PAÍS RELATO

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tobias wolff

dos chicos y una chica

Gilbert la vio primero. Fue a finales de junio, en una fiesta. Estaba sola en el patio trasero, tumbada en una hamaca, cuando él se acercó a buscar una cerveza a la nevera. Intentó encontrar algo que decirle, pero daba la impresión de estar tan a gusto sola, y temió parecerle indiscreto y obvio. Luego la volvió a ver dentro: una chica de piel pálida y pelo y ojos oscuros con manchas de carmín en los dientes. Estaba bailando con el mejor amigo de Gilbert, Rafe. A la noche siguiente estaba con Rafe cuando éste pasó a recogerlo para ir a otra fiesta, y de nuevo a la siguiente. Se llamaba Mary Ann.
Mary Ann, Rafe y Gilbert. Aquel verano fueron a todas partes juntos: a las fiestas, al cine, al lago, a las piscinas de los amigos, o se montaban en el coche y se iban sin rumbo fijo cuando Gilbert salía de trabajar en la librería de su padre. Gilbert no tenía coche, así que era Rafe quien conducía; su abuelo le había dado su viejo Buick descapotable, que había conservado en un estado impecable, como premio por haber aprobado los exámenes de entrada en Yale. Mary Ann se recostaba contra él, poniendo los pies descalzos en el salpicadero, y Gilbert iba repantigado como un pacha en el asiento trasero y les pasaba las cervezas mientras hacía comentarios irónicos sobre todo lo que le llamaba la atención.
Gilbert era muy irónico. En la revista del instituto donde habían sido compañeros de clase él y Rafe, lo eligieron el «alumno más cínico del año». Eso le gustó. Gilbert creía que el desencanto era la consecuencia natural, la obligación incluso, de las mentes que podían ver la verdadera naturaleza de las cosas por debajo de la versión oficial. Se propuso no creerse nada, no respetar autoridad alguna salvo la que le dictaba su propio criterio y hacer gala de una elegante imperturbabilidad frente a los más horrendos crímenes y locuras, especialmente las de los corruptos.
Aunque parecía estar ocupada con Rafe, Mary Ann escuchaba lo que decía Gilbert. Éste lo sabía, y también sabía cuándo lograba impresionarla. En esas ocasiones apretaba los puños, parpadeaba sin parar y en la pálida piel del cuello le salía una mancha roja, intensa como un antojo. No era difícil asombrar a Mary Ann. Su padre, que era capitán de la Guardia de Costa, era la persona más cuadriculada que Gilbert había visto en su vida. Una noche en la que él y Rafe estaban esperando a Mary Ann, el capitán McCoy se fijó en sus sandalias y le preguntó que qué opinaba de los beatniks. La señora McCoy tenía muñecas por toda la casa y cuadros con fotos de gatos y de Tierra Santa y de perros jugando al póker, y en los cuartos de baño, esos aparatitos que se meten en el wáter y ponen el agua azul. Gilbert se compadecía de Mary Ann siempre que meaba en su casa.
A primeros de agosto, Rafe se fue a pescar a Canadá con su padre. Le dejó a Gilbert las llaves del Buick y le dijo que cuidara de Mary Ann. Gilbert lo consideró como aquello que el protagonista de una película de guerra le dice a su compañero de parranda antes de partir a una misión importante.
Rafe le dio instrucciones en su habitación mientras preparaba el equipaje. Gilbert estaba tumbado en la cama cuan largo era, mirándolo. Quería hablar, pero Rafe había puesto los seis discos de I Pagliacci; Gilbert no podía creerse que le gustara de verdad, pese a que Rafe emitía de vez en cuando una especie de tarareo como si se supiera de memoria la partitura. Gilbert pensaba que le había dado por la ópera igual que el invierno pasado le había dado por jugar al squash, como algo pasajero. Se recostó y guardó silencio. Rafe se ocupaba de su equipaje; se movía con gracia y precisión y reunió todo su equipo de pesca sin dar pasos inútiles o dudar sobre dónde estaban las cosas. En un momento dado se aproximó al espejo y se observó como si estuviera solo en el cuarto, y a Gilbert le sorprendió su propia irritación. Entonces Rafe se volvió hacia él y tiró las llaves del coche sobre la cama y dijo su famosa frase relativa a que cuidara de Mary Ann.
