PAÍS RELATO

Autores

sebastián lalaurette

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Durante varios siglos, la isla jónica de Kythira, en el extremo sur de Grecia, fue constante blanco de los ataques de piratas que impidieron el progreso de cualquier forma de civilización. Excepto por Agios Dimitrios (Paliohora), una ciudad ubicada entre dos desfiladeros y prácticamente oculta a la vista desde el exterior, que durante el siglo XV floreció y se afianzó como un enclave privilegiado en la isla. No duró: en 1537, Barbarroja descubrió la ubicación de Agios Dimitrios y decidió saquearla. Los hombres de la ciudad intentaron defenderla mientras las mujeres y niños se refugiaban en la caverna de Kaki Lagada, escondida en un repliegue del terreno. Los piratas destruyeron la ciudad, mataron a la mayoría de los hombres y tomaron al resto como prisioneros. También prendieron fuego ante la estrecha entrada de la caverna, haciendo que muchos de sus ocupantes murieran sofocados.
«Here», dijo el griego, y su dicción imperfecta resonó en la oscuridad y el calor. «Aquí», se dijo o se preguntó el doctor, parado un paso detrás del otro, intentando controlar el continuo dolor que se ensañaba con todo su cuerpo. ¿Aquí? Sí, aquí, a ochenta o noventa metros de la entrada de la caverna, en medio de un desfiladero perdido en una isla casi desprendida de Europa. Dos años de investigación en vano, cientos de miles de dólares en tratamientos paliativos, decenas de llamadas internacionales y un puñado de vuelos en clase ejecutiva para llegar a este lugar y momento. «Here», había dicho el griego con su pronunciación elemental de las consonantes y su hache demasiado marcada, como cuando se vieron por primera vez y lo saludó con un «Hello, doctor Banner».
El doctor asintió intentando que el dolor no le deformara las facciones. No tenía por qué ocultarlo (estaba ahí por eso, después de todo), pero a lo largo de los años había desarrollado una especie de sistema de honor interno que le impedía acusar ante los demás el avance de la enfermedad a pesar de los intentos por contenerla. La metástasis ya era imparable, sin embargo, y el esfuerzo por mantener la compostura mientras el otro se volvía y se alejaba hacia la entrada lo hizo transpirar. O era el calor, el calor húmedo, intenso.
«Aquí», se repitió a sí mismo el doctor Banner. Aquí terminan los años de búsqueda gracias al tiempo y dinero obtenidos tras un generoso pero forzado retiro; aquí, en esta última esperanza, una esperanza descentrada y absurda, que sólo existía porque ninguna otra cosa había funcionado. A medida que su cuerpo se quedaba sin cuerda también se habían ido acabando las opciones racionales. Y entonces Kinney había recordado al tipo llamado Landotti, y Landotti había aceptado una generosa contribución antes de decir que Ulrich sabía algo, y Ulrich (por un precio) le habló de un griego que vivía o trabajaba, o acaso ambas cosas, en la isla de Kythira, y alguna vez alguien había mencionado cosas muy llamativas sobre él. Ahora lo rodeaba un aire negro y sofocante que en nada contribuía a aliviar su dolor, y el griego lo había dejado solo sin decir una palabra. Solo. Aquí.
Se suponía que debía caminar en la oscuridad. El griego no había dicho cuánto tiempo o hasta dónde ni cómo sabría que había llegado. Dio un paso vacilante: el suelo era irregular, aunque relativamente horizontal. Se preguntó si habría murciélagos u otros animales desagradables. Pero su preocupación era otra. Sus mocasines, los que resultaban tan cómodos en la ciudad y combinaban tan bien con los jeans y la camisa suelta que llevaba ese día, eran completamente inadecuados en ese lugar. Las suelas eran demasiado finas y las anfractuosidades ocultas en la sombra se ensañaban con las plantas de sus pies como si en vez de zapatos llevara medias. Esto prometía ser difícil.
