo hacían. De pronto, mientras me las estaba dando de Hombre delante de ella, me di cuenta de mi completo ridículo. Me parecía oírla decir: Vale, Negro, sigue, sigue hablando de tu novia, pero no hace falta que disimules porque sabemos lo que quieres, ¿o no? Quieres comerme la lengua y babearme las tetas y hundir tu cara entre ellas. Eso es lo que quieres.
Crosley me interrumpió.
—Señora… —empezó a decir señalando hacia la puerta con la cabeza.
García estaba apoyado a un lado de la entrada con los brazos cruzados y cara de estar furioso. Cuando ella lo miró, se volvió y se alejó de la puerta.
Los ojos de Linda se quedaron mudos. Permaneció sentada un momento. Empezó a sacar un cigarrillo del paquete, pero lo volvió a meter y se puso en pie.
—Vámonos —dijo.
García nos esperaba en el coche, mudo y envarado. No dijo una palabra en todo el camino de vuelta. Linda miraba por la ventanilla, a las casas que dejábamos atrás y a los campos brillantemente iluminados por la luna, columpiando sin cesar el pie que tenía en alto. Justo antes de llegar al colegio, García adelantó el cuerpo y empezó a hablar con ella en voz baja. Ella lo escuchó impasible y no contestó. García siguió hablando cuando la limusina se detuvo frente a la casa del director. El chófer abrió la portezuela. García clavó sus ojos en ella. Sin abandonar su impasibilidad, ella sacó la cartera del bolso. La abrió y miró dentro. Se quedó un momento considerando su contenido y luego sacó un billete y se lo alargó a García. Era un billete de cien dólares. «¡Y una mierda!», dijo él, y volvió a sentarse. Sin cambiar la expresión de su cara, ella se volvió hacia mí y me ofreció el billete. A mí no se me ocurrió mejor cosa que cogerlo. Ella sacó otro billete de la cartera y se lo dio a Crosley, quien dudó aún menos que yo. Luego nos dedicó la misma falsa sonrisa que nos había dedicado al sernos presentada y dijo:
—Buenas noches, ha sido un placer conoceros. Buenas noches —terminó, dirigiéndose a García.
Salimos los tres de la limusina. Yo avancé un poco y luego aminoré el paso y me volví a mirar.
—¡No te pares! —susurró Crosley a mi lado.
García gritaba algo en español mientras el chófer cerraba la puerta. Volví la cabeza y crucé el patio junto a Crosley. Cuando estábamos llegando a nuestro pabellón, aceleró el paso.
—No puedo creerlo —susurró—. Cien pavos —y cuando entramos se paró y gritó—: ¡Cien pavos! ¡Cien dólares!
—¡Cállate ya! —gritó alguien.
—Vale, vale. ¡Que te zurzan! —remató él.
Subimos las escaleras hasta nuestro piso, riéndonos y tropezándonos el uno con el otro.
—¿Te lo puedes creer? —dijo.
Yo moví la cabeza. Estábamos parados delante de mi cuarto.
—No. Ahora en serio. Escúchame —me puso las manos sobre los hombros, me miró a los ojos y dijo—: ¿Te lo puedes creer?
Le dije que no.
—Ni yo tampoco. Para nada.
No parecía que hubiera mucho más que decir. Le habría invitado a entrar, pero, a decir verdad, seguía pensando que era un ladrón. Nos reímos un poco más y nos deseamos buenas noches.
Mi cuarto estaba helado. Saqué el billete del bolsillo y lo miré. Era un billete nuevo, inmaculado, el tipo de billete que uno asocia con los secuestros. La imagen de Franklin estaba sorprendentemente vivida. Por entonces cien dólares eran un montón de dinero. Yo nunca había tenido cien dólares, al menos no así todos juntos. Para no correr riesgos lo pegué con cinta adhesiva a una página de Profiles in Courage, en la 100, así no me olvidaría de dónde lo había puesto.
