La primera vez que pregunté por Zinderneuf a un guía del desierto tuve la impresión de haber preguntado por el castillo del conde Westwest. Eso fue antes de la matanza de la jatropha. Yo también soy agrimensor. Es un oficio triste. “Lo del diamante es mentira”, me dijo aquel hombre, y tuve que escuchar varias veces la misma respuesta hasta que encontré al tuerto.
Cuando se indaga por estos parajes, hay que conocer las leyendas. Según ellas, los únicos guías que pueden conducir a alguien hasta el fuerte abandonado son tuertos, mancos o cojos, porque su incompletitud los exime de una prohibición cuyos motivos desconozco: ninguna tradición se hace explícita sin caer en la desnudez y el olvido.
El hombre cuyos servicios contraté llevaba por parche sobre el ojo derecho una prolongación del turbante blanco que le cubría la cabeza. No me dijo su nombre y yo no le dije el mío. Él a mí me llamaba “effendi” y yo nunca tuve que llamarlo.
Un soborno me permitió obtener un salvoconducto para viajar hasta un lugar que, por otra parte, no tenía valor estratégico desde la época colonial. Cuando, después de pagar, el funcionario me entregó un papel sellado, oí de nuevo la frase:
-Lo del diamante es mentira.
Salimos al amanecer, con cuatro camellos, dos para nosotros y dos para las provisiones.
El sueño de todo agrimensor sin vocación es viajar por el mar o el desierto, lo inconmensurable, los espacios donde todas las referencias son móviles y engañosas. Para llegar a Zinderneuf hay que atravesar un espacio donde la definición de desierto se acerca a lo absoluto. No hay rastro de oasis, las dunas son idénticas y continuas, no hay máculas en el cielo ni en la tierra, las huellas desaparecen en segundos, un rumor constante de viento y arena unifica todos los demás sonidos y la luz anula cualquier matiz, cualquier sombra, cualquier diferencia o exclusión que pudiera establecer una esperanza más allá del exacto recorrido del sol desde el alba hasta el ocaso, tan iguales que parecen deberse al giro de un espejo en lugar de a la rotación del planeta.
Y de repente la fortificación aparece sobre un cono truncado de arena rojiza. Ahora sé que los guías se las arreglan siempre para llegar cuando el sol declina y el promontorio recibe ese tinte que parece advertir de su origen militar. Ahí están la torre, apenas un andamiaje de vigas y arcilla con una plataforma y un mástil en el que ya no hay bandera, y la muralla en la que los cadáveres hicieron de marionetas, casi asaltada por la arena, que ha inutilizado el portón.
Para entrar, hay que subir la pendiente, que se deshace después de cada paso (me volví, no vi ni una huella, sentí que no venía de ninguna parte), y fingir que se espía a los sitiados desde sus propias almenas.
Por supuesto, no había nadie. Pero no faltaba el misterio. Por algún fenómeno curioso, la brisa no conseguía hacer penetrar la arena en el patio y éste estaba como recién barrido, en estado de revista, como si aún pesara la disposición que castigaba cualquier negligencia con la orden de subir a la torre para otear al enemigo y exponerse a recibir un disparo desde las dunas. Los tiradores indígenas no fallaban nunca.
Recorrí las dependencias e imaginé los momentos previos al asalto. En el comedor, la larga mesa expresaba el hambre. En los barracones, las literas sin ropa parecían esqueletos.
Los calabozos tenían las puertas abiertas y las tablas que hacían de catres estaban llenas de inscripciones a punta de bayoneta: nombres, iniciales, corazones, siluetas desnudas y, sobre todo, fechas. También encontré en una pared el boceto de una ballena que lanzaba un chorro trazado como dos espirales opuestas.
Pero en el despacho del comandante los objetos callaban. Una sola silla, una mesa con un solo cajón. Lo abrí. Me sorprendió la suavidad con que se deslizaba. Estaba vacío. Una sola ventana con cuatro barrotes que daba al patio, en donde la noche se adueñaba de todo. Un clavo del que debía de haber colgado en tiempos un candil.
No me atreví a ocupar ninguna litera. Intenté dormir resguardado por la muralla, envuelto en mi saco, pero no pude pegar ojo. Sabía que lo del diamante era mentira, lo había sabido siempre, pero la negación no se me hacía aceptable, era demasiado unánime.
A la mañana siguiente, registramos todo palmo a palmo. No encontramos la joya, y tampoco hallamos ningún objeto que considerar un hallazgo, con o sin valor material, algo que mostrar al regreso. Hice fotografías. Las he colgado en internet, pero no sirven de nada. Podrían ser de cualquier ruina.
Los guías saben que muchos hemos leído la novela de Percival Christopher Wren, que sabemos que no puede haber tal diamante. Pero también saben que todos queremos creer lo contrario. El problema de esa novela es que Zinderneuf existe.
A mi regreso, el jefe de la Agencia me dijo que tenía que medir en una provincia del sur unos cultivos de jatropha para biodiésel.
-Los indígenas afirman que hemos traspasado los límites acordados en la cesión de terrenos -me explicó-. Usted, por supuesto, demostrará lo contrario. Irá con una unidad del ejército.
Ahora veo arder la selva. Cuando se enfríen las cenizas, construiremos un fuerte y esperaremos.