1
Frank Grey y Lisa Bain eran compañeros. Llevaban ya tres años juntos como patrulla móvil, y ella era el mejor compañero que él había tenido nunca. Él, por su parte, era el primer compañero que tenía ella.
Lisa Bain tenía veinticinco años, era alta y esbelta. Sus colegas la llamaban flaca, pero ella prefería calificarse de esbelta o, si acaso, de «delgada». Llevaba el cabello corto porque nunca sabía qué hacer con él; lo mismo le ocurría con el maquillaje. Se maquillaba muy poco porque no sabía aplicárselo con demasiada habilidad.
Lisa había pasado su primer año en One Place Plaza trabajando en la sección de Comunicaciones. Police Plaza, el cuartel general de la policía, se alzaba a la sombra del puente de Brooklyn. Fue un año aciago para Lisa, que trabajó primero en el Nueve-Uno-Uno, y luego como recadera. Pasado un año consiguió finalmente ser trasladada al Distrito Seis-Siete, donde le asignaron como compañero a Frank Grey. Después de solo un mes en un coche patrulla con él, supo que era el compañero perfecto para ella.
Frank Grey era un veterano con nueve años de servicio en el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York, de los cuales, cinco habían transcurrido en el Distrito Seis-Siete. En esos cinco años, probablemente había visto llegar y marcharse a unos quinientos agentes de policía, y a no menos de tres comandantes. Había tenido cuatro compañeros diferentes: tres varones y Lisa Bain.
Grey —con sus treinta y cuatro años y su gigantesca estatura de casi dos metros— nunca había sido un entusiasta de las mujeres policías, pero Lisa Bain le hizo cambiar de opinión al cabo de un mes de trabajo en común. Ella demostró en ese tiempo estar altamente capacitada y a él no le daba la menor vergüenza admitir que era la mejor compañera que nunca había tenido.
Frank Grey sacó de su taquilla el cinturón y se lo abrochó. Extrajo de la cartuchera el revólver de reglamento, comprobó que estaba cargado y volvió a enfundarlo. Se aseguró de que las esposas y las balas de repuesto estuvieran en su lugar, tomó después la porra del cajón donde estaba guardada y la colocó en su lugar en el cinturón. Movió el cinturón arriba y abajo sobre las caderas unas cuantas veces hasta asegurarse de que no dificultaba sus movimientos. Cuando estuvo satisfecho completó el proceso de preparación tomando su sombrero y poniéndoselo.
El oficial de la taquilla vecina era un joven novato. Su rostro mostraba una mirada inquieta mientras se vestía para entrar en servicio.
—Va a ser una noche de luna llena —dijo el joven oficial.
—Sí —dijo Frank.
—¿Hay tanta locura como dicen? —preguntó el novato—. Me refiero a cuando hay luna llena. En la academia nos dijeron que algunas personas enloquecen cuando brilla la luna llena.
—¿Es tu primera ronda de noche? —preguntó Frank.
—Sí —dijo el novato. Le habían asignado el Distrito 67 el mes anterior, pero era su primera ronda de medianoche. Frank recordó su primera vez. ¿Cuánto hacía, nueve años? Sí, nueve años y cuatro comandantes. Llevaba en el Distrito 67 cinco años, el puesto donde más había durado. Y también el lugar donde se sentía más como en su propia casa.
—No tienes que hacer más que comportarte como en cualquier otra ronda —dijo Frank, cerrando su taquilla—. Preparado para cualquier cosa.
Lisa Bain cerró su taquilla y miró por la ventana. Luna llena, pensó, mordisqueándose el labio. En ese momento estaba totalmente oculta detrás de las nubes, pero en algún momento de la noche estaba segura de que asomaría.
Era la única mujer que trabajaba en el turno de noche, de modo que estaba sola en el cuartito del vestidor. Durante los casi tres años que llevaba adscrita al Seis-Siete, ella —y las dos restantes mujeres policías que trabajaban actualmente en el mismo distrito— se habían cambiado de ropa en un cuarto de la limpieza de la segunda planta habilitado como vestidor, mientras los hombres se cambiaban en una sala más amplia y cómoda de la planta baja. Desde el año anterior les estaban prometiendo a las mujeres un vestidor decente para ellas.