El griego se llamaba Konstantinos Halkias. Había llevado mucho tiempo y dinero asegurarse de que no era un charlatán, y solo la desesperación le había permitido a David Banner confiar en él. ¿Cómo, si no, hubiera podido siquiera pensar en revelarle que había estado trabajando en el proyecto de la bomba gamma? La idea era decirle sólo lo que estaba buscando: la cura del cáncer que lo corroía inexorablemente. Pero Halkias había sido insistente en sus preguntas. Lo suyo también era un gran secreto, al fin y al cabo, y ambos debían evaluar claramente las motivaciones y propósitos del otro antes de llegar a un acuerdo. Aunque en realidad el intercambio había sido asimétrico, pensó ahora el doctor Banner mientras avanzaba inseguro por la oscura caverna: el griego había tenido un atisbo de un proyecto secreto del gobierno estadounidense, en tanto que él se encontraba caminando hacia quién sabía qué que sucedería quién sabía cuándo y apenas si tenía idea de qué hacía Konstantinos cuando no estaba atendiendo su consultorio oftalmológico, a excepción de ciertas autoindulgencias inofensivas que no venía al caso considerar.
Pensó en Betty, claro. Era extraño que no lo hubiera hecho hasta entonces. Quiso recortar el rostro de Betty Ross contra el aire negro y sofocante de la caverna, pero los contornos resultaban imprecisos, como si ella de algún modo se estuviera alejando, no de su compañía (ya lo había hecho, un par de meses después del accidente), sino incluso de su recuerdo, que solía tener una precisión fotográfica. El dolor constante no lo ayudaba a concentrarse en la evocación. Advirtió el sonido de su propia respiración fatigada, un fuelle viejo en el silencio.
Había otro sonido.
Una especie de brisa. No, no. Una especie de aliento. Un aliento marcado que provenía de las profundidades de la caverna, como si ésta estuviera empezando a decir algo.
...hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh...
El doctor Banner miró alrededor. Nada: la negrura era completa. Se preguntó, claramente demasiado tarde, cómo haría para salir de allí. No sabía si podría hallar de nuevo la entrada de la cueva y, luego, si sabría orientarse a través del desfiladero hasta el lugar donde lo esperaba el helicóptero. Ahora todo eso parecía extraordinariamente lejano, imposible de alcanzar.
Hacía tres años, al doctor David Banner jamás se le hubiera podido ocurrir que alguna vez estaría solo en una caverna olvidada junto a las ruinas de una antigua ciudad griega, convertido en un despojo humano (porque eso era) y siguiendo la guía de una promesa ambigua. Hacía tres años lo más frecuente era ver al doctor David Banner en su austero guardapolvo, erguido con expresión reconcentrada, inclinado sobre algún diagrama o mirando atentamente un monitor; o dando amables indicaciones a colegas y asistentes. Era el padre de la bomba gamma, o al menos su padrastro, si se tenía en cuenta que las órdenes habían partido del general Thaddeus «Thunderbolt» Ross, ese gigantón que podía conjurar a la existencia cualquier cosa mediante su fuerza de voluntad. Hablando de voluntad, había que tener mucha para cerrar ojos y oídos y conciencia, había que hacer un esfuerzo deliberado para ignorar que esos meses y meses de trabajo iban dedicados exclusivamente a perfeccionar una forma de matar a miles o millones de personas de un soplo.
Y entonces el castigo, claro. Hacía falta ser muy escéptico, pensó el doctor, que nunca había creído en dioses o fantasmas, para no hallar en el accidente la forma perfecta de detener esa veloz pero apacible carrera hacia la máxima degradación humana. He aquí un orgulloso científico que se dirige insensiblemente, todo calma y sonrisas asépticas, hacia la concreción del arma más horrorosa jamás creada; un batir de palmas de alguna divinidad menor y miren ahora, he aquí un guiñapo que apenas puede sostenerse en pie, un hombre sin carrera, fuera de carrera y de tiempo, ya sin tiempo.
Matar a millones de un soplo; perderlo todo en un soplo.
Un soplo. Brotando de quién sabe dónde, recorriendo la caverna oscura y quieta.
...hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh...
Las piernas débiles del doctor Banner avanzaron. Primero una, luego la otra. No sólo las plantas de los pies sufrían con la marcha surcada de obstáculos imprevisibles que se obstinaban en atacar las suelas de sus zapatos inadecuados. El estómago era penetrado por una invisible lanza de fuego; los brazos se sentían como huesos escocidos. Toda la energía destructiva del accidente pareció abatirse sobre él desde dentro, como si en la caverna hubiera un escape de tiempo y, habiendo entrado con treinta y siete años, ahora tuviera setenta y cuatro. Pero de algún modo siguió dando pasos, tres, cuatro, cinco, seis, quién sabe hacia dónde, quién sabe hasta cuándo, en medio de un gigantesco recipiente de aire denso y cálido que parecía querer disolverlo.
