PAÍS RELATO

Autores

philip josé farmer

lobo, hierro y polilla

Menos que hombre, más que lobo, echó a correr.
Más que hombre, menos que lobo, aulló en éxtasis mientras corría a través del bosque.
No recordaba que era un hombre, del mismo modo que no recordaba ser un lobo cuando de nuevo se transformaba en hombre.
Cada vez que una racha furiosa de viento desgarraba por breves instantes la pesada cortina de nubes tormentosas se revelaba la luna llena de julio. A él le parecía, aunque de un modo vago, que sus aullidos obraban la magia de apartar las nubes. Pero carecía de una concepción de la magia. Le faltaban, no ya las palabras, sino la Palabra.
Restalló un relámpago blanco como manteca de vaca. Resonó un trueno como el gemido de muerte de un toro abatido. Puesto que era lobo no pensó en tales comparaciones. Las copas de los árboles bailaban azotadas por el viento y le parecían seres vivos. Tenía la sensación de que el trueno y el relámpago eran los orgasmos de la propia Tierra, unida en su frenesí con la Luna, aunque esa sensación no tenía relación con el pensamiento y las imágenes de los hombres. Al ser lobo, no tenía palabras para expresar esas sensaciones. Las palabras nunca podrán expresar las sensaciones de un lobo.
Corrió y corrió.
Donde un hombre habría visto árboles, arbustos y rocas, él veía seres que carecían de nombre y que no estaban relacionados o agrupados por la palabra o el pensamiento. En su mente no había especies ni géneros sino meramente individuos.
La vegetación y las rocas ante las que pasaba se movían, cambiando ligeramente de forma a cada zancada, y parecían dotadas de vida y de movilidad propias. Tal vez fuera así. Puede que un lobo sepa lo que el hombre ignora, del mismo modo que los hombres conocen cosas que el lobo no puede saber. Aunque comparten el mismo mundo físico viven en compartimientos mentales y emocionales separados.
A es A. No-A es No-A. Por consiguiente, nunca llegarán a encontrarse. Por lo menos en el mundo de la mente. Pero los hombres lobos…, ¿qué son? ¿Acaso A más No-A es igual a B?
Corrió y corrió.
La lluvia caía de ninguna parte; él no sabía que caía de arriba. Su naturaleza cambiaba cuando chocaba con el suelo y le salpicaba la piel, los ojos y el morro. Las gotas de lluvia se convertían entonces en algo distinto, en humedad. No tenía nombre para la humedad. La humedad era un ser vivo. Nublaba su visión y su sentido del olfato. Pero el viento le había llevado el olor de ganado asustado por la tormenta antes de que la lluvia absorbiera billones de moléculas cargadas de ese olor que el viento dispersaba.
Saltó una cerca de alambre y cayó en medio de las vacas. Hizo una carnicería allí. Desde la casa situada a un centenar de pasos, el granjero medio sordo, su medio sorda esposa y sus hijos borrachos no oyeron los mugidos del ganado aterrorizado. El trueno, el rayo y el televisor encendido a todo volumen apagaban los ruidos procedentes de los prados. El lobo se dio un festín sin ser molestado.
—Nunca he visto un hombre que gane y pierda peso con tanta rapidez —dijo el sheriff Yeager—. Me parece que sigue un ciclo, además, tan regular como el zumo de las ciruelas. Gana usted ocho kilos o más en un mes; y luego, cuando llega la luna llena, parece perderlos en una sola noche. ¿Cómo lo hace? ¿Por qué?
—Si las preguntas alimentaran, estaría usted gordo —comentó el doctor Varglik.
Mientras proseguía el examen físico, los ojos azul pálido pero vivos del sheriff se fijaron en la gran piel de lobo extendida sobre la pared del otro lado de la habitación. Faltaban las patas y la cabeza, pero la cola peluda no había sido cortada.
—No parece natural —dijo Yeager.
—¿El qué? ¿La piel de lobo? No es artificial.
—No, me refiero a esas fluctuaciones tan increíblemente rápidas en su peso. No es natural.
—Todo lo que ocurre en la naturaleza es natural.
El doctor retiró el brazalete de caucho inflable del brazo de Yeager.
