Brian Gold estaba en la cima de la loma cuando vio atacar al perro. Era un animal grande, negro, con aspecto de lobo, y llevaba una cadena colgando. Saltó de un porche trasero y consiguió llegar hasta el parque, avanzando con agilidad, a pesar de la nieve, en la dirección de la hija de Gold. Esperó que la cadena se tensase y detuviera al perro, pero el animal siguió avanzando. Gold echó a correr loma abajo, gritando, pero la nieve y el viento ahogaban su voz. El trineo de Anna estaba casi al final de la pendiente. Gold le había atado la capucha del anorak para protegerla del viento y sabía que no podía ni oírle a él ni ver al perro que corría hacia ella. Era tan consciente de la velocidad del perro como de su propia lentitud, del peso de sus botas de goma, de la costra de hielo bajo la nieve recién caída. El abrigo le batía contra las rodillas. Gritó una vez más en el momento en el que el perro embestía, y justo entonces Anna se movió, de manera que le mordió en el hombro y no en la cara. Gold apenas había llegado a la mitad de la cuesta, agitando los brazos y resbalándose dentro de las botas. Tenía la sensación de que no avanzaba, de que estaba inmóvil a una distancia fija, insalvable, del perro, el cual ya arrastraba a Anna, tirándola del trineo y sacudiéndola como si fuera un guiñapo. Gold se arrojó por la pendiente y de pronto la distancia se esfumó y había llegado.
El trineo estaba volcado y la nieve revuelta; el perro había decidido que aquel territorio era suyo. Todavía no había soltado el hombro de Anna. Gold oyó la furia que hervía en las entrañas del animal. Vio los tensos cuartos traseros y las orejas tirantes y el brillo rojo de las encías bajo el hocico arrugado. Anna estaba de espaldas sobre la nieve, mirando al cielo con la cara pálida. Nunca le había parecido tan pequeña. Gold agarró la cadena y tiró de ella, pero la nieve hacía inútil su empeño. El perro sólo gruñó, aún más fiero, y volvió a sacudir a Anna, que no emitió sonido alguno. Su silencio le dejó frío, como vacío por dentro. Se lanzó contra el perro, enganchándole el cuello con el brazo y tirando con fuerza hacia atrás, pero no consiguió que soltara a su hija. Gold sintió el calor del animal y la determinación de su gruñido. Intentó soltarle la mandíbula con la otra mano. Los guantes se le resbalaban con la saliva del animal; no podía agarrarlo. Tenía la boca junto a la oreja del perro. Dijo:
—Suéltala, maldito seas.
Y le mordió la oreja con toda su alma. Oyó un gruñido y algo le golpeó en la nariz, tirándolo de espaldas. Cuando se incorporó el perro huía a la carrera, agitando la cabeza y dejando un reguero de sangre en la nieve.
—No debió de durar más de sesenta segundos —dijo Gold—. Tal vez menos. Pero me pareció una eternidad.
Lo había contado muchas veces ya, y siempre mencionaba esto. Sabía lo banal que era maravillarse del modo en que el tiempo se encogía y se estiraba, pero era incapaz de evitarlo. Tampoco podía evitar repetir que había sido un «milagro» (la palabra que había usado el radiólogo) que Anna no hubiera quedado desfigurada, lisiada o incluso que no hubiera muerto en el accidente; y que el médico no entendía que no hubiera sufrido daños en los huesos o en los nervios. Ni siquiera tenía heridas en la piel, aunque sí unos buenos hematomas.
Gold adoraba la cara de su hija. La adoraba como algo maravilloso en sí, como un objeto de asombro y de estudio. Sin embargo, a partir del ataque del perro, ya no pudo volver a mirar a Anna de la misma manera. Veía al perro lanzarse contra ella y se veía a sí mismo inmovilizado en la pendiente; se le aceleraba el pulso y se ponía tenso, inquieto, furioso. No quería volver a pensar en el perro; quería que desapareciera. Alguien debiera hacerlo desaparecer. Era una locura, una amenaza, y por allí andaba tan fresco, preparado para atacar a algún otro niño, porque la policía se había negado a hacer nada.
—No hacen nada; nada en absoluto —decía.
