PAÍS RELATO

Autores

tobias wolff

el fuego del hogar

Mi madre había jurado que nunca más volveríamos a vivir en una pensión, pero las circunstancias no le permitieron cumplir su promesa. Decidió que nos cambiábamos de ciudad, y en algún sitio teníamos que dormir. Esta pensión era peor que la anterior: hostil, fúnebre, llena de los olores que las personas desmoralizadas se permiten cultivar. En el piso de abajo un marino mercante jubilado tosía hasta echar los pulmones por la boca. Era un viejo simpático; siempre tenía una palabra elogiosa para mi madre cuando pasábamos delante de su cuarto, donde solía estar él sentado al borde de la cama, fumando en la penumbra. De día nos daba pena, pero de noche, cuando esperábamos acostados el siguiente ataque de tos, sintiendo hincharse el silencio, lo odiábamos. Yo, al menos, lo odiaba.
Mi madre dijo que sería una cosa temporal. Sin duda no tardaríamos en salir de allí. Para demostrarme y, tal vez, para demostrarse a sí misma que hablaba en serio, todos los sábados por la mañana, a la hora del desayuno, pasaba revista al periódico y hacía un círculo alrededor de los anuncios de pisos amueblados que sonaban, como decía ella, «adecuados a nuestras necesidades». Me gustaba esa expresión. Me hacía sentir que nuestras necesidades tenían cierto peso en el mundo y tendrían que ser tenidas en cuenta. Luego, poniendo su cara de persona astuta, mi madre comparaba los alquileres y descartaba los pisos más caros y también los más baratos. Ya sabíamos de qué iban ésos: la nevera diminuta y las paredes rezumantes de humedad, la bañera que perdía agua e inundaba el suelo del baño, el marido que golpeaba a la mujer en el piso de arriba. Ya habíamos hecho ese recorrido. Cuando mi madre tenía cinco o seis posibilidades, telefoneaba para asegurarse de que todavía estaban en alquiler y luego pasábamos el día yendo de uno a otro.
En realidad todavía no podíamos alquilar nada. Los caseros siempre querían dos meses por adelantado, además de la fianza, y hasta que mi madre hubiera reunido todo ese dinero habría de pasar bastante tiempo. Yo lo entendía, pero cada sábado mi madre volvía a repetírmelo para que no me entusiasmara demasiado. Sólo estábamos mirando. Tanteando el mercado.
La compra de artículos y servicios es siempre una fuente de placer. Yo disfruto hoy en el papel del hombre que sabe lo que quiere y se lo lleva a casa. Pero en aquellos días mayormente me contentaba con mirar. Y era una suerte, porque eso es lo que hacíamos: mirar sin comprar.
Mi madre no era una de esas compradoras que van directas a la etiqueta y comparan el precio con otros que han visto, moviendo reprobadoramente la cabeza y quejándose ante el primero que pasa de lo caro del artículo. No se interesaba mucho por el precio. Tampoco tenía el dinero, pero era algo más profundo. Le gustaba comprar porque se sentía a gusto en las tiendas y le interesaba la mercancía. Los dependientes la atendían sin impacientarse, viendo que no había nada mezquino o trivial en su curiosidad, esa curiosidad que la mantenía tan joven y que tanto le hacía exigirse a sí misma. Sencillamente tenía que ver lo que había por ahí.
Siempre habíamos comprado con la vista, pero ese primer otoño en Seattle, precisamente cuando estábamos más tiesos que nunca, le cogimos el gusto. Mirábamos los grandes televisores. Mirábamos las antigüedades y las alfombras orientales. No puedes ir a mirar las alfombras orientales sin pensártelo bien, porque los hombres que las venden tienen que trabajar como mulas para bajarlas del inestable montón y cargar con ellas delante de ti: sudorosos, sofocados, tambaleándose por el peso y con las caras cubiertas de pelusas de lana. Suelen ser hombres bajitos. No puedes ser demasiado escrupuloso ni tímido. Y has de mostrarte decidido y absolutamente seguro de tu derecho a ver lo que no puedes comprar. Y así éramos nosotros.
