No es fácil llegar al Hospital Público de Alta Vista desde La Jolla, a menos que vayas en coche o que te dé un ataque de nervios. Al padre de April le dio un ataque de nervios y quienes se lo llevaron lo depositaron allí en menos que canta un gallo. Más tiempo les llevó el viaje a April y a su madrastra; tuvieron que tomar dos autobuses distintos y subir andando la empinada y sinuosa cuesta del hospital, que luego tuvieron que bajar al terminar la visita. Apenas pasaron coches por la carretera y no se paró ninguno para ofrecerse a acercarlas hasta algún sitio. April no se lo tomó a mal. Probablemente se imaginaban que ella y Claire eran pacientes del hospital que habían salido a dar una vuelta. Eso es lo que habría pensado ella misma si las hubiera visto a las dos subiendo o bajando la cuesta. Las hubiera mirado y hubiera seguido su camino.
Claire era alta y andaba muy erguida. Llevaba un elegante traje gris, zapatos de tacón alto y un sombrero de ala ancha. Los tacones la obligaban a ir un poco envarada, pero su paso era resuelto y señorial. «Buque insignia»: así la llamaba el padre de April cuando le pedía que hiciera una demostración de brío y equilibrio. April la seguía como podía. De cuando en cuando se paraba para recobrar el aliento, de modo que se quedaba rezagada y entonces tenía que apurar el paso para alcanzarla. April era una chica baja y musculosa, de andares hombrunos. La luminosa calina del verano le hacía fruncir el ceño. Tenía las manos enrojecidas. Iba vestida con un traje sin mangas amarillo estampado con flores negras, que se ponía a sabiendas de que era muy feo, porque así la gente se fijaba en ella.
Pasaron dos coches, cuyos neumáticos sonaron sobre el asfalto caliente como cuando se despega una cinta adhesiva. El padre de April había vendido su Volkswagen por nada prácticamente unos días antes de que lo internaran en el hospital, y Claire ni siquiera consideró la posibilidad de comprar otro. Tenía algo de dinero en el banco, pero lo estaba ahorrando para hacer un viaje a Italia con su hermana cuando el padre de April saliera del hospital.
Claire había estado callada durante casi toda la visita, dallada y nerviosa, y ahora que había pasado no podía ocultar el alivio que sentía. Quería charlar. Dijo que el médico con el que habían hablado le recordaba a Walt Darsh, el que había sido su marido en la Era Terciaria. Así era como localizaba en el tiempo todo lo que le había sucedido en el pasado: «En la Era Terciaria». April sabía que quería que le dijeran que todavía estaba de muy buen ver, y no habría mentido al decirlo, pero esta vez no dijo nada.
Ya había oído hablar de Walt Darsh antes, de su infidelidad y de su crueldad. Aunque solían ser interesantes, las historias que contaba Claire turbaban a April, le dejaban una sensación de extrañeza. Nada más empezar Claire a contar su historia, April dijo:
—¿Y por qué te casaste con él si era tan malo?
Claire no respondió de inmediato. Aminoró el paso e inclinó pensativamente su largo cuello, dando muestras de que un nuevo y difícil problema ocupaba toda su atención. Miró a April y luego apartó la vista.
—Por el sexo —dijo.
April veía refulgir los parabrisas a lo lejos. En la parada del autobús había un banco; cuando llegaran se tumbaría, cerraría los ojos y fingiría quedarse dormida.
—No es fácil de explicar —dijo Claire, como si April la estuviera forzando a hablar—. No era su físico. No se puede decir realmente que Darsh sea guapo. Tiene una cara maliciosa, puntiaguda… un poco zorruna. ¿Sabes lo que digo? No es sólo la forma de la cara, sino cómo te mira, siempre con una sonrisita, como si te hubiera cogido in fraganti.
