PAÍS RELATO

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tobias wolff

intrépidos pilotos

Mi amigo Clark y yo decidimos construir una avioneta. Nos pasamos semanas perfeccionando los planos en la mesa de dibujo que Clark tenía en su habitación. A veces dejaba que me pusiera la visera verde y empuñara los compases y los cartabones, pero nunca por mucho rato. Lo más parecido a mi forma de dibujar era oír leer a un tartamudo; verme era una tortura para él. Cuando ya no aguantaba más, me quitaba de un empujón y me dejaba libre para juguetear con sus cosas —el sable de samuray, la pistola Webley con los cañones atascados— y deambular por la casa.
La madre de Clark estaba casi siempre fuera. Tomé la costumbre de hacerme un bocadillo y arrellanarme en el sillón de cuero del cuarto de estar escuchando discos antiguos y viendo los álbumes de fotos familiares. Eran una gente afortunada los padres de Clark, afortunada y segura de su buena fortuna. En las fotos se veía que lo daban todo por supuesto, las grandes comilonas, los barcos y los coches y sus respectivas familias, en las que todos parecían relajados y guapos y no despedían a nadie del trabajo, ni les daban migrañas, ni se echaban de casa unos a otros. Consideraba cada foto como si fuera una puerta por la que podía entrar, hasta que sentía que algo se revolvía dentro de mí y terminaba irritándome. Entonces dejaba los álbumes y volvía al cuarto de Clark para inspeccionar su trabajo y obligarle a hacer algunas modificaciones.
Seguro de sí mismo y dominante en todo salvo en este terreno, Clark se tomaba muy a pecho todas mis ideas, lo que me convertía en un tirano. Cuanto más atento se mostraba, más lo tiranizaba yo. Me reía de sus propuestas como si fueran las opiniones de un tarado. A Clark le preocupaba más la perfección del plano que su propia vanidad; no le importaba tirar a la papelera una página en la que se había pasado horas trabajando y volver a empezar porque a mí se me había ocurrido una idea genial. No era humildad, sino una seguridad que alcanzaba unas imperturbables profundidades y le volvía sordo a toda súplica cuando rechazaba alguna de mis inspiraciones. Había veces —muchas veces— en que blandiendo el sable de samuray me quedaba mirando su cabeza cuadrada e imaginaba el golpe que la haría caer al suelo como un melón maduro.
Clark era obstinado, pero no había maldad en él. No se enfadaba jamás; siempre era el mismo, franco y práctico. Aunque su familia tenía dinero y lo gastaba con largueza, no estaba consentido ni le interesaban las posesiones, salvo como instrumentos de sus proyectos. En los ocho o nueve meses que llevábamos siendo amigos habíamos rodado dos cortos de terror con la cámara súper 8 de su padre; habíamos construido una catapulta que funcionaba tan bien que sus padres nos hicieron abandonarla y habíamos pergeñado un trineo monstruoso, imposible de dirigir, con un somier y cinco esquís de madera que encontramos en la basura de sus vecinos. También escribimos una pieza radiofónica de suspense para un concurso que una de las cadenas locales convocaba todos los años, y Clark mecanografió el guión pacientemente una y otra vez conforme yo iba improvisando nuevas situaciones en el tortuoso argumento o pomposos diálogos («Mi querido Carstairs, diste verdaderas muestras de astucia al percatarte del barro en mi smoking. ¡Cuán aciago, empero, que no hayas reparado en la pistola que tengo en el bolsillo!»). No podíamos creer que el premio no fuera para nosotros.
Yo aportaba el genio, o eso creía. Pero esto no me impedía darme cuenta de que era Clark quien le daba forma y hacía todo el trabajo. Sus dibujos de nuestra avioneta eran claros y minuciosos, cual verdaderos planos originales por los que un espía le cortaría el cuello a alguien. Cuando yo los examinaba al final del día (vistas frontales y laterales, vistas desde arriba, desde atrás, desde abajo), los distintos dibujos se ensamblaban como las piezas de un puzzle y se elevaban sobre la planicie del papel. Se convertían en un avión, en una avioneta, mi avioneta. Y durante la larga carrera de vuelta a casa, yo iba en la cabina de la nave, casi rozando las cumbres de una cordillera, zigzagueando en los profundos valles, zumbando sobre los pescadores del estrecho o rasgando el cielo de la ciudad con tales destellos, con tal estruendo, que los partidos de fútbol se detenían a medio jugar, y las majorettes miraban hacia mí boquiabiertas, con las piernas todavía flexionadas bajo su faldas plisadas. Una pirueta, un aleteo, y desaparecía entre las nubes. Sentía la fuerza de la gravedad en los brazos, en el pecho, en la cara; la piel tirante en las mejillas. Me lloraban los ojos. La avioneta temblaba enloquecida. Cuando pensaba que no podía seguir subiendo, todavía subía un poco más. ¡Santo cielo! ¡Aquello era volar!