Al día siguiente Gilbert se paseó él solo al volante del Buick por toda la ciudad. Aparcó en doble fila delante de Nordstrom’s y se quedó allí un rato con la capota abierta, fumando y viendo salir a las mujeres como si estuviera esperando a alguna. De vez en cuando miraba el reloj y fruncía el ceño. Luego se fue a uno de los muelles del puerto y saludó con la mano a una pasajera del ferry de Victoria. La mujer estaba mirando al agua y no reparó en él hasta que no levantó la vista al salir el barco de la rada y lo sorprendió mandándole un beso. Entonces se retiró de la barandilla y desapareció de su vista. Luego Gilbert se fue a La Luna, un bar cerca de la universidad donde sabía que no lo multarían, y se sentó en una mesa desde la que podía vigilar el coche. Cuando el bar se llenó de gente, salió, subió la capota y comprobó el aceite, justo delante del ventanal más grande del local. «Este maldito cacharro se bebe el aceite como si fuera agua», dijo mirando a una pareja que pasaba en ese momento. Luego se montó en el coche y se alejó con la expresión de un hombre que ha de llevar a cabo una misión importante y no del todo placentera. Se paró y compró cigarrillos en dos drugstores distintos. Desde el segundo drugstore telefoneó a su casa, le dijo a su madre que no iría a cenar y le preguntó si había correo. No, le respondió su madre, nada. Gilbert cenó en un drive-in, ligó un rato y luego subió al mirador de Alki Point y se sentó sobre el capó del Buick, fumando con una pose filosófica, melancólica, e ignorando deliberadamente a las chicas que ocupaban al lado de sus novios los coches aparcados cerca del suyo. Una espesa niebla subía desde el estrecho. Las luces de la ciudad empezaron a desdibujarse al otro lado del agua, y se oyó la sirena del faro. Gilbert tiró la colilla del cigarrillo entre las sombras y se frotó los brazos desnudos. Cuando llegó a casa llamó a Mary Ann, y quedaron para ir al cine al día siguiente.
Después de la película Gilbert llevó a Mary Ann a casa, pero al llegar, en lugar de bajarse del coche, ella se quedó sentada donde estaba y siguieron charlando. Era fácil, más fácil de lo que se había imaginado. Cuando estaba Rafe, Gilbert lo utilizaba como mediador para hablar con Mary Ann y así no tenía inconveniente en ser chistoso o profundo o escandaloso. En los pocos momentos en los que habían estado solos, esperando a que Rafe se uniera a ellos, siempre se había quedado mudo, con algo parecido al pánico. Se devanaba los sesos en busca de algo que decir y todo lo que sugería sonaba tenso y brusco. Pero no sucedió eso, no aquella noche.
Llovía mucho. Cuando Gilbert vio que Mary Ann no tenía prisa por irse, apagó el motor. Permanecieron sentados a la débil luz marina de la radio, y en sus caras se reflejaban las sombras líquidas de la lluvia que corría por los cristales. Ráfagas de lluvia golpeaban la capota, pero el interior era caliente y acogedor, como una tienda de campaña durante una tormenta. Mary Ann le hablaba de la escuela de enfermería, de su miedo a no estar a la altura que exigían en las asignaturas más difíciles, especialmente en anatomía y fisiología. Gilbert pensó que se estaba mostrando ritualmente humilde y dijo: Venga, seguro que las apruebas con la gorra.
No sé, dijo ella. Sencillamente no lo sé. Y luego le contó lo mal que le había ido aquel año en ciencias y matemáticas y que dos de sus profesores habían ido personalmente a hablar con la comisión de admisión de la escuela de enfermería para ayudarla a entrar. Gilbert vio que tenía realmente miedo de suspender y que no le faltaban razones para tenerlo. Después de que ella le contara todo esto, Gilbert comprendió que le hubiera costado aprobar en el instituto. No tenía ese tipo de rapidez; no era lista. Era una persona muy simple.
Mary Ann se recostó en el extremo del asiento y se quedó mirando la lluvia. Parecía triste. Gilbert pensó en hacerle una caricia en la mejilla con el dorso de la mano para animarla. Esperó un momento y luego le contó que no era exactamente cierto que todavía no hubiera decidido si iba a ir a la Universidad de Washington o a Amherst. Tendría que haber aclarado antes aquel malentendido. La verdad era que no lo habían admitido en Amherst. Había logrado llegar a la lista de espera, pero a sólo tres semanas de que empezara el curso, calculaba que las probabilidades de entrar eran prácticamente nulas.