Salió del cuartito y bajó en el ascensor, dispuesta a empezar su turno de trabajo.
Frank vio a Lisa cuando salía del ascensor. Se acordó del momento en que se la asignaron por primera vez como compañera, tres años antes. Nunca creyó que fuera capaz de asumir aquel tipo de trabajo, pero se equivocó. Después de apenas un mes juntos supo que se llevaría un disgusto si le asignaban cualquier otro compañero.
Ella tenía cuatro años de antigüedad. En la actualidad, era una de las tres oficiales femeninas asignadas al distrito. No era la más bonita ni la más elegante, pero sí, sin duda, la mejor policía de las tres. Diablos, era mejor incluso que muchos hombres.
Era alta, más o menos un metro setenta y ocho, y parecía flaca, pero Frank sabía la fuerza que tenía. La anchura de los hombros hacía parecer sus pechos aún más pequeños. Llevaba corto el cabello, de un tono plateado que parecía natural. No era gris sino plateado. A los veinticinco años era demasiado joven para peinar canas.
Frank Grey era un hombre alto y robusto con espeso pelo negro, no solo en la cabeza sino en todo el cuerpo. Le había crecido el vello desde muy joven, por eso había tenido que soportar burlas despiadadas en la clase de gimnasia de la escuela superior, hasta que un día se volvió contra los burlones golpeando con sus enormes puños. Tumbó a una buena media docena de condiscípulos y nunca nadie volvió a molestarle. Por supuesto, sus colegas de la policía también le gastaban bromas en el vestidor, pero ya no era ni mucho menos tan sensible como en la época de la escuela superior.
Pesaba más de cien kilos y Lisa le dejaba con frecuencia atrás cuando se veían obligados a perseguir a alguien a pie. En las luchas cuerpo a cuerpo, en cambio, la fuerza física de Frank solía darle ventaja contra casi cualquier rival.
Los componentes del turno de noche se reunieron en la sala de llamadas para pasar lista. Frank y Lisa intercambiaron un guiño, pero mientras los demás policías del turno se daban grandes palmadas en el hombro y se contaban mutuamente cómo habían pasado el día, ellos no dijeron una sola palabra. Tan bien se conocían el uno al otro.
Este era también el mejor personal de turno con el que Frank había trabajado nunca. Todos ellos llevaban como mínimo seis meses en la ronda de noche, a excepción de algún novato o sustituto temporal que aparecía de cuando en cuando. La mayoría de ellos estaban acostumbrados a trabajar juntos y confiaban en el trabajo de los demás.
Después de pasar lista, el sargento leyó las órdenes especiales para aquel día y envió a cada cual a su puesto.
—Eh —llamó cuando todos empezaban a desfilar. Se detuvieron a mirarle, y entonces el sargento añadió—: No hace falta recordar a nadie que se supone que esta noche hay luna llena, ¿verdad?
No, dijeron ellos con su silencio, no hacía falta. Todos sabían que la luna llena significaba que probablemente les esperaba una ronda «interesante».
Más interesante para unos que para otros.
2
Jerry Tarkenton observó a su «banda».
Conocía a Pauly DePino desde hacía trece años. Se habían conocido en el jardín de infancia cuando ambos tenían cinco años, y ya entonces Jerry era capaz de conseguir que Pauly hiciera todo lo que él deseaba. Aunque ambos eran de la misma edad, el bajito Pauly sentía una patente adoración por Jerry, que era mucho más alto. Pauly —convencido de que Jerry y él eran «amigos»— se divertía al observar la forma en que Jerry controlaba a los dos miembros restantes de la banda.
Jerry era quien había dado a Douglas Jenks el apodo de «Gordinflas», porque Jenks medía un metro setenta y pesaba ciento diez kilos, la mayor parte distribuidos alrededor de la cintura. Gordinflas siempre llevaba caramelos o barras de chocolate en los bolsillos.
