PAÍS RELATO

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tobias wolff

migraña

Le empezó en el trabajo. La primera punzada le cortó la respiración, y tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las órbitas. Luego el dolor se calmó y se redujo a una leve presión en la nuca. Joyce dejó las manos a los lados del teclado y esperó. Escuchó el sonido constante de otros teclados en los cubículos que rodeaban al suyo. Sabía lo que le estaba pasando; lo sabía tan bien que cuando llegó la siguiente oleada de dolor no la sintió como dolor, sino como miedo a lo que vendría después. Joyce apagó el ordenador y guardó los informes del laboratorio en una carpetilla.
Se detuvo en la puerta del despacho de la supervisora para decir que se iba a ir temprano. La supervisora puso cara de entender y se ofreció a pedir un taxi si Joyce no se sentía capaz de conducir. Lo podía pagar con el dinero de la caja chica.
—Para eso existe —dijo.
—No te preocupes —dijo Joyce. Y añadió—: No hace falta que bajes la voz.
Joyce no cogió el coche. Pidió un taxi desde la conserjería del edificio, como había planeado desde el primer momento. La supervisora podía pensar que le daba el dinero del taxi a cambio de nada, pero ella sabía que no funcionaría así. La gente recordaba lo que te daba supuestamente por generosidad, y esperaba además que tú también te acordases siempre. Joyce sabía por experiencia que todo se acaba pagando.
Cuando llegó a casa vio dos cajas de cartón en el cuarto de estar. Contenían las pocas pertenencias de su compañera de piso. Joyce y Dina habían vuelto a pelearse y, según lo acordado al irse a vivir juntas, le correspondía a Dina dar el último paso y marcharse. Joyce observó las cajas. Consideró la idea de registrarlas, pero le pareció degradante. Era el tipo de cosa que había tendido a hacer en el pasado, pero había aprendido a contenerse. Cerró los ojos durante un instante y se balanceó de un lado a otro; luego cruzó la habitación y encendió el televisor. Un presentador con chaqueta amarilla intentaba hacerse oír entre los gritos del público mientras un enorme reloj marcaba los segundos. Joyce quitó el sonido y fue a la cocina a hervir agua para hacerse una infusión.
Sobre la encimera, la brisa levantaba las hojas del periódico. Dina se había vuelto a dejar la ventana abierta. Aunque Joyce la reñía, ella se negaba a tomar las precauciones más comunes y se encogía de hombros como si su descuido fuera una consecuencia poco importante, enternecedora incluso, del hecho de ser un espíritu libre, sin preocupaciones materiales. Pero Joyce la conocía. Sabía que cultivando este papel Dina le obligaba a adoptar el contrario, el de la neurótica egoísta. Joyce se había encontrado en él en ocasiones. Pero ya no. Todo aquello se había terminado.
Joyce puso el agua al fuego y se acercó a la ventana. Apoyó los codos en el alféizar y se cogió la cara entre las manos, apretándose las sienes con las yemas de los dedos. Apretó más fuerte a medida que se aceleraban los latidos. En el momento de dolor más intenso se quedó repentinamente sorda, como si le hubieran metido la cabeza bajo el agua. Luego pasó. Joyce oyó su propia respiración entrecortada. Oyó los pasos de las palomas sobre el tejado de pizarra, las voces de los niños en el patio de un colegio cercano y un martillo neumático tan lejano que su sonido resultaba soportable, incluso agradable, como cuando en su pueblo oía pasar a lo lejos las bandas de música.
Joyce dejó que la brisa le secara el sudor de la cara. Luego cerró la ventana y echó una mezcla de manzanilla, tila y menta en la cucharilla de agujeros.