Cuando llegaba la moda de cada temporada, mi madre se lo probaba todo mientras yo miraba. Había sido modelo en su tiempo y sabía posar delante del espejo: alejarse descuidadamente y luego detenerse, bajando una cadera y mirando por encima del hombro, como si alguien acabara de llamarla. Cuando se volvía hacia mí, yo expresaba mi opinión con una sonrisa, un encogimiento de hombros o un brusco movimiento de cabeza. Yo pensaba que todo le sentaba bien, pero me sentía obligado a discriminar. No le gustaba que se le mostrara demasiada admiración. La abrumaba.
Mirábamos cacharros de cobre para la cocina. Mirábamos muebles de jardín y comedores de madera de pacana. Una vez nos pasamos todo el día en un puerto deportivo examinando el inventario de un representante de yates que había quebrado. Los regalamos, decía la publicidad. Fueron los únicos saldos a los que pensamos que no podíamos faltar.
Mi madre se ponía un traje de chaqueta gris cuando íbamos a buscar casa. Yo llevaba mi atuendo de pequeño caballero, un jersey de pico y pajarita. El jersey tenía las palabras Regatas de la Hermandad tejidas en el frente. Parecíamos respetables, como, en general, lo éramos. Y solventes.
Ese día en concreto estábamos visitando pisos en el barrio de la universidad. Los tres primeros que vimos no estaban mal, pero el cuarto estaba totalmente destrozado, la última inquilina debía de haber vivido como un animal en una cueva. Habían intentado limpiarlo, pero la tarea había resultado imposible. Todo el piso olía a carne podrida, incluso con las ventanas abiertas y dejando que entrara el aire. Todo estaba pegajoso. El casero dijo que la mujer había estado deprimida después de una ruptura matrimonial. Aunque se puso a hablar de pintar y de poner moquetas nuevas, pareció desanimarse y enseguida se calló. Los tres recorrimos las habitaciones y salimos. El casero comprendió que no picaríamos. Ni siquiera nos dio su tarjeta.
Nos quedaba todavía un piso por mirar, pero mi madre dijo que ya estaba harta. Me preguntó si quería ir al puerto o a casa o adónde. Tenía una sonrisa forzada y cara de agotamiento. Intentaba sonar agradable, pero se notaba que no estaba de humor. A mí no me apetecía volver a la casa, a nuestra habitación, así que le dije que por qué no caminábamos hasta la universidad y echábamos un vistazo por allí.
Miró de reojo calle arriba. Pensé que iba a decir que no.
—Pues claro —dijo—. ¿Por qué no? Ya que estamos aquí.
Empezamos a caminar. La acera estaba flanqueada por unos grandes arces. Cuando se levantaba el aire, las hojas caídas se removían y se arremolinaban alrededor de nuestras piernas.
—Nunca te dejes ir así —dijo mi madre, los brazos cruzados sobre el pecho y la vista baja—. No hay excusa para eso.
Parecía mortalmente ofendida. Yo sabía que no había hecho nada malo, así que me quedé callado. Y ella continuó:
—Pase lo que pase, uno no puede darse por vencido de esta manera. ¿Me estás oyendo?
—Sí, madre.
Detrás de nosotros venía un grupo de chinos, diez o doce, todos chicos jóvenes, hablando atropelladamente. Cuando nos alcanzaron, se separaron alrededor nuestro sin dejar de hablar y volvieron a unirse al sobrepasarnos, como el agua que corre alrededor de una roca. Cruzamos la calle detrás de ellos y los seguimos hasta la universidad, donde deambulamos entre los edificios mientras empezaba a oscurecer y el aire se hacía cada vez más frío. Era el primer día de frío desde que nos habíamos trasladado y yo no iba adecuadamente vestido. Pero no dije nada, porque todavía no quería volver a casa. Nunca había pisado un campus y estaba comparándolo ávidamente con cómo me los había imaginado. Éste lo tenía todo. Edificios que parecían antiguos, con arcos de piedra y altas ventanas ojivales. Inmensas zonas verdes. Muros cubiertos de hiedra. La hiedra empezaba a ponerse roja. En los altos muros que miraban a poniente, los últimos rayos de sol iluminaban las hojas rojas, que flameaban movidas por el viento. De cuando en cuando llegaba un inmenso rugido desde el Husky Stadium, donde se estaba jugando un partido. Y cada vez me recorría una sensación de complicidad y hermandad. Creía que aquél era el sitio al que yo pertenecía y que los estudiantes con los que nos cruzábamos verían en mí a uno de ellos —Regatas de la Hermandad—, si no fuera por la mujer que iba a mi lado, con una mano en mi hombro. Empecé a sentir el peso de esa mano.
