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ramón de mesonero romanos

el romanticismo y los románticos

Si fuera posible reducir a un solo eco las voces todas de la actual generación europea, apenas cabe ponerse en duda que la palabra romanticismo parecería ser la dominante desde el Tajo al Danubio, desde el mar del Norte al estrecho de Gibraltar.
Y sin embargo (¡cosa singular!), esta palabra tan favorita, tan cómoda, que así aplicamos a las personas como a las cosas, a las verdades de la ciencia como a las ilusiones de la fantasía; esta palabra que todas las plumas adoptan, que todas las lenguas repiten, todavía carece de una definición exacta que fije distintamente su verdadero sentido.
¡Cuántos discursos, cuántas controversias han prodigado los sabios para resolver acertadamente esta cuestión! y en ellos ¡qué contradicción de opiniones, que extravagancia singular de sistemas!... «¿Qué cosa es romanticismo?...» (les ha preguntado el público), y los sabios le han contéstalo cada cual a su manera. Unos le han dicho que era todo lo ideal y romancesco; otros, por el contrario, que no podía ser sino lo escrupulosamente histórico, cuáles han creído ver en él a la naturaleza en toda su verdad; cuáles a la imaginación en toda su mentira; algunos han asegurado que solo era propio para describir la Edad Media; otros le han hallado aplicable también a la Moderna; aquellos le han querido hermanar con la religión y con la moral; estos le han echado a reñir con ambas; hay quien pretende dictarle reglas; hay, por último, quien sostiene que su condición es la de no guardar ninguna.
Dueña, en fin, la actual generación de este pretendido descubrimiento, de este mágico talismán, indefinible, fantástico, todos los objetos le han parecido propios para ser mirados al través de aquel prisma seductor; y no contenta con subyugar a él la literatura y las bellas artes, que por su carácter vago permiten más libertad a la fantasía, ha adelantado su aplicación a los preceptos de la moral, a las verdades de la historia, a la severidad de las ciencias, no faltando quien pretende formular bajo esta nueva enseña todas las extravagancias morales y políticas, científicas y literarias.
El escritor osado, que acusa a la sociedad de corrompida, al mismo tiempo que contribuye a corromperla más con la inmoralidad de sus escritos; el político, que exagera todos los sistemas, todos los desfigura y contradice, y pretende reunir en su doctrina el feudalismo y la república; el historiador, que poetiza la historia; el poeta, que finge una sociedad fantástica y se queja de ella porque no reconoce su retrato; el artista, que pretende pintar a la Naturaleza aún más hermosa que en su original; todas estas manías quien cualesquiera épocas han debido sin duda existir y sin duda en siglos anteriores habrán podido pasar por extravíos de la razón o debilidad de la humana especie, el siglo actual, más adelantado y perspicuo, las ha calificado de romanticismo puro.
«La necedad se pega» ha dicho un autor célebre. No es esto afirmar que lo que hoy se entiende por romanticismo sea necedad; sino que todas las cosas exageradas suelen degenerar en necias; y bajo este aspecto, la romántico-manía se pega también. Y no solo se pega, sino que al revés de otras enfermedades contagiosas que a medida que se transmiten pierden en grados de intensidad, esta, por el contrario, adquiere en la inoculación tal desarrollo, que lo que en su origen pudo ser sublime, pasa después a ser ridículo; lo que en unos fue un destello del genio, en otros viene a ser un ramo de locura.
Y he aquí por qué un muchacho que por los años de 1811 vivía en nuestra, corte y su calle de la Reina, y era hijo del general francés Hugo, y se, llamaba Víctor, encontró el romanticismo donde menos podía esperarse, esto es, en el Seminario de nobles; y el picaruelo conoció lo que nosotros no habíamos sabido apreciar y teníamos enterrado hace dos siglos con Calderón; y luego regresó a parís, extrayendo de entre nosotros esta primera materia, y la confeccionó a la francesa, y provisto como de costumbre con, su patente de invención, abrió su almacén y dijo que él era el Mesías de la literatura, que venía a redimirla de la esclavitud de las reglas; y acudieron ansiosos les noveleros, y la manada de imitadores («imitatores servum pecus», que dijo Horacio) se esforzaron en sobrepujarle y dejar atrás su exageración; y los poetas transmitieron el nuevo humor a los novelistas; estos a los historiadores; estos a los políticos; estos a todos los demás hombres; estos a todas las mujeres; y luego salió de Francia aquel virus ya bastardeado, y corrió toda la Europa, y vino, en fin, a España, y llegó a Madrid (de donde había salido puro), y de una en otra pluma, de una en otra cabeza, vino a dar en la cabeza y en la pluma, de mi sobrino, de aquel sobrino de que ya en otro tiempo creo haber hablado a mis lectores; y tal llegó a sus manos, que ni el mismo Víctor le conociera, ni el Seminario de nobles tampoco.