Ella se volvió y lo miró. Gilbert no le veía los ojos. Eran dos pozos oscuros con un leve destello de luz en el fondo. Le preguntó por qué no había entrado.
Gilbert tenía un sinfín de respuestas para esta pregunta. Cada día pensaba alguna nueva, y estaba harto de todas ellas. Dejé de estudiar. Pasé absolutamente de todo.
Pero deberías haber podido elegir la universidad que quisieras. Tienes inteligencia para ello.
Eso debe ser la impresión que doy con mi manera de hablar, supongo. Sacó un cigarrillo y tamborileó en el volante con el filtro. No sé por qué fumo estos malditos cigarrillos, dijo.
Te gustan porque te dan pinta de intelectual.
Supongo. Lo encendió.
Ella lo miró fijamente mientras daba la primera chupada. Te importa que dé una calada, dijo. Sólo una.
Sus dedos se tocaron cuando él le pasó el cigarrillo.
Vas a ser una enfermera estupenda, le dijo.
Ella dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo lentamente.
Los dos se quedaron unos instantes callados.
Tengo que irme ya, dijo ella.
Gilbert la vio atravesar el jardín hasta la casa. No metió la cabeza entre los hombros ni corrió, sino que avanzó con calma bajo la recia lluvia, como si fuera una noche cualquiera. Gilbert esperó hasta que la vio entrar, luego puso la radio y arrancó. En el cigarrillo había quedado el sabor del carmín.
Cuando la llamó desde el trabajo al día siguiente, contestó su madre y le dijo que esperara. Mary Ann llegó sin aliento al teléfono. Le dijo que estaba fuera subida a la escalera, ayudando a su padre a pintar la casa. ¿Y tú? ¿Qué pasa?
Sólo tenía curiosidad por saber qué hacías, dijo él.
Esa tarde la llevó a La Luna, y la siguiente también. Las dos veces se sentaron en el mismo sitio, al lado de la máquina de discos. Don’t Think Twice, It’s All Right acababa de salir, y Mary Ann lo estuvo poniendo sin parar mientras charlaban. La tercera noche, unos tipos vestidos con la indumentaria de jugar al béisbol estaban sentados en su mesa cuando llegaron ellos. A Gilbert le molestó y se dio cuenta de que a ella también le había molestado. Se sentaron en la barra un rato, pero todo el mundo los empujaba al pedir sus consumiciones. Decidieron ir a otro sitio. Gilbert estaba pagando su Tab, cuando los jugadores de béisbol se levantaron para irse, y Mary Ann ocupó la mesa justo antes que una pareja mayor que ellos que llevaba un rato esperando.
Estábamos nosotros antes, le dijo la mujer a Mary Ann, mientras Gilbert se sentaba frente a ella.
Ésta es nuestra mesa, le dijo Mary Ann, en un tono meramente informativo, afable.
¿Y cómo es eso?
Mary Ann miró a la mujer como si le hubiera hecho una pregunta verdaderamente excéntrica. Bueno, no sé, dijo. Sencillamente es así.
Más tarde, la forma en que Mary Ann había dicho «nuestra mesa» volvería recurrentemente a su cabeza. Recopilaba este tipo de observaciones y las sopesaba cuando no estaba junto a ella: su jadeo cuando llegaba al teléfono, la costumbre que había tomado de dar caladas a sus cigarrillos y de utilizar sus monedas para poner discos en la máquina, su manera de escucharlo, con tal credulidad que a él se le hacía imposible tirarse el rollo o pedir disculpas o decir cosas sencillamente para impresionar. Con Mary Ann no podía ser chistoso. Ella siempre pensaba que él quería decir literalmente lo que estaba diciendo, y entonces tenía que pararse y explicarle que en realidad se refería a otra cosa. Su ironía empezó a sonar débil y un tanto envidiosa. Sonaba inconsistente y poco varonil.