No podía quedarme dormido. Toda aquella comida me había caído como una piedra en el estómago, y me avergonzaba de las cosas que había dicho. Comprendí que había sido un mentiroso y un tonto. Estuve dando vueltas bajo las mantas hasta que me senté y encendí la luz de la mesilla. Cogí la última foto que me había enviado mi novia, cerré los ojos y con la mente más tranquila, renové todas las promesas que le había hecho.
Rompimos un mes después de que yo regresara a casa para las vacaciones. Una noche que sus padres estaban fuera, aprovechamos la ocasión para acostarnos en su cama, que era una cama con dosel. Era la quinta vez que hacíamos el amor. Ella se levantó inmediatamente después y empezó a vestirse. Cuando le pregunté que qué pasaba, no me contestó. Yo pensé: Vaya por Dios, y ahora qué.
—Venga —dije—. ¿Qué pasa?
Se estaba atando los zapatos. Levantó la cabeza y dijo:
—Tú no me quieres.
Me sorprendió oír aquello, no porque lo dijera, sino porque era cierto. Antes de aquel momento no habría sabido que era cierto, pero lo era: no la quería.
Durante mucho tiempo me dije que nunca la había querido, pero eso no era verdad.
Se supone que hemos de sonreír ante las pasiones de los jóvenes y ante lo que recordamos de nuestras propias pasiones juveniles, como si sólo fueran una serie de dulces fraudes con los que nos engañamos a nosotros mismos, para años más tarde caer del guindo. No sólo la pasión de los chicos por las chicas y a la inversa, sino también las otras pasiones: la pasión por la justicia, por hacer el bien, por cambiar el mundo. A todas ellas dedicamos a su debido tiempo nuestras sonrisas otoñales. Y, sin embargo, no eran tonterías nuestros sentimientos. No se trataba simplemente de que fuéramos jóvenes. No estuve a la altura. Dejé que se apagara la luz.
Un rato después llamaron suavemente a mi puerta. Todavía estaba despierto.
—Sí —dije.
Entró Crosley. Llevaba puesto un batín de una tela que brillaba a la pálida luz del pasillo.
—Tienes pastillas para la acidez o algo por el estilo —dijo.
—No. ¡Ojalá tuviera para mí!
—También tú estás igual —cerró la puerta y se sentó en la cama de mi compañero de cuarto—. ¿Te sientes tan mal como yo?
—¿Estás muy mal?
—Me estoy muriendo. Creo que las gambas estaban en mal estado.
—Venga, Crosley. Te lo comiste todo salvo las paredes.
—Y tú también.
—Tienes razón. Por eso no me quejo.
Gimió al tiempo que columpiaba el cuerpo adelante y atrás. Se notaba que le dolía el estómago de verdad. Me incorporé.
—¿Estás bien, Crosley?
—Supongo —me contestó.
—¿Quieres que llame a la enfermera?
—¡No, por Dios! —exclamó—. No, no, estoy bien —siguió balanceándose. Y luego dijo como sin pensarlo—: Mira, ¿te importa si me quedo un rato?
Estuve a punto de decirle que sí que me importaba, pero me contuve.
—Sin problema, puedes quedarte sin problema —le dije—. Ponte cómodo.
Debió de darse cuenta de mi vacilación.
—Déjalo —dijo con un tono de amargura en la voz—. Siento habértelo dicho —pero no acababa de irse.
Yo me sentía un tanto confuso. Por un lado me enternecía Crosley porque estaba enfermo, pero por el otro me repelía por lo que había oído decir de él. Aunque esto podría no ser cierto. Quería ser justo, así que dije:
—Oye, Crosley, ¿te importa que te pregunte algo?
—Depende.
Me estaba mirando, los brazos cruzados sobre el estómago. A la luz de la luna su batín era iridiscente, como el aceite.
—¿Es verdad que te pillaron robando?
—Qué cabrón —dijo él. Y clavó la vista en el suelo.
Esperé.
—Si quieres saberlo —dijo—, pregúntaselo a alguien. Todo el mundo lo sabe.
—Yo no.