Porque —decía él— la fachada de un romántico debe ser gótica, ojiva, piramidal y emblemática.
Para ello comenzó a revolver cuadres y libros viejos, y a estudiar los trajes del tiempo de las Cruzadas; y cuando en un códice roñoso y amarillento acertaba a encontrar un monigote formando, alguna letra inicial de capítulo, o rasguñado al margen por infantil e inexperta mano, daba por bien empleado su desvelo, y luego poníase a formular en su persona aquel trasunto de la Edad Media.
Por resultado que estos experimentos llegó muy luego a ser considerado como la estampa más romántica de todo Madrid, y a servir de modelo a todos los jóvenes aspirantes a esta nueva, no sé si diga, ciencia o arte. Sea dicho en verdad; pero si yo hubiese mirado el negocio solo por él, lado económico, poco o nadar podía pesarme de ello, porque mi sobrino, procediendo a simplificar su traje, llegó a alcanzar tal rigor ascético, que un ermitaño daría más que hacer a los Utrillas y Rougets. Por de pronto eliminó el frac por considerarle del tiempo de la decadencia, y aunque no del todo conforme con la levita, hubo de transigir con ella como más análoga, a la sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el chaleco, por redundante; luego el cuello de la camisa, por inconexo; luego las cadenas y relojes, los botones y alfileres, por minuciosos y mecánicos; después los guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor, los cepillos, el barniz de las botas y las navajas de afeitar, y otros mil adminículos que los que no alcanzamos la perfección romántica creemos indispensables y de todo rigor.
Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente anudado en torno de esta, y un sombrero de misteriosa forma fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por debajo de él descolgábase de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo se introducían por debajo de las orejas, haciendo desaparecer estas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura, daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica. Tal era la vera efigie de mi sobrino, y no hay que decir que tan uniforme tristura ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado, de suerte que no pocas veces, cuando cruzado de brazos y la barba sumida en el pecho se hallaba abismado en sus tétricas reflexiones, llegué yo a dudar si era él mismo o solo su traje colgado en una percha; y acontecióme más de una ocasión el ir a hablarle por la espalda, creyendo verle de frente, o darle una palmada en el pecho, juzgando dársela en el lomo.
Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. Por de pronto me declaró rotundamente su resolución contraria a seguir ninguna de las carreras que le propuse, asegurándome que encontraba en su corazón algo de volcánico y sublime, incompatible con la exactitud matemática, o con las fórmulas del foro; y después de largas disertaciones, vine a sacar en consecuencia que la carrera que le parecía más análoga a sus circunstancias era la carrera de poeta, que según él es la que guía derechita al templo de la inmortalidad.
En busca de sublimes inspiraciones y con el objeto sin duda de formar su carácter tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas anatómicas; trabó amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encaramóse a las peñas escarpadas, y se perdió en la espesura de los bosques: interrogó a las ruinas de los monasterios y de las ventas (que él tomaba por góticos castillos); examinó la ponzoñosa virtud de las plantas, e hizo experiencia en algunos animales del filo dé su cuchilla y de los convulsos movimientos de la muerte. Trocó los libres que yo le recomendaba, los Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedras, los Moretos, Meléndez y Moratines, por los Hugos y Damas, los Balzac, los Sands y Souliés; embutió su mollera de todas las encantadoras fantasías de Lord Byron y de los tétricos cuadros de D’Arlincourt; no se le escapó uno solo de los abortos teatrales de Ducange, ni de los fantásticos ensueñes de Hoffman, y en los ratos en que menos propenso estaba a la melancolía, entreteníase en estudiar la Craneoscopia del doctor Gall, o las meditaciones de Volney.
