PAÍS RELATO

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tobias wolff

la vida del cuerpo

Una noche Wiley se sintió solo y cogió el coche y se acercó hasta un bar de North Beach que era de un tipo que había sido profesor en el mismo colegio que él. Vio un partido de baloncesto en la televisión y luego empezó a hablar con la mujer que estaba sentada a su lado. Era veterinaria. Se llamaba Kathleen. Wiley repitió el nombre dándole un ligero acento irlandés, y ella le sonrió. Tenía pecas y unos ojos muy verdes, «verdes como los campos de Erin», le dijo, y ella se rio, echando la cabeza atrás y decidiendo —él se dio cuenta, lo veía suceder— dejar que las cosas siguieran su curso. Estaba un poco bebida. Le tocaba al hablar, en la muñeca, en la mano, incluso una Vez en el muslo, para recalcar lo que decía. Wiley asentía, pero no oía nada de lo que le hablaba. Un torrente se precipitaba en sus oídos.
El hombre con el que había llegado Kathleen, un tipo bajo, con barba y cara rubicunda, vestido con una chaqueta de safari, sostenía el vaso con ambas manos, sopesándolo. De vez en cuando levantaba la vista y miraba a Kathleen, la espalda de ésta. Y luego volvía a clavarla en el vaso. Wiley quería ser simpático, de modo que ladeó el cuerpo y lo miró hasta que el otro le devolvió la mirada, y entonces levantó el vaso, saludándolo. El hombre boqueó como un pez. Señaló con un dedo a Wiley y le gritó algo ininteligible. Kathleen se volvió y lo tomó del brazo. El camarero se acercó a ellos. Se estaba secando las manos con un paño. Se inclinó sobre la barra y habló con Kathleen y el hombre en voz baja mientras que Wiley lo miraba alentadoramente.
—Eso es exactamente lo que necesitamos. A ver si lo tranquiliza.
El bajito se soltó de un tirón. Kathleen se volvió a mirar a Wiley y le dijo:
—Y tú cierra la boca.
El camarero asintió con un movimiento de cabeza.
—Por favor, cállese.
—Un momento —dijo Wiley.
El camarero no le hizo caso. Siguió hablando con su voz tenue. Wiley no podía seguir todo lo que decía, pero sí que oyó frases en el sentido de que él, Wiley, llevaba bebiendo toda la noche y que ellos no debían tomar en serio nada de lo que dijera.
—¡Pues sí! —dijo Wiley—. Espera un momento, haz el favor. Estoy tan tranquilo hablando con mi vecina de barra y de repente viene Napoleón y me declara la guerra. ¿Qué culpa tengo yo?
—Perdone, señor. Le he pedido que se callara.
—No debería haberle puesto la última —dijo el tipo bajito.
—A punto estuve.
—No puedo creerlo —dijo Wiley—. Para su información, les diré que soy un viejo amigo de Bob.
—El señor Lundgren no está esta noche.
—Ya lo veo. Tengo ojos. Lo que quiero decir es que si Bob estuviera aquí… —Wiley se paró. Los tres lo miraban como si fuera un completo gilipollas, el bajito con tal superioridad que ni siquiera estaba ya furioso. Wiley tenía que admitirlo: si no lo era, lo parecía. ¡Por el amor de Dios! ¡Sólo a él se le ocurría citar como autoridad a un simple propietario de bar antiguo profesor de matemáticas en primera enseñanza!—. Tengo amigos muy bien situados —dijo, intentando bromear, pero ellos se limitaron a seguir mirándolo. De hecho se creyeron que hablaba en serio—. Tranquilos, tranquilos —añadió.
—Estoy seguro de que al señor Lundgren le gustará mucho ocuparse personalmente de su cuenta —dijo el camarero—. Si quiere hacer alguna reclamación, podrá encontrarlo aquí mañana por la tarde.
—No puede estar hablando en serio. ¿De verdad me está echando?
El camarero pensó antes de responder. Luego dijo:
—Por el momento sólo le estoy pidiendo que se vaya.
—¡Pero esto es ridículo!
—Es usted libre de irse por sus propios medios, señor, y yo le agradecería mucho que lo hiciera.
—Es absolutamente increíble —dijo Wiley, más para sus adentros que para que lo oyera el camarero, en cuyos afectados buenos modos no podía dejar de oír la posibilidad de una violencia eficaz. Pero que lo aspasen si iba a dejar que le metieran prisas. Apuró su bebida y dejó el vaso en la barra. Se bajó del taburete, hizo una ligera inclinación de cabeza en la dirección de Kathleen y le dio las gracias gravemente por haberle dejado disfrutar de su compañía. Atravesó la habitación con paso digno y salió, cuidando de no golpear la puerta tras él.