El cuarto miembro de aquel dudoso grupo era conocido con el despectivo apodo de «Estúpido». También fue cosa de Jerry lo de bautizar como «Estúpido» al brutal Willie Carson, con sus dos metros cinco de estatura. Pauly y él habían conocido a Carson en la escuela, donde, a los doce años, Carson medía ya más de un metro ochenta. La frente de Carson estaba siempre ceñuda, mientras intentaba comprender lo que ocurría en el mundo que le rodeaba. Precisamente fue esa la razón de que Jerry le llamara «Estúpido», y Carson se sentía de alguna manera orgulloso del nombre.
Jerry Tarkenton había seleccionado cuidadosamente a su banda. Se aseguró de que fueran todos lo bastante bobos y dependientes de él para que pudiera controlarlos. A menudo se sentía como un adiestrador de animales y a ellos los consideraba sus pupilos.
Naturalmente, pensaba que él era no solo el más listo de los cuatro sino la persona más lista de todas las que conocía. A diferencia del vacío que se percibía en los ojos de Gordinflas, Pauly y Estúpido, la mirada de Jerry Tarkenton no podía describirse más que con el calificativo de… astuta.
—¿Qué hay en ese almacén, Jerry? —preguntó Pauly.
—Eso es lo que vamos a averiguar, Pauly —contestó Jerry—. Es un edificio muy grande, y durante todo el día hay un jaleo enorme. Sé que dentro tienen un montón de máquinas, pero el jaleo es demasiado grande para que no encontremos allí algo divertido.
—¿Divertido? —preguntó Estúpido—. ¿Qué quiere decir divertido?
—Criminal, Estúpido —dijo Pauly—. Quiere decir criminal. —Pauly dirigió una mirada orgullosa a Jerry, y preguntó—:¿Verdad, Jerry?
—Sí, así es, Pauly —dijo Jerry—. Todo lo que sé es que tiene que haber montones de dinero ahí dentro, o algo que vale montones de dinero.
—¿Qué pasará con la poli, Jerry? —preguntó Gordinflas.
—¿Qué quieres que pase? —preguntó Jerry con una mueca de desprecio—. A mí no me asusta la pasma, ¿y a vosotros?
—No —dijo Gordinflas, vacilante, en tanto que Pauly y Estúpido se limitaron a sacudir negativamente la cabeza.
Jerry Tarkenton, que apenas tenía dieciocho años, sentía por la policía el desdén de un criminal avezado. Sabía que todos estaban muy por debajo de su propio nivel de inteligencia y se sentía capaz de manejar cualquier situación que implicara la presencia de la policía.
—¿Y si vienen armados? —preguntó Gordinflas—. ¿Qué haremos si nos encontramos a un policía armado con una pistola?
Una sonrisa feroz se dibujó en el rostro de Jerry cuando contestó:
—Aquí tenemos al Gran Estúpido, que se tragará al policía, con pistola y balas incluidas. ¿Verdad, Estúpido?
Los ojos de Estúpido siguieron reflejando el vacío. Ni siquiera se advertía en ellos la inteligencia de un perro. Dijo:
—Claro, Jerry, lo que tú digas.
Gordinflas sacó del bolsillo una barra de chocolate y empezó a desenvolverla.
—Aquí no, Gordinflas —le advirtió Jerry—. Mi mamá no quiere que comamos en mi dormitorio.
3
Frank y Lisa recorrían el Sector Henry que, en general, era considerado el punto negro del distrito. De día o de noche resultaba un lugar inquietante, pero especialmente de noche se convertía en uno de los rincones más peligrosos de la ciudad.
Frank conducía, en tanto que Lisa miraba el cielo. Podía haber luna llena, pero de momento estaba totalmente oculta por una capa de nubarrones negros.
—Llamando a Seis-Siete Henry.
Lisa tomó el microfonillo de la radio. Frank era el operador y ella la registradora. También le correspondía a ella contestar las llamadas de la central. Consultó su reloj y comprobó que eran las 02:30 horas, las dos y media de la madrugada.
