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rafael pérez llano

los peces

El candidato a seguir siendo alcalde prometió peces luminosos para todos y ganó las elecciones.
Poco antes de que comenzara la estación de los mítines, una compañía californiana había puesto a la venta peces de colores que brillaban en la oscuridad. Habían mezclado sus genes con otros de medusas. Había peces rojos, verdes y amarillos. Eran pequeños y vivarachos. La Golden Gate Asterfish Corp., que poseía las patentes del producto, los vendía a trescientos euros el ejemplar, un precio muy elevado para la época. La promesa dio en el blanco (“target”, para el director de campaña) y el candidato ganó por mayoría absoluta.
Hubo cierto escepticismo, pero el alcalde aseguró que cumpliría su promesa. Entonces surgió el temor a la dilapidación del presupuesto, ya que no quedaba nada por privatizar, pero el recién elegido garantizó un gasto mínimo, incluso ridículo, si recordamos un parque temático con aceras rodantes de titanio que duró tres meses.
Los peces que repartió eran todos verdes, de un color algo sucio, de escaso brillo y del tamaño de aligotes (Pagellus acarne) maduros. Y procedían de Taiwán, pero esto lo sabía muy poca gente. Un conocido del alcalde, propietario de un club de alterne que el político nunca frecuentaba (esto hay que dejarlo claro, y también que jamás viajaba a Suiza, ni solo ni con su secretaria), se había servido de una empresa de importación de productos asiáticos en dificultades por el contenido ilegal de glutamato de la salsa de ostras para planificar un suministro del que todos habían salido beneficiados.
Los peces taiwaneses (de la Oolong Oisterfish Corp.) eran más aburridos que los americanos. No hacían gran cosa, salvo holgazanear en un nivel medio de los acuarios o peceras, como si no supieran si irse al fondo o subir a la superficie, y comer grandes cantidades de un compuesto nutritivo importado por el mismo empresario, que lo vendía a precio de oro.
La gente empezó pronto a preguntarse por qué demonios habían deseado tanto aquellos bichos. Y el siguiente paso fue comenzar a deshacerse de ellos mediante el sencillo procedimiento de tirarlos a la bahía.
Durante varios días, al amanecer o al atardecer, en las zonas más desoladas de los muelles, oscuras siluetas vertían a la mar el contenido de peceras y acuarios que transportaban en bolsas, carritos de la compra o cajas de cartón. Aunque todos estaban allí para lo mismo (los muelles ya no son lo que eran), se miraban de reojo y procuraban no acercarse los unos a los otros, como si entregar al océano un animal que nunca le perteneció fuera un acto obsceno.
Los peces no estaba habituados, pese a sus genes pelágicos, al medio salino. Perecían casi en el momento del chapuzón. Ni siquiera intentaban nadar. Enseguida adoptaban la posición de un barco escorado y se hundían como piedras.
Cuando todas las peceras de los hogares se habían convertido en jarrones para flores de plástico y los acuarios en terrarios de reptiles invasores, la bahía fosforescía con un tono bilioso del que todo el mundo hablaba, excepto la prensa local. A los biólogos que por un instante soñaron con la independencia de la ciencia se les recordó que los presupuestos para los proyectos que garantizaban su continuidad laboral se aprobaban por periodos fijos y breves.
Pero los procesos biológicos no se detuvieron por eso. La masa orgánica, después de pasar por varios matices de putridez, hedor y tonalidades siempre asociadas a lo viscoso y repugnante, se estabilizó en una película de textura sedosa (según dicen los pocos que se han atrevido a tocarla) cuyo reflejo, cambiante y seductor como el mar de Solaris, es visible desde los satélites orbitales. El olor también cambia, pero nunca es agradable.
Internet se ha llenado de grabaciones del fenómeno que causan furor entre los navegantes de todas las edades. El alcalde ha prometido, que, si gana las próximas elecciones, litigará para conseguir que todas las imágenes difundidas generen derechos de autoría para la ciudad, y que usará los fondos obtenidos para eliminar el olor, que, además de molestar a los votantes, representa un muro para la afluencia masiva de turistas.
No sé quién le escribe los discursos, pero afirmar que somos la envidia de Mandelbrot me parece excesivo.