Caía una lluvia fría. Wiley se guareció bajo el alero a esperar inútilmente a que dejara de llover. Oyó una sonora risa de mujer que salía del local al otro lado de la calle; se imaginó unos dientes manchados de carmín, una lengua rosa limpiando los cremosos bigotes dejados por una White Russian. Inclinó el cuerpo en esa dirección, sacando la cabeza como cuando sentía ciertos olores en el aire: a curry, a café tostado, a pan fresco. Wiley se subió el cuello de la chaqueta y empezó a subir la cuesta hacia el aparcamiento donde había dejado el coche. Al llegar a la esquina se detuvo. No podía volverse ahora, no así. No podía dejar que esa absurda imagen de él perviviera en la mente de Kathleen. Era importante que supiera cómo era él de verdad y que no fuera por ahí creyendo que era uno de esos borrachos bocazas a los que echan de todos los bares. Porque él no era de ésos. Hasta hoy nunca le había pasado.
Cruzó la calle y volvió a bajar la colina hasta el otro bar. En una mesa en un rincón había dos mujeres y tres hombres. La que Wiley había oído reírse seguía riéndose. Se echaba a reír por cualquier cosa. Todos ellos eran cincuentones; parecían turistas y eran los únicos clientes del bar en ese momento. Wiley se pidió un whisky y se lo llevó a una de las mesas junto a la ventana, desde donde podía vigilar el bar del que acababan de pedirle que se fuera.
Nunca le había pasado algo así. Era profesor de lengua y literatura en un colegio privado. Vivía solo. No iba mucho a los bares y casi nunca bebía whisky. Le gustaba el buen vino, era un poco entendido, pero, por cautela, tampoco quería entender mucho más. Por la noche, después de preparar sus clases, se servía una copa y leía novelas del siglo XIX. No le gustaba la novela moderna, su narcisismo, su pusilanimidad moral, su silencio frente al mal. Wiley se había puesto a dar clases para ganar algún dinero mientras hacía la tesis doctoral; pero luego cuando empezó a sentir el poder que le daba su posición, perdió interés en la investigación. Sus alumnos eran todavía lo bastante jóvenes para dejarse fascinar por las mentiras del mundo; él cambiaría su forma de ver las cosas.
Wiley se quedaba leyendo aquellos novelones hasta muy entrada la noche y muchas veces sólo dormía unas cuantas horas, pero en nueve años no había dejado de ir a trabajar ni un solo día; por la mañana se arrastraba fuera de la cama justo a tiempo de meterse en el coche sin desayunar, los botones de la camisa a medio abrochar, y conducir hasta el colegio con el vaso de café derramándosele entre las rodillas.
A Wiley no le gustaba vivir solo. Quería casarse y siempre había supuesto que para entonces estaría casado, pero había tenido mala suerte con las mujeres. La última lo había despachado a los cuatro meses de conocerse. Se llamaba Monique. Había venido en un intercambio para dar clases de francés. Era una parisina alta y desenvuelta que humillaba a los chicos en clase imitando sus torpes acentos, y a las chicas haciéndolas invisibles para los chicos. Llevaba gafas oscuras incluso en el cine. Su boca, de labios carnosos y sonrosados, solía estar fruncida en un gesto, que como Wiley tuvo ocasión de aprender no era de pasión, sino de desprecio. Después de leer El guardián entre el centeno, el descontento de Monique se convirtió en insolencia. Wiley no llegaba a comprender por qué se había fijado en él. A veces pensaba que era por la lengua; a él le gustaba hablar y hablaba muy bien, y Monique había ido a Estados Unidos a pulir su inglés. Pero sus razones seguían siendo un misterio. Lo dejó plantado sin más explicaciones.
Wiley se había tomado dos whiskys y acababan de servirle el tercero cuando Kathleen y el tipo bajito salieron del bar de enfrente. Se pararon en el umbral y observaron la lluvia, que ahora era más intensa. Estaban a cierta distancia uno del otro, sin hablarse, y observaban el agua que caía a chorros de la marquesina. Ella miró dentro del bolso y le dijo algo a él. Él se palpó los bolsillos de la chaqueta. Ella volvió a rebuscar en el bolso y luego se encaminaron colina arriba, la cabeza hundida entre los hombros. Wiley se puso en pie de un salto y tiró la silla. La levantó y salió del bar.
Tuvo que acelerar el paso. Le costaba trabajo. Sus pies se empeñaban en llevarle de un lado al otro. Avanzó el tronco para obligarlos a seguirlo. Llegó a la esquina y gritó: «Kathleen».