Una tarde de domingo, una semana después del ataque, le contó toda la historia a su primo, Tom Rourke. Gold le había llamado la noche en la que había sucedido, pero lo de la policía era nuevo y tal y como Gold había imaginado, la indignación de Rourke fue en aumento. Su primo tenía un sentido severo e irritable de la justicia y una reserva de indignada lealtad a la que Gold había apelado a menudo desde que eran niños. Llevaba ahora una semana solo con su cólera y quería un poco de compañía. Su mujer decía que también estaba furiosa, pero ella no había visto lo que había visto él. Para ella, el perro era una abstracción y en cualquier caso no era de las que les daban muchas vueltas a las cosas.
¿Qué excusa daban? Rourke quería saberlo. ¿Qué razón daban los polis para explicar su total inoperancia?
—La cadena —dijo Gold—. Dicen (y esto es lo más bonito) que como el perro llevaba cadena, no se infringió ninguna ley.
—Pero el perro no estaba atado, ¿no?
—Sí lo estaba, pero la cadena llega hasta el parque. Quiero decir que permite que el perro entre como diez o doce metros dentro del parque.
—Pues si la lógica es ésa, podría tener una cadena de diez kilómetros y comerse a todo el pueblo.
—Exactamente.
Rourke se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó a un palmo del cristal, mirando con furia a la nieve que caía.
—¿En qué consistirá esa relación que existe entre los nazis y los perros? Es curioso, ¿no? ¿Has hablado con un abogado? —preguntó, sin apartar la vista de la ventana.
—Anteayer.
—¿Y qué te dijo el abogado?
—Abogada. Kate Stiller. Me dijo que la policía miente más que habla. Y luego me dijo que me olvidase. Según ella, el perro se morirá de viejo antes de que consigamos acercarnos a un juzgado.
—Eso es para que veas lo que vale el sistema legal, querido Brian. Toda la justicia que quieras para metértela por el culo.
Se oyó un ruido sordo en el techo. Anna estaba jugando en el piso de arriba con Michael, el hijo de Rourke. Los dos hombres levantaron la vista y esperaron; al no oírse gritos, dijo Gold:
—No sé por qué la llamé. No tengo dinero para un abogado.
—Te puedes imaginar lo que ha pasado. El poli al que le diste la denuncia metió la pata y ahora los demás le están cubriendo. ¿Quieres quitarlo de en medio?
—¿A quién, al poli?
—Estaba pensando en el perro.
—¿Te refieres a matar al perro?
Rourke se limitó a mirar a Gold.
—¿Es eso lo que quieres decir, matar al perro?
Rourke sonrió, pero siguió sin decir nada.
—¿Cómo?
—¿Cómo prefieres?
—¡Cojones, Tom! No puedo creerme que esté hablando así.
—Pues eso es lo que estás haciendo —Rourke movió la butaca con el pie hasta ponerla delante de Gold y se sentó en ella, echando el cuerpo hacia adelante, de manera que las rodillas de los dos casi se tocaban.
—Ni veneno ni cristal molido. Eso es una gilipollez. Yo no se lo haría ni a mi peor enemigo. Yo le pegaría un tiro.
—Cojones, Tom —Gold intentó reírse.
—Yo te dejaría mi Remington y le podrías disparar desde la loma. O si quieres, puedes dispararle desde más cerca con la del 12, o con la mágnum 44. ¿Has disparado alguna vez con pistola?
—No.
—Entonces mejor olvídate de la magnum.
—No puedo hacerlo.
—Claro que puedes.
—Sabrán que he sido yo. Llevo toda la semana dando la lata con el perro. ¿A quién crees que irán a buscar cuando aparezca con un agujero en la cabeza?
Rourke se mordió los carrillos y dijo:
—Entendido. Vale, tú no puedes hacerlo, pero yo sí.
—No, Tom, olvídate.
—Tú te vas con Mary a cenar fuera. Os vais a Chez Nicole o a Pauly, algún sitio pequeño, donde se acuerden de vosotros. Cuando lleguéis a casa habrá sucedido todo y tú estarás más limpio que una patena.
Gold se terminó la cerveza.
—Hay que hacer las cosas, Brian. Si no nos ocupamos nosotros de nuestros asuntos, ¿quién va a hacerlo?