Tenía los ojos irritados. Sentía la piel húmeda y la blusa se le pegaba donde se había empapado. Cogió la infusión y se la llevó al dormitorio, dejándola enfriar en la mesilla de noche mientras se desvestía y se sentaba en el borde de la cama. La habitación estaba hecha un desastre. Había ropa por todas partes, colgada de ganchos y picaportes y tirada en el suelo. Periódicos. Una maleta hecha para ir a visitar a los padres de Dina, una visita que no se materializó porque Joyce se había puesto enferma. Se agachó para coger un zapato, lo soltó y se puso de pie. Se puso un albornoz y avanzó hacia el cuarto de estar, donde, acomodada en el sofá, se tomó la infusión a sorbitos mirando la televisión silenciosa.
La infusión le sentó bien. No es que se le quitara el dolor, pero le hizo sentir que podía influir en lo que le estaba pasando. Nada funcionaba, salvo los masajes de Dina. Joyce se había dado baños medicinales. Se había emborrachado y se había colocado. Había probado todo lo que había oído, salvo los remedios evidentemente inútiles, como respirar por un aparato de buzo. Había leído esto en un boletín al que Dina la había obligado a suscribirse hasta que Joyce decidió que estar todo el día leyendo sobre el problema, más que arreglar las cosas, las empeoraba. Además le repugnaba el tono de autoconmiseración del boletín y el supuesto espurio de que los lectores no estaban solos en su sufrimiento.
Porque sí estaban solos. De hecho, todo el mundo estaba solo todo el tiempo, y era cuando se ponían enfermos cuando se daban cuenta; en realidad, en eso consistía el sufrimiento, en darse cuenta.
Joyce apuró la infusión. Dejó la taza en el suelo y observó las cajas de Dina. Almadén: Dina debía de haberlas traído de la tienda de vinos y licores. Estaban sin cerrar. En una asomaba un jersey de mohair blanco y en la otra un revoltijo de frascos y tubos. Joyce se recostó en el sofá. Incluso con los ojos cerrados notaba el parpadeo de la televisión al saltar la cámara del presentador a los concursantes, de los concursantes al presentador. Reinaba un profundo silencio en el piso.
Estaba a gusto sola. Sola de verdad, sin otras personas que la llevaran a pensar que su vida se mezclaba con las de ellos. Eso nunca era verdad. Incluso cuando se la veía en grupo, la gente estaba tan sola como las vacas pastando en el prado, cada cual mirando hacia un lado.
No era posible entrar en la vida de otra persona, ni aun queriéndolo de verdad. En agosto, Joyce y Dina habían invitado a una amiga a cenar. Les contó una anécdota acerca de una pareja que conocían las tres y que recientemente había sufrido un extraño percance. Una cama de agua había hundido el techo de su salón y se les había caído encima, junto con el gordo que estaba acostado en ella, mientras veían la televisión. Había sido un milagro que no las matase, aunque esto no era un gran consuelo, ya que una había salido con una clavícula rota y la otra con una lesión en las cervicales y diversas contusiones. Joyce y Dina movieron sus cabezas de arriba abajo cuando su amiga terminó de contar la historia. Observaron sus platos respectivos. Joyce consiguió mantener la mandíbula cerrada hasta que Dina empezó a resoplar y entonces las tres soltaron la carcajada. Se partían de la risa. No podían parar. Joyce estuvo a punto de ahogarse y tuvo que apartarse de la mesa y meter la cabeza entre las rodillas.
Y, sin embargo, conocía a aquellas mujeres. Debería haberse compadecido de su dolor. Pero ni siquiera ahora, cuando ella misma lo estaba pasando mal, era capaz de sentir el de ellas o de llegar más allá del pensamiento de que debería sentirlo. Y hubiera sido igual si la cama de agua se les hubiera caído encima a ella y a Dina. Incluso si la hubiera matado, las otras se habrían reído y luego se habrían arrepentido de su risa, como se había arrepentido ella. Vivirían sus vidas y se irían acordando de ella cada vez con menos frecuencia, siempre con una súbita sonrisa de impotencia, como la que notaba que se le dibujaba ahora en los labios.
Empezaba a pasársele el efecto de la infusión. Levantó la cabeza del cojín y se sentó lentamente. Reparó de nuevo en las cajas y luego volvió la vista hacia la televisión. Un hombre sonreía tenazmente mientras una mujer vaciaba sobre su cabeza un recipiente lleno de engrudo.