Fuertemente pertrechado con toda esta diabólica erudición, se creyó en estado de dejar correr su pluma, y rasguñó unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética y concluyó algunos cuentos en verso prosaico; y todos empezaban con puntos suspensivos y concluían en ¡maldición!; unos y otros estaban atestados de figuras de capuz y de siniestros bultos, y de hombres gigantes, y de sonrisa infernal, y de almenas altísimas, y de profundos fosos, y de buitres carnívoros, y de copas fatales, y de ensueños fatídicos, y de velos transparentes, y de aceradas mallas, y de briosos corceles, y de flores amarillas, y de fúnebre cruz. Generalmente, todas estas composiciones fugitivas solían llevar sus títulos tan incomprensibles y vagos como ellas mismas, verbigracia: «¡¡¡Qué será!!!...», «¡¡¡No!!!...», «¡Más allá!...», «Puede ser», «¿Cuándo?», «¡Acaso!...», «¡Oremus!»
Esto en cuanto a la forma de sus composiciones; en cuanto al fondo de sus pensamientos, no sé qué decir, sino que unas veces me parecía mi sobrino un gran poeta, y otras un loco de atar; en algunas ocasiones me estremecía al oírle cantar el suicidio o discurrir dudosamente sobre la inmortalidad del alma; y otras teníale por santo, pintando la celestial sonrisa de los ángeles, o haciendo tiernos apostrofes a la Madre de Dios. Yo no sé a punto fijo qué pensaba, él sobre todo esto, pero creo que lo más seguro es que no pensaba nada, ni él mismo entendía lo que quería decir.
Sin embargo, el muchacho, con estos raptos, consiguió al fin verse admirado por una turba de aprendices del delirio, que le escuchaban enternecidos cuando él, con voz monótona y sepulcral, les recitaba cualquiera de sus composiciones, y siempre le aplaudían en aquellos rasgos más extravagantes y oscuros, y sacaban copias nada escrupulosas, y las aprendían de memoria, y luego esforzábanse a imitarlas, y solo acertaban a imitar los defectos y de ningún modo las bellezas originales que podían recomendarlas.
Todos estos encomios y adulaciones de pandilla lisonjeaban muy poco el altivo deseo de mi sobrino, que era nada menos que atraer hacia sí la atención y el entusiasmo de todo el país. Y convencido de que para llegar al templo de la inmortalidad (partiendo de Madrid) es cosa indispensable el pasearse por la calle del Príncipe, quiero decir, el componer una obra, para el teatro, he aquí la razón por qué unió todas sus fuerzas intelectuales; llamó a concurso su fatídica estrella, sus recuerdos, sus lecturas; evocó las sombras de los muertos para preguntarles sobre diferentes puntos; martirizó las historias y tragó el polvo de los archivos; interpeló a la calenturienta musa, colocándose con ella en la región aérea donde se forman las románticas tormentas y mirando, desde aquella altura esta sociedad terrena, reducida por la distancia a una pequeñez microscópica, aplicado al ojo izquierdo el catalejo romántico, que todo lo abulta, que todo lo descompone, inflamóse al fin su fosfórica fantasía, y compuso un drama.
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¡Válgame Dios! Con qué placer haría yo a mis lectores el mayor de los regalos posibles, dándoles in integrum esta composición sublime, práctica explicación del sistema romántico, en que según la medicina homeopática, que: consiste en curar las enfermedades con sus semejantes, se intenta a fuerza de crímenes corregir el crimen mismo. Mas ni la suerte ni mi sobrino me han hecho poseedor de aquel tesoro, y únicamente la memoria, depositaría infiel de secretos, ha conservado en mi imaginación el título y personajes del drama. Helos aquí:
¡ELLA!... Y ¡EL...!
Drama romántico natural, emblemático, sublime, anónimo, sinónimo, tétrico y espasmódico...
Original en diferentes prosas y versos
En seis actos y catorce cuadros: Por... (Aquí había una nota, que decía: Cuando el público pida el nombre del autor);
y seguía más abajo:
Siglos IV y V. —La escena pasa en Europa y dura cien años.
Interlocutores:
La mujer (todas las mujeres, toda la mujer).
El marido (todos los maridos).
Un hombre salvaje (el amante)...
El Dux de Venecia.
El tirano de Siracusa.
El doncel.
La Archiduquesa de Austria.
Un espía.
Un favorito.
Un verdugo.
Un boticario.
La cuádruple alianza.
El sereno del barrio.
Coro de monjes carmelitas.
Coro de padres agonizantes.
Un hombre del pueblo.
Un pueblo de hombres.
Un espectro que habla.
Otro ídem que agarra.
Un demandadero de la Paz y Caridad.
Un judío.
Cuatro enterradores.
Músicos y danzantes.
Comparsa de tropa, brujas, gitanos, frailes y gente ordinaria.
Los títulos de las jornadas (porque cada una llevaba el suyo a manera de código), eran, si mal no recaerlo, los siguientes:
1.ª «Un crimen».