—Debería hacerlo yo. Que lo hagas tú no es lo más apropiado.
—¿Y qué me dices de que ese perro ande suelto por ahí después de lo que le hizo a Anna? ¿Es apropiado eso?
Al ver que Gold no le contestaba, Rourke le sacudió la rodilla.
—¿De verdad le mordiste la oreja?
—¿Qué iba a hacer?
—¿Se la arrancaste?
—No.
—Pero le hiciste sangre, ¿no? Probaste el sabor de la sangre.
—Sí, claro, no pude evitarlo.
—Y te gustó, ¿no? Venga, Brian, no me digas que no, ¿a que te gustó?
—Tuve cierta satisfacción —dijo Gold.
—Tienes sentido de la justicia; y eso es algo que yo aprecio y valoro. Una especie de vocación, ¿no? Pero la oferta sigue en pie —dijo Rourke.
Gold sabía que Rourke no había dicho lo de los nazis y los perros tras una profunda reflexión, sino porque llamar a la gente nazi era su primera reacción ante cualquier desaire u ofensa. Pero una vez lo hubo oído, Gold no podía olvidarlo. Le perseguía una imagen en la que había pensado muchas veces con anterioridad: una fila de perros furiosos acosando a un grupo de judíos en un andén de ferrocarril.
Gold era judío por parte de padre, pero sus padres se habían separado cuando él era pequeño, y su madre le había dado una educación católica. No le pegaba el apellido; le hacía sentirse un poco ridículo. ¿En qué ibas a pensar sino en el oro cuando oías decir Gold? Con aquel apellido había que ser astuto y rico y no un pringado con un negocio moribundo. Era indudable que ésta era la opinión de los chavales negros que entraban en su tienda de vídeos. Se dirigían a él con una formalidad burlona, pronunciando «Señor Gold» como si el nombre fuera el propio metal precioso. Cuando les faltaba algo de dinero para el alquiler de un vídeo, a algunos se les ocurría pedirle que aportara él la diferencia, sacándolo de sus repletos bolsillos y se quedaban asombrados cuando se negaba. El Toyota oxidado que dejaba aparcado frente a la puerta era para ellos un enigma, un tema de conversación; no podían entender por qué, con todo el dinero que tenía, no se compraba un coche decente. Una noche, a una chica que estaba con sus amigas ante el mostrador, se le ocurrió que Gold tenía el Cadillac guardado en casa para que no se lo robaran los muchachos. Llevaban un rato bromeando, pero cuando ella dijo aquello todos se callaron como si alguien hubiera pronunciado la pura verdad.
Sí, un Cadillac. ¿Y qué más?
Después de años de alejamiento, Gold había vuelto a la Iglesia Católica y acudía semanalmente a misa para alimentar su frágil fe, pero se daba cuenta de que a los ojos del mundo era judío. Nunca había acabado de entender aquello. Pensaba que ciertos aspectos de su personalidad eran judíos, eran unos aspectos que apenas se daban en los niños entre los que se había criado, sobre todo irlandeses, y entre los que se contaban sus primos. La afición a los libros, la paciencia, el gusto por la música clásica y por un tipo complejo de moralización; y la aversión al alcohol y a la violencia. Todo esto le resultaba aceptable. Pero había en él otras inclinaciones que le gustaban menos y que también creía que estaban relacionadas con sus raíces judías. Así, por ejemplo, una tendencia a burlarse corrosivamente de su persona. O unos ataques de escepticismo que le paralizaban casi por completo. Su torpeza física. Cierta disposición a la pasividad, incluso a la entrega, ante la gente imperiosa o bajo circunstancias opresivas. Gold sabía que también los antisemitas tenían esta percepción de los judíos y se resistía a su influencia, pero sin demasiado éxito.
En la imagen bien conocida que había conjurado Rourke, la de los judíos pastoreados por perros, Gold percibió un ejemplo de esa resignación que tanto le desagradaba en sí mismo. Sabía que no era justo culpar a la gente por no combatir un mal que su propia inocencia les hacía incapaces de imaginar, pero aunque admitiera que los estaban oprimiendo y que estaban hambrientos y aterrorizados, era incapaz de otra respuesta que el asombro: ¿Por qué no golpeó alguno de ellos al guardián, por qué no le quitó el arma y se llevó a algunos de aquellos cabrones por delante? ¿Por qué nadie hizo nada? A pesar de ser consciente de la injusticia de aquella pregunta, nunca había dejado de darle vueltas.