Joyce se levantó. Fue a la cocina y llenó el hervidor; luego se apoyó en la encimera. Se le volvió a acelerar el pulso. Con cada punzada daba una ligera cabezada, como si se estuviera quedando dormida. De nuevo entró en una fase de sordera. Cuando pasó, el hervidor estaba pitando, y las gotas de agua que se le escapaban por los lados chisporroteaban al caer en el quemador de la cocina. Joyce volvió a rellenar la cuchara de agujeritos, echó agua en la taza y se la volvió a llevar al cuarto de estar. Se arrodilló junto a las cajas de Dina y empezó a registrar la que tenía un jersey asomando.
Debajo del jersey había unas fotos que Dina solía tener pilladas entre el marco y el cristal del espejo de su tocador. Toda una serie de su hermano y de su familia, sus dos hijas, que crecían de una foto a otra, sus caras dulces y redondas cada vez más flacas y recelosas. Un retrato formal de los padres de Dina. Varias fotos de Joyce. Joyce observó estas fotos un momento y las dejó a un lado. Se sentó en los talones. Respiró profundamente, con deliberación, e irguió la cabeza, la imagen misma de la mujer que acaba de conseguir controlarse tras un momento de debilidad. El motor de la nevera se puso en marcha. Joyce oyó el entrechocar de las botellas. Volvió a inspirar, se inclinó sobre la caja y siguió sacando cosas de su interior.
Ropa. Zapatos. Un secador de pelo. Finalmente, al fondo, los libros de Dina: Los carros de los dioses, El tenis interior, Muchas mansiones, En busca del Yeti, Soluciones para todo y el Bhagavad-Gita. Joyce abrió En busca del Yeti y echó un vistazo a las ilustraciones. Había entre ellas una gráfica de voz obtenida mediante un micrófono oculto, el molde de escayola de un pie muy grande con los dedos sorprendentemente pequeños y parecidos a los de las manos y una foto borrosa del propio monstruo andando por un claro del bosque con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Joyce volvió a meterlo todo en la caja. No era de extrañar que se le estuviera erosionando el cerebro. Dina tenía tanta chatarra en la cabeza que sólo hablar con ella era como un tratamiento de lijado con chorro de arena.
Cuando Dina se marchara, Joyce pensaba volver a ponerse en forma mental. Tenía una lista de libros que quería leer. Se iba a suscribir a una revista de filosofía y pensaba matricularse en un curso nocturno, también de filosofía. En la universidad, Joyce había sacado muy buenas notas en filosofía, tan buenas que cuando el profesor le devolvió el último trabajo de curso, le adjuntó una notita dándole las gracias por contribuir a que la clase hubiera sido tan agradable.
No es que Joyce quisiera dedicarse a la filosofía profesionalmente. Pero se sentía viva cuando hablaba de ideas y recordaba la serena certeza con la que el profesor rastreaba sus creencias y las de sus condiscípulos, hasta llegar allí de donde habían partido: la superstición, el haber oído campanas o la más pura emocionalidad. Era famoso por hacer llorar a sus alumnos. Joyce aprendió a argumentar del mismo modo. Había momentos de extrema claridad, en los que sentía cómo se iba acercando a la verdad, mientras observaba divertida el pánico de esta o aquella compañera que veía peligrar alguna creencia ilusoria. Joyce nunca había vuelto a sentirse tan segura porque se había vinculado a otras personas y la gente siempre enturbiaba las aguas. Entre sus demandas y sus exigencias y sus sentimientos, las angustias todopoderosas a las que había que atender ocho o nueve veces al día, terminabas diciendo tantas mentiras que finalmente te olvidabas de cómo sonaba la verdad. Pero Joyce no había llegado tan lejos, aún no. Sola, podría volver a leer, a pensar, a ver las cosas como eran. Sola, podría ser tan fría y tan dura como exigiera la verdad. Se habían acabado las falsas alegrías. Y las ficciones de intimidad. Y las mentiras.