—Doce y ocho. A los treinta y seis años tiene usted la presión sanguínea de un adolescente. Ya puede bajar de la mesa. Quítese los pantalones.
De un armarito empotrado, Varglik sacó un guante de látex. El sheriff, al contrario que muchos hombres durante ese examen, no gruñó, ni hizo muecas, ni se quejó. Era un estoico.
Mientras se agachaba, dijo:
—Doctor, todavía no ha contestado a mi pregunta.
«Ese hijo de perra está empezando a sospechar —pensó Varglik—. Quizá sepa algo. Pero también debe de pensar que le falta un tornillo, si está sinceramente convencido de que es cierto lo que sugiere con tan escasa sutileza».
Retiró el dedo, y dijo:
—Todo parece en orden. Mis felicitaciones. El condado puede respirar tranquilo por un año más.
—No pretendo molestar ni hacerme demasiado pesado —dijo el sheriff Yeager—. Es solo curiosidad científica. Le preguntaba…
—Ignoro la razón por la que padezco esas pérdidas y ganancias de peso tan fenomenalmente rápidas —contestó Varglik—. Nunca he sabido de un caso similar al mío en un hombre completamente sano.
El espejo de la pared los captó a Yeager y a él juntos en su claridad de azogue. Ambos tenían treinta y seis años, un metro noventa de estatura, delgados, de un peso aproximado a los ochenta kilos. Los dos vivían en Wagner (cinco mil habitantes salvo en la estación turística), una población asentada en la orilla meridional del lago Pristine, condado de Reynolds, Arkansas. Yeager se había graduado en Explotación Forestal, pero después de algunos años había ingresado en la policía y, con el tiempo, había ocupado el cargo de sheriff. Varglik se doctoró en Medicina por Yale y en Bioquímica por Stanford. Después de varios años de práctica en Manhattan había abandonado una carrera brillante y una situación próspera para venir a esta zona rural.
Como mucha gente que conocía esos pormenores, Yeager se preguntaba la razón para que Varglik hubiera dejado Park Avenue. La diferencia entre Yeager y los demás consistía en que él se estaba dedicando, o se había dedicado ya, a comprobar el pasado del doctor.
A pesar de sus numerosas similitudes, los dos eran mundos aparte en una cuestión. Varglik era la presa; Yeager, el cazador. «A menos —se dijo Varglik—, que consiga invertir la situación». Pero ¿cuándo han tenido A y No-A la posibilidad de intercambiar sus papeles?
El doctor se había quitado los guantes y estaba lavándose las manos. El sheriff había ido a colocarse delante de la piel de lobo, observándola con insistencia.
—Vaya una pieza —dijo, con una expresión extraña e indescifrable—. ¿Dónde lo cazó?
—No lo cacé —dijo Varglik—. Es una especie de herencia familiar… Procede de mi abuelo sueco. Mi madre, que es finlandesa, quería desembarazarse de ella, no sé por qué razón, pero mi padre, que nació en Suecia aunque se crio en la parte alta de Nueva York, no lo consintió nunca.
—Yo pensaba que un trofeo así lo colocaría usted encima de la chimenea de su casa.
—Allí no lo vería casi nadie. Aquí, en cambio, mis pacientes pueden admirarlo mientras les examino. Resulta un buen tema de conversación.
El sheriff emitió un largo silbido en tono bajo.
—Debió de haber pesado ochenta kilos por lo menos. ¡Vaya pedazo de lobo!
El doctor sonrió.
—Más o menos igual de grande que el lobo que está aterrorizando al condado. Pero ¿qué puede estar haciendo un lobo en las montañas Ozark? No se había visto ninguno por aquí desde hace por lo menos cincuenta años.
Yeager se volvió con lentitud. Mostraba una sonrisilla satisfecha, sin ninguna razón aparente. A menos que… El corazón de Varglik dio súbitamente un vuelco. No debía haber ido tan lejos. ¿Por qué mencionar el lobo? ¿Por qué llevar la conversación a aquel tema? Pero en fin, ¿por qué no?
—¡Es un lobo, de acuerdo! ¡No sé cómo demonios ha llegado hasta aquí, pero no es un perro!