Clark y yo no habíamos hablado apenas de cómo íbamos a construir realmente la avioneta. Dejamos pendiente esa cuestión mientras ultimábamos los planos. Pero no podíamos pasarnos toda la vida trabajando en ellos; empezábamos a aburrirnos y a desanimarnos. Entonces, un día, Clark se me acercó en un recreo y me dijo que sabía dónde podíamos hacernos con una cubierta. Cuando le pregunté que dónde, miró al chico con el que yo estaba encestando balones y apretó los labios. Hacía tiempo que Clark había decidido que yo ponía en peligro nuestra seguridad.
—Ya lo verás —dijo, y se alejó.
Me pasé toda la tarde persiguiéndolo para que me dijera dónde había encontrado la cubierta, quién nos la iba a dar. No me dijo nada. Me dieron ganas de hacerlo picadillo.
En lugar de dirigirnos a su casa al salir de clase, Clark me condujo por la avenida, más allá de la oficina de correos, el supermercado Safeway y la hilera de bares y boleras por donde solían merodear los chicos del instituto. Clark tenía unas piernas muy largas y nunca miraba a derecha o a izquierda, sencillamente caminaba a toda velocidad, así que yo tenía que darme prisa para no quedarme atrás. Me sentaba fatal ir pisándole los talones, sudoroso y sin aliento, sin saber adónde nos dirigíamos; sobre todo llevaba mal que él supiera con tanta certeza que en cualquier caso lo seguiría.
Torcimos en el callejón del Club de los Antiguos Alumnos, rodeamos un gran aparcamiento lleno de autobuses escolares, y luego atravesamos un solar en obras que terminaba en un parque en donde una vez me habían perseguido unos chicos mayores. Al otro lado del parque cruzamos el puente del Flint, que bajaba muy crecido tras una semana de lluvias intensas. Pasado el puente, la calle se convertía en una serie de hoyos flanqueados por unas casitas mohosas, medio cubiertas por árboles rezumantes. Para entonces ya había parado de preguntar adónde íbamos, porque lo sabía perfectamente. Había hecho este camino antes, muchas veces.
—No sabía que Freddy tuviera cubiertas de avioneta —dije.
—Tiene un almacén lleno de cosas.
—Ya lo sé; lo he visto, pero no vi ninguna cubierta.
—Puede que tenga alguna.
—Por poder puede tener una locomotora.
Clark apresuró el paso.
Y yo dije:
—¿Y cómo se ha enterado Freddy de lo de la avioneta, si es que se puede saber, Míster Secretitos?
—Se lo dijo Sandra.
Lo dejé correr, porque había sido yo quien se lo había dicho a Sandra.
Freddy vivía al final de una calle sin salida. Conforme nos acercábamos, empecé a oír el zumbido de una sierra mecánica en el bosque de detrás de la casa. Freddy y yo solíamos pasar días enteros perdidos en esos bosques. Yo me quedé atrás mientras Clark se acercó a la puerta y llamó. Abrió la madre de Freddy. Hizo pasar a Clark y esperó a que yo atravesara el patio y subiera las escaleras.
—Benditos los ojos —dijo, pero no como un reproche, aunque a mí me lo pareciera. Me atusó el pelo cuando pasé a su lado—. Cómo has crecido.
—Sí, señora.
—Freddy está en la cocina.
Freddy cerró el libro que estaba leyendo y se levantó.
—Hola —dijo con una tímida sonrisa.
—Hola —respondí yo. Me costó. Hacía un año que no hablábamos, desde que él había estado en el hospital.
La madre de Freddy vino detrás de nosotros y dijo:
—Sentaros, chicos. Y quitaros los abrigos. Freddy, saca unas galletas de ésas y ponlas en un plato.
—No me puedo quedar mucho rato —dijo Clark, pero nadie le respondió y finalmente colgó su anorak en el respaldo de una silla y se acercó a la mesa. Era una mesa redonda, que ocupaba casi todo el espacio de la cocina. Tanker, el hermano de Freddy, había grabado en ella un montón de figuras. Eran imágenes, inspiradas en el Caza y Pesca, de venados de noble porte y peces saltarines; un águila con un conejo entre las garras, un puma apresando una cabra montesa. Cuando se sentaba a tomar una cerveza y a contarnos sus historias no paraba de raspar la madera con su navaja Barlow. Como sus historias, las figuras se enlazaban unas con otras, y hubieran terminado por cubrir toda la mesa si Tanker no hubiera muerto.
