Una vez emplazado el cañón en el lugar adecuado y ajustados el azimut y la deriva, el teniente, que disponía de pocos artilleros, mandó llamar a un soldado.
-Mira por aquí -ordenó-. ¿Ves dónde se cruzan las dos líneas, sobre el camino en la pared del desfiladero? ¿Sí? Bien. Por ahí va a pasar un camión enemigo con municiones. Te vas a quedar aquí y, en cuanto veas en el medio del aspa la cabina del camión, tiras de esta cuerda. ¿Entendido?
El soldado dijo que sí. El teniente le entregó el tiraflictor. Después, a una señal del oficial, la columna avanzó hacia los bosques.
Por el visor del cañón, el soldado veía, recogido en un círculo, un paisaje de paredes rocosas con raras especies arbóreas encaramadas, dos torrentes que se vertían apenas deshelados hacia un abismo, dominio de marañas de matorrales de hojas rojizas, y, muy al fondo, unos prados verdes de otoño, vacas, las primeras casas de un pueblo, una iglesia, una torre de observación y una bandera enemiga que, de pronto, con una ondulación, como si el viento suave que soplaba fuera mágico o cinematográfico, se convirtió en un extraño pájaro.
Fue una coincidencia. El soldado miraba la bandera. Parpadeó tras contener el gesto más de lo habitual por aquello de la vigilancia y volvió a fijar la vista en el instante en que el pájaro cruzaba su campo visual, de modo que por un momento le pareció que del flameo del trapo multicolor surgía el ave.
Era un pájaro grande, de plumaje azul y plata, que sobrevoló la torre, hizo dos círculos perfectos alrededor del campanario de la iglesia, bajó en espiral hacia los prados, dibujó sobre ellos la rueda de una noria, se elevó hacia los riscos, los superó, alcanzó la altura de la única nube presente en el cielo, muy pequeña y blanca, se dejó acunar junto a ella por una corriente tranquila, descendió hacia el cristal de los torrentes, después hacia el camino… Y entonces el soldado vio desaparecer tras unas peñas el camión de municiones, que había cruzado el paso sin novedad.
Al soldado nunca le había parecido el mundo tan silencioso. Permaneció allí un buen rato, con el cable inútil en la mano, nervioso, procurando no pensar en lo que no había hecho y buscando en vano al pájaro con la mirada; pero el animal había desaparecido, quizá hacia los bosques, y cuando el recluta comprendió que no era el suyo un regreso probable -quizá el ave era un invento del enemigo para distraer a los soldados- decidió hacer el disparo para no defraudar al teniente, por lo menos hasta que la guerra le mostrara la verdad.
Después del fragor y del humo, el camino quedó partido en dos. El soldado, sediento, se sentó en la yerba y abrió la cantimplora.