—Henry, escucho.
—Seis-siete Henry, informe de diez treinta y cuatro, intento de robo cuarenta y dos sesenta, Avenida D. Un testigo afirma haber visto a cuatro varones entrando en un almacén cerrado en esa dirección. Se ignora si están o no armados.
—Aquí Henry diez cuatro —dijo Lisa.
—Probablemente son chiquillos —dijo Frank—. Ese lugar está lleno de agujeros.
Lisa hizo un gesto afirmativo y volvió a mirar el cielo. Todavía no había signos de la luna.
Frank dobló a la izquierda para tomar la Avenida D y recorrió cinco manzanas hasta llegar a la manzana cuarenta y dos. Detuvo el coche, frente al edificio 4260 y apagó las luces.
—¿Por delante o por detrás? —le preguntó él a ella cuando salían del coche.
—Detrás.
Cada uno de ellos empuñaba una linterna metálica de treinta centímetros de largo. Además de iluminar el camino, podía ser utilizada como una porra contundente.
Frank miró el cielo, con la luna todavía oculta, y dijo:
—Ten cuidado.
—Tú también.
Frank avanzó hacia el edificio por la parte frontal del almacén. Se trataba de un edificio poco corriente porque incluía el almacén comercial y algunas residencias. Probablemente había sido un residente que sufría de insomnio quien había dado la alarma.
Se acercó a la puerta principal con la linterna apagada. Aunque la luna llena aún no había perforado la capa de nubes, le bastaba la luz de las farolas para ver. Además, no quería que la luz de la linterna alertara a los delincuentes de su presencia.
Asió el picaporte y vio que la puerta metálica había sido forzada, probablemente con una palanqueta. La abrió lo estrictamente suficiente para entrar, sacó su revólver y, con una última mirada al cielo, entró en el interior.
Ahora no sabría si la luna aparecía en el cielo o no. Tendría que descubrirlo de la forma más difícil.
Lisa caminó hacia la parte posterior, donde las luces de la calle no iluminaban nada en absoluto. Encendió su linterna, pero cubrió la luz con la mano. En la parte trasera había varias puertas, así como plataformas de carga para camiones, provistas de persianas metálicas que se abrían tirando hacia arriba. Probó una de las puertas y comprobó que estaba cerrada con llave. Tuvo que trepar a una de las plataformas para probar la segunda puerta, que estaba al lado de una de las persianas metálicas. También esta estaba cerrada. Echó una mirada a la persiana y vio que tenía echado el cerrojo. Avanzó hacia el otro extremo del edificio para intentar abrir alguna otra puerta y prestó extrema atención por si oía ruidos en el interior del edificio. Deseaba poder utilizar su radio portátil para comunicarse con Frank, pero si él había entrado, las interferencias no le dejarían oír.
Después de probar la tercera puerta empezaría a examinar las ventanas. Dirigió una mirada al cielo y aferró el picaporte de la tercera puerta.
Esto era peligroso. En el interior la oscuridad era absoluta, y Frank no se atrevía a utilizar la linterna por miedo a delatarse; eso en el caso de que realmente hubiera alguien más dentro.
Se movía cuidadosamente, tanteando con manos y pies el terreno que tenía al frente. No quería revelar su presencia haciendo caer una caja o una estantería. Lo que no pudo prever fue la gran mancha de grasa que había en el suelo, delante de él. Cuando la pisó, resbaló, perdió pie y fue a caer poco ceremoniosamente sobre un charco de grasa. Consiguió retener la linterna en la mano izquierda, pero el revólver se le escapó de la derecha cuando intentó apoyarse en ella para detener la caída. Pudo oír cómo se deslizaba el arma por el suelo, igual que un ratón asustado.
Por supuesto armó un barullo infernal y, de repente, se vio enfocado por un par de rayos de luz procedentes de dos linternas.
—¿Lo ves? —dijo una voz que expresaba intensa satisfacción—. Te dije que había oído algo.
—Sí que lo hiciste, Gordinflas —dijo otra voz—. Parece que hemos atrapado a un poli.