Mi madre no se dio cuenta. Volvía a estar de buen humor, arrebolada por el frío y con la excitación de los recuerdos de días como éste en Yale y Trinity, cuando una amiga suya que salía con un jugador le pasaba entradas gratis para los partidos. Ella misma había salido con un jugador, un jugador internacional, capitán del equipo de Yale, que se llamaba Dutch Diefenbacker. Quiso casarse con ella, añadió sin darle mayor importancia.
—¿Quieres decir que te pidió que te casaras con él?
—Me dio un anillo. Se lo había vendido mi padre, que lo había comprado para una mujer de la que se había encaprichado, pero ella no lo aceptó. Lo que dijo exactamente esa mujer fue: «¡Pero cómo voy a casarme con un viejo como tú!» —mi madre se echó a reír.
—Espera un segundo —dije yo—. ¿Tuviste la oportunidad de casarte con un jugador internacional de Yale?
—Pues claro.
—¿Y por qué no te casaste con él?
Nos detuvimos delante de una fuente cuajada de hojas. Mi madre se quedó mirando al agua.
—No sé. Era muy joven, y Dutch no era lo que se dice un chico brillante. Era buena persona… sólo que muy aburrido —respiró profundamente y luego dijo con cierta violencia en la voz—: ¡Dios! ¡Mira que era aburrido!
—Yo me habría casado —dije yo.
Era la primera vez que oía aquello. Me parecía ofensivo que mi madre por simple esnobismo de colegiala me hubiera privado de un padre jugador internacional en Yale. Ahora sería rico y tendría un collie. Todo sería distinto.
Rodeamos la fuente y tomamos la dirección por la que habíamos venido. Cuando llegamos a la carretera mi madre me preguntó si quería que viéramos el piso que habíamos dejado sin ver.
—¡Qué demonios! —dijo, al verme dudar—. Si debe de estar aquí al lado. Así los dejamos todos vistos.
Yo tenía frío, pero como hasta ese momento no había dicho nada, pensé que si me quejaba ahora sonaría a que estaba mintiendo y comportándome como un niño pequeño. Paró a dos chicas que llevaban jerséis con letras impresas —unas chicas que irían a escuelas mixtas, pensé, encontrando una excitación fácil y colmada de deseo en esa expresión—, y mientras le indicaban yo me puse a estudiar el escaparate de una librería, como si sólo estuviera por casualidad al lado de aquella mujer que no conocía el camino.
Fue un atardecer claro y breve. Hubo un débil resplandor y luego oscureció de repente. Anduvimos varias manzanas y nos adentramos en un barrio de casas victorianas, cuyas ventanas, desde la calle desierta, brillaban con una luz rica y exclusiva. El viento soplaba a nuestra espalda. Yo estaba empezando a tiritar. Pero seguía sin decírselo a mi madre. Sabía que habría tenido que decirle algo antes, que había sido estúpido de no haberlo hecho y que ahora me estaba empeñando en ocultar esa estupidez por el procedimiento de empecinarme en ella.
Nos detuvimos frente a una casa con una torreta. El piso superior estaba apagado.
—Es tarde —dije yo.
—No tan tarde —dijo mi madre—. Además el piso está en el bajo.
Se acercó al porche mientras yo esperaba en la acera. Oí un amortiguado sonido de campanas y observé las ventanas en busca de movimiento.
—Vaya… debería haber llamado —dijo mi madre.
Acababa de volverse para irse cuando se abrió una de las dos puertas y se asomó un hombre, la silueta de un hombre alto en el umbral iluminado.
—¿Sí? —dijo. Parecía impaciente, pero cuando mi madre se volvió hacia él, añadió más cortésmente—: ¿Puedo ayudarla en algo? —tenía una voz tan profunda que me pareció que casi podía tocarla, como el carbón cayendo por la tolva.
Ella le dijo que habíamos ido por lo del piso que anunciaban.