Ella estaba al otro lado de la calle. El hombre iba unos pasos por delante de ella, inclinado contra la lluvia. Los dos se detuvieron y se quedaron mirando a Wiley. Wiley cruzó la calle y se acercó a ellos. Entonces dijo:
—Te quiero, Kathleen —se sorprendió al oírse decir aquello, y luego al subir a la acera—: Vente conmigo.
No estaba como él la recordaba. De hecho, apenas si la reconocía. Ella se llevó la mano a la boca. Wiley no podía decir si estaba asustada, impresionada o qué. Puede que se estuviera riendo. A Wiley se le puso una sonrisa estúpida, confuso por su propia presencia allí y por lo que había dicho, inseguro sobre qué decir a continuación. Entonces el tipo bajito retrocedió, pasó junto a la mujer, y Wiley sintió un golpe en la mejilla y cómo su cabeza se ladeaba y volvía a su posición original con el mismo impulso. Justo después se le escapaba en un siseante soplo todo el aire que tenía dentro, y Wiley se doblaba, agarrándose el estómago, incapaz de respirar o de hablar. Sintió otro golpe detrás de los riñones y cayó de bruces contra el bordillo. Vio que le venía un zapato directo a la cara e intentó apartar la cabeza, pero le dio justo encima del ojo. Oyó gritar a Kathleen, y el zapato le dio en plena boca. Rodó y se cubrió la cara con las manos. Kathleen seguía gritando: «¡No Mike No Mike No Mike No Mike!». Wiley sintió más patadas en los hombros y en la espalda. Un dolor sordo, distante, que se prolongó un rato y luego paró.
Se quedó tirado donde estaba, desconfiando del silencio, temeroso de que si hacía cualquier movimiento volviera a empezar todo. Por fin, se incorporó y se quedó a cuatro patas. Había cristales rotos en la calzada, brillantes en el asfalto mojado, y verlos desde aquella distancia, tan próximos, tan conocidos, tan perfectamente conectados con todo lo que le había sucedido, le hizo sentirse profundamente reducido; y supo que nunca olvidaría aquello: verse allí de rodillas rodeado de cristales rotos. Lloviznaba. Se oyó sollozar y se contuvo; era un sonido teatral, poco sincero. Le latía el labio inferior. Se pasó la lengua, y tenía un gusto a sal y a cuero.
Wiley se puso en pie, sujetándose en la fachada de un edificio. Se acercaban dos hombres hablando acaloradamente. Temió que se pararan a ayudarlo, que le hicieran preguntas. ¿Y si llamaban a la policía? No había excusa posible para su situación, no podría dar una explicación convincente. Wiley volvió la cara. Los hombres pasaron a su lado como si él no estuviera, o como si fuera un elemento más de lo que uno espera encontrar en la calle y estuviera ocupando, exactamente en esa postura, el sitio que le correspondía en ella.
Casa. Tenía que llegar a casa. Wiley se apartó de la fachada en la que estaba apoyado y empezó a caminar. Le sorprendió lo bien que podía andar. Tenía la cabeza despejada, el paso firme. Se sentía exuberante, exultante incluso, como si se hubiera salido con la suya. Ligero, tranquilo. Esta sensación le duró casi todo el camino de vuelta, y luego desapareció de pronto; llegó a casa extenuado, con escalofríos y un temblor febril recorriéndole el cuerpo.
Fue directamente al baño y encendió la luz. Le sangraba el labio inferior, que estaba morado e hinchado como una salchicha. Tenía otro corte sobre la ceja izquierda, y toda la piel levantada, en carne viva, desde ahí hasta el nacimiento del pelo. La barbilla estaba cubierta de sangre y de porquería. Vio que le empezaba a salir un hematoma en la mejilla. Dios mío, pensó, mientras se miraba. Sintió una gran ternura por la persona que había detrás de aquella espeluznante máscara, como si no fuera su cara, sino la cara de un niño golpeado. Se tocó las zonas lesionadas. Los dedos se le pegaron donde estaban en carne viva.
Wiley se dio un largo baño e intentó dormir, pero en cuanto cerraba los ojos sentía una presencia maligna en la habitación. A pesar del baño, seguía estando helado. Se levantó y se volvió a mirar en el espejo, esperando encontrar alguna mejoría. Se inspeccionó la cara y luego puso una cafetera y se pasó el resto de la noche sentado en la mesa de la cocina, mirando sin ver las páginas de un libro y finalmente durmiendo, el cuerpo torcido, medio caído de la silla y el mentón clavado en el pecho.