El rostro de Betty se resistía a aparecer completo en su mente, pero ahora recordaba lo esencial, lo que no había encontrado antes o después en parte alguna. Algo perdido en lo profundo de esos ojos, un frío glacial que no sabía cómo abordar y que lo había llevado a inventarle ese estribillo que le cantaba cada tanto (Betty Ross, Betty Ross, she’s a line you should not cross), un estribillo con tonada de canción infantil que escondía, como todas las canciones infantiles, una verdad terrible y desnuda: Betty como una línea que no se debía cruzar jamás, a riesgo de perderse.
Intentó hacerse una idea de la forma y tamaño de la cavidad natural por la que marchaba. En el mapa de la isla le había pasado inadvertida: el griego no le había dicho sino hasta último momento que tenían que ir exactamente ahí, a Kaki Lagada, una caverna vacía de turistas y por lo visto de cualquier otra cosa. El doctor Banner no tenía la menor idea de qué era lo que se suponía que debía ocurrir a continuación. Sólo sabía que debía caminar. Halkias había sido claro y específico en eso. También había dicho otra cosa, algo que no era claro ni específico y que mencionó al pasar: que él, David Bruce Banner, sería un héroe. Una especie de chiste que revelaba el retorcido humor griego, pensó el doctor mientras concretaba su inspección del terreno.
Sin dejar de mirar hacia adelante, estiró la pierna derecha hacia ese lado todo lo que pudo. Su pie no rozó pared o montículo alguno. Lo mismo ocurrió con la pierna izquierda. Caminó, cautelosamente, tropezando cada tanto, con los brazos extendidos a los lados; luego lo pensó mejor y decidió caminar con un brazo extendido hacia el costado y el otro hacia adelante, en previsión de que pudiera haber algún obstáculo a la altura de su cabeza.
Evidentemente la cueva era bastante grande: no dio con obstáculo alguno y el eco de sus pasos y de su respiración vencida no revelaron límites estrechos.
A su alrededor seguía sonando el susurro.
...hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhaiarrrrhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh...
Un espasmo de dolor lo dobló sobre sí mismo. Su cuerpo ya no podía hacer frente decorosamente a la locura desbocada de sus propias células, a los estragos que la radiación gamma había hecho en él. Trastabilló y se detuvo. Débil doctor David Bruce Banner, blando.
Estaba débil, sí. El avance de la enfermedad, la multiplicación de los tumores por los distintos órganos, había agotado sus energías y lo había convertido en una silueta desgarbada y enjuta, como si el cáncer le estuviera chupando aceleradamente la esencia vital o lo que fuera (el doctor Banner nunca había creído en esencias). Cualquier otro hombre en su condición habría estado internado hacía meses; él no. El retiro de una agencia del gobierno destinada a proyectos militares le había comprado ciertos privilegios: diagnósticos constantes y precisos, drogas a total disposición, libertad de movimientos y dinero para realizarlos y, en última instancia, un poco más de tiempo para emprender esta última búsqueda, por absurda que fuera.
El primer año no había estado tan mal, dadas las circunstancias. El retiro inmediato le había permitido volcarse a la búsqueda de una cura antes de que aparecieran los síntomas del desastre que había ocurrido con su cuerpo. Betty y él, además, habían intentado mantenerse juntos a pesar de lo ocurrido. Pero al aparecer los primeros tumores la situación ya era otra: ambos se habían distanciado, algo que él mismo propició para evitarle sufrimientos a ella. Para entonces quedaba bastante claro que la dosis de radiación que había recibido era mortal más allá de cualquier esfuerzo y que sólo debía apuntar a hallar los paliativos más eficaces que pudiera. Esa era, al menos, la evaluación de los médicos; contra toda una vida de estricta racionalidad y apego a las respuestas de la ciencia establecida, David Banner se encontró buscando respuestas más alentadoras en los márgenes de la ciencia. Tenía dinero y no muchas otras ocupaciones, después de todo.
Al menos una cosa era cierta, pensó: no había llegado a recurrir a magos, médiums o santones. O tal vez sí, se dijo mientras caminaba en la oscuridad. ¿Cómo definir a Konstantinos Halkias? ¿Qué era exactamente lo que hacía? Contactos, había dicho Landotti. Y el griego no había sido mucho más específico. Contactos, le dijo, pero nunca algo como esto. A qué se refería con «esto» era algo que el doctor Banner ignoraba.