Mary Ann no le daba oportunidad para ello. Se lo tomaba en serio. Apuntaba los nombres de los libros de los que hablaba: En el camino. El extranjero. El manantial y algunos otros que él no había leído y que sólo conocía por el título, pero que pensaba leer en cuanto tuviera tiempo. Lo escuchaba atentamente cuando le explicaba por qué no valían la pena Barry Goldwater y el Selecciones del Readers Digest y los programas de televisión que le gustaban a ella, y luego admitía que probablemente tenía razón en lo que decía. En el solemne silencio con que lo escuchaba, se oyó decir cosas que no había dicho a nadie, confesando unas esperanzas tan poco plausibles que apenas se las había confesado a sí mismo. Muchas veces se sorprendió de su propia sinceridad. Pero se abstuvo de hablarle a Mary Ann de aquello en lo que más pensaba realmente y que suponía que ella ya sabía, por miedo a que tal vez no lo supiera o no estuviera dispuesta a admitirlo. Una vez dicho, todo cambiaría, para todos ellos, y no tenía la intención de correr ese riesgo.
Salieron todas las noches salvo dos, una en que Gilbert tuvo que quedarse a trabajar después de la hora de cerrar y otra en la que el capitán McCoy había invitado a cenar a Mary Ann y a su madre. Vieron un par de películas más y fueron a una fiesta y a La Luna y recorrieron en coche la ciudad. Las noches eran cálidas y claras y Gilbert bajaba la capota y se metía en el carril de la derecha. Antes siempre le había intrigado e impacientado que Rafe condujera tan despacio. Ahora sabía por qué. Ir al volante de un descapotable con una chica al lado significaba estar en una posición a la que sólo un loco se apresuraría a poner fin. Conducía despacio por la orilla del lago, se dirigía despacio al centro, subía hasta la zona de los miradores y luego volvía a casa de Mary Ann. Las primeras noches se quedaban en el coche charlando. Luego, Mary Ann lo invitó a entrar.
Él hablaba; ella hablaba. Ella le contaba de su hermana pequeña, Colleen, que había muerto de leucemia hacía dos años, y cuya larga y penosa enfermedad había unido a la familia y le había dado la idea de hacerse enfermera. Le hablaba de sus amigas del colegio y de las monjas que le habían dado clase. Le hablaba de sus padres y de sus abuelos y de Rafe. Toda su conversación giraba en torno a sus afectos. El entusiasmo incondicional solía aburrir a Gilbert, pero Mary Ann no cantaba las alabanzas de nadie —eso le parecía a él— para hacerlas extensivas a su propia persona o para disimular un secreto rencor, sino porque ésa era su forma de ser. Así era ella, y por eso le gustaba, igual que le gustaba que no dudara de lo que le contaba él sino que confiaba abiertamente, como los niños. Había aprendido sola a tocar la guitarra y a veces aceptaba tocar una canción para él, viejas baladas de mineros y de jóvenes honestos que morían en la horca por cazar furtivamente y de nobles mujeres que ahogaban a sus criaturas. Gilbert se daba cuenta de que Mary Ann se emocionaba con aquellas letras; tanto que se le quebraba la voz y en esos momentos se mordía el labio y bajaba la vista. Mary Ann ponía discos de folk y los escuchaba con los ojos cerrados. También le gustaban Roy Orbison y los Fleetwoods y Ray Charles. Una noche, volvía de la cocina con un plato de dulces justo cuando empezaba a sonar Born to Lose. Gilbert se puso en pie y le ofreció una mano, haciendo una floritura de la que ella se podría haber reído si hubiera querido. Ella dejó el plato y tomó su mano y empezaron a bailar, un poco agarrotados primero, guardando las distancias, y más relajados y juntos al cabo de un momento. Se acoplaban perfectamente. Perfectamente. Gilbert sintió el roce de las caderas y de los muslos de Mary Ann, el calor de su piel. Su cálida mano se tensó dentro de la suya. Aspiró el aroma a agua de lavanda y la soleada fragancia de sus cabellos y el leve olor salino de su cuerpo. Los aspiró una vez y otra y otra. Y entonces sintió que se le empinaba contra el cuerpo de la chica, de tal modo que está tenía que darse cuenta, no tenía más remedio que darse cuenta, y esperó el momento en que se apartara. Pero ella no se apartó. Permaneció arrimada a él hasta que acabó la canción y unos instantes después. Entonces se separó, se soltó de la mano de Gilbert y con una voz ronca le preguntó si quería un dulce. Estaban frente a frente, pero ella se las arregló para no mirarlo.
