PAÍS RELATO

Autores

rafael pérez llano

clásico negro

Solía fingirse fascinado por la ausencia de reflejos en el cenicero de alabastro negro que reinaba en el centro de la mesa como la pila de un baptisterio. Yo, como buen esbirro, llevaba años observándolo. Cada vez que me hacía llamar, comenzaba la ceremonia con unos segundos de silencio ante la pieza de piedra. Después, el jefe lanzaba un halago y a continuación enumeraba las instrucciones.
Aquella tarde, ya casi noche, era de perros: aullaba, tronaba, salpicaba, se hacía odiar.
-Eres el hombre más eficaz que tengo -dijo.
Ya conocía el discurso, y anticipé cada paso: me invitó a sentarme, se levantó, anduvo hasta el bar bola del mundo, desmanteló un hemisferio, volvió con dos copas llenas de lo de siempre, me entregó una, se sentó, echó un trago, encendió un cigarrillo de la caja de laca ocre, fumó, sacudió la ceniza en el objeto que antes parecía sagrado, se apoyó en el respaldo, abrió un cajón, sacó una Tanfoglio TA 95 .38 Super (nunca era la misma pero siempre era la misma, con el número de serie limado de la misma manera) y me la tendió asiéndola por el cañón para que la culata quedara en la palma de mi mano, lo cual era un gesto de máxima confianza.
Aquella tarde noté por primera vez un temblor en su pulso. También me pareció que tenía los ojos más hundidos.
Después de darme la pistola, como yo ya esperaba, repitió:
-Eres el más eficaz.
-¿De qué va esta vez? -pregunté.
-A las doce en punto estarás en las ruinas de las Atarazanas, en la tercera arcada, la única que queda completa. No te dejes ver. No tardará en aparecer un encapuchado. No sospecha nada. En cuanto se acerque, acábalo. Mejor que no le mires el rostro. Como siempre, cuanto menos sepas, mejor. Pero asegúrate de que no respira. Luego, ya sabes: saco sellado. Es pequeño. No será gran trabajo. Pero esta vez es importante que no aparezca el cuerpo, así que te estará esperando una lancha en el límite del muelle. Aquí tienes las llaves. Quiero que lo lleves hasta la Isla Rota y lo entierres en el lugar que te indico en este plano. Guíate con esta brújula -y me dio las dos cosas.
-¿Eso es todo?
-No. Luego quiero que vayas al cajero automático de la calle Puerta de la Sierra, el de otras veces, y saques del escondite un estuche rojo de esos que se usan para los mapas. Pero tiene que ser a las doce y media en punto. Antes no estará, y después es peligroso. Lo coges y me lo traes. ¿Vale?
-Vale.
-Ahora sí. Eso es todo.
Dejé la copa. Guardé los instrumentos. Salí. En la antesala me crucé con dos colegas, gente del gremio, pero menos especial: ellos actuaban juntos.
-¿A qué viene tanto trabajo esta noche? -preguntó el más obtuso. El otro tenía la costumbre de limitarse a sonreír con cara de entenderlo todo.
-Lo vuestro se os dirá, supongo. Yo ya tengo lo mío.
En la calle, vi a los dos sicarios nórdicos recién contratados. Hacían tiempo fumando bajo la marquesina de un quiosco, a resguardo de la lluvia que tachaba las luces con rayas transversales. El jefe no soportaba que la gente acudiera a las citas antes de la hora. Lo llevaba aún peor que los retrasos, y los dos rubios debían de saberlo.
Repartí las cuatro horas que faltaban para las doce entre Margarita la Gorda (llamada así porque era todo lo contrario: toda fibra, succión y rabia), el restaurante vietnamita y los billares. Al billar siempre juego solo; no soporto perder. Mientras inventaba carambolas, se me ocurrió que algo se me ocultaba. Es terrible, la duda. La duda procede de la memoria; me hace recordar y, mientras busco, siempre encuentro lo que no quiero, como si existiera la conciencia.
Sin embargo, sin haber encontrado lo motivos de la alarma, a las doce menos diez escondí el coche tras una montaña de basura fosilizada en los límites del muelle, donde había tenido mi primer trabajo en los tiempos de los vertederos clandestinos, y me acerqué a las ruinas procurando no enfangarme demasiado los zapatos.
De los astillero medievales quedaban sobre todo recuerdos de columnas que habían sostenido la techumbre y algunos lienzos de piedra del canal por el que accedían o eran fletados los navíos. Hacía siglos que la mar no llegaba hasta allí y los muelles sólo servían para parar el barro los días de lluvia. Cuando se habló de recuperar el sitio como reclamo turístico, ajardinarlo y hacerlo accesible, el Ayuntamiento hizo instalar varias decenas de pequeños focos, de esos absurdos que disparan la luz hacia el cielo, pero el proyecto fue abandonado y las pedradas pronto volvieron la zona muy discreta. Quedaban algunas luces, dispersas, suficientes para que la oscuridad no fuera total, para que la lluvia reforzara su presencia y para que ojos como los míos se sintieran a gusto definiendo las siluetas.
Me aposté oculto por uno de los fustes de la arcada que, hacia le mitad del paraje, ruina lunar o gótica o de crónica marciana, seguía entera, pero escorada como si la techumbre desaparecida hubiera dejado un fantasma de plomo.