El sonido siguió llegando: constante, leve, profundo.
...hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhftannnhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh...
Pensó que Betty en ese momento estaría con su novio, ese idiota de Talbot. El mayor Talbot, un respetable cretino. Pensó en el general Ross y su mal disimulado regocijo cuando le comunicó que era libre de abandonar el proyecto de la bomba gamma para dedicar todo su tiempo a intentar recuperarse. Una brillante carrera como físico, una relación con una mujer de ensueño, todo destruido en un minuto, hecho estallar en una nube radiactiva.
Betty, Talbot, Ross. La cólera era buena: lo ayudaba a superar el sufrimiento corporal.
Atisbó algo, un cambio de luz, y sólo entonces se dio cuenta de que sus ojos se habían entrecerrado por el dolor. Los abrió del todo. Sí: había un tenue resplandor verdoso frente a él, a una distancia indeterminada.
... Un nuevo espasmo. Se tomó el estómago con ambos brazos y se quedó inmóvil, esperando que el padecimiento se hiciera un poco más soportable. Respiró hondo y el aire laceró su garganta en el camino hacia los pulmones. Aguantó la tortura durante un rato, hasta que pudo volver a enderezarse. Trató de ir hacia el resplandor, trastabilló de nuevo, tropezó con algo y cayó al suelo. Sus codos y muñecas acusaron el impacto. Ardieron, resonaron. Quedó apoyado sobre las pantorrillas y los antebrazos, como si estuviera aprendiendo a gatear.
¿A eso se refería Konstantinos Halkias cuando le dijo, indescifrablemente, con esa hache defectuosa, «You’ll be a hero»? ¿Iba a ser un héroe porque iba a morir deslizándose en una oscuridad verdosa, reptando hasta el fin, rodeado por el paisaje rocoso de su ira?
Una arcada lo sacudió entero. Estuvo a punto de vomitar (débil Banner), pero no lo hizo. Ahora podía distinguir claramente el suelo áspero, las paredes irregulares de una cámara natural antiquísima, todo bañado en una luz verde esmeralda uniforme, que parecía no brotar de ningún lado. Alzó la vista para examinar el entorno. Y entonces lo vio.
...hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhyrklhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh...
El doctor David Banner se especializaba en física, pero era un hombre de una cultura amplia y sólida. Reconoció de inmediato al ser majestuoso que permanecía erguido frente a él. El problema era que no existía.
Tardó un par de segundos en darse cuenta de que era víctima de una alucinación. Una muy realista y fácil de identificar, por cierto. Imposible confundirse ante aquella figura de mirada definitiva, músculos colosales y respiración poderosa; menos aun ante la vestimenta del coloso: la piel de un león que debió haber sido casi tan fiero como él mismo.
Hércules. El semidiós. Rey y terror de hombres.
Aún a gatas, el doctor Banner alzó la cabeza para contemplar mejor a la formidable aparición que se le acercaba con pasos incuestionables. Se detuvo a apenas un paso de él, mirándolo desde toda su altura, y el doctor todavía estaba tratando de discernir si esa visión obedecía a la falta de aire en la caverna o a que su cerebro había cedido al fin a la completa locura cuando el coloso habló. «The world needs a hero», dijo, el mundo necesita un héroe, la última palabra marcada por esa hache que el griego insistía en suavizar y separar de la vocal que la seguía.
—¿C-cómo...? —empezó el hombre arrodillado y no pudo seguir, y su quejido cortado, H-how, quería preguntar cómo era posible que un ser ficticio estuviera parado frente a él hablándole en inglés. Una pregunta definitivamente estúpida si se la dirigía al propio ser ficcional que, en principio, no podía estar ahí.
Hércules se agachó para mirarlo desde el mismo nivel. Banner registró su rostro semejante al mármol y quedó absorto en los ojos del formidable león desollado que le servía de abrigo. Lo que había sido la cabeza del salvaje animal ahora cubría la cabeza del semidiós, los ojos sin vida alineados sobre los ojos fieros de Hércules, la melena oscilando levemente por el movimiento que éste acababa de realizar.