Claire se detuvo bajo la sombra de un árbol. Se quitó el sombrero, se retiró el cabello, se metió dos mechones sueltos detrás de las orejas y se lo volvió a poner, colocándoselo exactamente en la misma posición en la que lo llevaba antes. Buscó un Kleenex en el bolso y se limpió el rabillo del ojo, donde se le había corrido el rímel. Claire tenía el don, misterioso para April, de saber, incluso sin mirarse al espejo, qué aspecto tenía. A April su cara le resultaba siempre una sorpresa, siempre un poco diferente de cómo la había imaginado.
—Claro que eso también puede ser atractivo —dijo Claire—, que te miren así. En la mayoría de los hombres resulta molesto, pero no tiene por qué molestarte siempre. En el caso de Darsh era atractivo. De modo que supongo que se podría decir que fue por su mirada, exactamente por su forma de mirar. ¿Lo entiendes?
April lo entendía. También veía cómo Claire se complacía en sus propias palabras. No le gustaba el cariz que había tomado la conversación, pero no podía hacer nada para evitarlo, porque era culpa suya el que Claire creyera que estaba madura para hablar libremente de este tema. Durante los últimos meses, Claire había decidido que April se acostaba con Stuart, el chico con el que estaba saliendo. No era ése el caso. De vez en cuando Stuart le hacía algún comentario al respecto, alguno de esos comentarios suyos, siempre educados, graciosos y pesimistas, pero no lo decía realmente en serio, ni April tampoco. No le había dicho la verdad a Claire porque al principio no le importaba que la vieran como una mujer experimentada. Claire se las daba de conocerlo todo; y a April le gustaba equivocarla. Claire, nunca preguntaba nada, sencillamente lo suponía, y una vez que la suposición tomaba cuerpo, no había manera de aclarar las cosas.
El ala del sombrero de Claire subió y bajó. Al parecer, Claire había tenido una idea con la que estaba de acuerdo.
—El aspecto también cuenta —dijo—, no se puede negar. Pero no lo es todo. Nunca lo es en el sexo, ¿verdad? Es un elemento más, como la técnica.
Claire se volvió y siguió bajando la cuesta, todavía con la cabeza pensativamente ladeada. April se dio cuenta de que estaba a punto de darle una clase. Claire era profesora de sociología en el mismo instituto donde su padre había sido profesor de psicología y, como él, se enrollaba con nada.
—La gente escribe sobre la técnica —dijo— como si sólo se tratara de eso; una auténtica tontería. ¿Sabes quiénes son realmente las que salen ganando con eso de la técnica? Las editoriales, ésas son las que ganan. Porque la convierten en un artículo de consumo más. La comercializan bajo la forma de un conocimiento que uno puede adquirir, igual que cómo viajar por México o cómo construirse un jardín japonés. El único problema es que no funciona. ¿Y sabes por qué no funciona? Porque convierte el sexo en una experiencia literaria.
A April le dio un ataque de risa. Sabía que esto la hacía parecer boba.
—Hablo en serio —dijo Claire—. Inmediatamente te das cuenta de que es un saber de libro. Y empiezas a imaginarte en uno de esos dibujitos esquemáticos en los que aparecen señaladas todas tus zonas erógenas, y a un personaje de cómic, muy serio y considerado, recorriéndolas una por una.
Claire volvió a pararse y, posando descuidadamente la mano en una cerca, recorrió con la vista los campos al borde de la carretera. Antiguamente, según contaba su padre, los pacientes del hospital cultivaban estos campos. Ahora en la hierba amarillenta crecían altas zarzas y matojos. Los insectos tocaban su música estridente.
—Ésa es otra de las razones por las que esos libros no valen para nada —siguió Claire—. Todos te dicen que tienes que compartir la experiencia, ser tierno, anticiparte a las necesidades de tu compañero o compañera, etcétera, etcétera. Parece la escuela dominical en la cama. No estoy bromeando, April. De eso va todo ese rollo de la técnica. No son más que escrúpulos judeo-cristianos. La Regla de Oro. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no?
—Supongo —dijo April.