Con aquella vieja imagen viva en sus pensamientos, le parecía a Gold que ahora le estaban haciendo a él esta pregunta. ¿Por qué no hacía nada? Su propia hija había sido atacada precisamente por un perro de aquéllos, había estado a punto de que le arrancara la cara. Había sido testigo de su locura, había sentido su furiosa determinación de hacer daño. Y ahí seguía al acecho, porque nadie, ni siquiera él, quería hacer lo que había que hacer. No podía eludir la conciencia de su pasividad. En los días que siguieron a su conversación con Rourke, se volvió insoportable. Estuviera donde estuviera, en casa o en la tienda, estaba también en la loma, paralizado, incapaz de chillar, viendo cómo el perro avanzaba hacia Anna con el afán de matar en el corazón y la cadena volando tras él como una serpiente negra e infinita.
Una tarde pasó en coche junto al parque y se detuvo frente a la casa en la que vivían los dueños del perro. Era un edificio colonial con una hilera de buhardillas, una casa grande y cara, como muchas de las que había alrededor del parque. Gold creyó entender por qué la policía había sido tan dócil. Esto no era un campo de tiro, una cantera de malhechores y forajidos. El sonido grave del aldabón contra la puerta, la lámpara de araña que iluminaba el vestíbulo, la curvatura como del cuento de Cenicienta de la escalera, con su pilastra monumental y su reluciente balaustrada: todo te indicaba que sus habitantes estaban del lado de la ley. Era evidente que un perro necesitaba espacio para correr. Y si la gente dejaba que sus hijos anduvieran descontrolados, tendrían que atenerse a las consecuencias. Había gente que era llorona de nacimiento.
Aunque Gold no tenía confianza alguna en la policía, creía que los entendía. A quien no entendía era a la gente que había permitido que esto sucediera. No habían llamado para pedir disculpas, ni siquiera para preguntar cómo estaba Anna. No parecía importarles que su perro fuera un asesino. Gold había ido hasta allí con cierta vaga idea de sentarse con ellos, de ayudarles a ver lo que debían hacer. ¡Como si fueran a dejarle pasar! ¡Qué ingenuidad la suya!
Aquella noche llamó a Rourke y le dijo que procediera con el plan.
Rourke estaba empeñado en que Gold sacase a Mary a cenar fuera la noche de autos: él los invitaría. Tenía una noción teatral del plan, que al parecer incluía la escena en la que la pareja brindaría con champán a su salud mientras él hacía lo que tenía que hacer.
Gold declinó la oferta. Mary no sabía lo que pensaban hacer y él no podía estar tres horas sentado delante de ella, en el momento mismo en el que los hechos estaban ocurriendo, sin decirle nada. No le gustaría y además no podría impedirlo; saberlo sólo sería una carga para ella. Gold tenía un empleado, un estudiante de doctorado que se quedaba en la tienda por las noches, pero no los martes, porque tenía un seminario. Rourke aceptó esto, aunque le decepcionó la dramaturgia rutinaria de Gold: sería el martes por la noche.
Aquella noche volvió a nevar y hubo después una tormenta de hielo. Las calles y las aceras seguían heladas al anochecer y había muy poca actividad en la tienda. Como siempre, Gold tenía un estreno reciente puesto en el monitor que había sobre el mostrador, pero entre la música horrenda y el frenético montaje no conseguía seguir el argumento, así que lo detuvo a la mitad y no se molestó en poner otro. La tienda se llenó entonces de un extraño silencio. Tal vez por este motivo los clientes no se entretenían como de costumbre, charlando con Gold y entre sí. Elegían la cinta, pagaban y se iban. Intentó leer el periódico. A las ocho y media Anna llamó para decirle que había ganado un concurso de carteles en el colegio. Cuando colgó, Gold presenció una pelea en la acera de enfrente, delante del Domino’s. Dos hombres borrachos o colocados se gritaron durante un rato y uno de ellos golpeó torpemente al otro. Se agarraron y cayeron juntos sobre el hielo. Un repartidor y un cocinero salieron y les ayudaron a levantarse, llevándoselos en direcciones opuestas. Gold metió el chile que había sobrado del domingo en el microondas. Se lo comió despacio mientras observaba la lenta procesión de coches y el penoso avanzar de los peatones que pasaban, encorvados y cautelosos, por delante del escaparate. Mary había sazonado el chile generosamente con comino, como a él le gustaba. Se le humedeció la frente de sudor y se quitó el jersey. Latían los radiadores del zócalo y zumbaban sobre él los largos tubos fluorescentes.