El coloso levantó la mano derecha, una mano poderosa, sólida y flexible, con dedos como tubos de acero. David Banner la vio sin dejar de mantener la vista clavada en los ojos de Hércules, en cuyo fondo había un brillo verde y frío. Esa mano fue bajando luego, lentamente, hacia el hombro izquierdo de Banner, y éste temió que el peso de esos dedos prodigiosos lo derribara porque su debilidad ya era absoluta, terminal. No se le ocurrió pensar (porque el dolor físico, la cólera y la sorpresa habían arrasado con la racionalidad científica de la que siempre se había preciado) que la mano en realidad no estaba allí y que probablemente no llegara a sentir contacto alguno, a menos que también sufriera alucinaciones táctiles. Lo que tenía enfrente era un fantasma, una forma de la nada, pero parecía real, más que él mismo en su camisa suelta y su cuerpo consumido y postrado.
El doctor Banner cedió, en efecto, bajo la presión de la mano de Hércules: sufrió un espasmo violento y bajó los ojos al suelo, apartándolos de esa terrible mirada, pero no se desplomó.
El contacto produjo un efecto inusitado. Empezó con un fuerte hormigueo en el hombro, que luego se transmitió a toda la espalda en una suerte de onda expansiva. Los dedos de Hércules parecían irradiar una energía extraña. Sintió una serie de sacudidas interiores que no se tradujeron en ningún movimiento externo: el cuerpo del doctor Banner permanecía inmóvil en la caverna, un cuerpo encogido y minúsculo en comparación con el del gigante que se había acuclillado a su lado, pero en su interior se desencadenaba una especie de revolución.
La vibración que había ganado su piel se transmitió a sus músculos y se metió en sus venas. Una energía descomunal se difundió por todo su organismo montada en la sangre que bombeaba rítmicamente. Invadió sus brazos y piernas, se extendió por sus uñas y le asaltó el fondo de los ojos; recorrió su páncreas y su intestino, colonizó sus pulmones y su corazón, rebotó en su estómago y su garganta, tomó boca y oídos, atracó en los dedos de manos y pies y holló sus cabellos hasta la punta. Lo empapó todo. Y quedó en él, latiendo.
A la vibración siguieron otros cambios. El frío se fue transformando en calidez, la debilidad en vigor; el dolor comenzó lentamente a retroceder, fue acorralado, luego extinguido. Hubo una especie de delirio fisiológico, una explosión celular repentina: el cuerpo de Banner creció hacia adentro, se expandió sobre sí mismo, rodeando al cáncer, comprimiéndolo, aplastándolo hasta reducirlo a nada.
El doctor David Banner aspiró una fuerte bocanada de aire. Los pulmones no se quejaron; al contrario, el pecho se expandió, elástico, y la exhalación posterior fue vigorosa, casi violenta. No había dolor.
Aún a cuatro patas sobre el suelo de la caverna, aún con la mano del semidiós apoyada sobre el hombro, el doctor Banner levantó una de sus propias manos y la examinó. Extendió los dedos, los contrajo, movió la muñeca a un lado y a otro. Ninguna articulación se quejó; los tendones trabajaron con eficacia y eficiencia.
...hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh...
La luz verdosa seguía bañando la caverna. El doctor Banner quiso levantar los ojos para enviarle al semidiós una mirada agradecida, pero la mano de Hércules seguía apoyada sobre su hombro. Lo retenía firmemente, aunque sin violencia. Faltaba algo.
Imágenes.
Imágenes que eran recuerdos pero no eran recuerdos.
Imágenes impregnadas de una autoconciencia confusa, salvaje: imágenes de un él que no era él, de seres y situaciones que le resultaban doblemente familiares, porque por un lado eran la puesta en escena de las viejas estampas de los manuales, reproducidas vívidamente como en una película, y por el otro lado venían teñidas por la sensación absurda de pertenecer a su pasado, de no ser un mito sino situaciones realmente vividas por un David Banner imposible y luego olvidadas, relegadas a lo más profundo del inconsciente.
No eran meramente visuales. Cada una venía con su propio juego de sensaciones y hasta con su propio nombre. Como si los recuerdos le dictasen a la mente alucinada del doctor Banner los verdaderos nombres de los seres y las cosas, se encontró evocando a dioses, hombres y bestias bajo etiquetas que nunca había conocido pero que se le aparecían con toda la potencia de la verdad. La diosa madrastra, odiada, herida, celosa: Ira. El dios medio hermano, fuerte, contrahecho, desterrado: Ifestos. Y él mismo, no, no él sino el héroe cuya mente lo había tomado por asalto: Iraklis. Rey y terror de hombres.