Olía a ropa húmeda, y los cristales de las ventanas estaban empañados. Freddy vació unas cuantas galletas Oreo en un plato y me lo pasó. Yo se lo pasé a Clark sin coger ninguna. El plato estaba sucio. No tenía costra, ni se veían restos de comida pegados, sencillamente estaba grasiento. Igual que siempre. Tenía que estar muerto de hambre para comer algo en casa de Freddy. Clark pareció no darse cuenta. Agarró un puñado, y luego la madre de Freddy, tras un rato de indecisión, terminó cogiendo una. Era una mujer flaca, y cuando encorvaba el cuerpo, como ahora mordisqueando la galleta, los omóplatos le sobresalían de una forma que sugería un par de alas. Se volvió hacia mí, con una mirada tan triste que tuve que hacer un esfuerzo para no torcer la vista.
—No puedo creer cuánto has crecido —dijo—. ¿Verdad que ha crecido un montón, Freddy?
—Parece un fideo.
—A pasos agigantados —dije yo, siguiendo, a mi pesar, nuestro viejo juego.
Clark movía la cabeza de uno a otro.
—Me han dicho que estáis construyendo una avioneta —dijo la madre de Freddy.
—Acabamos de empezar —dijo Clark.
—Qué estupendo —dijo la madre de Freddy—. Una avioneta, imagínate.
—Estamos buscando una cubierta para la cabina —dijo Clark.
Hubo un momento de silencio. La madre de Freddy cruzó los brazos sobre el pecho y se encorvó un poco más. Luego dijo:
—Freddy, deberías contarles a tus amigos lo que me estabas contando de ese tipo del libro que estás leyendo.
—Vale —dijo Freddy—. Luego, tal vez.
—Lo de la montaña de calaveras.
—¿Humanas? —pregunté yo.
—Montones de ellas —contestó la madre de Freddy.
—Tamerlane —dijo Freddy.
Y sin más dilación pasó a describirnos cómo se vengó Tamerlane de las ciudades persas que se habían resistido a su avance. Era un asunto espantoso, pero no escatimó un solo detalle ni trató de ocultar el placer que le proporcionaban tanto éstos como las afectadas frases que adoptaba del libro que estuviera leyendo en cada momento. Ése era Freddy en estado puro. Suave como un cordero, pero entendido en vikingos y aztecas y Genghis Khan y los Cruzados, es decir, en todos los grandes destripadores y arrancadores de ojos de la historia. También lo era yo. Era un interés compartido. Clark escuchaba perplejo, o eso parecía.
Nunca llegué a saber exactamente cómo murió Tanker; todo lo que me dijo Freddy fue que había sido en un accidente de moto saliendo de Spokane. Había que conocer a Tanker para saber lo que significaba eso. Era una familia con muy mala suerte. Se les llenaba el desván de murciélagos. Se les escacharraban los coches cada dos por tres. Les pillaban cambiando las matrículas o vertiendo escombros ilegalmente. Los de hacienda descubrían que debían varios años de impuestos. Al menos pillaban a Ivan. Ivan era el padrastro de Freddy y por sí solo todo un universo de mala fortuna. No era una mala persona, simplemente estaba lleno de unas brillantes ideas que siempre le traían problemas y empeoraban aún más las cosas; por ejemplo, la de no pagar el impuesto de bienes inmuebles basándose en una exención a los veteranos de guerra de la que había oído hablar, pero de la que no se había informado directamente, con el resultado de que no podía acogerse a ella. Ese lúcido golpe por poco les cuesta la casa, que el padre de Freddy había dejado libre de toda carga al morir. Tanker era el único de la familia que le hacía frente, y no sólo porque era más grande y más competente. Ivan sentía debilidad por él. Después del accidente, se metió en la cama casi una semana entera y luego desapareció.