2.ª «El veneno».
3.ª «Ya es tarde».
4ª «El panteón».
5ª «¡Ella!»
6.ª «¡Él!», y las decoraciones eran las seis obligadas en todos los dramas románticos, a saber: «Salón de baile», «Bosque», «La capilla», «Un subterráneo», «La alcoba» y «El cementerio».
Con tan buenos elementos confeccionó mi sobrino su admirable composición, en términos que, si yo recordara una sola escena para estamparla aquí, peligraba el sistema nervioso de mis lectores; conque así no hay sino dejarlo en tal punto, y aguardar a que llegue el día en que la fama nos la transmita en toda su integridad, día que él retardaba aguardando a que las masas (las masas somos nosotros) se hallen (o nos hallemos) en el caso de digerir esta, comida que él modestamente llamaba «un poco fuerte».
De esta manera mi sobrino caminaba a la inmortalidad por la senda de la muerte, quiero decir, que con tales fatigas cumplía lo que él llamaba su misión sobre la tierra. Empero la continuación de las vigilias y el obstinado combate de sentimientos tan hiperbólicos, habíanle reducido a una situación tan lastimosa, de cerebro, que cada día me temía encontrarle consumido a impulsos de su fuego celestial.
Y aconteció, que para acabar de rematar lo poco que en él quedaba de seso, hubo de ver una tarde por entre los mal labrados hierros de su balcón, a cierta Melisendra de dieciocho abriles, más pálida que una noche de luna y más mortecina que lámpara sepulcral; con sus luengos cabellos trenzados a la veneciana y sus mangas a lo María Tudor, y su blanquísimo vestido aéreo a lo Estraniera, y su cinturón a la Esmeralda, y su cruz de oro al cuello a lo huérfana de Underlach.
Hallábase a la sazón meditabunda, los ojos elevados al cielo, la mano derecha en la apagada mejilla, y en la izquierda sosteniendo débilmente un libro abierto... libro que según el forro amarillo, su tamaño y demás proporciones, no podía ser otro, a mí entender, que el Han de Islandia o el Bug-Jargal.
No fue menester más para que la chispa eléctrico-romántica, atravesase instantáneamente la calle y pasase desde el balcón de la doncella sentimental al otro frontero donde se hallaba mi sobrino, viniendo a inflamar súbitamente su corazón. Miráronse, pues, creyeron adivinarse, luego se hablaron, y concluyeron por no entenderse; esto es, por entregarse a aquel sentimiento vago, ideal, fantástico, frenético, que no sé bien cómo designar aquí, si no es ya que me valga de la consabida calificación de... romanticismo puro.
Pero al cabo, el sujeto en cuestión era mi sobrino, y el bello objeto de sus arrobamientos una señorita hija de un honrado vecino mío, procurador del número y clásico por todas sus coyunturas. A mí no me desagradó la idea de que el muchacho se inclinase a la muchacha (siempre llevando por delante la más sana intención), y con el deseo también de distraerle de sus melancólicas tareas, no solo le introduje en la casa, sino que favorecí (Dios me lo perdone) todo lo posible el desarrollo de su inclinación.
Lisonjeábame, pues, con la idea de un desenlace natural y espontáneo, sabiendo que toda la familia de la niña participaba de mis sentimientos, cuando una noche me hallé sorprendido con la vuelta repentina de mi sobrino, que en el estado más descompuesto y atroz corrió a encerrarse en su cuarto gritando desaforadamente:
—¡Asesino!... ¡Asesino!... ¡Fatalidad!... ¡Maldición...!
—¿Qué demonios es esto?
Corro al cuarto del muchacho; pero había cerrado por dentro y no me responde; vuelo a casa del vecino por si alcanza a averiguar la causa del desorden, y me encuentro en otro no menos terrible a toda la familia; la chica accidentada y convulsa, la madre llorando, el padre fuera de, sí...
—¿Qué es esto, señores? ¿Qué es lo que hay?
—¿Qué ha de ser? —me contestó el buen hombre—, ¿qué ha de ser, sino que el demonio en persona se ha introducido en mi casa con su sobrino de usted?... Lea usted, lea usted qué proyectos son los suyos, qué idea de amor y de religión.
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Y me entregó unos papeles que por lo visto había sorprendido a los amantes.