—Muy bien —dijo Varglik—, pero será mejor que lo atrapen pronto. ¡Ya era bastante triste lo de las vacas, las ovejas y los perros! ¡Pero esos dos niños! —Tuvo un estremecimiento—. ¡Devorados!
—Lo atraparemos aunque hasta el momento ha demostrado ser condenadamente astuto para ocultarse —dijo el sheriff—. Mañana por la mañana, la mayor parte de la policía del condado, más treinta soldados del estado y doscientos voluntarios civiles, empezaremos a batir la zona. ¡No pararemos hasta que aparezca!
—Incluso los turistas tienen miedo —comentó Varglik—. Eso es malo para el comercio.
El sheriff se volvió de nuevo a examinar la piel.
—¿Está seguro de que no es artificial y de que no me toma el pelo?
—¿Por qué?
—No sabría decirlo con seguridad. Hace un minuto, mientras la estaba mirando, de repente me pareció que brillaba. Creí que mis ojos me jugaban una mala pasada. Tenía, y todavía tiene, un brillo muy débil, pero definido. Yo diría…
—¡Ajá!
Yeager se tensó ligeramente, y repitió:
—¿Ajá?
Varglik sonreía como si intentara ocultar algo detrás de su sonrisa. Su imagen en el espejo se lo mostró con toda claridad. Apresuradamente borró la expresión de su rostro.
—Lo siento. Pensaba en los resultados de un experimento que he desarrollado hace poco en mi laboratorio. De repente intuí la respuesta a algo que me había estado intrigando. Le pido disculpas por haberme distraído y no prestarle atención. He sido un grosero.
Yeager alzó las cejas. Era tan consciente como el doctor de que la explicación era muy poco satisfactoria, pero no hizo comentarios. Se puso su sombrero de ala ancha y se dirigió a la puerta. Hebe, la recepcionista y enfermera de Varglik, apareció en el umbral.
—Una llamada telefónica para usted, sheriff.
Yeager pasó al despacho delantero. Varglik le siguió hasta la puerta y escuchó. Al parecer, el lobo había atacado el ganado de Fred Benger la noche anterior, matando cuatro vacas y lisiando a otras cinco. Los Benger no habían oído nada, y los padres no habían descubierto la matanza hasta que volvieron de un viaje a la ciudad para hacer compras. Por las preguntas y las respuestas de Yeager, Varglik dedujo que se suponía que los dos hijos habían llevado a las vacas al establo por la noche, antes de ordeñarlas. Pero después se habían dormido —emborrachado, sería una expresión más exacta—, antes de que empezara la tormenta. El auricular del teléfono retemblaba con los gritos del Viejo Benger, que amenazaba con matar a sus hijos. Pero el sheriff, como todo el mundo en el condado, sabía que también el padre empinaba el codo y no había que hacerle mucho caso.
—Voy para allá —dijo el sheriff—. Pero no andes rondando por los prados, para no borrar las huellas.
Colgó y salió del despacho.
—¡Ese bastardo lo sabe! —murmuró Varglik—. O cree que lo sabe. Pero también debe de sentir serias dudas. Es muy racional, en absoluto dado a supersticiones. Le cuesta tanto como me costó en tiempos a mí mismo admitir una cosa así.
Durante años, tanto en la suite de Manhatan donde había instalado su consultorio como en este despacho de las Ozark, la piel de lobo había estado colgada en un lugar destacado en el que sus pacientes pudieran verla y él pudiera a su vez observar sus reacciones. ¡Yeager había sido el primero en darse cuenta del brillo! O, al menos, el primero en comentarlo. Solo una clase de persona podía ver esa luz. Su padre llamaría a esa persona Kvällulf el Lobo Nocturno. Su madre la habría llamado Ihmissusi, Hombre Lobo.
Fue a la sala de recepción para decir a Hebe que pensaba almorzar en su despacho, pero Hebe ya no estaba. Al sonar las doce campanadas del mediodía había huido, como una Cenicienta diurna que escapara del baile, después de poner en marcha el contestador para que la esperara hasta su regreso, a la una en punto. Cuando se quedaba a comer allí, normalmente Varglik se encargaba de contestar las posibles llamadas. Hoy dejaría que fuera la máquina quien hiciera el trabajo.