Rourke llamó justo antes de las diez, cuando Gold estaba cerrando.
—Scooter ha estirado la pata —dijo.
—¿Scooter?
—Se llamaba así.
—Mejor que no me lo hubieras dicho.
—Tengo su collar; un recuerdo para ti.
—Por Dios, Tom.
—No te preocupes, tú estás limpio.
—No me digas ni una palabra más —dijo Gold—, o hablaré demasiado cuando venga la policía.
—No irán. Tal como lo he organizado, ni siquiera sabrán qué ha sucedido —tosió—. Había que hacerlo, Brian.
—Me imagino.
—No es cuestión de imaginar. Pero te diré que no es algo que me gustaría volver a hacer.
—Lo siento, Tom. Debería haberlo hecho.
—No fue divertido, ésa es la verdad —Rourke se calló. Gold le oía respirar—. Se me heló el culo. Pensé que nunca dejarían salir al maldito animal.
—No lo olvidaré —dijo Gold.
—Je t’en prie. Ya está. Quédate tranquilo.
A finales de marzo, Rourke llamó a Gold para contarle un percance que le había sucedido. Estaba repostando en Erie Boulevard cuando un BMW dio marcha atrás desde la bomba de inflar neumáticos y le abolló la puerta. Le gritó al conductor, un hombre negro con gafas de sol y gorra de punto. Éste le ignoró. Miró hacia adelante y salió de la gasolinera hacia la calle, pero no sin que Rourke se fijara bien en la matrícula. Era una de esas matrículas de pago, fáciles de recordar: DEJEN PASO. Rourke llamó a la policía, y encontraron al conductor y le multaron por abandonar el lugar del accidente.
Hasta aquí, todo normal. Luego resultó que el conductor no tenía seguro. La compañía de Rourke aceptó pagar la mayor parte de la factura, ¡ochocientos dólares por un rasguño de nada! Pero, con todo, él seguía teniendo que pagar trescientos dólares, desgravables, por otro lado. Rourke consideró que el señor DEJEN PASO debería pagar la diferencia. Su agente de seguros le dio el nombre y los datos del hombre, y Rourke empezó a llamarle. Le llamó dos veces a las horas razonables, después de cenar, pero las dos veces la mujer que contestó el teléfono le dijo que no estaba y le dio el número de un club de Townsend, donde lo que encontró fue un contestador automático. Aunque dejó mensajes muy claros, no volvió a oír nada de él. Por fin Rourke llamó al número inicial a las siete de la mañana y se puso el propio hombre, el señor Vick Barnes.
—O sea, V-I-C-K —dijo Rourke—. ¿Te has fijado en lo que hacen con los nombres? Acortas Víctor y te sale Vic, ¿no? ¿Y de dónde coño sale la K? O por ejemplo, Sean, S-E-A-N. Se ha escrito así durante unos quinientos años. Pero ellos no, ellos tienen que escribirlo S-H-A-W-N. Como si tuvieran derecho a usar ese nombre.
—¿Y qué te dijo?
—Muchas cosas. Primero se indigna porque le he despertado, luego me dice que ya le ha jorobado bastante la policía con este asunto y que de todos modos no es verdad que le diera un golpe a ningún coche. Y acto seguido va y me cuelga.
Rourke le continuó contando que no había vuelto a llamar, que con ese tipo no iba a conseguir nada llamando. En lugar de eso, había ido al club, el Rincón de Jack, donde había resultado que el señor Vick Barnes ejercía de disc-jockey y, desde luego, de camello. Como todos los pinchadiscos. ¿De dónde, si no, iba a sacar la pasta para un BMW nuevo? El señor Barnes daba el perfil exacto, una voz suave, seductora. Rourke se había tomado un par de cervezas observando a los que bailaban y luego había salido a buscar el coche.