—¿Qué vamos a hacer con él, Jerry? —preguntó Gordinflas.
—No lo sé —dijo Jerry—. Déjame pensar.
Frank levantó la mano derecha, sucia de grasa, para protegerse los ojos de la luz de las linternas. No podía ver claramente los rostros, pero por el tono de las voces los delincuentes eran jóvenes, probablemente de unos dieciocho a veinte años. No le preocuparía si se tratara de ladrones mayores, con más experiencia. Los jóvenes solían ser demasiado impredecibles.
—Pauly, ve a la puerta delantera —dijo Jerry.
—Muy bien.
—Atráncala con algo, para que no pueda abrirse. No queremos que su compañero nos sorprenda.
—Muy bien.
—Estúpido —dijo Jerry—. Busca por ahí, a ver si encuentras a la pareja.
—Ah…, muy bien, Jerry.
Frank pudo identificar a los portadores de las linternas como Gordinflas y Jerry. Jerry, que era al parecer el líder del grupo, estaba situado a su izquierda. Frank aferró con más fuerza la linterna, que quedaba a su espalda, fuera del círculo de luz.
—Levántate, poli —dijo Jerry.
—Jerry, ¿no es eso? —dijo Frank—. Eres el jefe, ¿verdad?
—¿A ti qué te importa?
—Jerry. —Frank intentaba clavar los talones en el suelo para poder incorporarse, pero seguían resbalándose en la grasa—. Escucha, Jerry, no querrás problemas con la policía.
—No —dijo Jerry—, tienes razón, no quiero problemas con la policía, ¡lo que quiero es joderte! ¡Ahora levántate!
—Lo intento —dijo Frank—, pero no es fácil con esta grasa.
Frank no había visto todavía una pistola ni un arma de ninguna clase. Si conseguía ponerse en pie podría dar a su linterna un uso eficaz. Sin embargo, no le había mentido a Jerry. Era difícil asentarse sobre aquel suelo ni siquiera lo imprescindible para poder ponerse de pie. Con todo, tenía que hacerlo. Resultaba demasiado vulnerable así sentado.
—He cerrado la puerta —dijo Pauly, ya de regreso—, y mirad lo que he encontrado.
Jerry dirigió la luz de su linterna al objeto que sostenía Pauly Cuando Frank lo vio, se le congeló la sangre.
Era su propia pistola.
¿Dónde demonios estaba Lisa?
Afuera, en la parte trasera, Lisa había comprobado que todas las puertas estaban cerradas. Al examinar las ventanas le pareció ver una luz en el interior. Era solo un reflejo en la ventana por la que estaba mirando, de modo que se trasladó a la siguiente y luego a la otra, hasta que la luz se hizo constante. Vio las luces de dos linternas, que iluminaban algo tendido en el suelo. Ese algo era su compañero.
Empezó a buscar alguna cosa para forzar cualquier puerta, cuando el paisaje se iluminó de repente con la luz de la luna llena.
Miró al cielo y vio asomar la luna entre las nubes.
—Jesús —murmuró. Su corazón se disparó y empezó a sudar profusamente.
Se volvió a la puerta. Empezó a golpearla al tiempo que aferraba con manos temblorosas la radio de su cinturón.
—¡Diez trece! —llamó—. ¡Aquí seis-siete Henry! ¡Diez trece!
Quiso decir algo más, pero la radio cayó de sus manos paralizadas…
En el interior del edificio, los golpes retumbaron con fuerza. Jerry, Pauly y Gordinflas se volvieron en la dirección del ruido. Al mismo tiempo el cuarto ladrón, Estúpido, empezó a gritar:
—¡Hay otro policía atrás!
—Las puertas de la parte trasera están cerradas… —empezó a decir Jerry, pero se detuvo al darse cuenta de que todos habían dejado de vigilar al policía.
—¡Mierda! —dijo, volviéndose hacia Frank, que en aquel momento le lanzaba su linterna.