En su despacho privado se sentó y abrió una caja que contenía tres sándwiches de carne, dos raciones de patatas paja, una ensalada monumental, tres botellas de cerveza y un bote de miel. Después de dar un buen bocado a uno de los sándwiches se dedicó a abrir un sobre de color castaño que había llegado con el correo del día. Hebe, siguiendo sus órdenes, lo había colocado aparte, sin abrirlo. Sin duda se preguntaba qué contenía ese sobre, que llegaba regularmente cada cuatro meses. Probablemente pensaba que debía de tratarse de alguna revista cochina, como Hustler, Historias jugosas para onanistas o Semanario del necrófilo con una lista puesta al día de tumbas fácilmente accesibles y un desplegable en páginas centrales con el excitante cadáver femenino del mes.
La revista en papel satinado que extrajo del sobre era AMHL, una publicación de distribución muy limitada. ¿Cómo se habrían enterado de su existencia los editores de la Asociación Mundial de Hombres Lobo? La carta que escribió a la AMHL preguntándolo fue contestada con una frase críptica: «Tenemos nuestros métodos». La revista, a pesar de estar redactada en inglés, se editaba y enviaba por correo desde Helsinki, Finlandia. Una pequeña sección estaba dedicada a artículos sobre los problemas de los hombres tigre asiáticos, los hombres cocodrilo africanos, los hombres jaguar sudamericanos, y los hombres oso y hombres puma de Alaska y Canadá. Un artículo sobre la extinción de los hombres zorro en Japón sentaba como conclusión que la superpoblación, la contaminación y la consiguiente falta de espacios verdes eran la causa de tan sensible pérdida. La última frase del artículo tenía un tono sombrío: «La situación de Japón puede ser muy pronto la nuestra».
Otro articulista, bajo la rúbrica obviamente falsa de Lon Chaney III, daba los resultados de una encuesta realizada por correo sobre los hábitos sexuales de los hombres lobo. La muestra indicaba que el 38,3 por ciento de los licántropos varones y hembras estaban sujetos al influjo inconsciente de sus fases lupinas. Cuando se encontraban en su fase humana preferían que la mujer estuviera a cuatro patas o que el varón practicara el coito desde atrás. También tendían a aullar y a gritar mucho. Ese tipo de conductas había conllevado traumas en un 26,8 por ciento de los compañeros sexuales no licántropos.
Uno de los artículos más interesantes especulaba con el hecho de que los genes de la licantropía son recesivos. Así, un hombre lobo solo podía nacer de padres que poseyeran, ambos, esos genes recesivos. Pero el hijo o hija había de ser mordido además por un hombre lobo para que la herencia se manifestara, o bien había de conseguir una piel arrancada a un hombre lobo muerto. De ahí que hubiera una escasez tan extrema de licántropos.
Una vez consumido todo el alimento sólido, como aún tenía hambre, Varglik empezó a tomar a cucharadas la miel del bote, mientras leía la columna de anuncios personales.
HL, soltero, 39, bien parecido, dinámico, acomodado, estudios universitarios, le gustan Mozart, las viejas películas, los largos paseos nocturnos, busca ML joven, bonita, est. universitarios o similar, polimorfo-perver-sa. Niños no son problema, no vamos a comerlos. Impreso. incluir foto. Corresp. a través AMHL.
Jane, vuelve a casa, te amo. Todo está olvidado. Puedes usar el comedero del gato. Ernst.
Los artículos de la revista tenían un nivel científico serio. Pero sin duda el personal de la AMHL redactaba por cuenta propia la mayoría de los anuncios personales de la columna. Tal vez para aliviar la monotonía de sus vidas. Después de todo, ser un licántropo no era nada divertido. Él lo sabía bien.