—Estamos hablando de una transacción totalmente básica —dijo Claire—. Mucho más básica que prestar dinero a un amigo. Piénsalo. Prestar dinero es una actividad mucho más evolucionada. Otras especies no lo hacen. Sólo nosotros. Basta con pensar en todas las cosas que implica prestar dinero. Estabilidad social, confianza, generosidad. Imaginarte en el lugar del otro. Es una acción que entraña un grado increíble de desarrollo, un grado increíble de civilización. No tengo nada en contra. Pero mi opinión es que el sexo no tiene nada que ver con eso. El sexo no es algo civilizado. No tiene nada que ver con la generosidad.
Una ambulancia pasó lentamente a su lado. April la siguió con la vista y luego volvió a mirar a Claire, que seguía contemplando los campos. April vio su perfil bajo la sombra del sombrero, vio su cutis, fresco y seco, la compostura de su sonrisa. April vio todas estas cosas y se sintió pegajosa, atribulada, incompleta.
—Deberíamos darnos prisa —dijo.
—A decir verdad —dijo Claire—, ésa era una de las cosas que me atraía de Darsh. Era totalmente egoísta, no pensaba más que en sí mismo. Eso me excitaba. Me daba una sensación de poder. Las feministas me matarían si me oyeran decir esto, pero es verdad. ¿Nunca te he contado nuestra luna de miel?
—No —April puso un tono de desgana y resentimiento, aunque, en realidad, tenía curiosidad por saberlo.
—¿O lo del asunto de la camarera? ¿No te he contado nunca lo de la camarera?
—No —volvió a decir April—. ¿Qué pasó en la luna de miel?
—Ésa es una larga historia —dijo Claire—. Mejor te cuento lo de la camarera.
—No tienes por qué contarme nada —dijo April.
Claire siguió sonriendo, ensimismada.
—Cuando Darsh era pequeño, su madre lo llevó de viaje a Europa. El «grand tour». Era demasiado joven para hacerlo, trece o catorce años tendría, ya sabes. Para cuando llegaron a Amsterdam estaba tan harto de ver museos que no quería volver a ver un cuadro en su vida. Eso es lo que pasa cuando te empeñas en inculcar por la fuerza a los chavales ciertas nociones culturales, que terminan odiándolas. Es mejor que se aficionen ellos solos, ¿no crees?
April se encogió de hombros.
—Jane Austen, por ejemplo. Cuando estaba en octavo nos teníamos que tragar obligatoriamente Orgullo y prejuicio. Para qué decir que yo lo detestaba, porque no era capaz de ver de lo que iba realmente, todo el juego sexual que hay detrás de los buenos modales, la crítica social, la estructura económica en la que se sustenta. No había vivido lo suficiente para comprenderlo. Tienes que haber vivido algo para encontrarle sentido a un libro como ése; Bueno, en cualquier caso, cuando llegaron a Amsterdam, Darsh estaba decidido a pasar. Se quedaba en el cuarto del hotel leyendo novelas de misterio y ordenando que le subieran de comer y de beber. Una tarde una camarera entró en la habitación para limpiar la lámpara. Se subió a una escalera de mano, y desde donde estaba sentado, Darsh no podía evitar vérselo todo. Pero todo, ¿eh? Y la camarera lo sabía. Se dio cuenta de que lo sabía porque pasado un rato ni siquiera intentó disimular y se puso a mirar descaradamente. Y la camarera no dijo nada. Ni una palabra. No se inmutó. Siguió limpiando cristalito tras cristalito como si no fuera con ella. Darsh dijo que habían pasado así dos horas, lo que quiere decir que tal vez fue media, que ya es bastante tiempo, si te paras a pensarlo.
—¿Y qué pasó, luego?
—Nada. No pasó nada. De eso se trata, April. Si hubiera pasado algo se habría roto el hechizo. Se hubiera escapado toda esa increíble energía. Pero permaneció encerrada. Y ahí sigue, consumiéndose a un nivel adolescente malsano, esperando para explotar. Las camareras son una de las debilidades de Darsh. Tenía todo el atuendo; ya sabes, blusa blanca de volantes, falda negra, medias de malla negras. Es un cliché, claro. La pornografía lleva decenas de años utilizándolo. Y qué. Sigue funcionando. La mayoría de nuestros deseos son clichés, ¿no? Prêt-à-porter, talla única. Dudo que siga siendo posible desear algo verdaderamente original.