Luego, tal vez, dijo él, y volvió a ofrecerle su mano. ¿Me concede este honor?
Mary Ann se alejó hacia el sofá y se sentó. Soy tan torpona.
No, no lo eres. Bailas muy bien.
Ella movió la cabeza, disintiendo.
Él se sentó en una silla, frente a la chica. Ella seguía sin mirarlo. Juntó las manos y se las quedó mirando.
Entonces dijo: ¿Por qué el padre de Rafe está siempre pinchándole?
No lo sé. No hay ninguna razón especial. Mala química, supongo.
Es como si creyera que no sabe hacer nada a derechas. Su padre no le deja solo, ni siquiera cuando estoy yo allí. Estoy segura de que lo pasa fatal.
Era verdad que ni el padre ni la madre de Rafe parecían estar a gusto con su hijo. Gilbert no tenía ni idea de a qué se debía. Pero era un poco raro sacar este tema así, de repente, y que ella estuviera de pronto a punto de llorar. No te preocupes por Rafe, dijo. Rafe sabe cuidarse.
El carillón del reloj de la entrada tocó las Campanas de Westminster y luego dio doce campanadas. El reloj había sido construido a juego con el resto de la sala, y su sonido, enlatado y falso, ponía a Gilbert enfermo. Toda la casa le atacaba los nervios: los cuadros, los muebles de estilo colonial, la única estantería, llena de ediciones abreviadas. Era como la casa en la que hacían prácticas de americanos los espías rusos.
Es injusto, dijo Mary Ann. Rafe es un cielo.
Es buena gente, Rafe, dijo Gilbert. Sin duda. Uno de los mejores tipos.
Es el mejor.
Gilbert se levantó para irse y Mary Ann lo miró un poco alarmada. Se puso de pie y lo siguió hasta el porche. Él se volvió al llegar a la cancela y ella lo estaba mirando con los brazos cruzados sobre el pecho. Llámame mañana, dijo. ¿Vale?
Estaba pensando en quedarme a leer un poco, dijo él. Y luego continuó: Veremos. Veremos qué pasa.
A la noche siguiente fueron a la bolera. Fue idea de Mary Ann. Ella jugaba muy bien e iba claramente a ganar. Cada vez que lograba derribar todos los bolos, echaba la cabeza atrás en un aullido triunfal. No estaba de acuerdo con cómo anotaba los puntos Gilbert, hasta que éste se puso nervioso y le dijo que siguiera haciéndolo ella, lo que ella aceptó sin un asomo siquiera de protesta. Una vez que falló al tirar la bola arguyo que había resbalado en el suelo húmedo e insistió en volver a lanzar. Él no se lo permitió, comprendió que lo despreciaría si la dejaba hacerlo, pero su descaro le puso más contento de lo que había estado el resto del día.
Cuando aparcó delante de su casa, Mary Ann dijo: La próxima vez te daré algunos consejos. No habrías jugado del todo mal, de haber sabido lo que estabas haciendo.
Al oír ese «la próxima vez», Gilbert apagó el motor y se volvió a mirarla. Mary Ann, dijo.
Nunca había dicho tanto.
Ella lo miró de frente y no respondió. Luego dijo: Tengo sed. ¿Te apetece un zumo o algo? Antes de que Gilbert pudiera contestar, añadió: Tendremos que sentarnos fuera, ¿vale? Anoche creo que despertamos a mi padre.
Gilbert esperó en las escaleras mientras Mary Ann subía a la casa. Había varias latas de pintura y brochas colocadas en la barandilla del porche. El capitán McCoy lijaba y pintaba cada año un lado de la casa. Ese año le tocaba al frente. Era típico de él hacer todas las tareas más lentas y pesadas de lo que eran. Una vez Gilbert había ayudado al capitán a triturar el hielo para las bebidas. Y así era cómo lo hacía el capitán: tomaba un cubito y le daba con el martillo hasta pulverizarlo. Luego cogía otro cubo. Y luego otro. Etcétera. Cuando Gilbert envolvió el equivalente a toda una bandeja en un paño de cocina y empezó a golpearlo contra la encimera, el capitán le quitó el paño de las manos. ¡Ésta no es la forma de hacerlo!, le dijo. Buscó otro martillo para Gilbert y los dos se pusieron a machacar cubito a cubito, al unísono.