—Supongo que hemos llegado un poco tarde —añadió.
—Una hora tarde —dijo él.
Mi madre pareció sorprendida, dijo que habíamos estado recorriendo la universidad y habíamos perdido el sentido del tiempo. Se disculpó una y otra vez, pero no hizo ademán de moverse, y con ello debió de dejarle claro al hombre qué no tenía intención de hacerlo hasta que no hubiera visto el piso. Para mí, desde luego, estaba clarísimo. Crucé el jardincito y subí las escaleras del porche.
Era un hombre grande en todas las direcciones —alto y corpulento, con una cabeza enorme, una cabeza que parecía un trofeo. Tenía ese tamaño que provoca casi inevitablemente el mote de «El Pequeño», aunque estoy seguro de que nadie se lo había llamado nunca. Era demasiado solemne, serio; su cara tenía la gravedad y la anchura de la de los búfalos. Llevaba unas gafas de montura negra; bajó la vista y se nos quedó mirando.
—Bueno, pues ya que están aquí —dijo en buen tono, y nosotros lo seguimos dentro.
Lo primero que vi fue el fuego. Era consciente del resto de las cosas, los muebles, el tamaño de la habitación, grande como una iglesia, pero mis ojos fueron derechos a las llamas. Chisporroteaban en una chimenea en la que cabía yo sin necesidad de agacharme, o casi. Delante de la chimenea había una niña tumbada boca abajo, con un pie descalzo en alto, girando sobre sí mismo, y la barbilla apoyada en la muñeca. Leía un libro. Siguió leyendo un momento después de que entráramos nosotros en el cuarto y luego se puso de pie y dijo, pronunciando con mucha claridad, «buenas noches». Ya tenía tetas. Vi que le abultaban la blusa por delante. Pero no era guapa. Era un poco seria y grandota y llevaba unas gafas con una montura parecida a las del hombre, al que, para su desgracia, se parecía mucho. Pestañeaba continuamente. Enseguida me sentí a gusto a su lado. Sonreí y dije «hola», en lugar de mostrar la indiferencia, la hostilidad incluso, con la que trataba a las chicas bonitas.
Había algo en el horno, algo que olía a chocolate. Me acerqué al fuego y me quedé de espaldas a las llamas, las manos dobladas atrás.
—Por supuesto, es bastante cómodo —dijo el hombre en respuesta a algún comentario de mi madre.
Lo examinaba todo con curiosidad, como si a él mismo también le sorprendiera encontrarse allí. El cuarto era muy espacioso, el cuarto más grande que yo había visto en un piso. Nunca podríamos permitirnos vivir allí, pero yo ya había empezado a perder el control al respecto.
—Voy a buscar a mi esposa —dijo el hombre, y luego se quedó donde estaba, mirando a mi madre.
Ella estaba girando sobre sí misma, asintiendo pensativamente, para sí.
—Todo este espacio —dijo—. Se siente una libre. ¿No les da pena deshacerse de él?
El hombre no contestó inmediatamente. La niña se puso a escarbar en la alfombra.
—Nos apetece cambiar un poco. ¿No es así, Sister? —dijo por fin.
La niña asintió sin levantar la cabeza. Una mujer con una bandeja de pasteles de chocolate en la mano entró en la habitación. Era alta y delgada. Unos profundos surcos partían de sus mejillas y le enmarcaban la boca, que parecía estar entre paréntesis. Llevaba el cabello cano recogido en una cola de caballo. Avanzó hacia nosotros lentamente, midiendo sus pasos, como si estuviera llevando una ofrenda hasta el altar, y dejó la bandeja de pasteles sobre la mesita.
—Han llegado justo a tiempo de probar los pasteles de chocolate del doctor Avery.
Pensé que se estaba refiriendo al nombre de una receta. Luego el hombre se abalanzó sobre la bandeja y tomó tantos como le cabían en la mano, y yo entendí. No sólo entendí que él era el doctor Avery, sino también que aquellos pasteles le pertenecían; su forma de caer sobre la bandeja era un signo claro de su celosa propiedad. Yo no me atrevía a coger uno, pero Sister lo hizo y no le pasó nada e incluso volvió a por otro. Yo cogí un par. Mientras nos los comíamos, la mujer pasó un brazo por la espalda del doctor Avery y se recostó contra él. Lo poco que yo había visto de la vida matrimonial me había predispuesto a considerar que las muestras de afecto públicas entre maridos y esposas eran puro teatro —Mira, por si no te has dado cuenta, ésta es una casa en la que las personas se quieren y se abrazan—, pero aquella mujer parecía tan contenta de estar donde estaba que no pude evitar dejarme contagiar por su felicidad.