—¿Y te hacía ponerte esa ropa?
April vio que Claire se había quedado helada al oír estas palabras, como si le hubiera dicho algo hiriente y vulgar. Irguió la cabeza y reemprendió la marcha. April tardó en moverse y luego la siguió a unos pasos de distancia hasta que Claire esperó a que la alcanzara. Pasado un tiempo Claire dijo:
—No, cariño. No me obligaba a hacer nada. Es muy excitante cuando alguien desea algo mucho. Me gustaba cómo me miraba. Como si quisiera comerme viva, pero también con candor. Puede que suene un poco indigno. No es fácil describirlo.
Claire no dijo nada más. Ni April tampoco. No necesitaba que le describieran nada. Creía que podía imaginarse sin necesidad de descripción alguna cómo había mirado Darsh a Claire; de hecho se lo imaginaba perfectamente, aunque nadie la había mirado así nunca. Desde luego, no Stuart. Él le daba seguridad, seguridad y sueño. Nadie parecido a Stuart podría hacer que se sintiera despreocupada y anhelante como Darsh había hecho que se sintiera Claire en las historias que ésta le había contado. Le parecía que ya conocía a Darsh y que él también la conocía a ella: como si percibiera que había escuchado aquellas historias y fuera consciente del interés que suscitaban en ella.
Casi habían llegado a la carretera. April se paró y miró atrás, pero los edificios del hospital habían desaparecido detrás de la colina. Se volvió y siguió caminando. Todavía tendría que venir una vez más. Y una semana después, su padre regresaría a casa. Había estado teatralmente tranquilo durante toda la visita, sentado en una mecedora junto a la ventana con los pies sobre un taburete y un periódico doblado en el regazo. Estaba en zapatillas y llevaba una chaqueta de punto. Sólo le faltaba la pipa. Tenía buen aspecto, la imagen misma de la salud, pero eso es lo que era: una imagen. En casa nunca leía el periódico. Ni tampoco pasaba nunca mucho tiempo sentado. La última vez que April lo había visto fuera del hospital, estaba agarrado por dos agentes en la casa del casero, adonde había ido a protestar por lo mal que funcionaba la ducha. Se había liado a patadas y a voces. Las gafas le colgaban de una oreja. Le gritó que llamara a la policía, y uno de los agentes que lo agarraban se partía de risa.
Todavía se le veía un poco colgado. Estaba ido. April lo había percibido en sus ojos, detrás del litio o de lo que quiera que fuera que le estuvieran dando, y estaba segura de que Claire también lo había notado. Claire no dijo nada, pero April ya había pasado por esto con Ellen, su primera madrastra, y había desarrollado un instinto para darse cuenta. Le asustaba que Claire se hubiera hartado, que no volviera de Italia. O que regresara, pero no a vivir con ellos. No es que lo hubiera planeado, simplemente sucedería. April no quería que se fuera, no por ahora. Necesitaba un año más. Ni siquiera un año: diez meses bastarían, hasta que terminara en el instituto y empezara la universidad en alguna parte. Si cruzaba esa línea, estaba segura de que podría con todo lo que viniera después.
No quería que Claire se fuera. Claire tenía sus cosas, pero había sido buena con ella, sobre todo al principio, cuando April siempre estaba criticándola por una cosa o por otra. Aguantó. Se armó de paciencia y dejó que April se fuera acercando a ella sin forzarla. Una noche, April se recostó contra ella cuando estaba leyendo en el sofá, y Claire hizo lo mismo, y ninguna de las dos se apartó. Y sentarse así a leer, apoyadas la una contra la otra, se convirtió en una costumbre. Claire se pensaba las cosas. Siempre había sido sincera con April, pero guardando cierto decoro. Ahora el decoro había desaparecido. Desde que se le metió en la cabeza que April estaba «liada» con Stuart, Claire había retirado la protección de las formas y el tacto, y no tardaría en retirar también la protección que suponía su sueldo y sus cuidados y su presencia.