Cuando sonó el despertador, Wiley se levantó y se preparó para ir a trabajar. No se le ocurría ninguna razón para no ir, salvo la vergüenza; pero dado que otros profesores tendrían que cubrirle sus clases en su tiempo libre, tampoco le pareció un buen motivo. Pero no pensó ni por un instante en el efecto que tendría su aspecto. Cuando los primeros alumnos le vieron en la entrada y empezaron a hacerle preguntas, no supo qué contestarles. Un chico le preguntó si le habían atacado.
Wiley asintió, pensando que en el fondo era verdad.
—Debían de ser un montón.
—Bueno, no tantos —dijo Wiley, y siguió su camino. Fue directamente a su aula sin pararse en la sala de profesores, pero no llevaría sentado en su mesa cinco minutos cuando entró el director.
—Veamos qué es eso que dicen que le ha pasado, señor Wiley —dijo, y se acercó y observó atentamente la cara de Wiley. Los alumnos empezaron a entrar en el aula uno a uno, intentando no mirarlo mientras se dirigían a sus asientos—. ¿Qué sucedió exactamente? —le preguntó el director.
—Me atacaron.
—¿Ha ido al médico?
—Todavía no.
—Debería ir. Las contusiones son de primera categoría. Tienen que molestarle. ¿Ha ido a la policía?
—No. Estoy todavía un poco aturdido —Wiley dijo esto en voz baja para que no le oyeran los alumnos.
Mac, que era amigo de Wiley, asomó la cabeza, señalando al director.
—¿Todo bien? —le dijo a Wiley.
—Más o menos.
—Me han dicho que eran ocho. ¿Es verdad? ¿Ocho?
—No —Wiley intentó sonreír, pero el estado de su cara se lo impidió—. Sólo dos —dijo. No podía admitir que sólo había sido uno. No tal como estaba.
—Con dos basta y sobra —dijo Mac.
El principal dijo:
—No dude en decirme si quiere irse a casa. Hablo en serio, señor Wiley, no es necesario que haga ninguna heroicidad. Me ha conmovido que viniera en este estado —al llegar a la puerta se detuvo antes de salir y se volvió hacia los alumnos—: Que esto les sirva de aviso, señores y señoritas. Lo que le ha sucedido al señor Wiley les sucederá a sus hijos. Será el pan nuestro de cada día. Ése será el mundo en el que vivirán si ustedes no hacen algo para cambiarlo —paseó lentamente la mirada por el aula igual que lo hacía en las asambleas escolares—. De ustedes depende.
Detrás de él, Mac aplaudió silenciosamente.
Después de que Mac y el principal se fueran, dos chicos se levantaron y fingieron que se atacaban con patadas y puñetazos, gritando ¡ay!, ¡ay!, ¡ay! Uno de ellos condujo al otro hasta el fondo de la clase y se echó ruidosamente al suelo, encogiendo brazos y piernas. Entonces sonó el timbre y volvieron ambos a sus pupitres.
Eran alumnos del último curso. Habían estado leyendo Benito Cereno, uno de los cuentos de Melville que más le gustaban a Wiley, pero le costó encontrar las claves para hacerlos hablar, por la forma en que lo miraban. Finalmente decidió explicárselo él. Habló de cómo Melville sacaba a relucir las contradicciones de la ley humana, que pretende servir a la justicia mientras que fortalece la mano del propietario, incluso cuando la propiedad es humana. Éste era uno de los temas favoritos de Wiley, la transformación de las personas en mercancía. Conforme se iba calentando, olvidó el estado de su cara y empezó a pasearse, como solía hacerlo, por delante de la clase, la cabeza baja, las manos en los bolsillos, mirando de reojo. Conectó esta historia con la última que habían leído, Bartleby el escribiente, citando con una exageración irrisoria, como de ópera, a aquel bienintencionado narrador, que no puede comprender la truculencia de un ser humano al que él mismo intenta convertir en una fotocopiadora. Y no se trataba de la voz de un reaccionario, de un bestia fascista, dijo Wiley jugueteando con las llaves y las monedas que llevaba en el bolsillo y sin dejar de pasearse de un lado al otro del aula. Era la voz del hombre moderno; moderno, ilustrado y liberal.
Su indignación había ido en aumento hasta que llegó a ese punto en el que parecía verlo todo claro, el mal y el bien y todas las maliciosas imitaciones del bien que acechaban al desprevenido peregrino. En esos momentos se olvidaba por completo de sí mismo. Se convertía en Scott Fitzgerald denunciando el asqueroso polvo que flotaba en la estela de Gatsby; en Jonathan Swift ridiculizando la complacencia burguesa por el procedimiento de sugerir un crimen tan atroz que te dejaba sin aliento y, sin embargo, era menos obsceno que la mayoría de los crímenes que la gente normal tolera sin pensárselo dos veces.