Sintió otra vez (¿otra vez?) el dolor repentino y húmedo en el dedo corazón izquierdo arrancado por las fauces del león de Nemea y sintió cómo su brazo derecho, ese brazo derecho ahora imbuido de una salud extraordinaria, se cerraba sobre el cuello de la bestia; cómo ésta volcaba toda su potencia en una defensa desesperada, cómo sus pulmones exhalaban rugidos prodigiosos, cómo poco a poco el animal iba cediendo en bramidos cada vez más débiles, hhhggrrr, hhggrrrrr, a medida que las energías lo abandonaban. Después sintió (¿una vez más?) el rasguido de esa piel inexpugnable bajo el asedio de sus propias garras muertas, la sangre aún caliente rociándole las manos y el pecho a medida que el pellejo se separaba de la carne otrora poderosa y ahora inerte.
Volvió (¿volvió?) a sentir el impacto sordo y resbaladizo de los puños de Andeos, el deslizarse de la piel del gigante cubierto de tierra sobre su propia piel cubierta de aceite, el contacto barroso repetido golpe tras golpe mientras Gaia le transmitía al enemigo la fuerza que necesitaba. Fue salpicado (acaso por segunda vez) por la furiosa espuma del mar liberado a las puertas del fin del mundo, luego de separar los montes y plantar allí dos columnas destinadas a recordarlo por siempre.
Oyó, como quien recuerda, la nota de terror en la voz de Hárontas, obligado a llevarlo al corazón del Adis en busca de Kérberos, y sintió, como quien recuerda, la respiración caliente del gigantesco perro, las volutas de humo desprendidas de sus tres hocicos, la inútil resistencia de la negra piel erizada de púas, el fulgor rojizo de los seis ojos, el negro infernal de las pupilas.
Oyó (¿de nuevo?) los estertores de Linos, el profesor de música que tuvo la mala idea de golpearlo, y de los hijos de Evristheas; el grito de horror de Ífitos al ser lanzado por encima de una muralla; los alaridos de Diomidis al ser devorado por sus propias yeguas, cebadas con la carne de Ábdiros. Otra vez (¿otra vez?) oyó resoplar al propio Zefs, dios de dioses, su padre, bajo los golpes que le propinaba, y sintió también el impacto de los golpes de Zefs, el sonido de su propia carne castigada, la vibración de los huesos de ambos en esa batalla destinada a terminar en empate.
Y se asomó (¿una vez más?) a un abismo de horror y desesperación cuando vio los cadáveres de su esposa, Megara, y de sus propios hijos, y de allí su vista pasó a sus propias manos manchadas en sangre; asistió a la certeza desgarradora de haber sido él el asesino (¿él o Iraklis, el héroe, el gigante?), a la negra niebla que se tendía sobre su alma apenas pasado el rapto de locura provocado por Ira.
La relación con Ira, supo de repente o recordó, siempre había sido problemática o, más precisamente, hostil. La madrastra celosa, la diosa repetidamente engañada por Zefs, no dejaba de aparecer en la vertiginosa sucesión de imágenes que invadían la mente del doctor Banner. Era el rostro furibundo tras las horribles serpientes encargadas de matarlo en su cuna; era la inconveniente picadura del cangrejo cuando su fuerza e inteligencia estaban centradas en ultimar a la peligrosa hidra; era el ardor provocado por los tábanos y la luz cegadora proyectada por un espejo en el momento menos oportuno; era la artífice de la idea de imponerle los más peligrosos trabajos para provocarle la muerte; era, finalmente, la que lo había enceguecido haciéndole matar a su esposa e hijos, utilizando los servicios de Lyssa. El nombre de Ira, la despechada, siempre aparecía en estas visiones cargado de odio.
Ira, la diosa. Ira, la furia.
Y la humillación de haber sido bautizado en su honor: Iraklis, «la gloria de Ira».
Había imágenes en las que no se reconocía. Las que le mostraban al ínclito Iraklis, rey de hombres, luego dios que se reunía con sus pares en el Ólympos y desposaba a la diosa de la juventud. Pero había otras en las que la identificación era tan fuerte que tenía que hacer un esfuerzo para convencerse de que él y ese Iraklis incivil, que respondía salvajemente a la reprimenda de su maestro y terminaba por matarlo, que desollaba a un poderoso león con sus propias garras, que amenazaba al propio barquero del Infierno, que se deshacía con igual facilidad de arqueros y de dragones, eran entidades distintas.