Recorrilos rápidamente, y me encontré diversas composiciones de estas de tumba y hachero que yo estaba tan acostumbrado a escuchar al muchacho. En todas ellas venía a decir a su amante con la mayor ternura que era preciso que se muriesen para ser felices; que se matara ella, y luego él iría a derramar flores sobre su sepulcro, y luego se moriría él también, y los enterrarían bajo una misma losa... Otras veces la proponía que para huir de la tiranía del hombre («este hombre soy yo», decía el pobre procurador), se escurriese con él a los bosques o a los mares, y que se irían a una caverna a vivir con las fieras, o se harían piratas o bandoleros; en unas ocasiones la suponía ya difunta, y la cantaba el responso en bellísimas quintillas y coplas de pie quebrado; en otras, llenábala de maldiciones por haberle hecho probar la ponzoña del amor.
—Y a todo esto —añadía el padre— nada de boda, nada de solicitar un empleo para mantenerla... Vea usted, vea usted; por aquí ha de estar... Oiga usted cómo se explica en este punto... Ahí, en esas coplas, seguidillas o lo que sean, en la que dice lo que tiene que esperar de él.
«Y en tan fiera esclavitud
solo puedo darte mi alma,
un suspiro... y una palma...
una tumba... y una cruz...»
»Pues cierto que son buenos adminículos para llenar una carta de dote... No, si no échelos usted en el puchero y verá qué caldo sale... Y no es esto lo peor —continuaba el buen hombre— sino que la muchacha se ha vuelto tan loca, como él y ya habla de féretros y letanías, y dice qué está deshojada, y que es un tronco carcomido, con otras mil barbaridades que no sé cómo no la mato... Y a lo mejor nos asusta, por las noches, despertando despavorida y corriendo por toda la casa, diciendo que la persigue la sombra de yo no sé qué Astolfo o Indolfo, el exterminador; y nos llama tiranos a su madre y a mí; y dice que tiene guardado un veneno, no sé bien si para ella o para nosotros; y entretanto las camisas no se cosen, y la casa no se barre, y los libros me consumen todo él caudal.
—Sosiéguese usted, señor don Cleto, sosiéguese usted.
Y, llamándole aparte, le hice una explicación del carácter de mi sobrino, componiéndolo de suerte que sí, no le convencí que podía casar a su hija con un tigre, por lo menos le determiné a casarla con un loco.
Satisfecho con tan buenas nuevas, regresé a mí casa, para tranquilizar el espíritu del joven amante; pero aquí me esperaba otra escena de contraste, que, por lo singular, tampoco dudo en apellidar de romántica.
Mi sobrino, despojado de su lacónico vestido y atormentado por sus remordimientos, había salido en mi busca por todas las piezas de la casa, y no hallándome, se entregaba a todo el lleno de su desesperación. No sé lo que hubiera hecho considerándose solo, cuando, al pasar por el cuarto de la criada, hubo sin duda esta de darle a conocer por algún suspiro que un ser humano respiraba a su lado. (Se hace preciso advertir que esta tal moza era una moza gallega, con más bellaquería que cuartos y más cuartos que peseta columnaria, y que hacía ya días que trataba de entablar relaciones clásicas con el señorito). La ocasión la pintan calva, y la gallega tenía buenas garras para no dejarla escapar; así es que entreabrió la puerta y, modificando todo lo posible la aguardentosa voz, acertó a formar un sonido gutural término medio entre el graznido del pato y los golpes de la codorniz:
—Señuritu... señuritu... ¿Qué diablus tiene?... Entre y dígalu; si quiere una cataplasma para las muelas o un emplasta para el hígadu...
(Y cogió y le entró en su cuarto y sentóle sobre su cama, esperando sin duda que él pusiera algo de su parte).
Pero el preocupado galán no respondía, sino de cuando en cuando exhalaba hondos suspiros, que ella contestaba a vuelta de correo con otros descomunales, aderezados con aceite y vinagre, ajos crudos y cominos, parte del mecanismo de la ensalada que acababa de cenar. De vez en cuando tirábale de las narices o, le pinchaba las orejas con un alfiler (todo en muestras de cariño y de tierna, solicitud); pero el hombre estatua permanecía siempre en la misma inamovilidad.
Ya estaba ella en términos de darse a todos los diablos por tanta severidad de principios, cuando mi sobrino, con un movimiento convulsivo, la agarró con una mano la camisa (que no sé si he dicho que era de lienzo choricero del Bierzo), e hincando una rodilla en tierra, levantó en ademán patético el otro brazo y exclamó:
—Sombra, fatal de la mujer que adoro,
ya el helado puñal siento en el pecho;
ya miro el funeral lúgubre lecho,
que a los dos nos reciba al perecer.