Y lo que le sucedió a Bartleby, decía Wiley, no era más que un indicio de lo que nos esperaba: «¡Pensad en las multinacionales!», concluyó. Y luego pasó a describir, y no por primera vez, la evolución de la teoría económica dominante, hasta su conclusión lógica: unas fábricas construidas con las tecnologías más sofisticadas en medio de unas selvas extranjeras, donde, tras alambradas espinosas vigiladas por perros y soldados, unos nativos que no conocían el agua corriente montaban las piezas de las máquinas de fax y de los ordenadores portátiles. ¡Un millón, un billón de Bartlebys!
Wiley no podía documentar la existencia de estas fábricas; se lo había contado alguien, pero tenía sentido y casaba con el espíritu del tardo capitalismo. Sonaba lo bastante cierto como para ponerlo furioso siempre que hablaba de ello. Cuando terminó la explicación sólo quedaban unos minutos para que tocara el timbre. Se sintió muy profesional. No era pequeña hazaña que te patearan la cara a las dos de la madrugada y a las nueve estuvieras dando una clase incendiaria. Preguntó si había alguna duda. Nadie hizo gesto alguno, al principio. Wiley oyó un cuchicheo. Luego una chica levantó la mano, muerta de vergüenza, casi como si esperara que él no se diera cuenta. Cuando Wiley le cedió la palabra, la chica miró al compañero que tenía al otro lado del pasillo, Robbins, y dijo:
—¿De qué color eran?
Wiley no entendió la pregunta. La chica volvió a mirar a Robbins. Y Robbins dijo:
—Eran negros, ¿no?
—¿Quiénes?
—Los tíos que le atacaron.
A Wiley siempre le había caído bien aquel chico y esperaba que aprendiera algo mientras él le diera clase, que terminara pensando algo más que su padre, un agente del FBI que se quejaba al director por la lista de lecturas obligatorias que daba Wiley. Wiley se apoyó en la pizarra.
—No lo sé —dijo.
—¡Venga ya! —dijo Robbins.
—De verdad, no lo sé —dijo Wiley. Esta respuesta sonaba, incluso para sus oídos, improbablemente vaga, así que añadió—: Estaba muy oscuro. No pude verlos bien.
Robbins soltó una carcajada. Algunos de los otros alumnos también se rieron; uno de ellos soltó un gallo y entonces les dio a todos la risa floja. «¡Silencio!», dijo Wiley, pero siguieron riéndose. Se habían descontrolado; lo único que podía hacer era esperar a que pararan. Wiley tenía tres alumnos negros en esa clase, dos chicas y un chico. No habían levantado la cabeza del libro, todos exactamente en la misma postura, como si, pese a estar sentados en diferentes partes del aula, se hubieran puesto de acuerdo. A principio de curso se habían sentado los tres juntos, pero ahora no tenían un sitio fijo y se movían de un pupitre a otro, como el resto de los alumnos. Parecía que se sentían a gusto en su clase. Y eso era lo que él pretendía, que esta aula fuera un refugio, un lugar como debería ser el resto del mundo. Ésa era su única razón para estar allí.
Sonó el timbre. Wiley se sentó y revolvió entre sus papeles mientras que los alumnos, extrañamente silenciosos de pronto, iban pasando por delante de su mesa. Luego fue al despacho del director y le dijo que se iba a casa después de todo. Que se sentía fatal, le dijo.
Durmió unas horas. Cuando se levantó, miró en las páginas amarillas la sección de veterinarios y encontró a una tal Kathleen Newman entre el personal de una clínica especializada en la cirugía de ciertos animales de compañía exóticos. Llamó a la clínica y preguntó por la doctora Newman. El hombre que cogió el teléfono le dijo que estaba en una reunión.
—¿Es una urgencia?
—Eso creo —contestó Wiley—. Es algo así. Dígale —añadió— que el cetáceo del señor Melville tiene moquillo.
Wiley le dijo cómo se escribía la palabra cetáceo.
Y entonces se oyó una voz de mujer al otro lado del hilo.
—¿Quién llama, por favor? —era ella. Pero iba en serio, nada de tonterías. Wiley no pudo responder. Esperaba que ella cogiera la broma, y ahora no sabía cómo empezar—. ¿Diga? ¿Diga? Vaya —exclamó, y colgó.
Wiley fue a la guía telefónica. Había una doctora K. P. Newman en Filbert Street. Escribió el número de teléfono y la dirección.
