El redactor de frases del día de la agenda había elegido para aquel miércoles una de Nietzsche que venía a decir que la invención del alma había supuesto la esclavitud del cuerpo, o algo así. Agendas de empresa, decían. Gruesa, encuadernada en piel negra con el logotipo rojo de Plásticos Clástic, tricolumnadas las páginas, y con las fechas y líneas en color salmón pálido.
Pero Rodríguez no prestó atención a la frase. En la columna del día siguiente, en el sector de las diez de la mañana, apuntó “presupuesto montacargas” y murmuró “se acabaron las quejas”.
La ventana daba a una calle de cemento sin aceras y llena de almacenes. Después de hacer la anotación, miró hacia afuera y se fijó en la pared de enfrente. En medio del lienzo recién blanqueado alguien había escrito con pintura de spray negra “rodríguez capuyo”. Estaba en letras minúsculas y con rápida caligrafía, como de un solo trazo, pero lo descifró enseguida y sintió una punzada de rabia: ese Rodríguez soy yo, seguro, dijo en voz alta. ¿Quién habrá sido el mamón y para qué pagamos la vigilancia nocturna del polígono? Por otra parte, ¿cuántos Rodríguez hay aquí? Encendió el ordenador y consultó el directorio. Jóder, ninguno, qué raro.
Cayó el mediodía. Comió un sándwich con el jefe de personal. Estuvieron de acuerdo en no sospechar de los empleados. Acababan de subirles el sueldo, habían garantizado el nuevo montacargas, había buen ambiente, faltaba poco para Navidad. De todos modos, también convinieron en que nada de eso significaba nada, así que Rodríguez llamó al jefe de vigilancia y le pidió que consultara a sus hombres y a las cámaras, por si unos u otras habían visto algo y era posible un reconocimiento.
Cayó la tarde. Recogió a su mujer, que había comprado tres cuadros para el salón en un galería de arte y estaba de un humor excelente. Paisajes con plenilunios: justo lo que estaban buscando.
Cayó la noche. Tenían en el dormitorio una fuente feng shui. Soñó que buceaba, tuvo ganas de orinar, se despertó, fue al cuarto de baño. Va a haber que hacer algo con esa fuente, le dijo al inodoro. Al volverse hacia el lavabo, imaginó palabras escritas en el espejo. “Jóder -murmuró- jóoooooooder”.
Su mujer medio despertó mientras él se vestía a toda prisa. “¿Qué pasa?”. “Tengo que salir; olvidé algo en el trabajo”. No entendió la respuesta de ella.
Condujo hasta la pared pintada. Los vigilantes no hicieron preguntas. Seguro que le habían visto en las grabaciones. “Rodríguez capuyo”. Es más fácil disimular la ortografía que la caligrafía. Pues claro que era su letra. Y hacía tiempo que sabía que su yo sonámbulo se sentía gilipollas.
De regreso, decidió que la culpa la tenían los chinos.