Camberton conocía por el zumbido apagado cuál de los dos auriculares debía descolgar.
Sin embargo, titubeó. ¿Quién podría llamarle a aquella hora por su teléfono secreto?
Solo seis de sus clientes del hampa conocían el número. Dos de estos caballeros acababan de salir por la puerta; dos estaban en Europa y otro en presidio. El sexto era Burke Hawtin.
¡Pero Burke Hawtin estaba muerto!
El teléfono sonó de nuevo. La mano sangrienta de Camberton descolgó el aparato, acercándoselo al oído sin pronunciar palabra. Jamás hablaba el primero en esta línea. Quien conocía el número, era de esperar que conociese la clave que debía pronunciar antes de obtener contestación.
A poco sonó la seña.
—«Cuarto de referencia».
Fue pronunciada en tono bajo y desconocido.
—¿Quién es usted? —interrogó con aspereza Camberton.
Su rostro redondo y pastoso era una máscara sin expresión, excepto por el brillo de recelo de sus ojos, rodeados de bolsas grasientas.
—Un amigo de Hawtin —cuchicheó el desconocido—. Me dio el número. Dijo que le llamase cuando estuviese en un apuro.
—¿Cómo se llama usted?
—Smith. Juan Smith.
—Extraordinario —se burló Camberton—. No he oído nunca ese nombre. No le conozco.
—Aguarde. Me reconocerá cuando me vea.
—¿Por qué he de verle?
—Porque tengo bastante dinero para pagar a un abogado que me asesore. ¿Está solo?
—Sí —respondió Camberton, en tono aburrido, cosa que desmentían sus cerdunos ojos—. ¿Sabe cómo llegar aquí?
—Conozco todo cuanto Hawtin conocía. Subiré por la parte trasera como... como él lo hacía siempre. Llegaré dentro de diez minutos.
Horacio L. Camberton, conocido criminalista, colgó el aparato, se reclinó en el sillón y miró de nuevo una noticia que llevaba el periódico.
Según la información, aquella mañana Burke Hawtin y dos secuaces suyos fueron muertos a tiros, cuando saqueaban el Banco de Willow Ridge, un suburbio de Chicago.
La policía identificó el cuerpo de Hawtin. Al parecer, los otros dos eran reclutas nuevos en el crimen; sus nombres eran desconocidos todavía.
El único sentimiento de Camberton al leer la noticia, fue en un sentido monetario; Hawtin fue siempre un cliente muy buen pagador, y aunque no necesitó ningún asesoramiento durante el año anterior, habría acudido tarde o temprano de no haber sido muerto.
Quizá, reflexionó el abogado, el desconocido que acababa de telefonear sustituiría al querido muerto, como fuente de ingresos. Sin embargo, no había nada seguro. Era más prudente prepararse para cualquier clase de visitante.
De la mesa de la biblioteca sacó un revólver, que pasó al bolsillo derecho de su chaqueta. Luego entró en el dormitorio y, abriendo el cajón superior de su mesa, sacó otra pistola, que se metió en el bolsillo izquierdo.
Paseó con impaciencia por las dos habitaciones de su piso. Nunca tuvo tal presentimiento de peligro inminente como ahora, mientras esperaba a su nocturno visitante.
A fin de evitar que al abrir se, encontrase a varias pulgadas de su visitante, levantó el pestillo y se sentó en una silla de respaldo recto, de cara a la entrada. Sus manos viscosas, metidas en los bolsillos, empuñaban una pistola cada una.
—Si no me gusta tu cara, señor Smith o quien seas —murmuró—, te haré salir al instante. Nadie le va a tomar el pelo al pequeño Horacio.
* * *
La llamada que oyó fue sigilosa, casi inaudible. Pero su respuesta fue fuerte y ruidosa.
—¡Adelante! —ordenó.
La puerta se abrió en silencio Un hombre, cuyos anchos hombros y musculosos brazos abultaban visiblemente bajo su chaqueta ceñida, penetró en la habitación, cerrando la puerta tras sí. Lavaba una mano en el bolsillo, como si también empuñase un arma; con la otra se echó atrás el sombrero de alas anchas.
—¡Dernac! —exclamó Camberton, levantándose de un salto.