La mujer de Mac, Alice, pasó por allí esa tarde con pan y cosas para hacer una ensalada. Alice había sido alumna de Wiley, una de sus favoritas además; era una chica pensativa, de tez pálida y lenta de movimientos, una de esas chicas de las que él nunca habría pensado que se enrollarían con un profesor, lo que demostraba lo poco que se enteraba. Alice y Mac habían ido en serio desde el principio. Se casaron cuando la chica terminó. Fue un escándalo, claro, y Mac por poco pierde su empleo, pero todo quedó ahí. A Wiley le había confundido enormemente aquel asunto. Desaprobaba la conducta de Mac al tiempo que se sentía celoso; le parecía que Mac había perdido la cabeza. Pero habían pasado ocho años desde entonces.
Alice se paró en el umbral y se lo quedó mirando a la cara. Wiley se dio cuenta de que casi se le saltaron las lágrimas de la impresión.
—Se pondrá bien —le dijo.
—Pero ¿por qué iba a querer nadie hacerte esto?
—Estas cosas pasan —dijo él.
—Pues no deberían pasar.
Alice le dijo que volviera a la sala. Wiley se tumbó en el sofá y la observó por la puerta abierta de la cocina mientras ponía la mesa y preparaba la comida. Le gustaba tenerla toda para él, en su casa. Cuando salían todos juntos por ahí, ella se sentaba a su lado y reclinaba la cabeza sobre su hombro. Le tomaba sorbitos de su bebida. Le gustaba bailar y, cuando bailaba con Wiley, se arrimaba mucho, sin dejar de hablarle todo el rato de cosas de su vida diaria, lo que hacía respetable la cercanía. Al final de la noche, cuando Mac y Alice llevaban a Wiley a su casa y entraban para llamar a la canguro y tomar ese último vino al que siempre seguía otro, y él empezaba a leerles algún pasaje elevado de la novela que tuviera en ese momento entre manos, Alice se tumbaba en el sofá con la cabeza en su regazo mientras Mac los miraba bondadosamente desde la mecedora. Wiley suponía que debía sentirse honrado por toda aquella confianza, pero en realidad la resentía. La confianza se había convertido en una imposición. Era más fuerte que su capacidad de deseo. Pero a pesar de todo la soportaba porqué no sabía qué otra cosa hacer.
Ahora Alice estaba preparando una ensalada de tomate en la cocina. Tenía una forma de estar de pie que la hacía parecer muy decidida. Llevaba el pelo recogido en un moño, pero unas mechas sueltas se le venían a la cara, y ella se las retiraba sin dejar de hacer lo que estaba haciendo. Había engordado un poco con los años, pero a Wiley le gustaban el pequeño repliegue carnoso de debajo de su barbilla y sus manos regordetas.
Ella lo llamó a la mesa. No habló y cuando lo miró enseguida bajó la vista. Wiley pensó que no se debía a la visión de su cara magullada, sino a que nunca habían estado solos. En todo su jugueteo con él había un elemento de representación y ahora no estaba Mac para darle un toque de ironía y garantizar que no iba a ir más allá.
Por fin ella dijo:
—¿Quieres un poco de vino con la comida?
—No. Gracias.
—¿Estás seguro?
Él asintió con la cabeza.
Alice señaló con el tenedor las botellas vacías alineadas contra la pared.
—¿Te has bebido tú todas ésas?
—Sí, a lo largo de un tiempo.
—Menos mal. Me alegra saber que no te las bebiste todas de golpe. Pero ¿de cuánto tiempo estamos hablando?
—No sé. No llevo la cuenta de cada vaso que bebo.
—Ése es el problema de vivir solo —dijo ella, como si lo supiera por experiencia propia.
—Sí, supongo.
—¿Cómo es que no te casaste con Monique?
Ella lo miró brevemente de reojo.
—¿Monique? Venga ya. Se hubiera matado de risa con sólo mencionárselo.
—Creía que estaba loca por ti.
Wiley movió la cabeza.
—Pues de verdad que yo pensaba que lo estaba.
—Pero no.
—Vale. ¿Y Lynn? ¿Qué fue de ella?
—Eso fue una locura, todo el asunto con Lynn fue una locura. Ni siquiera quiero hablar de ella.
—Era bastante caprichosa.
—No fue culpa suya. Sencillamente las cosas se complicaron.
—A mí no me gustaba. Era demasiado sarcástica. Me puse muy contenta cuando os separasteis —Alice mordió el trozo de pan—. ¿Estás saliendo con alguien ahora? Seguro que es una casada.