Había una última imagen, una que hizo que el dolor volviera a ensañarse con su cuerpo: la del envenenamiento con la sangre de la hidra, la estratagema de Nesos, el centauro moribundo que había logrado enviar al semidiós a la tumba, en medio de padecimientos horribles que solo el fuego letal pudo aniquilar. Había una joven allí, una joven hermosa con un brillo peligroso en el fondo de los ojos, capaz de herir sin saberlo: Bet... no, Diiánira. La perdición. La línea que sólo se cruzaba para morir.
Era una expresión distinta la que ahora cruzaba el semblante del doctor David Banner cuando levantó la vista otra vez hacia el semidiós: había en ella comprensión, y dolor, y rabia, y un asombro irreductible. Por segunda vez, intentó levantarse.
Pero no. La mano de Hércules siguió presionando sobre su hombro. Faltaba algo todavía.
«Hiritis», dijo el semidiós, y le tocó el pecho. El doctor no tuvo casi tiempo de extrañarse por ese nuevo nombre desconocido porque el toque de la mano izquierda del coloso le produjo una nueva convulsión interna, aún más fuerte que la anterior. Fue como si esa mano a la que le faltaba un dedo se abriera paso entre sus músculos para alcanzar su corazón, heart, y cerrarse en torno de él.
Betty.
Pensó en Betty Ross.
En los días en que acaso habían sido felices, ella bellísima, él todavía joven, sin radiación, sin cócteles de drogas, sin el dolor constante. En los desayunos en el trabajo, las tazas de café tempranero metidas a presión entre las carpetas, planos e instrumentos de diversos tamaños que atiborraban las mesas del laboratorio. En las noches de labios mordidos y dedos chupados y cuellos con marcas que al otro día habría que ocultar con el maquillaje que hubiera a mano, harina incluso. En las tardes en que se quedaban tendidos uno junto al otro y él la miraba a los ojos y le cantaba esa tonada que había inventado, Betty Ross, Betty Ross, she’s a line you should not cross, para tapar ese nudo en la garganta al clavar la mirada en la profundidad inalcanzable de la de ella, ese vacío inextricable y profundo y temible que era efectivamente una línea que no había que cruzar jamás.
Pensó en Betty y pensó en Glenn Talbot, el mayor Glenn Talbot, que se había lanzado sobre ella en cuanto la desgracia cayó sobre David Banner, y pensó en el general Thaddeus «Thunderbolt» Ross, que apenas había podido contener su alegría bajo la máscara de circunspección cuando le dijo que lamentaba lo ocurrido y que contaba con las más amplias libertades para hacer uso de los recursos de la Unidad en la búsqueda de una cura para su condición y que es más, él mismo, el general Ross, haría lo que estuviera en sus manos para facilitar los recursos de cualquier otra división investigativa u operativa del Ejército estadounidense o incluso de otras áreas concebibles del gobierno mientras él, el doctor Banner, físico destacado, dedicado ahora por cierto a mejorar esa condición, disfrutaba en la medida de lo posible de su temprano retiro, con una fuerte retribución de por vida y la indemnización que correspondiera a las infortunadas circunstancias.
Lo habían pateado, enterrado, olvidado, escupido.
«¡A mí, el hijo de un dios!»
Sintió que la ira (la ira de Iraklis) crecía en su interior, infinita, imparable. Si estuvieran allí, los aplastaría a todos. Los arrojaría haciéndolos atravesar los techos y las paredes. Aniquilaría a Talbot, a Ross y a su hija, destruiría el laboratorio, haría estallar la bomba gamma donde fuera. Desandaría todo el camino, Halkias, Ulrich, Landotti, Kinney, y les arrancaría su dinero a puñetazos.
No, no. Ésa era una ira injustificada, incontrolada. No podía dominarla pero al menos intentó focalizarla. Había un abismo de furia verdadera, un núcleo oscuro y punzante y enfermo que le resultó súbitamente intolerable.
Y entonces lo comprendió todo de golpe. La luz se abrió paso hasta su consciencia con una fuerza devastadora. Fue un relámpago verde que lo dejó ciego.
«Hiritis», había dicho el semidiós. No era un nombre.