Mi madre iba de un lado al otro de la habitación.
—¿Les importa que echemos un vistazo?
La señora Avery le dijo a Sister que nos enseñara el resto del piso.
Más habitaciones espaciosas. Dos de ellas con chimenea. Sobre la repisa de la chimenea del dormitorio principal había una inmensa fotografía de un hombre que tenía unos pensativos ojos negros. Cuando le pregunté a Sister que quién era, me dijo, dándose una pizca de importancia: «Gurdjieff».
—Gurdjieff —dijo mi madre—. Me suena de algo.
—Gurdjieff —repitió Sister, como si mi madre hubiera pronunciado mal el nombre.
Volvimos al salón y nos sentamos alrededor de la chimenea. El doctor Avery y su mujer en el sofá, mi madre enfrente de ellos, en una mecedora. Sister y yo tumbados en el suelo. Ella abrió el libro, y un momento después su pie volvía a estar en alto, girando lentamente. Mi madre y la señora Avery hablaban del piso. Yo miraba las llamas; las voces sobre mí eran una música placentera, vacía de significado, hasta que oí mencionar mi nombre. Mi madre le contaba a la señora Avery nuestro paseo por la universidad. Dijo que era un campus precioso.
—¿Precioso? —dijo el doctor Avery—. ¿Qué quiere decir?
Mi madre lo miró y no le contestó.
—Supongo que se refiere a los edificios —siguió él.
—Claro, claro. Los edificios, los jardines, todo el recinto.
—Un disparate seudogótico —dijo el doctor Avery—. Un decorado cinematográfico.
—El doctor Avery cree que la universidad presta demasiada atención a las apariencias —dijo la señora Avery.
—Es lo único que les preocupa —dijo el doctor Avery.
—Cómo iba a saberlo yo —dijo mi madre—. No sé mucho de arquitectura. A mí me pareció bonito.
—Sí, sí, claro. De eso se trata, ¿no? —dijo el doctor Avery—. Parece una universidad. Y lo mismo pasa con la educación o lo que sea que venden. Es una falsificación toda ella, de arriba abajo. Totalmente vacía. Todo es materia, sin ánima.
Ahí me perdí y volví a mirar a la chimenea. El doctor Avery continuó hablando con su voz cavernosa. Hasta entonces había estado callado, pero una vez que empezó no paró, y yo tampoco quería que parara. El sonido de su voz me inspiraba tal seguridad que me adormecía, como el zumbido del motor de un coche cuando vas tumbado en el asiento trasero de vuelta a casa tras un largo viaje. De vez en cuando intervenía la señora Avery para expresar su aprobación a lo que había dicho el doctor, para dejar claro que estaba completamente de acuerdo con él; luego el doctor continuaba con lo que estaba diciendo. Sister se movía a mi lado. Bostezaba, pasaba una página. Los troncos se acomodaron en la chimenea, suavemente, como un perro viejo recolocándose los huesos sin llegar a despertarse.
El doctor Avery habló durante un rato largo. Luego mi madre dijo mi nombre. Nada más, sólo mi nombre. El doctor Avery continuó como si no hubiera oído. Tenía el cuerpo cargado hacia delante y seguía con un dedo la cadencia de sus palabras; los cristales de sus gafas lanzaban destellos que acompañaban a los movimientos de su cabeza. Miré a mi madre. Estaba sentada muy tiesa en la mecedora, manoseando el bolso que tenía en el regazo. Tenía la mirada perdida, en blanco. Era su expresión típica cuando se sentía atrapada por un vendedor pesado o una pareja de mormones insistentes. Quería irse.