Otra cosa: Se acabaría la tele. Joyce la había comprado como una forma de callar a Dina, pero ya no haría falta. Cogió el mando a distancia, terminó de ver un anuncio de furgonetas y la apagó. La pantalla apagada la hacía sentirse incómoda. Casi nerviosa, como si la estuviera mirando. Joyce devolvió el mando a distancia a la mesita y empezó a vaciar la segunda caja.
Al llegar a la mitad, entre dos toallas, encontró lo que buscaba. Unas tijeras, unas excelentes tijeras alemanas, de su propiedad. Joyce no se había dado cuenta de que las estaba buscando, pero cuando sus dedos tocaron las hojas estuvo a punto de reírse en voz alta. Dina había cogido las tijeras. A propósito. No había equivocación posible, porque aquellas tijeras no se parecían a ningunas otras. Tenían los ojos de latón artísticamente moldeado de manera que al cerrarse dibujaban el contorno de una cabeza de pato, y en las hojas había una inscripción en alemán: «Para mi querida Karin, de su amantísimo padre». Joyce había encontrado las tijeras en una tienda de antigüedades de Post Street y a Dina le habían fascinado desde el momento en que las vio. Se las pedía prestadas con tanta frecuencia que Joyce sospechaba que se inventaba tareas inexistentes como excusa para poder usarlas. Y ahora se las había robado.
Joyce sostuvo las tijeras sobre la caja y las abrió y las cerró varias veces. Aquello era muy sintomático. La señorita Espíritu Puro, la señorita Despreocupada por los Bienes Terrenales prefería robar antes que vivir sin aquellas tijeras. Era una ladrona; hipócrita y ladrona.
Colocó las tijeras junto al mando a distancia. Se apretó la frente con el envés de la muñeca. Por primera vez aquel día, se sintió cansada. Con un poco de suerte a lo mejor se quedaba dormida. Joyce volvió a dejar las tijeras entre las toallas y lo metió todo en la caja. Dina se las podía quedar. De nada serviría decirle nada; fingiría sorpresa y diría que había sido sin darse cuenta. Y no había forma de mencionar las tijeras sin admitir que había registrado las cajas. Que se las quedase; con el paso del tiempo, meses, años después, comprendería que ella tenía que saber que se las había robado. Pero Joyce no hablaría de ello, no las mencionaría ni en las tarjetas de Navidad ni cuando la llamara por su cumpleaños ni en las postales que le enviaría desde los diversos países que pensaba visitar. Finalmente Dina sabría que Joyce la había perdonado y le había regalado las tijeras; y entonces, por primera vez, caería en la cuenta de qué tipo de persona era Joyce en realidad y de lo equivocada que había estado, lo ciega e insensible que había sido. Sabría, por fin, lo que había perdido.
Cuando Joyce se despertó Dina estaba junto al sofá mirándola. Un par de líneas de luz pálida cruzaban la alfombra y la pared; el resto de la habitación estaba en penumbra. Joyce intentó levantar la cabeza. La sentía como si fuese una piedra. Volvió a recostarse.
—Lo sabía —dijo Dina.
Joyce esperó. Al comprobar que Dina se limitaba a mirarla, le preguntó:
—¿Qué sabías?
—Adivínalo —Dina se dio la vuelta y entró en la cocina.
Joyce la oyó llenar el hervidor. Joyce levantó la voz:
—¿Te refieres al hecho de que me encuentre mal?
Dina no contestó.
—No es asunto tuyo —dijo Joyce.
Dina se asomó desde la puerta de la cocina.
—No hagas esto, Joyce. Sé al menos honesta con respecto a lo que está pasando, ¿vale?
—Haz como si yo no estuviera —dijo Joyce—. Esto no tiene nada que ver contigo.
Dina sacudió la cabeza.
—No me puedo creer que estés haciendo esto —volvió a meterse en la cocina.
—¿Haciendo qué? —preguntó Joyce—. ¿Te refieres a que estoy aquí tumbada en el sofá?