Mary Ann salió con dos vasos de zumo de naranja. Se sentó al lado de Gilbert y los dos bebieron mirando al Buick, reluciente a la luz de la farola de la calle.
Mañana no trabajo, dijo Gilbert. ¿Te apetece que vayamos a algún sitio?
Qué pena. Claro que me gustaría, pero le he prometido a mi padre que le pintaría la cerca.
Pues entonces pintaremos.
No te preocupes. Es tu día libre. Haz algo que te apetezca.
Pintar, por ejemplo.
Algo que te guste, bobo.
Me gusta pintar. De veras, me encanta.
Gilbert.
Fuera de bromas. Me encanta pintar. Pregúntales a mis padres. En cuanto tengo un minuto libre me pongo a pintar.
Para divertirte.
¿A qué hora empezamos, entonces? Hace sólo tres horas que terminé de pintar mi última cerca y, mira, ya me está empezando a temblar la mano.
¡Ya, vale! No sé. Cuando sea. Después de desayunar.
Se terminó el zumo y apretó el vaso entre las manos, girándolo. Mary Ann.
Sintió que vacilaba. ¿Qué?
Siguió girando el vaso. ¿Qué opinan tus padres de que salgamos tanto juntos?
No les importa. Creo que están contentos, en realidad.
Yo no soy exactamente su tipo.
¡Ajá! Pues en eso no te equivocas.
¿Por qué están contentos, entonces?
Porque no eres Rafe.
¿Es que no les gusta Rafe?
¡Oh!, claro que les gusta, un montón. Un montón, de verdad. Siempre están con que es el hijo que les habría gustado haber tenido y todo eso. Pero mi padre cree que vamos demasiado en serio.
Ya. Demasiado en serio. De modo que yo soy la solución cómica.
No digas eso.
¿No soy la solución cómica?
No.
Gilbert reposó los codos en el escalón de detrás. Miró al cielo y dijo lentamente: En un par de días estará de vuelta.
Ya lo sé.
¿Y entonces qué?
Mary Ann inclinó el cuerpo y se quedó con la vista fija en el patio, como si hubiera oído un ruido.
Él esperó un momento, totalmente alerta. ¿Y entonces qué?, repitió.
No sé. Tal vez… No sé. Estoy muy cansada. Vienes mañana, ¿no?
Si eso es lo que quieres.
Dijiste que vendrías.
Sólo si quieres que venga.
Sí, sí que quiero.
Pues vale. Mañana nos vemos, entonces.
De vuelta a casa, Gilbert se paró en una cafetería. Se tomó un trozo de tarta de manzana y un café viendo pasar los coches. Suponía que todo el que le viera pensaría que presentaba un aspecto bastante trágico, sentado solo frente a una taza de café, el humo del cigarrillo enroscándose delante de su cara. Y el caso es que quien lo pensara estaría en lo cierto. Estaba a punto de traicionar a su mejor amigo. Separar a Rafe de las dos personas en las que más confiaba, separarlo, creía él, de la idea misma de la confianza. También se traicionaría a sí mismo: a su idea de que, bajo su petulancia, era leal e inquebrantable. Y sabía lo que iba a hacer. Por eso era tan trágico todo aquello, porque sabía lo que estaba haciendo y no podía evitarlo.
Había pensado mucho en ello. Podía darse multitud de razones. Rafe y Mary Ann habrían terminado rompiendo antes o después. Rafe se iba a ir. Él no lo sabía, pero los dejaría atrás. Tendría nuevos compañeros, tipos ricos que le invitarían a pasar las vacaciones con sus familias, que le llevarían a esquiar, a hacer vela. Iría de chaqué a los bailes de debutantes, en donde conocería chicas de Smith y de Mount Holyoke, estudiantes de filosofía, estudiantes de filología, chicas con ideas propias que leían los mismos libros que leía él y muchos otros, que podían decir cosas que él no esperaría oírles decir. Se interesaría por una de esas chicas e iría a verla con sus amigos a su universidad. Ella iría a New Haven. Se citarían en Boston y en Nueva York. Conocería a sus padres. Y el primer día de su siguiente viaje a casa, el honrado Rafe entraría en casa de Mary Ann y saldría media hora después con cara de pena y el corazón dando saltos de alegría. No volvería a venir mucho, después de eso. ¿Qué le haría venir? No sus padres, desde luego, semejantes cocodrilos. No Mary Ann. ¿Él? ¿El bueno de Gilbert? Por favor.