Después de leer la revista, la pasó por la máquina trizadora. Obrar así disgustaba a su alma de bibliófilo, pero la recomendación de los editores a sus suscriptores, de destruir los ejemplares después de leerlos, parecía sensata. En contrapartida, el editor podía estar guardando una pequeña colección de cada número, con la conciencia de que en el futuro los coleccionistas llegarían a pagar por ellos precios muy elevados. Sus dudas sobre las intenciones de los editores eran probablemente infundadas. Pero ser un licántropo, como ser un habitante de la Gran Manzana, a la larga le convierte a uno es un paranoico sin remedio. Tenía muchas razones para saber que era preferible pecar de suspicaz que tener luego que arrepentirse.
También era preferible jugar siempre sobre seguro. Pero el licántropo olvidaba todas las precauciones cuando brillaba la luna llena. Así había ocurrido el día anterior. No tenía importancia. Las noches anterior y posterior a la luna llena ejercían una influencia casi tan fuerte como aquella. Se encontraba impotente frente a la compulsión que se apoderaba de él —hasta convertirse en una violenta inundación— cuando la luna se encontraba en lo más alto de su órbita.
Incapaz de luchar contra las fuerzas que le metamorfoseaban, sin saber siquiera cómo hacerlo, había intentado en una ocasión encerrarse durante la transformación. Cuando el momento estaba ya próximo se había encerrado a sí mismo con llave en una habitación sin ventanas de su casa de Westchester, con un costillar de buey como ayuda para su retransformación en hombre. Luego había deslizado la llave debajo de la puerta pero sobre un papel, de modo que pudiera recuperarla tirando del papel hacia sí. Cuando sintió que empezaba el cambio, con un estremecimiento que recorrió todo su cuerpo, más dulce y poderoso incluso que la excitación sexual, se puso a golpear los muebles y morder el picaporte, y aulló con tal fuerza que habría despertado a toda la vecindad de no estar tan aislada su casa.
No recordaba la agonía que debió pasar en sus frenéticos intentos de escapar a la libertad. Pero la habitación destrozada y las heridas de sus brazos, piernas y nalgas, producidas por sus propios mordiscos, eran un espectáculo tan convincente como si hubiera filmado el drama de principio a fin. Cuando recuperó la conciencia en su forma humana estaba tan magullado y débil por la pérdida de sangre que casi no había tenido las fuerzas suficientes para tirar del papel colocado bajo la puerta y recuperar la llave.
De alguna manera lo consiguió, abrió la puerta, se puso sus ropas, las rompió y desgarró en los lugares de las heridas, y telefoneó a un médico amigo suyo para pedirle que fuera a curarle a su domicilio. Era obvio que el doctor no se creyó la historia que un perro de gran tamaño le había atacado cuando paseaba por el campo, pero no hizo comentarios.
Como la policía no pudo encontrar el perro, Varglik se vio obligado a recibir una serie de inyecciones antirrábicas muy dolorosas.
Aquel fue el primero y único intento de encerrarse.
El sheriff, un investigador diligente y experimentado, debía de haber sospechado algo referente al supuesto ataque. Algunas llamadas telefónicas o cartas dirigidas a Nueva York bastarían. También pudo haber averiguado algo acerca de los perros y los caballos muertos a dentelladas en la zona, aunque esas muertes nunca ocurrieron a menos de treinta kilómetros de distancia de la casa de Varglik. Yeager también debió de hacer sus averiguaciones acerca de la muerte y mutilación de dos prostitutas y sus clientes en los bosques. La policía sospechaba que el asesino era un hombre que había atacado con un hacha a los cuatro y luego había simulado que fueron muertos y devorados parcialmente por perros salvajes. En cambio, Yeager tendía a creer que el asesino no era ni un hombre ni un perro.
—Debe de estar volviéndole loco tener que creer una cosa así —murmuró Varglik—. Bienvenido a la granja, sheriff.
Fuera lo que fuese lo que Yeager creía o dejaba de creer, y lo que pretendía hacer, Varglik no podía evitar lo que estaba a punto de ocurrirle a su personalidad. Solo podía controlar el lugar en el que iba a estar cuando ocurriera lo inevitable.