—¿Por qué piensas eso?
—Desde Monique no nos has presentado a nadie. Por eso. Seguro que tienes a alguien en secreto. La Dama Oscura.
—No seas tan rebuscada. ¿De verdad crees que tengo una aventura?
—Me figuraba que debías de salir con alguien —sonó aburrida. Examinó detenidamente la cara de Wiley—. ¡Madre mía! Esos tíos se cebaron contigo, ¿no?
Wiley apartó su plato a un lado.
—Sólo era uno —dijo—. Un tipo bajito. Un renacuajo.
—Mac me dijo que habían sido dos. «Dos hermanos morenos», eso fue exactamente lo que dijo. ¿De dónde se sacó eso?
—Yo se lo dije —dijo Wiley.
Y luego, porque confiaba en ella y necesitaba hacerlo, empezó a contarle lo que había sucedido realmente la noche pasada. Alice escuchaba sin dar muestras, al menos que él pudiera ver, de desagrado o de compasión. Parecía sencillamente interesada en lo que le estaba contando. De vez en cuando se reía, porque al hablar de ello, Wiley no podía remediar convertir su pequeño desastre en un cuento, y contando cuentos, aunque fueran historias de soledad y de humillación, salía a relucir de forma natural su talante histriónico y burlón. Se daba cuenta de que Alice se lo estaba pasando bien escuchándolo, que no era lo que había esperado ella cuando Mac le pidió que pasara a verlo. Y le hablaba sin tapujos. Eso era más de lo que tenía ella en su casa. Mac tenía buen corazón, pero también era un ligón y un mentiroso.
Wiley tenía una forma de contar las historias que le sucedían que consistía en relatarlas como si le hubieran pasado a otro. Y desde esa distancia veía lo que había de gracioso en el espectáculo de un hombre que aseguraba haber profesado una nueva vida, la vida del espíritu y del pensamiento, emborrachándose y dándole la lata a desconocidas. Bueno, pues el cuerpo pensaba por su cuenta. Lo dijo tal cual, como si su cuerpo le hubiera secuestrado para sus abyectos fines, como si le hubieran atado al lomo de un caballo desbocado, espumajeante, completamente decidido a arrastrarlo por todas las degradaciones que uno pudiera imaginar.
Pero a fin de cuentas no era una historia graciosa. Cuando le contó lo que le había ocurrido en clase aquella mañana, Alice lo escuchó atenta, seria.
—Me quedé sin palabras —dijo él—. No sabía qué decir. En clase leemos Native Son y también leemos Invisible Man. Consigo que hablen, que piensen sobre todas estas cosas, y luego voy y armo un disturbio racial en mi propia clase.
—Tal vez deberías contarles la verdad.
—¿Hablas en serio?
—Te ganarías su respeto.
—Ajá.
—Bueno, o, al menos, deberías ganártelo.
—Venga ya, Alice.
—Aunque sólo fuera el de algunos. Ésos serán los que merezcan la pena.
—Se propagaría por todo el colegio. Me echarían.
—Eso es verdad —dijo Alice. Apoyó la mejilla en la palma de la mano—. Pero de todos modos.
—De todos modos ¿qué? —cuando ella no contestó, Wiley dijo—: Vale. Pongamos que no me importara que me echaran. Sí que me importa, pero digamos hipotéticamente que mañana voy y les cuento todo, la paliza y todo lo demás. ¿Sabes lo que pensarían? Dirían que me lo estoy inventando, la segunda historia, no la primera. Ya sabes, por un lacrimógeno sentimentalismo, para que se sientan mejor los chavales negros. Pero lo que sucederá realmente es que acabarán sintiéndose aún peor. Sentirán que soy condescendiente con ellos. Se sentirán insultados. Pensarán que estoy mintiendo para protegerlos, como si fueran culpables de algo. Todos pensarán que miento.
Wiley la vio vacilar, y luego ella dijo:
—Pero no estarás mintiendo. Estarás diciendo la verdad.
—Sí, pero eso no lo sabrá nadie.
—Tú. Tú lo sabrás.
—Mira, Alice —Wiley estaba enojado ahora, impaciente. Esperó un momento antes de hablar para no dejar ver su enfado, y luego dijo—: Me siento fatal. No puedo ni enumerar todas las tonterías que he hecho hoy. Pero lo hecho, hecho está. Tratando de deshacerlas sólo lograría empeorarlas, y no sólo para mí. Para esos chavales.
Dicho esto, le pareció lógico y razonable.
—Puede que sea así —ella le daba vueltas nerviosamente a una de sus sortijas—. Tal vez estoy siendo simplista, pero no comprendo por qué tiene que estar mal decir la verdad. Siempre pensé que para eso estabas allí.