Jerry apretó el gatillo de la pistola de Frank…
La bestia oyó el ruido del disparo. Su significado penetro a través de capas y años de bestialidad y, cuando sonó el segundo disparo, se arrojó contra la puerta que solo unos segundos antes había estado golpeando Lisa Bain…
Frank se debatía en el centro del charco de grasa, después de golpear con su linterna la frente de Gordinflas. Mientras Gordinflas ponía los ojos en blanco y caía al suelo, Jerry apuntó con la pistola a Frank, y esta vez la sostuvo con las dos manos para no fallar.
—¡Muere, mamón!
Con la garganta súbitamente seca, Frank levantó la mano con un gesto instintivo, para detener la bala que estaba seguro de que iba a acabar con su vida.
Antes de que Jerry tuviera tiempo de apretar el gatillo, la puerta trasera reventó hacia dentro, saliéndose por completo de sus goznes.
—Qué jodido… —empezó a decir Jerry. Se volvió y vio una forma voluminosa y peluda que levantaba sin esfuerzo por el aire los ciento y pico de kilos de Estúpido. El ladrón se vio literalmente proyectado por el aire en la oscuridad y aterrizó con estruendo.
—Jesús —aulló Pauly—. Jesús, Jerry, ¿qué diablos es eso?
Jerry no lo sabía, pero blandió la linterna y enfocó el rayo de luz hasta verlo bien. Cuando lo vio, deseó no haber mirado.
La luz iluminó el rostro de la bestia. Estaba cubierta de pelos pardos y plateados; el hocico era alargado, por la boca asomaban unos colmillos agudos, los ojos eran amarillos y feroces. Parecía un lobo, pero estaba erguido sobre sus patas traseras.
—Jesús, Jerry… —dijo Pauly, pero la bestia alargó una mano— una zarpa— en su dirección, y dejó la frase sin terminar. Las agudas garras destrozaron la garganta y el pecho de Pauly, haciendo brotar la sangre.
Un chorro de sangre fue a salpicar la cara y el pecho de Jerry, induciéndole a actuar. Había quedado inmóvil, petrificado, al ver a la bestia, pero ahora alzó el revólver, sujetándolo con las dos manos, y apretó el gatillo apuntando con cuidado al monstruo que avanzaba. Supo que le había dado, pero el animal, que caminaba como un hombre, siguió avanzando hacia él. Apretó el gatillo otra vez… y otra… y otra…, hasta que el percutor no encontró más que cámaras vacías.
La bestia golpeó con su brazo y la vida de Jerry tocó a su fin con repentina brusquedad. El dolor pasó sobre él como una oleada irresistible. Luego se derrumbó en el suelo como si sus huesos se hubieran fundido.
Quedaron solos la bestia y Frank Grey.
Frank gateó hacia un lado, asentó los pies tambaleantes, y finalmente logró salir del charco de grasa en el que había estado resbalando durante lo que le parecieron horas.
Miró a la bestia, que había quedado quieta, en pie, con la cabeza inclinada a un lado, observándole.
Tendió su mano a la bestia. Este era el momento que más le asustaba; siempre temía que algún día aquellos ojos de fiera no se iluminaran al reconocerle…, y al tiempo, siempre sabía también que esta vez sí lo harían.
Oyó las sirenas y supo que Lisa debía de haber llamado al diez-trece, «oficial necesita ayuda urgente».
—Vamos —dijo a la bestia—, yo te cubriré. ¡Escóndete afuera!
Mientras la bestia salía por la puerta trasera empezó a preparar su historia. Siempre la cubría, siempre se las arreglaba para contar algo verosímil. A menudo sospechaba que los demás lo sabían —sus colegas de la policía, los supervisores de las patrullas, incluso el capitán—, porque siempre aceptaban sus explicaciones sin hacer preguntas… Miradas inquisitivas sí, pero ni una sola palabra desde el primer par de incidentes, hacía ya tres años.
Aunque los demás contribuyeran a proteger su secreto, fue Frank quien tuvo que aceptar en primer lugar la verdad sobre Lisa Bain y luego hacer lo posible para evitar que fuera descubierta.
Después de todo, eran compañeros.