¿Y Mary Ann? ¿Qué pasaría con Mary Ann? ¿Qué sería de su sencillez y de su buen corazón después de que Rafe la engañara y luego la dejara sin más ni más? ¿Sospecharía lo que iba a pasar, se guardaría de Rafe? Gilbert tenía razón en hacer cualquier cosa para impedir que eso llegara a suceder.
Éstas eran las razones, y eran buenas razones, pero Gilbert no podía utilizarlas. Sabía que haría lo que iba a hacer aunque Rafe se quedara y fuera a la misma universidad que él o aunque Mary Ann fuera más calculadora. Las razones siempre tenían un objetivo, aparentar que había una lucha entre los buenos principios y el deseo. Pero no había habido lucha alguna. Los buenos principios funcionaban sólo hasta que descubrías lo que querías por encima de todo.
El capitán McCoy ayudaba a la señora McCoy a entrar en el coche cuando Gilbert paró detrás de ellos. El capitán esperó a que su mujer se colocara el vestido y luego cerró la puerta y caminó hacia el Buick. Gilbert fue a su encuentro.
Mary Ann me ha dicho que la vas a ayudar a pintar la cerca.
Sí, señor.
No es mucho… No debería llevaros mucho tiempo.
Los dos miraron la cerca, casi dos metros de postes blancos a lo largo de la acera. Mary Ann apareció en el porche y saludó, «hola», con un gesto.
El capitán McCoy dijo: ¿Te importaría ir a recoger la pintura? Es en el Gliden de la calle California. Sólo tienes que dar mi nombre. Abrió la puerta de su coche y luego volvió a mirar la cerca. Raspadla bien. Ése es el secreto. Raspadla bien y lo demás será coser y cantar. Y procurad que no caiga pintura en el césped.
Mary Ann salió a la acera y agitó el brazo para despedir a sus padres, que ya se alejaban. Dijo que iban a Bremerton a ver a su abuela. Bueno, dijo. ¿Quieres un café o algo?
No, no me apetece.
La siguió por el jardín. Se había puesto unos pantalones cortos. Tenía las piernas muy blancas y se doblaban de una forma especial para subir las escaleras del porche. El capitán McCoy había dejado dos espátulas y dos brochas sobre la barandilla, las cuatro perfectamente alineadas. Mary Ann le dio una espátula a Gilbert y volvieron a la cerca. ¡Qué día más bueno!, dijo ella. ¿Verdad que hace un día maravilloso? Se arrodilló a la derecha de la cerca y empezó a rascar. Luego se volvió para mirar a Gilbert que la estaba observando y dijo: ¿Por qué no empiezas tú por el otro lado? Veremos quién acaba antes.
No había mucho que rascar, algunos desconchones, algunas pompas aquí y allá. Esta cerca está en muy buen estado, dijo Gilbert. ¿Por qué la pintáis?
Va con el frente. Cuando pintamos el frente, siempre hacemos la cerca.
No lo necesita. Sólo necesita unos retoques.
Ya me lo supongo. Papá quería que la pintáramos, sin embargo. Siempre la pinta cuando pinta el frente.
Gilbert miró la casa, de un blanco resplandeciente, el brillante césped sin una mala hierba y segado como un pelo cortado al cepillo.
Adivina quién ha llamado esta mañana, dijo Mary Ann.
¿Quién?
¡Rafe! Han salido antes porque anunciaban tormentas. Estará aquí esta noche. Parecía muy contento. Me dijo que te dijera hola.
Gilbert recorrió el poste con la espátula, arriba y abajo.
Me gustó oírlo. Dijo Mary Ann. ¡Ojalá hubieras estado aquí para hablar también con él!
Pasó un niño montado en bicicleta; había puesto algunos naipes en los radios.
Deberíamos hacer algo, dijo Mary Ann. Sorprenderlo. Tal vez podríamos llevarle el coche a su casa, y esperar allí a que llegue. ¿No estaría bien?