Era imposible confundir el rostro del visitante. Su cara aparecía casi todos los días en los periódicos. Era Antonio (Tony) Dernac, llamado el Enemigo Público Número Uno.
—De manera que me conoce —gruñó el desconocido, avanzando en son de reto la mandíbula—. Y sabe también que ofrecen una recompensa de veinticinco mil dólares por mi piel. Pero —la mano del bolsillo levantó ligeramente la chaqueta— no crea que la cobrará. Además, puedo doblar la cantidad... si quiere trabajar a mi favor.
En el rostro grueso y de avariento de Camberton se dibujó una mueca untuosa, que él juzgaba era una sonrisa cordial.
—Seamos amigos —dijo tendiendo una mano.
—Bien. Desde ahora será usted mi defensor y espero que hará milagros. Es lo que necesito.
—Necesitas también una copa, muchacho.
Los dos hombres se sentaron frente a frente y hablaron, es decir, Dernac habló. Camberton se limitó a escuchar, observando como su visitante tomaba copa tras copa de whisky. Al mismo tiempo, fingía una sincera comprensión de simpatía por la situación del visitante.
Dernac, el perseguido, tenía verdadera ansiedad por desahogarse con el abogado; pues, a pesar de su fama de hombre valeroso y audaz, estaba asustado. Consiguió demasiada notoriedad para su tranquilidad de espíritu. Se había hecho famoso gracias a la pistola y ahora temía la muerte por el mismo conducto.
Se sirvió otra copa y dijo:
—Conocí a Hawtin en Minneapolis, hace unos seis meses. Ingresó en mi banda y juntos realizamos varios golpes en San Luis. El último no resultó satisfactorio. Tres de mis muchachos cayeron.
Observó Camberton:
—Recuerdo haber leído algo de eso, pero ignoraba que Hawtin ni tú estuvieseis allí.
—Nadie lo sabe ahora. Hawtin y los otros murieron esta mañana—. El gangster se humedeció los labios—. Por poco no caí también yo. Pero tuve un presentimiento. Además, ¿a qué correr riesgos, cuando poseo más de cien mil dólares bien guardados? Parte del dinero era de Hawtin. Pero está muerto y el resto de la banda está en presidio. De modo que no tengo con quién partirlo... excepto usted. ¿Cuánto me costará salir del país?
Los porcinos ojos de Camberton se achicaron al mirar al visitante.
¿Era posible que aquel bandido poseyera semejante botín? ¿Daría la mitad, tres cuartas partes de ello para salvar la piel? Estaba seguro de que ambas preguntas se contestarían de una forma afirmativa.
Respondió:
—Será difícil. Tu fotografía, entregada a la policía por aquella dama que ya falleció, la publican con tanta frecuencia, que eres tan popular como Babe Ruth. Tu casa y tus señas están en todas las comisarías, en todas las agencias de detectives y en todas las oficinas de Correos.
—Exacto. ¡Están deteniendo e incluso condenando hasta a aquellos que se me parecen! —gritó Dernac—. ¿Qué probabilidades tengo de poder huir?
—Las tienes —replicó Camberton, observando atento a su cliente—. Pero, como digo, será un trabajo difícil... y costoso. Habrá que efectuar algunos gastos preliminares. En primer lugar, tendré que buscar a un cirujano plástico, para que haga maravillas con tu cara. Además, tendré que pagar «ayudantes» por la ruta que tomarás...
—¡Maldición! —exclamó Dernac—. Si duda de que puedo pagarle, aquí tiene veinticinco mil dólares para empezar.
Metiendo la mano en un bolsillo, sacó un fajo de billetes que tiró sobre las rodillas del abogado.
Continuó:
—Y recuerde que tengo cien mil más, guardados en el mismo lugar de donde estos vienen. Están seguros bajo el entarimado de la tienda de reparación de zapatos, a corta distancia de aquí.
Rio, y soltándose la lengua con otra copa de whisky, añadió:
—Sí, soy dueño de esa tienda. El zapatero que figura al frente es un hombre de paja. Aprendió a remendar en presidio.
—¿Sabe él que el dinero está allí guardado?