No estaba en el aparcamiento. Rourke había dado unas vueltas y lo había encontrado en un rinconcito detrás del club, donde los borrachos no se dieran contra él. Iba a volver aquella noche a darle al señor Vick Barnes un poquito de su propia medicina e incluso una media dosis de más.
—No puedes —dijo Gold—. Sabrán que has sido tú.
—Que lo demuestren.
Gold había entendido desde el principio adónde le llevaba todo aquello. Cuando dijo: «Lo haré yo», le pareció que estaba leyendo las palabras de un guión.
—No hace falta, Brian. Ya lo tengo pensado.
—Espera un segundo —Gold dejó el auricular en el mostrador y atendió a una anciana que quería llevarse Sonrisas y lágrimas. Luego volvió a coger el teléfono y dijo:
—Te pillarán seguro.
—Mira, no puedo permitir que este tipo me toque los cojones sin hacer nada. Después de esto la gente empezaría a hacer cola para zurrarme.
—Ya te lo he dicho. Yo me ocuparé. Esta noche no, porque hay una función en el colegio de la niña. El jueves.
—¿Estás seguro, Brian?
—Ya te he dicho que lo dejaras de mi cuenta, ¿no?
—Pero sólo si estás dispuesto, ¿vale? No pienses que tienes ninguna obligación de hacerlo.
Rourke pasó un momento por la tienda el jueves por la tarde para darle instrucciones y el material: ocho litros de tinte de secuoya que tendría que derramar sobre el BMW, un cuchillo de monte para reventarle los neumáticos y rayar la pintura y una barra de hierro para romperle el parabrisas. Gold tenía que ser extremadamente cuidadoso. Y extremadamente rápido. Debería dejar su coche con el motor en marcha y colocado para salir zumbando. Si por algún motivo la cosa no tenía buena pinta, debía marcharse enseguida.
Metieron las cosas en el maletero del coche de Gold.
—¿Dónde vas a estar? —preguntó Gold.
—En Chez Nicole. El sitio adonde tenías que haber ido tú si tuvieras una pizca de estilo.
—La última vez que fui me tomé un buen lenguado meunière.
—Este niño malo se va a tomar un chuletón. Poco pasado, para que sepa a sangre, ¿no, Brian?
Gold le siguió con la vista. Había hecho bueno por tercer día consecutivo. La nieve de la semana anterior tenía un color gris y empezaba a entregar sus capturas de latas de cerveza y de cagadas de perro. Las alcantarillas rebosaban agua de deshielo y el sol se reflejaba en la acera mojada y en los vidrios rotos de delante del Domino’s, que había cerrado súbitamente hacía tres semanas. Los pilotos de freno de Rourke se encendieron. Se detuvo y dio marcha atrás. Gold esperó a que la ventanilla automática descendiese y entonces bajó la cabeza para ponerla a la altura del conductor.
—Ten cuidado, ¿eh, Brian?
—Ya me conoces.
—Que no te pesquen. Eso es lo principal.
Gold se dirigió al club a las once y media, pensando que no habría mucho movimiento a esa hora en un día de semana. Los bebedores ocasionales ya se habrían ido a casa, y los bebedores de fondo estarían tomando posiciones. Había como una docena de coches dispersos en el aparcamiento. Gold dio marcha atrás y aparcó lo más cerca que pudo de la trasera del edificio. Paró el motor y echó un vistazo; luego abrió el maletero, cogió la barra de hierro y avanzó hacia las sombras posteriores. El BMW estaba aparcado donde Rourke le había dicho, en el paso que quedaba entre el callejón y los cubos de basura.
Gold no tenía la menor intención de utilizar ni el tinte ni el cuchillo. A Rourke le habían hecho una abolladura y no había ninguna necesidad de destrozarle a nadie el coche. Una buena abolladura igualaría la situación entre Rourke y Barnes y además saldaría su propia deuda. Si Rourke quería una venganza mayor, eso era asunto suyo.
