Lady se está achicharrando. Robert no soporta llevar las ventanillas bajadas porque el aire le molesta en los ojos. El ventilador está encendido, pero a la velocidad más lenta, porque le fastidia el ruido. A Lady le pesa la cabeza, y cuando parpadea tiene que hacer un esfuerzo para volver a abrir los ojos. El calor y la piel húmeda le transmiten una sensación de fiebre. En los momentos, más prolongados cada vez, en los que mantiene los ojos cerrados, está empezando a ver cosas; cosas más definidas y conocidas que el tendido eléctrico ondulante, los árboles borrosos y el silencioso conductor que ve cuando los deja abiertos.
—¿Lady? —la voz de Robert la saca de su ensoñación, pero mantiene los ojos cerrados.
Así es él. No soporta que ella se duerma cuando él no puede hacerlo. Tendría que tener una buena razón para despertarla, sin embargo. Nunca la despertaría por una tontería. Nunca. Cuando va a pedirle un favor a alguien, lo llama primero simplemente para hablar y luego vuelve a llamar al día siguiente y le dice lo que disfrutó charlando el día anterior, tanto que se olvidó de preguntarle si podría hacerle este o aquel favor. Lo hace sin darse cuenta. Nunca lo ha oído mentir, ni siquiera para mejorar una historia. Cuenta las historias más aburridas que uno se pueda imaginar. Mortalmente aburridas. Piensa cada palabra. Lo piensa todo. Todos los meses de enero compra doce bolsas de la aspiradora y pone en cada una el nombre de un mes a fin de que ella se acuerde de cambiarlas. Ni que decir tiene que ella utiliza las bolsas hasta que se da cuenta de que tiene que cambiarlas porque ya no cabe más polvo y al final del año tira las que le sobran, porque si no lo hiciera él las encontraría y lo sabría. No diría nada, simplemente lo sabría. En una ocasión tiró siete bolsas. Salió con ellas escondidas, cruzó el jardín cubierto de nieve y las echó como pudo en el contenedor de basura.
Es considerado. Todo es una cuestión de principios. Justicia para todos, amarillos, marrones, negros o blancos, todos son igualmente preciosos para él. Es incapaz de decir que no a una obra de caridad, pero luego se olvida de enviar el dinero. Le pregunta a ella cosas relativas a él mismo. «¿Cómo se llama esa actriz que me gusta tanto? ¿Cuál es mi pescado favorito?». Nunca pierde la calma. Está continuamente limpiándose las gafas. El destello de los cristales te impide verle los ojos. Tiene que dormir en el lado derecho de la cama. Las sábanas han de ser blancas. Cualquier otro color le produce pesadillas, y para qué hablar de los estampados. Los estampados lo matarían. Lleva casco para trabajar dentro de casa. La llama cien veces al día. Siempre lo ha hecho. Con cualquier excusa.
Le encanta el nombre de ella. Lady. Se casó con su nombre. La ha encerrado en su propio nombre. La ha encerrado.
—¿Lady?
Lo siento, caballero. Lady se ha ido.
Ella sabe dónde está. Ha vuelto a casa. Su padre anda de viaje, pero su madre está en casa y su hermana Jo. Lady oye sus voces. Ella está en la cocina dejando correr el agua, dejándola que se derrame fuera del vaso y le caiga entre los dedos hasta que sale bien fresca. Se lleva el vaso a la boca y se lo bebe entero, luego cruza la cocina y el vestíbulo, sigilosa como un gato, hasta la luminosa puerta del porche, donde están sentadas su madre y su hermana. Su madre se endereza y vuelve a acomodarse en el asiento cuando Lady se acerca y se queda observando la calle y los campos a lo lejos acodada en la barandilla.
¡Señor, qué calor hace!
¡Que si hace!
Jo está repantigada en su silla, pasándose una botella de Coca-Cola fría por la frente. Me muero de calor.
¿Vuelve a llegar tarde, Lady?
Enseguida vendrá.
Habrá vuelto a perder el autobús.
Supongo.
Seguro que esos estúpidos catetos habrán vuelto a enredarle como siempre, dice Jo. Por nada del mundo sería soldado.
Enseguida llegará. Si no, ya habría llamado.
Por nada del mundo sería soldado.
Nadie te lo ha pedido.
Venga, chicas.
Ya me gustaría a mí verte de soldado, durmiendo todo el día y tumbada en la cama comiendo dulces. Siempre en la luna. Oh, mi general, no me haga andar, esta marcha me agota. Oh, ¿pero de verdad tengo que ponerme esa antigualla verde? El verde me sienta fatal, me hace cara de muerta, ¿no daría igual que fuera rojo? Pero bueno, si yo no como alubias, ¿es que no sabe lo que me pasa a mí con las alubias?