—Eso es verdad, tú no. Tú no sabes nada ni tampoco los otros —levantó la cabeza—. Pero lo verdaderamente gracioso es que no me pillaron robándolo, sino volviéndolo a dejar en su sitio. No lo digo para excusarme. Lo había robado.
—¿El qué habías robado?
—El abrigo —respondió—. El abrigo de Robinson. No me digas que no lo sabías.
—Pues no; no lo sabía.
—Entonces debes de haber estado viviendo en una cueva o algo así. ¿Sabes quién es Robinson? Robinson era mi compañero de cuarto. Tenía un abrigo de pelo de camello, un abrigo de verdad maravilloso. Me obsesioné con él. No paraba de pensar en el dichoso abrigo. Siempre que Robinson salía sin él, me lo ponía y me miraba en el espejo. Y entonces un día me llevé el jodido abrigo. Lo metí en mi taquilla del gimnasio. A Robinson le dio mucha pena. Se acercaba al armario diez o veinte veces al día; como si creyera que el abrigo había salido a dar una vuelta o algo así. Así que lo devolví. Robinson entró en la habitación cuando yo lo estaba colgando en su armario.
Crosley se inclinó y luego volvió a recostarse.
—Tuviste suerte de que no te expulsaran.
—Ojalá lo hubieran hecho —dijo él—. Al director le dio por mostrarse caritativo. Le conmovió el hecho de que lo hubiera devuelto —Crosley se frotó las manos—. Tío, qué perra me entró con el maldito abrigo. Qué ridiculez. ¿Me entiendes? —me miró de frente—. ¿Sabes de qué estoy hablando?
Asentí.
—¿De verdad?
—Sí.
—Bien —Crosley se recostó en la almohada y luego levantó los pies y los puso sobre la cama—. Me parece —dijo—, que sé por qué me invitó García.
—¿Ah, sí?
—Estaba muy enfadado con su madrastra y quería castigarla.
—Yo era el castigo. Probablemente había oído que yo era lo más sucio y despreciable del colegio y se imaginó que quien viniera conmigo también lo sería. Ésa es mi teoría, al menos.
Yo me eché a reír. Me dolía más el estómago al reírme, pero no podía parar.
—Venga, tío, no me hagas reír —dijo Crosley y empezó a reírse también, a reírse y a quejarse al mismo tiempo.
Nos quedamos tumbados sin hablar hasta que Crosley dijo:
—El Negro.
—¿Sí?
—¿Qué piensas hacer con tu billete?
—No lo sé. ¿Qué vas a hacer tú?
—Comprar una mujer.
—¿Comprar una mujer?
—No he follado en un montón de tiempo. En realidad —dijo— no he follado nunca.
—Yo tampoco.
Pensé en aquellas palabras. «Comprar una mujer». Podía hacerlo. Y yo también podía. Ya no tendría que esperar, ya no tendría que abrasarme de aquel modo mes tras mes hasta que Jane decidiera que estaba preparada para procurarme el alivio que necesitaba. Tres meses era mucho tiempo para esperar. No era razonable esperar nada tanto tiempo si no tenías una buena razón para hacerlo, si podías comprar lo que necesitabas. Y pensar que podías comprar algo así —comprar una boca para tu boca, y brazos y piernas que te agarraran con fuerza—, eso nunca se me había ocurrido. Pensé en el dinero que tenía guardado en el libro. Casi podía sentirlo. Una pura posibilidad.
Jane nunca lo sabría. No le haría ningún daño y en cierto modo podría ser útil, porque iba a ser muy raro al principio si ninguno de los dos tenía experiencia. Como hombre, yo debía saber lo que hacía. Todo iría mucho mejor así.
Le dije a Crosley que me gustaba la idea.
—Ha llegado el momento de que perdamos la inocencia —dije.
—Exactamente —añadió él.
Así que nos sentamos e intercambiamos opiniones, inclinándonos hacia la cama del otro, agarrándonos nuestras hinchadas tripas, hablando en susurros sobre cómo deberíamos hacerlo y dónde y cuándo.