Cuando Tanker estaba en la casa, todos se reunían alrededor de la mesa de la cocina y se mondaban de risa con sus historias. Algunas de las historias le habían sucedió a él, y yo, en su lugar, las habría guardado en el más absoluto secreto. Como la de aquella vez que se le rompió la moto en una carretera apenas transitada y se paró un coche, pero en lugar de llevarlo a algún sitio a buscar ayuda, los ocupantes del vehículo se bajaron y le golpearon la cabeza con una bolsa llena de mierda fresca. Entonces pasó un policía de tráfico, que lo arrestó y se lo llevó a la comisaría en su furgoneta —todo ello en medio de una inmensa nevada—. Tanker contaba aquella historia como si fuera una de las cosas más preciosas que le hubieran pasado nunca, saltándosele las lágrimas. Tenía montones de amigos, unos tipos enterados cuyas chupas de cuero crujían irremediablemente, y la casa estaba siempre llena de ellos. Sabía arreglarlo todo: grifos, motores, tejados con goteras, lo que quisieras. Nos llevaba de pesca a Freddy y a mí en su desvencijada camioneta y nos ponía nombres indios. Yo era Lamento-del-Sol-y-de-la-Luna, porque me quejaba mucho y por la noche roncaba. Freddy era Poca-Comida.
Después del accidente que le costó la vida a Tanker, en casa de Freddy nada volvió a ser lo mismo. La casa tenía el silencio gélido, resonante, del abandono. Ivan regresó de donde se hubiera ido al desaparecer, pero pasaba la mayor parte del tiempo fuera, en un asunto u otro de los suyos. Cuando Freddy y yo llegábamos a la casa después de la escuela, siempre estaba todo apagado, en silencio. Su madre apenas salía de su dormitorio, al fondo de la casa. A veces aparecía donde estábamos nosotros y nos ofrecía un bocadillo o nos preguntaba cómo nos había ido el día; pero yo prefería que no lo hiciera. Nunca había visto una tristeza semejante; me espantaba. Y todavía eran más espantosos sus intentos de superarla, porque todos fracasaban rotundamente, patéticamente, y al fracasar abrían una ventana a un mundo cuya existencia yo sólo había empezado a sospechar, un mundo en el cual las heridas no se cerraban y las cosas no siempre salían bien.
Un día, Freddy y yo estábamos encestando balones en el callejón cuando su madre le dijo que entrara. Habíamos estado jugando a ver quién metía más balones, y yo aproveché su ausencia para practicar mi tiro con gancho. Freddy estaba gafado con el gancho, ni siquiera daba en el tablero cuando lo intentaba. Regateé y tiré, regateé y tiré, diez, veinte veces; cincuenta veces. Freddy seguía sin volver. Todo estaba en silencio. El único sonido era el del balón golpeando el tablero, el anillo, el asfalto. Pasado un rato dejé de tirar y esperé quieto, botando el balón. Éste estaba demasiado hinchado y enseguida volvía a la mano, produciendo un sonido hueco, oscurecido por una nota alta, vibrante, que se prolongaba en el silencio. Empezó a asustarme. Pero seguí botando el balón, incapaz de romper el ritmo que había cogido. Mi mano se movía sola, palmeando levemente la piel rugosa del balón, dándole con la fuerza justa para que volviera. El sonido se hizo más intenso, más grande, más vacío; el sonido del vacío mismo, del vacío latiendo como un dolor de cabeza. Me entró pavor y agarré el balón entre las manos. Miré la casa. Nada se movía dentro. Pensé en la mujer encerrada allí y en Freddy, encerrado con ella, engullido por el sufrimiento. En su quietud, la casa parecía consciente, expectante. Parecía estar aguardando algo. Dejé el balón en el suelo y caminé hasta el final de la calle, luego eché a correr. No había dejado de correr cuando llegué al parque. Fue ése el día que me persiguieron los chicos mayores; verme correr como un conejo asustado debió de calentarles la sangre. Corrieron detrás de mí unas cien yardas más o menos y luego abandonaron, aunque me hubieran pillado si realmente se hubieran puesto a ello. Pero corrían para pasar el rato, y la seriedad de mi pánico los confundió, les quitó las ganas de correr.
¿A qué se debía semejante pánico? No podía ser sólo la situación en casa de Freddy. La inestabilidad de mi propia familia se hacía cada vez más evidente. Entonces no lo admitía, ni por un momento admitía saberlo, pero siempre estuvo allí, agazapada en el estómago: una amarga aprensión, un espasmo de alarma ante cualquier signo de desgracia o debilidad en los otros, como si fueran cosas contagiosas.