Yo no quería irme. Cabeceando junto al fuego, aletargado y contento, había olvidado que aquélla no era mi casa. El calor y el resplandor del fuego actuaban en mí de la misma forma que la voz del doctor Avery, arrullándome hasta un estado de calma familiar como el que parecía gozar aquella gente. Incluso me las apañé para olvidar que no eran mi familia y que ellos asimismo no tardarían en trasladarse. Los convertí en parte de mi historia sin considerar que ellos también tenían que vivir la suya.
Por qué lo hice, no lo sé. No volvimos a verlos nunca. Pero hoy, tantos años después, puedo aventurar una respuesta. Mi hipótesis es que al doctor Avery no le habían dado una cátedra en aquella universidad y que ésta no era la primera institución académica que se había mostrado injusta con él, ni tampoco sería la última. Lo veo luchando contra las apariencias, de una indigna institución universitaria a la siguiente, todas ellas negándose a oír, cada vez con mayor vehemencia, sus llamamientos a la grandeza espiritual. Los colegas del doctor Avery, personas estrechas de miras y carentes de sentimientos, lo ridiculizan y lo tienen por pesado y aburrido. Su nobleza de sentimientos, presuponen ellos, es una forma de ocultar el hecho de ser un desconocido en su campo, el que quiera que sea. Una y otra vez se lo quitan de en medio. La señora Avery consuela su ánima herida con su inquebrantable lealtad y atiende a su creciente materia con unas bandejas más y más grandes de pasteles de chocolate. Ella cree en él. Al margen de en qué esté fundada, su fe es heroica. Nunca se ha imaginado, como lo haría otra mujer de inferior categoría moral, que sus posibilidades de felicidad compartida —viejos amigos, una casa propia, echar raíces en una comunidad— no han sido sacrificadas en aras de una verdad superior, sino por pura vanidad y arrogancia.
No, esa parte le corresponde a Sister. Sister será la herética. No tiene elección, siendo hija suya. En su momento, no muchos años después de esta noche, decidirá que el origen de todas las frustraciones de su vida se encuentra en los fracasos de sus padres. ¿Quién conoce esos fracasos mejor que ella? Se producen algunas escenas. El doctor Avery es acusado de no pensar más que en él; la señora Avery, de no pensar más que en ella misma. Las visitas a casa desde Barnard o Reed, o la universidad en la que la hayan becado, y luego desde la lejana ciudad en la que está trabajando, se convierten en auténticas representaciones teatrales. Amargos susurros en la cocina, gritos en la mesa, precipitadas partidas. Y así durante años, pero no para siempre. Sister hace las paces con sus padres. Incluso llega a apreciar aquello que tanto había resentido, su negativa a hablar y actuar como los demás, sus continuos traslados, la brillante salpicadura de su rareza en la turbia corriente cotidiana. Se da cuenta de que no tiene más remedio que quererlos, ¿y quién puede quererlos mejor que Sister?
Puede que haya sido así, o de otra forma. He hecho a aquella gente parte de mi historia sin saber nada de la de ellos, igual que lo hice aquella noche, soñando que era parte de ellos. Éramos desconocidos. Pasé, tal vez, cuarenta y cinco minutos en su casa, lo bastante para entrar en calor y olvidarme de mi propia realidad.
Mi madre volvió a decir mi nombre. Me quedé donde estaba. Normalmente me hubiera puesto en pie sin necesidad de que me movieran, no por obediencia, sino porque me gustaba anticiparme a ella, presumir de que éramos un equipo perfecto. Esta vez me la quedé mirando lleno de resentimiento. Estaba fuera de lugar en aquella mecedora; era demasiado exuberante. Contemplé su exuberancia casi como algo aparte, como otra presencia, la de un amigo descarado que ardía con la impaciencia de sacarla de allí, de alejarla de toda aquella domesticidad.
Dijo que deberíamos ir pensando en volver a casa. Sister levantó la cabeza y me miró. Yo seguía sin moverme. Vi la sorpresa en la cara de mi madre. Esperó que yo hiciera algo y cuando no lo hice balanceó la mecedora lentamente hacia delante y se puso en pie. Todos se levantaron salvo yo. Me sentía estúpido e infantil sentado yo solo en el suelo, pero permanecí igualmente inmóvil mientras ella hacía las últimas bromas corteses. Cuando se dirigió a la puerta, me levanté y mascullé unas palabras de despedida, luego la seguí fuera de la casa.