A las seis de la tarde salió del despacho. Había metido la piel de lobo, bien enrollada, en el maletín que llevaba consigo. Entretuvo la espera en su casa hasta las diez y media con una cena copiosa y después con una gran bolsa de patatas fritas. Entonces cruzó con su automóvil la ciudad, mirando con frecuencia por el espejo retrovisor, dando rodeos y deteniéndose de vez en cuando para detectar un posible seguimiento. Al cabo de treinta minutos se encontraba en una pista forestal, al norte del condado de Reynolds. Pasados diez minutos, entró en un camino lateral y detuvo el coche al abrigo de un bosquecillo de robles. Los únicos sonidos, si se exceptúa su respiración acelerada, eran el chirriar de los grillos y el croar de las ranas de una charca próxima. Luego oyó el zumbido de los mosquitos que se abalanzaban sobre él.
Apresuradamente abrió el maletero del coche, sacó la piel, se quitó las ropas y las echó por la ventanilla abierta en el asiento delantero. Resoplaba con fuerza por la nariz, jadeaba. La temperatura de su cuerpo parecía ir en aumento y, en realidad, era así. La fiebre de la metamorfosis estaba a punto de llegar a su momento crítico.
La piel de lobo envolvía sus hombros cuando salió de entre las sombras para recibir el baño plateado de la luna. No sujetaba la piel, pero esta se adhería a su espalda como algo vivo.
Los rayos de luna, pálidos dardos catalíticos, le atravesaron. La sangre le hervía. La gran arteria de su cuello saltaba como un zorro cogido en la red. Se tambaleó, y cayó entre una nube de polvo plateado y brillante. El cabello de su cabeza y su cuello se erizó; los pelos rizados de su pubis se pusieron tiesos. Una sensación exquisitamente placentera recorrió su cuerpo. Sudaba como un sapo de los pantanos. Su nariz se agitaba; el fluido que secretaba corría por sus labios, que se hinchaban y crecían.
Sin el concurso de su voluntad, sus brazos se alzaron y se tensaron. Sus piernas se expandieron como si le hubiesen inyectado sangre a través de la piel. Sus intestinos se contrajeron y expulsaron las heces con el sonido de un gato furioso al esputar. Vació su vejiga en un arco poderoso. Luego su pene se hizo enorme y se elevó hacia la luna hasta casi tocar su vientre; al sentir nublarse sus sentidos lanzó un aullido agudo.
Su boca emitió una serie de aullidos estridentes, al tiempo que caía de espaldas al suelo. La piel de lobo seguía adherida a él como si se tratara de un murciélago gigante dedicado a chuparle la sangre. Sintió fuerzas que emergían de la tierra y pasaban a través de él como las ondas de un oscilógrafo, caóticas al principio, luego organizándose a sí mismas en líneas curvas y paralelas. Las ondas agitaron su cuerpo hasta que se vio obligado a clavar en el suelo las uñas de sus manos engarfiadas, para evitar caer fuera del planeta.
Eyaculó su fluido espermático, una y otra vez, como si se estuviera acoplando con la propia Madre Tierra. Sus espermatozoides humanos salieron, y sus glándulas empezaron a verter fluido de lobo en sus conductos.
Después dejó de tener conciencia humana.
Solo la Luna vio mezclarse pelo y piel hasta semejar una masa de jalea modelada en figura de hombre. Después de un minuto más o menos, la jalea tembló, y siguió temblando durante algún tiempo. Brillaba, pálida y semisólida como la mermelada de limón, o como alguna babosa primitiva que se hubiera arrastrado fuera de la tierra y agonizara.
Pero vivía. Los furiosos ardores metabólicos de aquella jalea habían devorado ya parte de la grasa que Varglik acumuló con tanta rapidez. El fuego interno se comería el resto y luego atacaría a una parte de la grasa normal antes de que el proceso se completara. Cuando Varglik empezó a darse cuenta de cuál era su herencia había intentado ponerse a dieta. Su razonamiento consistía en que, si carecía de grasa acumulada, no dispondría de la energía precisa para la metamorfosis. Pero el lobo que dormitaba en su interior le había derrotado. Varglik no podía dejar de ingerir grandes cantidades de alimentos, del mismo modo que no podía dejar de sudar.