—Tú ya sabes —dijo Dina. Volvió a asomarse a la puerta y dijo—: Deja de jugar a tus juegos de cabeza.
—Juegos de cabeza —repitió Joyce—. Por todos los santos.
Dina dio un paso hacia el cuarto de estar.
—No es justo, Joyce.
Joyce se dio media vuelta. Se quedó inmóvil, escuchando el ruido que armaba Dina en la cocina.
—¡Te crees que soy idiota! —gritó Dina desde la cocina.
—Nadie ha dicho que lo seas.
Dina entró en el cuarto de estar con dos tazas de infusión. Dejó una en la mesita, al alcance de Joyce, y se llevó la otra al sillón.
—Gracias —dijo Joyce. Se incorporó lentamente, moviendo la cabeza como si estuviera mareada. Cogió la infusión y se la acercó al pecho, dejando que la fragancia del vapor le acariciase la cara.
Dina adelantó el cuerpo y sopló en el interior de la taza.
—Tienes muy mala cara —dijo.
Joyce sonrió.
Ambas se bebieron sus infusiones mirándose por encima de las tazas.
—Es para volverse loca —dijo Dina—. No puedo ni irme un día a la playa sin que te pongas a hacer este numerito.
—Haz como si no estuviera —dijo Joyce.
—Eso es lo que siempre dices. Me voy a ir, Joyce. Quizás no ahora, pero en algún momento me marcharé.
—Vete ahora —dijo Joyce.
—¿De verdad quieres que me vaya?
—Si te vas a ir, vete ya.
—Tienes muy mala cara. Te duele mucho, ¿verdad?
—Haz como si yo no estuviera —dijo Joyce.
—Si es que no puedo. Ya sabes que no puedo. Por eso es tan injusto. No puedo irme sin más cuando tú lo estás pasando mal.
—Dina.
—¿Qué?
Joyce sacudió la cabeza:
—Nada, nada.
Y entonces Dina dijo:
—Vete a la porra, Joyce.
—Deberías marcharte —insistió Joyce.
—Eso es lo que pienso hacer. Ya te lo dije. Luego no digas que no te avisé.
Joyce asintió con un movimiento de cabeza.
Dina se levantó y cogió una de las cajas.
—Me han contado un chiste buenísimo de polacos.
—Ahora no —dijo Joyce—. Me podría matar.
Dina se llevó la caja al dormitorio y volvió a por la otra, la de las tijeras. Era más grande que la anterior y le costó levantarla.
—Vete a la porra —le dijo—. No me puedo creer que esté haciendo yo esto.
Joyce apuró la infusión. Se cruzó de brazos y se inclinó hasta tocarse casi las rodillas con la cabeza. Del dormitorio de Dina llegaba el ruido de un furioso abrir y cerrar de cajones. Luego se hizo el silencio y cuando Joyce levantó la cabeza Dina estaba de nuevo delante de ella.
—Pobrecita Joyce —dijo.
Joyce se encogió de hombros.
—Hazme sitio —dijo Dina. Se acomodó en un extremo del sofá y dijo—: De acuerdo.
Joyce volvió a recostarse, con la cabeza en el regazo de Dina. Dina la miró. Le apartó de la cara un mechón de pelo.
—Juegos de cabeza —dijo Joyce, y se rio.
—Cállate —dijo Dina.
Dina se sentó en el borde del sofá. Puso una mano a cada lado de la cara de Joyce, con los dedos en las mejillas, y empezó a apretarle las sienes con los pulgares. Movía los pulgares de delante atrás en pequeños círculos, presionando cada vez más. Al principio el ritmo era fluido y casi imperceptible, pero a medida que se iba afianzando, Dina empezó a canturrear para sí en voz baja. Joyce cerró los ojos. Notó un temblor nervioso en los párpados; luego se calmaron. Oyó como se agitaban las hojas del periódico en la cocina. Y el canturreo de Dina. Sintió la suavidad de los muslos de ésta y el calor que despedían. También sentía el calor de sus manos en las mejillas. Joyce las cubrió con las suyas, como para mantenerlas donde estaban.