La pistola pesaba y daba calor. Iba a sacarla cuando me vino el recuerdo. “Mierda”, me dije. A veces, en algunos momentos tensos, las cosas revueltas se ordenan, como las partículas en esas teorías de lo probable y los gatos muertos.
Entonces vi al extraño. Era, en efecto, un hombre de poca estatura, delgado, encapuchado bajo una parka negra. Salió de detrás de un montón de piedras. Por un momento me pareció un viajero que acabara de encontrar un mar de niebla, casi como lo pintó aquel tipo de Greifswald. Estuve en Greifswald una vez y allí me abandonó una amante, cerca del monasterio, poco antes de un tiroteo, pero eso no viene a cuento.
El encapuchado anduvo en espiral, como un perro, hasta que se paró a orinar contra un montículo. Luego se sentó en una piedra de un cubo de sillería. No parecía impaciente.
Dejé quieta la pistola, retrocedí entre las sombras, volví al coche y me alejé.
Después de incumplir la primera parte de las instrucciones, decidí alterar el resto.
A las doce y cuarto llegué a la calle Puerta de la Sierra y me hice sombra entre los cubos de basura para vigilar el cajero. En eso soy un experto. Hasta los gatos me ignoran. A poco vi llegar el coche del Obtuso y el Otro, que aparcaron para emboscar la sucursal.
Salí, di un rodeo, me acerqué de manera que quedara claro que venía de la dirección opuesta al cajero automático e hice señas al Obtuso de que bajara la ventanilla.
-¿Qué haces aquí? -preguntó-. ¿Te ha mandado supervisarnos?
Yo fingí estar al tanto.
-Me ha llamado -dije-. Cambio de órdenes. Algo va mal.
-Es pronto -dijo el Obtuso-. Vendrá. Cosa de poco. Un tío solo, da igual quién sea. Comprobación: estuche rojo. ¿Sí? Ratatá y a volar. ¿No? Seguir esperando.
-Cambio -dije en su idioma para que lo comprendiera-. Que lo dejéis. Nada más. Es todo.
El Otro se animó a hablar:
-¿Y de la visita al burdel?
-¿Tiene sentido? -me la jugué.
Volvió a hablar el primero:
-No hay estuche, no hay nada que llevar, no hay burdel. Digo yo.
-Se nos debe un polvo gratis -apuntó el Otro-. Es parte del pago.
Entonces pensé qué, después de todo, no tenía motivos para no salvarles la vida:
-Le entendí que es mejor que no os acerquéis hoy. Mejor hablarlo con él mañana.
Se fueron algo enfadados. Yo quería comprobarlo todo. El burdel sólo podía ser uno. Estaba en la carretera, tenía las luces rosas y moradas en la muestra que resplandecía hasta muy lejos con palmeras, una coctelera y un corazón. Sí, un corazón rosa neón. Tenía también un parking enorme. No me acuerdo bien, pero debía ser un día entre semana, quizá lunes, porque el aparcamiento estaba casi desierto, brillaba el cemento, y, cuando llegué con las luces apagadas, fue suficiente ver el coche de los rubios para saber que mi hipótesis era cierta.
El interior olía a ambientador de coche: ¿cuántas veces se habrá dicho eso de los burdeles de carretera? Quizá ninguna. Las putas hacían sudokus, el camarero se aburría, los nórdicos bebían en una mesa. Si no hubieran estado esperando al Obtuso y al Otro para matarlos, habrían estado arriba con las fulanas; pero yo no me había equivocado. Aunque no sabía lo que les había contado el jefe, me arriesgué y se creyeron lo de la contraorden.
-Ha habido un arreglo -dije.
Así que supieron con un par de hembras y un travesti.
El tiempo de servicio me había hecho precavido. Tenía una copia de la llave del despacho del jefe. El despacho estaba en el centro, entre bufetes e inmobiliarias, pero él vivía cerca de la playa, en una casita con visillos blancos y geranios y un jardín con una fuente y enanos pintados. La verdad es que algún día me gustaría tener una casa así. Quizá la busque. Ahora puedo comprarla.
Nunca lo hubiera hecho si no me hubiera traicionado. Sin embargo, me las había ingeniado para hacer un molde de la llave y para descubrir la combinación de la caja fuerte (escrita en un pedacito de papel pegado a la base del cenicero de alabastro) porque el peso de la experiencia me había enseñado que, en este oficio, tarde o temprano, la lealtad desaparece por imperativos ajenos a la voluntad del buen sicario.
Después de afanar todo el dinero, miré la estantería. Estaba detrás del sillón del escritorio y me sabía de memoria los títulos de los libros. Llevaba años viéndolos detrás del rostro enjuto del jefe mientras me daba instrucciones. Entre ellos estaba el libro de Diógenes Laercio.
Volví a la lluvia. Conduje lejos. Desde el aeropuerto, llamé al jefe.
-Yo también conozco la historia del tirano que quería desaparecer sin dejar una tumba que pudiera ser profanada. Tú me prestaste el libro. ¿No te acuerdas?
-Soy muy viejo -respondió-. Me falla la memoria.
-¿Crees que no hubiera mirado el rostro del tipo?
-Contaba con una barba postiza, tinte, lentillas y maquillaje. Y con tus prisas.
-Eres un cabrón.
-Lo sé. Y, cuando muera, estaré indefenso.
-Entonces no te importará.
-Pero me importa ahora.
Colgué. Se avecinaban argumentos dolorosos. No quería escucharlos.