Su corazón estaba cubierto por una fina cáscara de huevo, aislado del exterior por una delicada película de sedimento calcáreo acumulado a través de las décadas. La mano herida del gigante se había cerrado sobre su corazón y había destrozado esa cáscara en una centésima de segundo.
«Here it is», había dicho en inglés: aquí está.
Y vaya si ahí estaba. Su corazón era un núcleo de roca dura, una estrella sólida que giraba en torno de sí misma. Estaba repleta de astillas pétreas que, al quedar al descubierto, cercenaban de manera impía la carne y el alma.
Ahí estaba. No era Halkias. No era la bomba gamma. No era el general Ross. No era Betty.
Era un núcleo indestructible de furia y dolor girando continuamente dentro de él, sostenido por la gravedad de mil estrellas, cohesivo, perpetuo, formidable. Estaba ahí desde siempre, o al menos desde hacía tanto tiempo como David Banner podía recordar.
David Banner recordó.
Revivió tardes de angustia sentado sobre el piso del living mientras intentaba ignorar los gritos y sollozos que venían de la cocina; noches interminables bajo el asedio de acusaciones monstruosas vertidas en sus oídos de cinco años; mañanas en ayunas y sin dormir con juegos de preguntas y respuestas en los que ganar era perder. Revivió a Brian Banner, brazos repletos de pinchaduras, botellas de alcohol tiradas por todas partes, ampollas rotas de drogas cuyos nombres no le resultarían familiares a ningún adicto; a Brian Banner, moretones un día y juguetes el otro, palabras cariñosas el martes y viernes de ojos inyectados en sangre; a Brian Banner, mano caliente y sopa tibia y el cuerpo de mamá enfriándose rápidamente junto al árbol de Navidad.
Brian Banner, papá, inalcanzable en la muerte.
Intuyó en el fondo de sus propios ojos una lluvia de chispazos verdes. Partículas de furia esplendente que se aceleraban hasta alcanzar la velocidad de la luz y luego chocaban entre sí. Todo su cuerpo era una masa de cólera que tendía al infinito.
Antes de ser un científico se puede ser un experimento científico. Antes de ser el encargado de un proyecto militar secreto se puede ser un chico confundido y solo, acosado por las presiones de una misión nunca explicada, tratando de hacer feliz a papá en medio de una infancia infeliz y negada. Antes de ser un hombre se puede ser la extensión defectuosa de otro hombre.
—Iraklis, la gloria de Ira; yo, la gloria de mi padre.
Se miró las manos otra vez y sólo entonces se dio cuenta de que estaba parado. Recordó confusamente o tal vez adivinó que se había incorporado, que el suelo de la caverna había retumbado bajo sus pies, que trozos de roca se habían desprendido violentamente de las paredes bajo golpes poderosos. Se dio cuenta de otra cosa: Hércules ya no estaba. No estaba pero ahí estaban sus manos, hands, vocablo que se repitió mentalmente mientras las contemplaba con un asombro que rápidamente se disolvía en certeza.
Se miró las manos, intentando determinar, bajo la luz verdosa de la caverna, si realmente eran las suyas. ¿Eran ésas las manos que habían estrangulado a dos serpientes enviadas para matarlo? Un pensamiento apareció de la nada y se incrustó en el cerebro del doctor Banner: «Es a mi padre a quien debería haber estrangulado». El pensamiento estaba teñido de la más fina cólera, una cólera tan afilada que hubiera sido posible utilizarla directamente como arma.
La furia espléndida, infinita, incontrolable. La ira de Iraklis, la venganza de los reyes y los dioses concentrada en un prodigioso conjunto de músculos y huesos y tendones, en un grito ensordecedor de guerra, de muerte, de perdición.
La ira de Iraklis.
A line you should not cross.
Se volvió y caminó pesadamente hacia la entrada, desde la que un rayo de luz diurna pugnaba por sobrevivir en medio de la luz verdosa. El suelo irregular recibió el asedio de sus pies descalzos y las paredes de roca lo amplificaron en ecos perpetuos. El murmullo se había callado.
Afuera había un desfiladero, y cerca de él los restos de una ciudad que otrora fuera grande; más allá, los acantilados y el mar de un azul profundo, y la playa donde un helicóptero esperaba con paciencia maquinal.
Lo que salió de la caverna de Agios Dimitrios esa tarde no era el doctor David Banner. Era otra cosa.
Con agradecimiento a Natasha Kyritsi por la grafía de los nombres y algunas sugerencias históricas y geográficas.