¿Y cómo vuelvo yo a mi casa entonces?
Te puede llevar Rafe.
Gilbert se sentó y observó a Mary Ann. Iba por la mitad de su parte de la cerca. Esperó que se volviera y le mirara de frente. Pero en lugar de ello agachó la cabeza para rascar una zona casi pegada al suelo. El pelo le cayó hacia delante, dejándole la nuca al descubierto. Tal vez podrías invitar a alguien, dijo Mary Ann.
Invitar a alguien, ¿qué quieres decir, una chica?
Pues claro. Sería estupendo que tuvieras una amiga. Sería perfecto.
Gilbert tiró la espátula contra la cerca. Vio que Mary Ann se quedaba de una pieza. No sería perfecto, dijo. Como ella seguía sin volverse, él se levantó, cruzó el jardín y atravesó la casa hasta la cocina. Estuvo un rato yendo y viniendo de un extremo al otro de la habitación. Fue al fregadero, se bebió un vaso de agua y se quedó parado con las manos apoyadas en la encimera. Se dio cuenta de lo que estaba imaginándose Mary Ann: ellos dos sentados en el descapotable; ella saltando fuera al ver llegar a Rafe, el abrazo salvaje. Rafe sin afeitar, oliendo a aire libre y a humo, un tanto desconcertado por toda esa efusión delante de su padre, pero también halagado y divertido. Y mientras tanto Gilbert lo miraría todo fríamente, con las manos en los bolsillos, preparado para decir con un tono malicioso y burlón las palabras que habían de comunicar a Rafe que todo seguía como antes. Así era como lo veía ella. Como si nada hubiera sucedido.
Mary Ann acababa de terminar su parte cuando Gilbert salió de la casa. Voy a ir a recoger la pintura. No creo que quede mucho que rascar en mi parte, pero échale un vistazo.
Ella se puso de pie y trató de sonreír. Gracias, dijo.
Vio que había llorado y esto no lo ablandó, sino que lo afirmó en su decisión.
Mary Ann ya había extendido la lona por debajo de la cerca para que la pintura no goteara en el césped. Cuando Gilbert abrió la lata, ella se echó a reír y dijo: ¡Mira! Te han dado el color equivocado.
No, es exactamente el color que es.
Pero si es rojo. Necesitamos blanco. Como está ahora.
No, no necesitas que sea blanco, Mary Ann. Créeme.
Ella puso cara de duda.
Rojo es el color perfecto. No es por ofender, pero el blanco es la peor elección que se pueda hacer.
Pero la casa es blanca.
Exactamente, dijo Gilbert. También lo son las casas de al lado. Pintando tú también la cerca de blanco lo único que consigues es algo la mar de aburrido. Parece un hospital, ¿sabes lo que digo?
No sé. Supongo que es demasiado blanco.
El rojo hará contraste y entona con los ladrillos del sendero. Es exactamente lo que necesitáis aquí.
Bueno, tal vez. El caso es que me parece que no debo hacerlo. No esta vez. La próxima, a lo mejor, si quiere mi padre.
Mira, Mary Ann. Lo que quiere tu padre es que uses la cabeza.
Mary Ann miró de reojo la cerca.
Tienes que confiar en mí, ¿vale?
Se mordió el labio inferior, y luego asintió con la cabeza. Vale. Si tú estás seguro.
Gilbert introdujo la brocha en el bote. Ya bastante blandengue es el mundo por sí solo. La gente no para de hablar de la banalidad de la maldad, pero ¿y la maldad de la banalidad?
Estuvieron pintando toda la mañana y parte de la tarde. De vez en cuando Mary Ann daba unos pasos atrás y consideraba lo que habían hecho. Al principio se guardaba para ella lo que pensaba. Pero cuanto más pintaban, más tenía que decir. Cuando estaban terminando, salió a la calle y se quedó en jarras mirando la cerca. Es interesante, ¿verdad? Distinta, realmente. Ya veo lo que dices de que entona con los ladrillos. Pero qué chillón es.
Es perfecto.
¿Crees que le gustará a mi padre?
¿A tu padre? Le volverá loco.
¿Tú crees? ¿De verdad, Gilbert? ¿De verdad?
Espera a ver qué cara pone.