—¡Ja, ja! ¡De ninguna manera! El viejo Miller es demasiado bruto para conocer cosa de tal importancia. Solo sabe que, a veces, yo usaba la tienda para reunirme con Plawtin y los muchachos. Entonces le mandaba salir con suficiente dinero para emborracharse. Otras veces duerme allí. Lo eché fuera esta noche, pensando que podríamos, usted y yo, salir a dar un paseo y cerrar tratos.
La mirada del abogado se posó, codiciosamente, primero en el dinero y después en Dernac. Camberton calculó rápidamente. ¿Cuánto valdría el riesgo de ser expulsado del Colegio de Abogados, y quizá hasta ser condenado, si saliese mal el plan de sacar a su cliente de los Estados Unidos? El problema le hizo arrugar la frente.
Se le ocurrió como un relámpago una solución fácil. Miró de soslayo y de una manera siniestra a Dernac.
Sobresaltado, el fugitivo echó mano a su pistola, pero el abogado, con una velocidad sorprendente para un hombre tan grueso y flácido, esgrimió la suya, disparando antes de que el gangster pudiese apuntar.
El Enemigo Público Número Uno se desplomó con una bala en la cabeza.
Lanzando un suspiro de satisfacción, Camberton observó que la mano fuerte de su víctima empuñaba todavía el revólver. Piaría más dramática la histeria de la muerte en defensa propia.
Se levantó, guardó presuroso el fajo de billetes en la caja de caudales y, dejando la puerta abierta, retiró la botella de whisky y los vasos; luego descolgó el auricular conectado con el conmutador del hotel.
—Mande buscar a la policía —dijo con calma—. Acabo de matar a un ladrón. Se parece a Tony Dernac.
Los agentes de policía, los reporteros y los empleados del hotel se agolparon en el cuarto pocos minutos después para oír la emocionante narración de cómo, al regresar de un paseo, sorprendió a Dernac en el acto de saquearle la caja de caudales.
—Se lanzó sobre mí, apuntándome al corazón. Más yo disparé primero.
—¿Lo había visto alguna vez antes? —interrogó un agente.
—Nunca. Le reconocí por las fotografías aparecidas en la Prensa.
—Caramba, señor Camberton —dijo uno de los periodistas—. ¡Cobrará usted los veinticinco mil dólares de recompensa!
—¿Sí? No había pensado en eso. Solo traté de proteger mi vida y mi propiedad. Estoy de acuerdo en que tal vez merezco una recompensa por librar a la sociedad de un criminal tan peligroso.
Altamente satisfecho de sí mismo, el famoso criminalista apareció en todos los periódicos gráficos en diversas y sugestivas fotografías, rememorando su hazaña.
Posó gustoso para los fotógrafos, rehúsando tan solo la petición de hacerlo con un pie sobre el cadáver, a la manera de un cazador de leones.
Eso, declaró el abogado, no se lo permitía su dignidad.
No quedó solo hasta poco antes del amanecer. Excitado, volvió las hojas del listín de teléfonos, buscando las señas de la zapatería. Allí: «692, Elwell Court».
Image
Acarició los revólveres que guardaba en su bolsillo, tomó una lámpara eléctrica y, poniéndose el sombrero, salió, del cuarto y del edificio por una escalera trasera.
Aunque se hallaba a corta distancia de Broadway, Elwell Court era una callejuela de casuchas míseras y una de las más viejas llevaba el número 692. No era lugar donde podría sospecharse que se guardasen cien mil dólares. No obstante, Camberton tenía la confianza de dar con dicha cantidad. Conocía a la gente del hampa y juzgó con gran acierto que Dernac era un necio. El muy estúpido había colocado una cerradura moderna en la puerta.
La llave maestra del abogado la abrió con facilidad.
Una vez dentro, observó que los débiles destellos de un farol lejano penetraban por los cristales sucios, proyectando una luz borrosa, tapada de vez en cuando por la maquinaria y los muebles que, arrojaban sombras grotescas y engañadoras.
Avanzó a tientas.
Su espinilla topó con algo en la oscuridad, algo que saltó en el aire con un maullar silbante y amenazador.
Dos ojos amarillos le miraron furiosos y chispeantes.
Proyectó la lámpara maldiciendo entre dientes al gato, que arqueaba el lomo al resplandor. Proyectó el destello a su alrededor para orientarse.