Y veo en tu semblante la agonía
y la muerte en tus miembros palpitantes,
que reclama, dos míseros amantes
que la tierra no pudo comprender.
—¡Ave María purísima! —dijo la gallega, santiguándose—. Mal demoñu me lleve si le comprenda... ¡Habrá cermeñu!... Pues si quiere lechu, ¿tien más que tenderse en este que está ahí delante, y dejar a los muertus que se acuesten con los difuntas?
Pero el amartelado galán seguía sin escucharla su improvisación y luego, variando de estilo y aun de metro, exclamaba:
—¡Maldita seas, mujer!
¿No ves que tu aliento mata?
Si has de ser mañana ingrata,
¿por qué me quisiste ayer?
¡Maldita seas, mujer!
—El malditu sea él y la bruja que lo parió... ¡Ingratu! Después, que todas las mañanas le entru el chuculate a la cama, y que por él he desprecian al aguador Toribiu y a Benita, el escaroleru del portal...
—Ven, ven y muramos juntos,
huye del mundo conmigo,
ángel de luz,
al campo de los difuntos;
allí te espera un amigo
y un ataúd.
—Vaya, vaya, señorita, esto ya pasa de chanza; o usted está loca, o yo soy una bestia... Váyase con, mil demonius al cementerio u a su cuartu, antes que empiece a ladrar para que venga el amu y le ate.
Aquí me pareció conveniente poner un término a tan grotesca escena, entrando a recoger a mí moribundo sobrino y encerrarle bajo llave en su cuarto; y al reconocer cuidadosamente todos los objetos con que pudiera ofenderse, hallé sobre la mesa una carta sin fecha, dirigida a mí y copiada de la Galería fúnebre, la cual estaba concebida en términos tan alarmantes, que me hizo empezar a temer de veras sus proyectos y el estado infeliz de su cabeza. Conocí, pues, que no había más que un medio que adoptar y era el arrancarle con mano fuerte a sus locuras, a sus amores, a sus reflexiones, haciéndole emprender una carrera activa, peligrosa y varia; ninguna me pareció mejor que la militar, a la que él, también mostraba alguna inclinación: hícele poner una charretera al hombro izquierdo y le vi partir con alegría a reunirse con sus banderas.
Un año ha transcurrido desde entonces, y hasta hace pocos días no le había vuelto a ver, y pueden considerar mis lectores el placer que me causaría al contemplarle robusto y alegre, la charretera a la derecha, y una cruz en el lado izquierdo, cantando perpetuamente zorcicos y rondeñas, y por toda biblioteca, en la maleta, la Ordenanza militar y la Guía del Oficial, en campaña.
Luego que ya le vi en estado que no peligraba, le entregué la llave de su escritorio, y era cosa de ver el oírle repetir a carcajadas sus fúnebres composiciones; deseoso, sin duda, de probarme su nuevo humor, quiso entregarlas al fuego; pero yo, celoso de su fama póstuma, me opuse fuertemente a esta resolución, y únicamente consentí en hacer un escrupuloso, escrutinio, dividiéndoselas, no en clásicas y románticas, sino en tontas y discretas, sacrificando aquellas y poniendo estas sobre las niñas de mis ojos. En cuanto al drama no fue posible encontrarle, por haberle prestado mi sobrino a otro poeta novel, el cual lo comunicó a varios aprendices del oficio, y estos le adoptaron por tipo, y repartieron entre sí las bellezas de que abundaba, usurpando de este modo ora los aplausos, ora los silbidos que a mí sobrino correspondían, y dando al público en mutilados trozos el esqueleto de tan gigantesca composición.
La lectura, en fin, de sus versos trajo a la memoria del joven militar un recuerdo de su vaporosa deidad: preguntóme por ella con interés, y aún llegué a sospechar que estaba persuadido de que se habría evaporado de puro amor; pero yo procuré tranquilizarle con la verdad del caso, y era que la abandonada Adriana se había conformado con su suerte; ítem más, se había pasado al género clásico, entregando su mano, y no sé si su corazón, a un, honrado mercader de la calle de Postas. ¡Ingratitud notable de mujeres! Bien es verdad que él, por su parte, no la había, hecho, según me confesó, sino unas catorce o quince infidelidades en el año transcurrido. De este modo concluyeron unos amores que, si hubieran seguido su curso natural, habrían podido, dar a los venideros Shakespeares materia sublime para otro nuevo Romeo.