Gold rodeó el coche, una hermosa máquina, un reluciente 328 negro con esas ruedas especiales por las que al parecer se mataban los miembros de las bandas. El vendedor al que Gold llevaba a arreglar su Toyota tenía también la concesión local de BMW, y siempre echaba un vistazo a la exposición mientras esperaba. Le gustaba abrir y cerrar las puertas, sentarse en los asientos de cuero y mover el cambio de marchas, comparar opciones y precios. Con todo el equipamiento, este modelo podía valer cuarenta billetes de los gordos. Gold no se podía imaginar que al señor Vick Barnes le pudieran haber concedido semejante crédito con un simple sueldo de pinchadiscos, de modo que debía de haber pagado en metálico. Rourke tenía razón: seguro que traficaba.
Levantó la barra. Oyó el poderoso latido de la música, que traspasaba las paredes del local, oyó la voz del vocalista —no podía llamarlo cantante—, que gritaba alternativamente amenazador o quejumbroso. Qué extraño. Vendías drogas a tu gente, echabas a perder sus barrios, convertías a sus hijos en matones y en putas, y te hacías el rey. Un hombre rico y respetado. Pero intentabas sacar adelante un pequeño negocio, hacer algo bueno por la comunidad, y eras un parásito y una sanguijuela y un hijo de Satanás. Señor Gold. Se golpeó la mano con la barra. Pensó que a lo mejor sí que utilizaría el cuchillo después de todo. Y el tinte. Se le ocurrieron varias cosas que hacer con el tinte.
Se oyó una risa de mujer en el aparcamiento y la voz de un hombre que contestaba en voz baja. Gold se agachó detrás de un cubo de basura y esperó a que sus faros peinasen la oscuridad y desaparecieran. Su mano apretaba la barra con fuerza. Sintió su propia furia y desconfió. Sólo los imbéciles actuaban encolerizados. No, haría exactamente lo que era justo, lo que había decidido que haría antes de venir.
Gold avanzó hacia el BMW y se colocó en el lado del conductor. Cogió la barra con las dos manos y tocó la puerta a la altura del parachoques, en el punto en el que el coche de Rourke había recibido el golpe. Corrigió la posición de los pies. Volvió a tocar la puerta, levantó la barra como un bate de béisbol, golpeó con todas sus fuerzas y en el momento mismo en el que la acción se borraba de su memoria supo hasta qué punto se había traicionado. La vibración del golpe le subió por los brazos. Soltó la barra y la dejó donde cayó.
Allí la encontró Victor Emmanuel Barnes tres horas después. Se arrodilló, pasó la mano por la hendidura irregular que había quedado en la puerta, y las esquirlas de pintura se curvaron al contacto de sus dedos. Sabía exactamente quién había hecho aquello. Cogió la barra, la tiró sobre el asiento del copiloto y se dirigió al bloque de pisos en el que vivía Devereaux. Conducía por las calles desiertas aullando y golpeando el salpicadero. Se detuvo de un frenazo, cogió la barra y corrió escaleras arriba hasta la puerta de Devereaux. La aporreó. «Te dije que la semana que viene, hijo de puta. Te dije que la semana que viene». Exigió que le abrieran. Oyó voces, pero como nadie contestaba empezó a maldecir y a tirar la puerta abajo con la barra. Crujió y chirrió. Luego cedió, y Barnes entró en el piso dando traspiés y llamando a gritos a Devereaux.
Pero Devereaux no estaba. Su sobrino Marcel, de dieciséis años, se había quedado a dormir en el sofá después de ayudar a la hija pequeña de Devereaux a hacer un trabajo escolar. Se mantuvo de pie delante de la puerta mientras Barnes la destrozaba, con su tía y sus primos y su abuela temblando detrás de él, apelotonados al fondo del recibidor. Cuando Barnes entró gritando, Marcel intentó empujarle hacia afuera. Forcejearon. Barnes lo apartó y levantó la barra, golpeándole en el pómulo. Al muchacho se le volvieron los ojos. Se le abrió la boca. Cayó de rodillas y quedó tirado de bruces en el suelo. Barnes miró a Marcel y luego a la anciana que avanzaba hacia él.
—¡Dios mío! —dijo, soltó la barra y corrió escaleras abajo hacia el coche. Se dirigió a casa de su abuela y le contó lo que había pasado. Ella le cogió la cabeza en su regazo y lo acunó y lloró y rezó. Luego llamó a la policía.