Había una puerta en la trastienda. Camberton la miró con aprensión al apagar la luz. ¿Y si el viejo Miller, que según Dernac dormía a veces en la trastienda, hubiese regresado? Decidió mirar en el lugar indicado, antes de proceder a la busca del botín.
Avanzando de puntillas puso la mano en el pomo de la puerta. Al girarlo lenta y silenciosamente, le asaltó un extraño miedo. Era extraordinario; pues aunque no era el hombre más valiente del mundo, tampoco era de los que se asustan por la oscuridad y los ojos furiosos y centelleantes de un gato. La sensación de terror la produjo alguna cosa desconocida que no llegaba a definir y se irritó.
Olvidando su cautela, abrió de un empujón la puerta. Una ráfaga de aire helado le azotó el rostro, haciéndole tiritar de frío. Esto era extraordinario: ¡frío en una noche calurosa de julio! Necesitó toda su fuerza de voluntad para hacer cesar el temblor de su carne al mirar en el cuarto: estaba mejor iluminado que el anterior. La iluminación penetraba por la ventana y venía de la luz del pórtico trasero de una casa vecina.
Su escudriñamiento nervioso por la habitación fue interrumpido por un objeto que divisó en el rincón más oscuro.
Parecía la figura de un hombre tumbado en un camastro. ¡Ah! Sería el viejo Miller, el zapatero remendón, que había vuelto y dormía borracho.
Pero el oler que asaltó las narices de Camberton no fue de alcohol.
Era algo igualmente familiar; no obstante, resultaba inaudito en aquel lugar. Olisqueando y, al mismo tiempo, empuñando un revólver, avanzó con sigilo hacia la figura tendida.
De pronto se detuvo en seco, los ojos desorbitados de espanto.
La figura del camastro se erguía, sentándose lentamente... y no era por cierto un viejo.
¡Eran los inconfundibles hombros anchos de Tony Dernac, el Enemigo Público Número Uno!
El rostro de la aparición brilló con una luz verdosa y fosforescente, haciendo más horripilante la sonrisa burlona y de soslayo dirigida al despavorido criminalista.
¡Y el olor que iba penetrando poco a poco en el cerebro de Camberton era el olor de pólvora quemada!
Su rostro palideció. Los ojos casi le saltaron de las órbitas. Movió los labios, más no pudo pronunciar ni un sonido.
Al cabo de un rato logró balbucear:
—¡Tú! ¿Tú? ¡Maldito seas, Dernac! ¡Te maté una vez y voy a hacerlo de nuevo!
Apuntó la pistola a la aparición.
La casucha pareció sacudirse, cuando la pistola rugió una y otra vez. Las chispas de fuego de la automática parecieron horadar la figura, que se incorporó lentamente del camastro, avanzando implacable hacia Camberton.
Este retrocedió disparando de una manera desesperada. Pero no podía volverse y huir. Los ojos que le miraban con una fijeza hipnótica paralizaban sus miembros, permitiéndole retroceder tan solo la distancia que el otro avanzaba, pero no más lejos.
Sollozando desesperadamente, sacó, la otra pistola y la vació disparando contra el fantasma.
Después, sus dedos temblorosos oprimieron los gatillos de las armas descargadas, en un intento fútil y desesperado.
Así lo halló la policía: apretando con frenética idiotez los gatillos de las dos pistolas vacías.
La policía llegó tres minutos después de la primera detonación.
El cuerpo exánime del viejo Miller yacía en el suelo, acribillado a balazos.
Esto fue cuanto encontró la policía. Eso y el loco babeante, que fue una vez el famoso criminalista Horacio G. Camberton, oprimiendo los gatillos de las pistolas como un autómata.
No es probable que sea jamás procesado por el asesinato del viejo zapatero remendón, porque no parece comprender el alcance de su acción.
Permanece agazapado en la celda de un manicomio. Insistiendo en que él y Dernac eran los únicos ocupantes de la trastienda, del número 692.
A contadas personas se les autoriza a visitar el abogado. Pocos lo intentan, dado que, según explican los doctores, el terror loco que asoma en su rostro a intervalos es tan espantoso, que hasta los observadores más endurecidos se estremecen al verlo.
Los intervalos se tornan más frecuentes.
Y si el visible sufrimiento experimentado en estos intervalos se convierte en un estado permanente, no será necesario castigar a Horacio G. Camberton por sus crímenes.