Freddy tenía asma. No mucho después de que yo huyera de su casa, tuvo un ataque grave y lo internaron en el hospital. Nuestra profesora nos informó en clase. Nos obligó a escribirle una nota deseándole un pronto restablecimiento y nos dio una hoja multicopiada con la dirección del hospital y las horas de visita. Estaba a un paso. Sabía que tenía que ir, y pensaba tanto en ello que todo lo que hice esa semana me pareció que era mayormente no ir, pero no logré obligarme a ir. Cuando Freddy volvió a clase no fui capaz de hablarle, ni siquiera de mirarle cara a cara. Me iba directamente a casa cuando sonaba el timbre, utilizando la puerta principal de la escuela, en lugar de la puerta lateral en la que solíamos encontrarnos. Y entonces me di cuenta de que él también me estaba evitando. Se sentaba en el extremo opuesto del comedor; cuando nos cruzábamos en los pasillos se sonrojaba y miraba al suelo. Actuaba como si me hubiera hecho algo malo, y la vergüenza que me daba esto me hacía sentir aún más frívolo. Estuve muy solo durante algún tiempo, y luego Clark y yo nos hicimos amigos. Ésta era mi primera visita a Freddy desde el día que me había largado.
Clark se había liquidado todas las Oreos mientras Freddy contaba su espantosa historia, y cuando terminó, yo empecé otra que había leído en un libro sobre los Quantrill’s Raiders que me había dado mi hermano. Era una historia realmente truculenta, una historia cruel, mortificante; el sociópata estrella era un hombre llamado «Bill el Sanguinario». Yo era consciente de que Freddy me miraba embelesado. La madre de Freddy meneaba la cabeza en los episodios más cruentos y lanzaba exclamaciones de sorpresa y de consternación —«¡No! ¡Eso no!»—, igual que cuando los tres veíamos juntos cada tarde Reina por un día, y ella se quedaba descaradamente arrobada con los inverosímiles infortunios que contaban entre jipidos las pobres concursantes. Clark me miraba muy serio. Estaba impaciente porque fuéramos a lo nuestro, y era demasiado cuerdo para que le gustaran todas esas macabreces. Me estaba viendo desde un ángulo diferente, un ángulo que probablemente no le gustaba, pero yo no me corté y seguí contando todas aquellas desmesuras. No podía soltar el viejo placer, casi olvidado, de tener a Freddy en el anzuelo y sentir vibrar la caña con su propio placer.
Entonces se abrió la puerta trasera y la cabeza de Ivan hizo su aparición en la cocina. Tenía la cara aún más grande y más blanca de lo que yo recordaba y, como si quisiera confirmar mi recuerdo, llevaba una gorra de caza roja que le iba demasiado pequeña y convertía toda su cabeza en una careta de baile de disfraces. Tenía las perneras de los pantalones cubiertas de barro negro casi hasta las rodillas. Me miró y me dijo: «¡Hombre, tú por aquí! ¿Dónde te habías metido?». Tenía una mancha de barro en el centro de uno de los cristales de las gafas, lo cual hacía que parecieran unos de esos anteojos de broma que tienen por cristales unos protuberantes globos oculares. Miró a Clark, y luego a la madre de Freddy.
—No te lo vas a creer, cariño. Ese maldito coche ha vuelto a atascarse.
Soplaba un viento húmedo. Freddy y Clark y yo, de pie, encorvados los hombros y las manos en los bolsillos, mirábamos a Ivan rodear la vieja camioneta de Tanker mientras nos explicaba que no había sido culpa suya que los neumáticos se hundieran en el barro casi hasta el eje.
—La verdad es que este viejo cacharro ya no puede con su propio peso —paseó la mano por el parachoques—. Hace años que pasó su mejor momento.
—Sí señor —dijo Freddy—. Tiene más años que Matusalén. Eso no se puede negar.
—No te falta razón —dijo Ivan.
—Preparado para ir a criar malvas —añadí.
—Detrás de la colina —dijo Freddy.
—Ése es el problema —dijo Ivan—. Que no me decido a venderlo.
Y entonces le empezó a temblar la barbilla y yo pensé con horror que se iba a echar a llorar. Pero no lo hizo. Se mordió el labio inferior, lo succionó pensativamente y lo soltó. Tenía unos labios carnosos y expresivos. Cuando quería saber de qué humor estaba, yo solía observarle los labios, en lugar de los ojos, que siempre estaban mirando astutamente hacia otro lado.
—Así que hay que descargar la leña. ¿No querréis hacer un poco de músculo?
Freddy y yo nos miramos.
Clark tenía la vista fija en la furgoneta.
—¿Quiere que descarguemos todo eso?
—No os llevará más de una hora, con lo fortachones que estáis —dijo Ivan—. En una hora la volvéis a tener cargada; si no, al tiempo.
