Conocí a un tipo en Venus que usaba salacot. Se llamaba Gaspar Blanco. Fue uno de los encargados de organizar cuadrillas de trabajo en las primeras cúpulas de la terraformación, cuando todo estaba por hacer, el calor era insoportable y la gente sucumbía a la fatiga sacando mineral a mano porque, debido a un error de cálculo, las personas llegaron tres años antes que las máquinas. La producción no podía demorarse. Los cargueros esperaban. Ya saben cómo son esas cosas.
-Salacot es palabra bifronte -solía decir Blanco.
No había sistemas de ventilación. Se filtraban gases tóxicos por las juntas de los refugios. La gente se sentaba a esperar turno a las bocas de las minas. Poca comida, agua caliente, pocas distracciones y mucha desesperación. La ropa se caía a jirones, arañada por las galerías estrechas. Aquello que los empleados de la compañía, equipados con trajes de seguridad, llamábamos mineros en los informes triunfales a la Tierra eran hombres y mujeres medio desnudos que se pintaban los cuerpos con la pintura gris verdosa destinada a proteger las excavadoras. Alguien había descubierto que alimentaba y era cicatrizante. O eso creían. Gaspar Blanco se lo dijo para que estuvieran entretenidos y ellos lo aceptaron como tantas otras cosas, porque sabían que en la Tierra todo era aún peor. (Se preparaba la Otra Guerra. Después ha habido otras, pero los que vivimos aquella la seguimos llamando así). Pintados y abatidos, parecían reptiles. Por fin había reptiles en Venus.
Gaspar Blanco había sido educado en la depredación burocrática. Descendía de varias generaciones de jefes de avanzadillas. Yo me ocupaba de la intendencia, es decir, casi de la nada, y pasé muchas horas con él en su despacho, donde exhibía una fila de fotografías enmarcadas de sus antepasados, todos con idénticos sombreros de corcho forrados de tela color hueso. Estaban su tatarabuelo en Filipinas abanicado por una joven tagala, su bisabuelo en la Guinea Ecuatorial degustando cerveza en un porche, su abuelo acodado en la borda de un barco en Zanzíbar, una mujer de ojos negros con un niño en brazos ante una rampa de lanzamiento (ambos con salacots, pero el del niño era de tiras de caña). Y sobre la mesa tenía una holografía de sí mismo vestido de explorador de selvas. En el Venus medio habitable no podía llevar polainas porque abundaban los charcos de ácido, pero conservaba el aspecto de un hombre designado con acierto para reglamentar la conquista de un lugar inhóspito. Sudaba, sonreía, acariciaba la culata de la pistola, miraba al exterior por la luna blindada, se aseguraba de que cada turno estaba en su agujero y se lamentaba de que el ventilador fuera tan lento.
Incluso, en momentos de tedio, parecía ir a iniciar el gesto de quien maneja un matamoscas, pero, por suerte, en Venus todavía no había moscas. Llegaron después, mutaron y acabaron con la mitad de los colonos, aunque eso no fue relevante porque para para entonces ya estaban allí las máquinas. Después se perfeccionaron los reductos y las moscas fueron expulsadas. Sin embargo, misteriosamente, sobrevivieron. Y dicen que cada vez son más grandes. Debe de haber algún depósito orgánico que las alimenta. A veces se posan por millones en las cúpulas para observar a los humanos y quitan la poca luz que deja pasar el mar de nubes, pero eso es lo de menos. Gente como Blanco trajo su propia luz, y esa ha quedado dentro. Otros nos fuimos en cuanto pudimos pagarnos la huida.
Volví años después y fui a visitarlo. Yo había hecho algún dinero en el cinturón de Kuiper acarreando condritas a las esferas artificiales de Neptuno. Pero Gaspar Blanco se había hecho inmensamente rico, primero con las minas, luego vendiendo cubiertas para chozas, después monopolizando las casas prefabricadas y los burdeles y, por fin, cuando los conglomerados del subsuelo se definieron como auténticas ciudades, controlando el tráfico e instalación de aparatos refrigerantes, es decir, el negocio del frío, el más lucrativo en los planetas interiores.
Me recibió en su nuevo despacho, una de cuyas paredes era un acuario. Las fotografías tenían marcos nuevos, la holografía me pareció más nítida. El sombrero colonial era la única prenda en una percha-árbol de caoba.
Recordamos las partidas de go, la falta de café, el mal olor de la explanada de las minas…
Cuando mi nave salió del astropuerto, las cúpulas me parecieron salacots entrometidos en el albedo del planeta.