PAÍS RELATO

Autores

rafael pérez llano

el capitán embustero

Parece un monaguillo gigante, adoctrinado para ordenar las vinajeras, colocar el paño escrupulosamente sobre el cáliz, hacer sonar la campanilla exigiendo, sin necesidad, un silencio de catedral desierta. Durante la misa, robará el cepillo de las limosnas y le echará la culpa al monaguillo travieso, que no podrá defenderse porque el párroco ya ha establecido sus preferencias.
Y a sus órdenes tenemos que dar la vuelta al mundo.
Cuando tomó el mando, nos reunió a todos en cubierta y nos pidió perdón por atreverse a pensar que podría ser digno de dirigirnos. Los oficiales estábamos atareados en pavonearnos, pero ahora comprendo que debimos darle más importancia al escalofrío ondulatorio que recorrió las filas de la marinería ante la humildad exagerada de alguien que encaja perfectamente en el perfil establecido por la meritocracia, fundado, no en los servicios prestados, sino en la duración de los mismos. Fiel a su costumbre, el sistema burocrático hizo de la permanencia sinónimo de competencia. En los buques, sin embargo, el tiempo vale muy poco y cualquier variación del aire está llena de presagios.
Es torpe y vago. No acaba las frases ni las misiones. De hecho, nunca se le ha oído decir nada que no sea un camuflaje, y jamás se le ha conocido una iniciativa que no sea simple fachada. En cuanto un rumbo se hace difícil, lo cambia. Pero tiene una audacia inaudita (según algunos, de carácter patológico) que le permite presentar como ausencia de fracasos lo que es simple inactividad. Sin acciones, no hay errores: esa es una de las claves de su estrategia. Otra es la sumisión al almirantazgo. Incluso aunque éste no emita dictado alguno, el capitán hace peregrinas interpretaciones de lo que podrían ser sus deseos y busca siempre que sean otros los que realicen el trabajo para adjudicarles los fallos y atribuirse los aciertos.
La tercera clave es la mentira. Miente siempre. Miente de un modo compulsivo, agotador, musitando, ladeando la cabeza rubicunda, inclinando el corpachón reblandecido y dejando las frases inacabadas como si antes de terminarlas ya estuviera negando su autoría. Miente anulando con tedio toda posibilidad de verdad y haciendo estéril todo intento de réplica. Es imposible desmentirle porque le da igual la evidencia del engaño, porque esos embustes imprecisos necesitan muchas menos palabras que sus negaciones y porque, cuando alguien consigue desmontar uno, él, al día siguiente, lo repite, como si la verdad nunca hubiera salido de la envoltura viscosa en que la encierra.
Cuando alguien protesta, la maraña de mentiras elaboradas por él y distribuidas por sus apoyos (a los que ha ido fagocitando de uno en uno, en largos encuentros sin testigos, con pequeñas prebendas, hurgando en sus miserias, estimulando sus aburridas ambiciones) se encarga de diluir la crítica. Y si la disolución no es posible, ejerce la autoridad.
Lo más exasperante es que parece incapaz de comprender que las cosas pueden ser de otra manera.
Y a sus órdenes tenemos que explorar el Estrecho de Magallanes.
Mientras él dormía, tuve acceso a su diario. Está en blanco. Llevamos meses navegando, pero en el cuaderno sólo ha puesto su nombre, en la primera página, con letras que ha debido caligrafiar muy despacio. No se escribe nada a sí mismo, pero en cada puerto remite a las autoridades largas cartas que sospechamos repletas de patrañas y calumnias.
El navío se enmohece. Hace tiempo que los moluscos invaden el casco. Entre jirones de velas, las gaviotas cazan peces voladores sobre nuestras cabezas. En la cubierta se pudren tripas de pescado.
La marinería (lo sé) sueña a veces con Billy Budd y a veces con John Silver.