La caja de la camioneta estaba llena de troncos, que formaban un montaña tan alta como la cabina. Ivan llevaba un tiempo cortando árboles en el bosque que tenía detrás de la casa. Ya había talado casi todos, casi un acre de arboleda convertido en una ciénaga sembrada de tocones y atravesada por roderas de neumáticos encharcadas con un agua negra. Detrás de la ciénaga vivía una familia, cuyas hijas, pálidas y escuálidas, se peleaban continuamente con su madre y salían corriendo de la casa, gritando, y gritando se montaban en los coches con motor preparado de sus novios. El padre y el hijo también trucaban los motores de sus coches y para mantenerlos utilizaban las piezas que sacaban de toda la colección de ruinas que conservaban en el patio trasero. Se pasaban las tardes y los fines de semana metidos bajo los coches, gritándose el uno al otro para hacerse oír sobre los chirridos metálicos de sus herramientas. Freddy y yo solíamos espiar a aquella familia, ocultos detrás de los árboles con las caras pintadas de negro y ramitas en el pelo. Ahora Freddy ya no tendría que acercarse sigilosamente para verlos; estarían siempre a la vista.
Ivan había trabajado duro haciendo leña de los árboles. La leña iba barata. Ganara lo que ganara no habría merecido la pena; no habría merecido la pena perder toda aquella frondosidad, los pájaros y las gruñonas ardillas, el frescor del verano y los largos haces de luz vespertina. Aquel lugar había sido para mí tierra virgen iroquesa, bosque inglés y selva africana. Había sido Marte. Ni rastro de todo aquello, ahora ya no quedaba ni rastro. Yo era un chico que no sabía que nunca construiría una avioneta, pero sí sabía que aquel lago de fango era obra de un loco.
—Le apuesto algo a que puede sacarla de ahí sin descargarla —dijo Clark.
—Ya lo he intentado —Ivan se sentó en un tocón y miró alrededor con aire de satisfacción—. Cuanto antes empecéis, antes habréis acabado.
—Una puntada a tiempo ahorra un ciento —dije yo.
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —añadió Freddy.
—Veo que lo habéis pillado —dijo Ivan.
Clark estaba subido en un maraña de raíces. Se bajó y se acercó a la camioneta. Como el terreno se embarraba cada vez más conforme se acercaba, empezó a caminar de puntillas y luego a saltar de un pie al otro, pero no había un lugar seguro donde posarlos, y a cada salto se hundía más en el lodo. Cuando le llegó más arriba de los tobillos, desistió y caminó como si tal cosa, sus zapatillas deportivas convertidas en chupones que succionaban un nuevo pegote de barro a cada paso. Para cuando llegó junto a la camioneta parecían balones. Se agachó junto a una de las ruedas traseras y luego junto a la otra.
—Podemos ponerles un raíl de madera por debajo —dijo.
Ivan nos miró y nos guiñó un ojo.
—¡Un raíl de madera, dices!
—Eso es lo que se hacía antiguamente cuando las carretas se atascaban —dijo Clark—. Poner maderos debajo de las ruedas.
—¿Y a ti te parece que esto es una carreta, hijo?
—También lo hacían con las piezas de artillería. En la Guerra de Secesión.
—Tal vez lo mejor sería descargar la camioneta y punto —dije yo.
—Para el carro —Ivan reposó las manos en las rodillas. Observó a Clark—. Me gustan los chicos con ideas —dijo—. Vale, vamos a intentarlo.
—Por intentarlo no se pierde nada —dijo Freddy.
—Eso digo yo —añadió Ivan.
Freddy y yo nos acercamos al cobertizo a buscar un par de palas. Fuimos esquivando las roderas llenas de agua y los charcos, pero el barro se nos pegó igual a los zapatos. Cuando estuvimos solos no podía dejar de pensar en lo delgado que estaba. No se me ocurría nada que decir. Freddy tampoco habló.
Esperé fuera mientras Freddy entraba en el cobertizo, y cuando salió dije:
—Vamos a mudarnos —nadie me había dicho tal cosa, pero ésas fueron las palabras que me vinieron a la cabeza y me pareció adecuado decirlas.
Freddy me dio una de las palas.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿Cuándo?
—No estoy seguro.
Empezamos a andar.
—Espero que no te mudes —dijo Freddy.
—Quizá no —dije yo—. A lo mejor terminamos quedándonos después de todo.
—Sería fantástico que te quedaras.
—Nada como casa.
—Tu casa está donde está tu corazón —dijo Freddy, pero siguió con la vista fija en el suelo, justo delante de sus zapatos, y no me miró ni me sonrió.