Wiley tenía otros argumentos. Que era profesor y no podía permitirse poner a prueba su autoridad moral. Que cuando la verdad hacía más daño que un mentira, no había más remedio que hacerle justicia a la mentira. Que si el tener la conciencia limpia implicaba hacer sufrir a otros, tenías que aceptar que habías caído y vivir con esa tacha. Todos ellos eran buenos argumentos, el verdadero lubrificante de la vida adulta, pero ella no dijo nada. Wiley no era tonto y sabía cuáles serían las respuestas de Alice, porque, después de todo, también eran las suyas. Sencillamente no podía actuar sobre ellas.
—Alice —dijo—. ¿Me estás escuchando?
Ella asintió.
—No debería haberte soltado todo esto. Es demasiado desconcertante.
—No estoy desconcertada.
Él no respondió.
—Tengo que irme —dijo ella.
Él la acompañó a la puerta.
—No le diré nada a Mac —le dijo ella.
—Lo sé. Me fío de ti.
—¿Para qué? ¿Para ocultarle secretos a mi marido? —ella se rio, pero no era una risa de contento—. No te preocupes —le dijo—. Sé cómo es.
Wiley pasó el resto de la tarde corrigiendo trabajos de los alumnos. Paró para cenar y luego los terminó. Era un buen lote, el mejor que había tenido en todo el curso. Eran trabajos sobre Bartleby el escribiente. Una alumna había comparado la situación con la de un matrimonio en el que Bartleby sería la mujer y el narrador el marido: «El narrador considera a Bartleby igual que los hombres consideran a las mujeres, como si la única razón de su existencia en la tierra fuera que le es útil». La chica tenía que retorcer la historia para que encajara en su argumento, pero a Wiley no le importó. Era un trabajo fresco y apasionante. Esta alumna en concreto no hubiera ni soñado con tener este punto de vista a principio de curso. Wiley estaba emocionado y orgulloso de ella.
Pasó las notas al cuaderno y luego llamó al número de la doctora K. P. Newman de Filbert Street que había anotado. Cuando ella respondió, Wiley dijo:
—Soy yo, Kathleen. El de anoche —añadió.
—Usted —dijo—. ¿Dónde consiguió mi número?
—En la guía. Sólo quería aclarar las cosas.
—Me ha llamado antes, ¿no? —dijo ella—. Me ha llamado al trabajo.
—Sí.
—Lo sabía. No se atrevió a decir nada. Ni siquiera tuvo huevos para dar su nombre.
—Era una broma —dijo Wiley.
—Está loco. Como vuelva a llamarme le mandaré a la policía.
—Espere, Kathleen. Tengo que verla.
—Yo no tengo que verlo a usted.
—Espere, por favor. Escuche. Yo no soy así, no soy como parecía anoche. De verdad, Kathleen. Lo de anoche fue sólo una serie de malentendidos. Sólo quiero pasar un momento por su casa y aclararlo todo.
—Pero ¿es que tiene mi dirección?
—Viene en la guía.
—¡Dios mío! ¡No puedo creerlo! No se le ocurra venir. Mike está aquí —dijo ella—, y esta vez no le detendré. Hablo en serio.
—Usted no está casada con Mike.
—¿Quién lo dice?
—Usted lo habría dicho si lo estuviera.
—¿Y qué? ¿Qué importa eso?
—Sí, sí que importa.
—Está usted loco.
—Sólo necesito unos minutos para convencerla de lo que digo.
—Voy a colgar.
—Sólo unos minutos, Kathleen. Es lo único que le pido. Luego me iré, si todavía sigue queriendo que me vaya.
—Mike está aquí —dijo ella. Se quedó callada. Y luego, justo antes de colgar, dijo—: Y no se le ocurra volverme a llamar al trabajo.
A Wiley le gustó esto; significaba que asumía un futuro para ellos.
Antes de salir, Wiley se miró en el espejo. No estaba muy guapo, pero todavía podía hablar. Lo único que tenía que hacer era conseguir que ella le escuchara. Diría continuamente su nombre. Kathleen. Lo diría con ese soñador acento irlandés que parecía gustarle. Dicho así, casi cantado, su nombre tenía poder sobre ella; lo había percibido la noche pasada: la muchacha complaciente, la muchacha dispuesta al amor aflorando en su cara de mujer madura. Pulsaría esa nota, y en cuanto consiguiera que lo escuchara, imposible saber lo que podría suceder, porque lo único que él necesitaba eran palabras, y las palabras, como bien sabía Wiley, eran infinitas.