El doctor Avery sujetaba la puerta.
—Sigo pensando que es un bonito campus —dijo mi madre.
Él se echó a reír.
—Ja, ja, ja. Pues así sea —dijo—. A cada cual lo suyo.
Esperó hasta que llegamos a la acera, luego apagó la luz y cerró la puerta, que sonó con un golpe seco detrás de nosotros.
—¿Qué te pasaba? —me preguntó mi madre.
No contesté.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —y luego continué—: Tengo un poco de frío.
—¿Frío? ¿Y por qué no lo has dicho antes?
Intentó parecer preocupada, pero me di cuenta de que estaba encantada de que lo que había sucedido en la casa tuviera una explicación así de simple.
Se quitó la chaqueta del traje.
—Toma.
—No te preocupes.
—Póntela.
—De veras, mamá, que estoy bien.
—¡Que te la pongas, demonios!
Me eché la chaqueta sobre los, hombros. Seguimos caminando y al cabo de un rato dije:
—Tengo una pinta ridícula.
—¿Y? ¿A quién le importa?
—A mí.
—Vale, a ti. Lo siento. Chico, qué divertido estás esta noche.
—No pienso llevar esto puesto en el autobús.
—Nadie ha dicho que tengas que llevarlo. ¿Te apetece que comamos algo antes de regresar?
Le dije que sí, que estupendo, que como ella prefiriera.
—A ver si encontramos una pizzería. ¿Te entraría una pizza?
Le dije que creía que sí.
Un perro negro de ojos brillantes cruzó la calle hacia nosotros.
—¡Hola, guapo! —dijo mi madre.
El perro vino trotando a nuestro lado un rato y luego se fue.
Yo me subí el cuello de la chaqueta y me encogí dentro de ella.
—¿Sigues teniendo frío?
—Un poco.
Estaba temblando como un loco. Me parecía que nunca había tenido tanto frío, y le echaba la culpa a mi madre, por haberme hecho salir otra vez, por alejarme del fuego. Sabía que no era culpa suya, pero me daba igual, la culpaba de aquello y del viento que me daba en la cara y de todas las cosas que no sabía nombrar y que no eran como deberían ser.
—Ven —me acercó a ella y empezó a friccionarme el brazo.
Cuando me alejé, ella no me soltó y siguió friccionando. Me hacía bien. No me daba mucho calor, pero me calentó todo lo que podía calentarme dadas las circunstancias.
—Sólo por curiosidad —dijo mi madre—, ¿qué te pareció el campus? De verdad.
—Me gustó.
—A mí me pareció fantástico —dijo ella.
—A mí también.
—Menudo fanfarrón —dijo ella—. ¿De dónde habrá salido?
Hoy tengo mi propia chimenea. Donde vivimos los inviernos son largos y fríos. El viento arrastra la nieve, la casa cruje, los cristales de las ventanas se cubren de carámbanos. Después de cenar, enciendo la chimenea, construyendo con la leña cuatro paredes, como una cabaña sin tejado. Ésa es la mejor forma. Sólo los novatos no lo saben. Mis hijos esperan detrás de mí, disputándose los sitios y discutiendo por el derecho de cada uno a aplicar la cerilla. Les digo que lo hagan juntos. Les tiembla la mano de impaciencia cuando rascan el fósforo y lo llevan hasta los papeles estrujados en el centro, prendiendo en cuantos sitios pueden antes de que las astillas empiecen a restallar. Se sientan entonces en cuclillas y observan cómo se tragan las llamas las paredes de la cabaña. Sus caras expresan una completa reverencia.
Mi mujer entra en la habitación y elogia el buen fuego, sabiendo que es para mí un motivo de orgullo. Se tumba en el sofá con un libro, pero no lee. Yo tampoco leo el mío. Contemplo el fuego, contemplo la luz cambiante en las caras de mi familia. Trato de sentirme en casa, y me siento casi por completo en casa. Éste es el momento con el que sueño cuando estoy lejos; éste es el hogar de mis sueños. Pero en el corazón de este hogar me sorprendo tenso, como si temiera que me estuvieran engañando. Como si creer de verdad en él lo hiciera desvanecerse, como una voz que me sacara del sueño.