Nos turnamos para cavar la tierra alrededor de las ruedas, uno miraba mientras los otros dos trabajaban. Ivan se reía cuando nos resbalábamos en el barro, pero salvo eso nos miraba trabajar en silencio. Era imposible cavar y tenerte de pie, sobre todo cuando empezamos a profundizar. Finalmente, yo desistí y empecé a cavar de rodillas —en esa posición se hacía mejor palanca—, y Clark y Freddy no tardaron en imitarme. Estaba cubierto de barro hasta la cintura y los codos. Mi situación era desesperada, así que dejé de intentar preservar intacta alguna parte de mi cuerpo y me dejé ir. Me rendí al espíritu del barro. Se puede decir sin faltar a la verdad que me revolqué en el fango.
Lo que hicimos, siguiendo las instrucciones de Clark, fue abrir una zanja bastante ancha y aproximadamente de metro y medio de profundidad, que cavamos en declive, como una rampa. Metimos todos los palos y maderas que pudimos debajo de las ruedas y luego forramos las rampas con más a medida que íbamos cavando. Cuando estábamos a punto de terminar, las paredes de la zanja empezaron a derrumbarse. Clark se lo tomó como algo personal. «¡Córcholis!», repetía, e Ivan se reía y balanceaba el cuerpo sobre el tocón donde estaba sentado. Clark nos gritó a Freddy y a mí: «¡No paréis de cavar, no paréis de cavar!», y se echó al suelo boca abajo para sacar con las manos el barro que se desprendía. Yo oía la fatigosa respiración de Freddy, pero él no paró ni yo tampoco. Parecíamos topos excavando una madriguera, y de pronto los raíles estaban hechos y las paredes se aguantaban y Clark le dijo a Ivan que moviera la camioneta. Estaba muy excitado y le vociferó igual que nos había estado vociferando a nosotros. Ivan siguió sentado, pestañeando de asombro. Clark lanzó a la camioneta los palos que habían sobrado.
—Venga, muchachos —dijo—. Vamos a empujar.
Ivan se puso en pie, se frotó las manos y se dirigió a la camioneta, sin dejar de mirar a Clark. Antes de subir a la cabina, dijo:
—Jovencito, si alguna vez necesitas un trabajo, llámame.
Clark y Freddy y yo nos apuntalamos contra la parte trasera de la camioneta mientras Ivan arrancaba el motor y metía la marcha. Las ruedas traseras empezaron a girar, despidiendo geiseres de barro. Yo estaba en el medio, así que no me llegó mucho, pero Freddy y Clark quedaron totalmente cubiertos. Freddy apartó la cara, pero enseguida se volvió y empezó a empujar con Clark y conmigo. Ivan balanceaba la furgoneta para intentar ponerla sobre los maderos. Se elevaba un poco, vacilaba y volvía a resbalar, lanzando una nueva ráfaga de barro. Clark y Freddy parecían dos figuras de arcilla. Se acercaron a mí cuando Ivan volvió a mover el vehículo. Contuve la respiración contra el denso humo negro que salía del tubo de escape. Me ardían los ojos. La camioneta se balanceó, volvió a elevarse y se quedó al borde de la zanja. Clark gruñó y luego otra vez y otra. Yo cogí su ritmo y empujé con todas mis fuerzas, y entonces mis pies resbalaron y caí cuan largo era al mismo tiempo que la camioneta se ponía en marcha con una sacudida. Las ruedas chirriaron sobre la madera. Uno de los palos salió disparado hacia atrás y pasó casi rozando la cabeza de Clark. Él no pareció darse cuenta. Estaba mirando la camioneta. Ésta ganó velocidad sobre la plataforma que habíamos hecho y volvió a entrar en el barro, donde pareció patinar, lánguidamente, ruidosamente, culebreando y proyectando desde las ruedas traseras dos arcos, como dos grandes penachos de barro. Las ruedas giraban enloquecidas, el motor chirriaba, los troncos se vencían hacia los lados. La camioneta giró y cruzó el cenagal tambaleándose y de pronto se elevó, ribeteada de barro, al alcanzar el deteriorado asfalto delante del cobertizo. Ivan cambió la marcha, tocó alegremente la bocina y se alejó.
—¿Te encuentras bien?
Freddy estaba completamente doblado por la cintura, casi con la cabeza entre las rodillas. Levantó una mano, pero siguió respirando fatigosamente. La camioneta había dejado atrás un silencio exagerado, en el cual se oía cómo se atascaba y pitaba el aire cada vez que Freddy inhalaba. Parecía un trabajo pesado, pesado y solitario. Cuando intenté acercarme, me alejó con un gesto. Clark agarró un palo y empezó a rascar el barro de sus zapatillas deportivas. Era una idea optimista, dado que estaba embarrado hasta las cejas, pero se puso a ello con método y seriedad. Freddy se enderezó. Estaba pálido y su pecho subía y bajaba como el de un pájaro. Se quedó parado un momento, observando a Clark manejar el palito.