Venga, Lady…
Pero su madre se ríe, lo mismo que Jo, aunque no quiera. Ah, qué maravilla el sonido de su risa. Y el de su propia voz. Parece que cantan. Mi general, cariño, ya sabe que no puedo disparar este armatoste, ¿por qué no le ordena a uno de esos muchachotes que disparen por mí? A ellos les encanta disparar sus pistolas por Jo Kay.
¡Lady!
Ellas tres en el porche, esperando sin esperar. Bastándose a sí mismas. Nadie tiene que llegar.
Pero Robert está de camino. Reclina la cabeza contra la ventanilla del autobús intentando recobrar el aliento. Perdió el primer autobús y ha tenido que correr para coger éste, todo porque el sargento siempre tiene que encontrarle algún pero cuando pasa revista y esta vez le colocó en un destacamento de limpieza. El sargento lo odia. Es un loco ignorante, y Robert es un hombre culto de Vermont, un ingeniero recién licenciado, que dejó su empleo en la Compañía Shell de Louisiana para alistarse en el ejército el mismo día que Corea del Norte decidió cruzar el paralelo. Es el único yanqui de la compañía. Robert dice que cuando lleguen allí ya no distinguirán entre yanquis y sureños, serán todos americanos. A Lady le gusta Robert precisamente por pensar así, pero está siempre pinchándole con esto, porque sabe que no es verdad. Se cambió de uniforme a la carrera y no se miró en el espejo antes de salir del cuartel. Lleva una mancha en la mejilla derecha. Betún. Tiene la cara roja y bañada en sudor, y la camisa empapada. Mira por la ventana mientras recita para sí un poema. Se le dan bien los versos al bueno de Robert. Tiene poemas para cuando corren y poemas para cuando hacen la instrucción y poemas para cuando se van a dormir y poemas para cuando esos catetos empiezan a deprimirle.
Envuelto en las noches negras
como de la tierra el corazón
doy gracias a los cielos
por mi espíritu campeón.
Con este poema se da fuerzas. Lo recita para sus adentros una y otra vez cuando le gritan a la cara. Le ayuda a no decaer. Lady se ríe cuando él le cuenta estas cosas, y él entonces la mira sorprendido y también se echa a reír para mostrarle que le gusta su descaro, aunque no es así. Robert cree que ese descaro no es más que el resultado de ser joven y consentida, pero que se le pasará en cuanto él pueda sacarla de esa casa y alejarla de su familia y llevarla entre gente sensata que no se lo toma todo a broma. Con el tiempo desaparecerá y aparecerá una persona digna y respetuosa con la seriedad de la vida, aparecerá la verdadera Lady.
Así lo ve él algunos días. Otros, pierde toda esperanza. Cuando piensa en llevársela a casa, a casa de su padre, y se imagina la conversación de ella con su padre, empieza a oír sus propias disculpas y explicaciones. Y entonces sabe que eso es imposible. Robert tiene algunos rudimentos de psicología y cree que sabe cómo se metió en este lío. Se está rebelando. Inconscientemente, claro. Enamorarse de una chica como Lady es una rebelión de su inconsciente contra su padre. Porque uno no se enamora. No. La vida no es una canción. Uno elige enamorarse. Y si llegas hasta el fondo, hay unas razones que justifican esa elección, como todas las elecciones. Una vez que te has parado a pensar en esas razones, eres dueño de elegir lo que quieras. Así de simple.
Robert va mirando por la ventanilla, pero sin ver nada.
Es imposible. Lady es sólo una niña, no sabe nada de la vida. Hay en ella una tosquedad que llevaría años corregir. Es terca y está consentida y medio salvaje, salvo por su lengua, que es totalmente salvaje. Y es sureña; no es que haya nada malo per se en el hecho de ser sureña, pero pertenece a un tipo particular de sureños. No son gentuza, como diría ella, sino, más bien, están demasiado orgullosos de no ser gentuza. Irracionales. Supersticiosos. Dados a formar clanes.
Y menudo clan, el clan Cobb. El señor Cobb, un representante de pinturas casi perennemente en la carretera, el típico viajante que columpia los pulgares en los tirantes y sólo sabe contar chistes obscenos o de negros. La señora Cobb, una cotilla beata satisfecha de adaptar su vida a la de sus hijas, en lugar de hacer de ellas unas mujeres de verdad mediante la disciplina y el buen ejemplo. Y la hermana. Jo Kay. No haría falta esperar a que sucediera para escribir su triste historia.