No había forma de dar marcha atrás. Y aunque la hubiera, aunque diciendo «todavía soy virgen» pudiera convertir a Claire en una especie de madre perfecta, April no lo haría. Sonaría ridículo y falso. Y lo era, salvo en lo que se refería a un pequeño detalle de su cuerpo. Para April la virginidad no residía en el cuerpo. Para ella, era una cualidad del espíritu y algo frente a lo que una sólo se rendía en espíritu. Y ella se había rendido, no sabía exactamente cuándo ni cómo, pero sabía que lo había hecho y no lo lamentaba. No quería ser virgen y no iba a fingir que lo era, por nada del mundo. Cuando pensaba en una virgen se imaginaba a una mujer medio desnuda, con una mirada bobalicona y confiada, flores en el pelo y atada de manos. Se imaginaba un claro en el bosque, y en el claro, un altar.
Habían perdido el autobús, y tendrían una larga espera hasta el siguiente. Claire se sentó en el banco y empezó a leer un libro. A April se le había olvidado el suyo. Se sentó un rato al lado de Claire, luego se levantó y cuando la serenidad de Claire se le hizo insoportable empezó a ir y venir por la acera. Caminaba con los brazos cruzados, la cabeza gacha, el ceño fruncido, arrastrando los pies. Pasaban coches a toda velocidad, dejando un reguero de música; un inmenso barco de vela en un remolque, un convoy de camiones militares, con los faros encendidos, los soldados bamboleándose en las traseras. El aire se cargó con el humo azul de los tubos de escape. Al pasar por delante de un almacén de neumáticos, April se vio reflejada en el escaparate. Enderezó los hombros, dejó los brazos colgando a lo largo del cuerpo y, haciendo un gran esfuerzo de voluntad, los mantuvo en esa posición mientras se alejaba por el bulevar hacia el centro de venta Toyota, sobre el que ondeaba una hilera de banderitas de plástico rojas. Un hombre vestido con un traje color crema estaba de pie al otro lado del escaparate, viendo pasar el tráfico. Incluso desde la distancia a la que se encontraba, April percibió la buena caída del traje. El hombre tenía unos pómulos muy pronunciados, el cabello negro peinado hacia atrás sin raya y una nariz afilada. Parecía absolutamente dueño de sí mismo y posiblemente era peligroso; April se dio cuenta de que ponía buen cuidado en que se notara. Vio que era consciente de su presencia, pero que no pensaba tomarse el trabajo de mirar en esa dirección. April anduvo un rato entre los coches expuestos y luego regresó a la parada del autobús y se dejó caer en el banco.
—Me aburro —dijo.
Claire no respondió.
—¿No te aburres?
—Pues no especialmente —respondió Claire—. El autobús no tardará en venir.
—Sí, claro, en dos semanas estará aquí —April estiró las piernas y entrechocó un zapato con otro—. Vamos a dar un paseo —dijo.
—Yo ya he paseado bastante por hoy. Pero vete tú. No te alejes mucho.
—No me apetece ir sola, Claire. No me refería a ir sola. Venga, que esto es muy aburrido.
April odiaba el tono de voz que le había salido y se dio cuenta de que a Claire tampoco le gustaba. Claire cerró el libro. Permaneció sentada, totalmente quieta y dijo:
—Supongo que no tengo elección.
April columpió su cuerpo hasta quedar de pie. Se apartó un poco y esperó mientras Claire guardaba el libro en el bolso, se levantaba, se alisaba la falda y se acercaba lentamente hasta ella.
—Sólo estirar un poco las piernas —dijo April y condujo a Claire calle arriba hacia el centro de venta Toyota, donde se metió entre los coches expuestos en el aparcamiento y rodeó un Celica descapotable.
—Pensaba que querías charlar —dijo Claire.
—Vale. Sólo un minuto —dijo April.