La muerte de Marcel estaba entre las noticias de la mañana. La repetían cada media hora, con imágenes suyas y de Barnes. Barnes aparecía en el instante en el que lo empujaban hacia el interior de un furgón, y Marcel salía de pie ante la pieza que había presentado a la Muestra Científica de los Condados. Había sido un alumno brillante en el Instituto Morris Fields, voluntario del programa Gran Hermano de su colegio y antes había sido presidente de la Asociación de Jóvenes Cristianos. No se conocía motivo alguno que explicase la agresión.
Los equipos móviles de las cadenas de televisión seguían a los alumnos entre los autobuses y la puerta del instituto, preguntándoles por Marcel y sacando primeros planos de los más afectados. Al comienzo de la segunda hora se oyó la voz del jefe de estudios por el sistema de megafonía diciendo que quienes quisieran hablar con los psicólogos de emergencia podían hacerlo. Los alumnos que no se sintieran capaces de seguir las clases aquel día quedaban excusados.
Garvey Banks miró a su novia, Tiffany. Ninguno de los dos había conocido a Marcel, pero hacía bueno y en el instituto no había nada más que gente llorando. Cuando hizo un gesto hacia la puerta, ella sonrió de una manera que le era peculiar y cogió sus libros y el pase que el profesor estaba repartiendo. Garvey esperó unos minutos y la siguió.
Caminaron hasta Bickel Park y se sentaron en un banco desde el que se veía el estanque. Había dos ancianas blancas echando migas de pan a los patos. Al calentarla el sol, la hierba húmeda despedía una nubecilla de vapor. Tiffany apoyó la cabeza en el hombro de Garvey y empezó a canturrear. Garvey quería sentirse afligido por la muerte de aquel muchacho, pero ¡se estaba tan bien al sol junto a Tiffany!
Se quedaron sentados en el banco al sol. En silencio. Casi nunca hablaban. A Tiffany le gustaba mirar las cosas y no decir nada. A continuación alquilarían una película e irían a casa de Garvey. Se besarían. No correrían riesgos, pero se darían gusto el uno al otro. Todo esto iba a suceder, y a Garvey le gustaba esperar a que sucediera.
Al cabo de un rato Tiffany dejó de canturrear y dijo:
—¿Vamos, Gar?
—Vamos.
Se detuvieron en la tienda de vídeos de Gold y Garvey cogió Desayuno con diamantes del expositor. La primera vez la habían elegido por el título y desde entonces era su película favorita. Algún día vivirían en Nueva York y conocerían a gente de todo tipo, segurísimo.
El señor Gold se entretuvo haciendo el recibo. Parecía enfermo. Contó las vueltas para dárselas a Garvey y preguntó:
—¿Por qué no estáis en el instituto?
—Es que han matado a un compañero nuestro.
—¿Lo conocías? ¿Conocías a Marcel Foley?
—Sí, señor. Desde hacía años.
—¿Cómo era?
—¿Marcel? Era el mejor. ¿Tenías un problema? Se lo llevabas a Marcel. Ya sabe, problemas con la novia, lo que fuera. Problemas en casa o con un amigo. Marcel tenía esa cualidad, ¿verdad, Tiff? Sabía reconciliar a la gente. Tenía un don natural y te hablaba como si fueras importante, como si todo el mundo fuera importante. Conseguía reunir a la gente, ¿sabe a qué me refiero? La juntaba y hacía que tuvieran ganas de seguir adelante. Un hombre de paz, eso es lo que era. Y eso es lo mejor que se puede ser.
—Ya lo creo —dijo el señor Gold. Puso las manos sobre el mostrador y bajó la cabeza.
Garvey se dio cuenta de que Gold lo lamentaba de veras y pensó en la injusticia de que hubieran asesinado a Marcel Foley, cuando tenía la vida entera por delante. Una vida truncada así, en plena juventud. No estaba bien, y Garvey sabía que no acabaría allí. Puso la mano sobre el hombro del señor Gold. Dijo:
—A ese hombre le darán lo que se merece. Se encontrará con lo que se ha buscado. No lo dude.