En resumen, Robert no puede imaginar una familia mejor que los Cobb para machacar con ella a su padre. Por eso debió de elegirlos y por eso tiene que rectificar. Ya está decidido a hacerlo. Quería habérselo dicho la última vez, pero no hubo oportunidad. Hoy. Pase lo que pase. Ella no lo entenderá. Llorará. Él será delicado. Le dirá que es una chica estupenda, pero demasiado joven. Le dirá que no es justo pedirle que lo espere, cuando a saber lo que puede sucederle, y que lo siga luego hasta un lugar desconocido para ella, lejos de su familia y de sus amigos.
Le dirá a Lady todo menos la verdad, que es que se avergüenza de haberla escogido sólo para utilizarla contra su padre. Ésa es una guerra suya. Se ha pasado la vida huyendo de esa guerra y sabe que tiene que pararse. Sabe que no tiene más remedio que enfrentarse a ese hombre.
Y lo hará, además. Lo hará cuando vuelva de Corea. Su padre tendrá que escucharlo entonces. Robert le obligará a escucharlo. Le dirá…, se enfrentará a su padre y le dirá…
A Robert se le hace un nudo en la garganta, y se endereza en el asiento. Oye su agitada respiración y se pregunta si alguien se habrá dado cuenta. El corazón parece querérsele salir del pecho. Tiene la boca seca. Cierra los ojos y se obliga a respirar profundamente, lentamente, fingiendo que está tranquilo hasta que casi llega a estarlo de verdad.
Pasan por delante de la central eléctrica y de la estación de autobuses. Se ven soldados de caras encarnadas y zapatos brillantes fumando en la entrada. El autobús se detiene en una calle llena de bares y los otros hombres se bajan, dando voces y empujándose unos a otros. Sólo quedan Robert y cuatro mujeres. En Jackson giran hacia el este, cruzan el paso a nivel y pasan por el aserradero. Unos negros están cargando planchas de madera en un camión, sin camisa, su piel brillante en la luz difusa de la tarde. Luego desaparecen detrás de una tapia. Robert pulsa el cordón para anunciar su parada y espera detrás de una corpulenta mujer vestida con un traje de flores. La carne de la parte interna de sus brazos se bambolea como una hamaca. Le lleva la vida entera bajar del autobús.
Le deslumbra el sol. Se baja la visera de la gorra, avanza hasta la esquina y tuerce a la derecha. Es Arsenal Street. Lady vive dos manzanas más abajo, donde la calle desemboca en campo abierto. Allí acaba el pueblo sin más. Desde allí ya sólo hay granjas durante millas y más millas. Por la noche, Lady y Jo Kay roban fresas de los cultivos que hay detrás de su casa y las preparan con nata fresca montada y chocolate. Las fresas han estado todo el día al sol y estallan a la más mínima presión de los dientes. Robert desaprueba que esquilmen la cosecha de otra persona, pero se come su ración y un poco más. La temporada está a punto de acabar. A ver si hay suerte y le caen algunas hoy.
Va pensando en las fresas cuando ve a Lady en el porche, y en ese momento se le llena la boca con el dulce sabor de la fruta. Se detiene, como si recordara algo de pronto, y luego sigue avanzando hacia ella. La chica mueve los labios, pero él no oye lo que dice, sólo tiene conciencia del sabor que llena su boca, y cuanto más se acerca más fuerte se hace. Apresura el paso con la mano estirada, preparada para asirse a la barandilla. Sube los escalones como si fuera a devorarla.
No, dice ella, no. Le habla a él y a la chica cuya vida él pretende poseer. Sabe lo que le sucederá si le deja tenerla. Quédate aquí en este porche junto a tu madre y tu hermana; enseguida van a necesitarte. Alegra los ojos de tu padre un rato más. Este hombre no es para ti. Te conducirá pacientemente a una muerte en vida. Tendrá la amabilidad de llevarte entre unos severos desconocidos. Para que presencies su cobardía. Para que sufras su prudencia y para que veas cómo tus hijos se marchitan bajo ella y luchan contra ella con toda suerte de temeridad autodestructora. Para transformarte. Para que te oigas y no sepas quién está hablando. Espera, jovencita. Aguarda hasta que llegue el momento apropiado.
—¿Lady?
De nada sirve. La chica no escuchará. Ya se está inclinando hacia él antes mismo de que él haya terminado de subir los escalones. Alarga la mano hasta su mejilla para quitarle la mancha que él no sabe que tiene y piensa que lo hace por cualquier otro motivo; su cara lo confiesa y lo pregunta todo. Ya no hay vuelta atrás después de que lo ha tocado. No hay quien la pare. Es porfiada y sabe algo que Lady no sabe. Sabe cómo amarlo.
Lady vuelve a oír su nombre.
Espere, caballero.
Ella bendice a la chica. Luego se vuelve hacia los ondulantes campos sembrados que eran en su imaginación un océano, y esta casa el barco que lo dominaba. Echa una última y larga mirada y abre los ojos.