Entonces la puerta lateral del centro Toyota se abrió de pronto y el hombre del traje salió fuera. Al principio no pareció darse cuenta de que estaban allí. Se arrodilló junto a un coche y escribió algo en una de las hojas que llevaba sujetas con un clip. Se levantó y miró lo que había escrito en la pegatina adherida al parabrisas y añadió algo más. Sólo entonces se permitió reparar en ellas. Miró de frente a Claire, y cuando la hubo estudiado detenidamente le preguntó si podía ayudarla en algo. Su voz tenía una estudiada neutralidad, una neutralidad casi insolente.
—No, sólo estamos esperando el autobús —respondió Claire.
—¿Cuál es mejor éste o el RX-7? —preguntó April.
—Debes de estar de broma —se acercó a ellas sorteando los coches—. Vendería más que toda la Mazda Motor Corporation, si yo vendiera.
April dijo:
—¿No es usted un vendedor?
El hombre se detuvo delante del Célica.
—Aquí no hay vendedores, guapa. Sencillamente recogemos el dinero y tratamos de que la gente no se pelee.
—A la mitad de esa gente la tiene a sus pies —dijo Claire.
—Tiene un año —dijo el vendedor—. No le falta de nada. Entró anoche; es una recuperación. Mañana a estas horas habrá desaparecido. Observa el cuentakilómetros, guapa. ¿Qué marca?
April abrió la portezuela y metió medio cuerpo dentro del coche.
—Cuatro mil dos —dijo. Se sentó en el asiento del conductor y accionó el cambio de marchas.
—Exactamente. Cuatro marchas. Sólo se le ha llenado una vez el depósito.
—¿Era de una abuelita, no? —dijo Claire.
El vendedor volvió a mirarla largamente antes de responder.
—Un pobre marine. Se fue donde los chinitos y no pudo pagar las letras. Aquí tengo las llaves.
—No podemos. Lo siento. Tal vez otro día.
—Ya sé que están esperando el autobús. Por qué no matar el tiempo.
April salió del coche, pero dejó abierta la puerta.
—Claire, tienes que probar el asiento.
—Tenemos que irnos —dijo Claire.
—Venga, Claire, pruébalo. Tienes que probarlo —dijo April—. Venga pruébalo.
El hombre avanzó hasta la puerta abierta y extendió el brazo.
—Madame —dijo. Al ver que Claire no se movía, hizo una pequeña reverencia con el brazo extendido y dijo—: Madame! Entrez!
Claire se acercó al coche.
—Realmente deberíamos irnos —dijo. Se sentó de lado en el asiento y luego elevó ligeramente las piernas y las empujó dentro, todo en un solo movimiento. Hizo un gesto con la cabeza y el hombre cerró la portezuela.
—Sí, sí —dijo—, exactamente lo que pensaba. El diseñador de este modelo era amigo suyo, un buen amigo. Está claro que este coche fue diseñado pensando en usted.
—Estás fantástica al volante —dijo April.
Era verdad, y vio que Claire también era consciente de ello. Se veía en el gesto de la boca y en la forma de descansar las manos en el volante.
—Falta algo —dijo el hombre. Estudió su cara—. Unas gafas de sol —dijo—. Una mujer guapa al volante de un descapotable tiene que llevar gafas de sol.
—Póntelas —dijo April.
—Por favor —dijo suavemente el hombre. Se inclinó sobre Claire, apoyándose en el coche y dándole la espalda a April, y ésta entendió que ahora debía callarse. Su papel había terminado; él terminaría el trato a su manera. Dijo algo en voz baja, y Claire sacó del bolso las gafas de sol y se las puso. Luego le dio el sombrero. Una ráfaga de calor barrió el aparcamiento, agitando las banderitas, cuando April se encaminaba a la sala de exposición interior. Parecía que allí dentro, detrás de los cristales ahumados, se estaría más fresco. Más tranquilo. Habría café en la sala de espera y números atrasados del People. Daría un descanso a sus pies y se pondría al día de la vida de las estrellas.