—Podemos ir a casa a limpiarnos —dijo.
—Si a ti no te importa —dijo Clark—, me gustaría echar un vistazo a la cubierta.
Yo llevaba toda la tarde esperando que Clark abandonara el tema de la cubierta, porque sabía con toda seguridad que Freddy no tenía ninguna. Pero sí que tenía una. Estaba en la parte superior del cobertizo, donde el padre de Freddy había guardado algunos objetos especialmente interesantes del almacén de chatarra y material de derribo que poseía. En todas las tardes de lluvia que pasamos haciendo el tonto en el cobertizo, debí de verla cientos de veces, pero no habiéndola utilizado nunca, no reconociendo siquiera lo que era, no me había fijado en ella. La cubierta era más pequeña de lo que marcaban nuestros planos, pero éstos podían modificarse; era una cubierta verdadera. Freddy la barrió con la linterna. Debía de haberse preparado para ese momento, porque, a diferencia del resto de las cosas allí almacenadas, la cubierta no tenía polvo, incluso estaba limpia, o al menos eso parecía. La luz iluminó unos cuantos arañazos, pero salvo éstos, su estado era perfecto: transparente, intacta, con todos los intermitentes. Simple, pero también con la técnica necesaria. Verdadera.
Si tenía alguna duda, ésta desapareció. Era obvio que nuestro avión no sólo era posible, sino que estaba prácticamente construido. Lo único que necesitábamos eran más días como aquél y las piezas no tardarían en unirse, y nosotros en volar.
Clark le preguntó a Freddy que cuánto pedía por ella.
—Nada. Lleva años ahí arrumbada.
Hurgamos un poco más entre los objetos y volvimos a la casa, donde la madre de Freddy se espantó al ver cómo estábamos y nos ordenó que nos desnudáramos y nos ducháramos. Clark no quiso y se limitó a lavarse la cara y las manos, pero yo me di una buena ducha y luego la madre de Freddy me pasó una ropa que había sido de Tanker para que pudiera llegar hasta casa y las mías las envolvió en el deplorable estado en que estaban en un papel de la carnicería y las ató con un cordel, como un kilo de mollejas. Freddy nos acompañó hasta el final de la calle. Empezaba a oscurecer. Yo me volví una vez y todavía seguía allí parado. Cuando miré de nuevo se había ido.
Nos paramos en el puente sobre el Flint y tiramos piedras a una botella atrapada entre los juncos. Haber sacado la camioneta del barro y haber visto la cubierta de la avioneta me habían puesto pletórico, además la madre de Freddy me había prestado la chupa de cuero de Tanker, la cual, pese a quedarme inmensa, me infundía una seguridad en mis propias fuerzas que rayaba en la locura. Medio esperaba que nos encontráramos en el parque con aquellos chicos mayores para poder arrearles.
Me asomé sobre la barandilla y escupí al agua.
—Freddy quiere entrar —dijo Clark.
—¿Lo dijo? A mí no me lo ha dicho.
—Estabas en la ducha.
—¿Y qué dijo?
—Sólo que le gustaría que lo dejáramos subir con nosotros en la avioneta.
—¿O si no se lleva la cubierta?
—No, sólo lo preguntó.
—Tendríamos que volver a diseñar la cabina. Cambiaría todo.
Clark tenía una piedra en la mano. La miró interesado y luego la echó al arroyo.
—¿Y tú que le dijiste?
—Dije que le diríamos lo que decidiéramos.
—¿Y tú qué crees?
—Parece que está bien. Tú lo conoces mejor que yo.
—Freddy está bien, sólo que…
Clark esperó que terminara. Cuando estuvo claro que no iba a hacerlo, dijo:
—Como tú quieras.
Le dije que considerándolo todo, prefería que siguiéramos siendo sólo él y yo.
Cuando atravesábamos el parque me pidió que fuera a cenar a su casa para que no le desollaran vivo por el estado de sus ropas. Su padre estaba todavía en Portland, dijo, como si eso lo explicara todo. Clark se tomó su tiempo en el camino de regreso, mirando todos los escaparates e inspeccionando los coches de los aparcamientos por los que pasamos. Cuando por fin llegamos a la casa, todas las luces estaban encendidas y sonaba música. Aunque las ventanas estaban cerradas, oímos unos compases desde la acera. Clark se detuvo. Se quedó quieto, escuchando.
—Strauss —dijo—. Bien. Eso es que está contenta.