La jalea se oscureció y empezó a cambiar de forma. Los brazos y las piernas se contrajeron. La cabeza se hizo más larga y estrecha, y unos dientes recién formados brillaron como puntas de acero. Las nalgas desaparecieron, y de la incipiente espina dorsal, que ahora era una línea oscura en la masa informe, asomó una especie de tentáculo, que poco a poco fue convirtiéndose en una cola, lisa al principio y luego peluda. Aparecieron también pelos oscuros en la cabeza, en el tronco, en las piernas y los brazos. Al principio temblaban y se agitaban, como si fueran células formadas de nuevo por las ondas magnéticas generadas por el lobo en el interior de su cuerpo.
El lobo no recuperó la conciencia hasta que el cambio se hubo completado. La piel de lobo se había convertido primero en una parte viva de la jalea viva, y luego, de la metamorfosis.
Completada esta, lo que había caído como un ser bípedo se levantó como cuadrúpedo. Se sacudió como si acabara de salir del agua, se sentó sobre sus peludos cuartos traseros y aulló. Luego se puso a merodear por los alrededores, husmeando las heces y los fluidos. También investigó el coche, a pesar de su repulsivo y excesivo hedor a gasolina y a grasa.
Un momento después corría a través de los bosques. Corrió y corrió. Avanzaba por un mundo en el que el tiempo no existía. Veía los arbustos, los árboles y las rocas ante los que pasaba como seres vivos dotados de movimiento. Veía la luna como un círculo que no había existido hasta ese momento. Carecía del concepto de una Luna que se elevaba noche tras noche sobre la Tierra, siguiendo su órbita. Era una cosa nueva, había nacido al mismo tiempo que él.
El lobo sabía lo que quería: carne y sangre. Y como era un hombre lobo, deseaba carne humana por encima de cualquier otra. Pero, igual que todas las criaturas bípedas o cuadrúpedas, comía lo que podía. De modo que saltó una valla, mordió en la garganta a un perro guardián que ladraba y lo arrastró al otro lado de la valla hasta los bosques, donde lo descuartizó y se lo comió. Aquello no le bastó. Necesitaba matar más presas para agitar sus nervios con estremecimientos extáticos y llenar el vientre con combustible suficiente para el cambio posterior de lobo a hombre. Corrió hasta llegar a los pastos donde unos caballos pacían o dormitaban. Mató a una yegua, la despanzurró y empezó a desgarrar la carne hasta que los granjeros alarmados llegaron con linternas y escopetas.
Entonces, en su largo recorrido por los bosques, cruzó un arroyo bañado en luz de luna porque llegó hasta él el olor de un rebaño de ovejas, una carne que le gustaba especialmente. Un hombre salió de entre la sombra de los árboles y la luna brilló en el cañón de su rifle. Lo levantó, al tiempo que el lobo saltaba gruñendo hacia él.
El sheriff Yeager no se había reunido con la partida de caza al norte de la granja de Benger. En lugar de ello, burlando todas las precauciones de Varglik para detectar a un posible espía, le había seguido hasta el bosquecillo de robles. Esperó, sentado en su coche, en un punto más bajo del camino, hasta que el aullido del lobo le confirmó que había ocurrido lo que esperaba que ocurriera. Después de diez minutos salió de su coche y se dirigió con cautela al bosquecillo. Llegó apenas a tiempo de ver desaparecer la cola peluda en la oscuridad de los bosques.
Utilizó su linterna y siguió las huellas de las pisadas sobre la tierra húmeda. Al cabo de un tiempo oyó disparos lejanos. Después de calcular la dirección en que venían, atajó en ángulo a campo traviesa. Cuando iba a vadear el arroyo vio el enorme lobo que lo cruzaba. Esperó hasta que la bestia estaba ya a punto de perderse de nuevo entre los árboles y avanzó. En la recámara de su rifle no había balas de plata; esas son patrañas. Una bala de alta velocidad del calibre 30 puede matar a cualquier animal, incluido el hombre, que pese solo ochenta kilos. Aunque el hombre lobo pareciera tener un origen sobrenatural estaba sometido a las mismas leyes físicas y químicas que cualquier otro animal.
La bala penetró por la boca abierta, destrozó el cielo de la boca, atravesó la garganta y se alojó en el hígado. El lobo cayó muerto, y con él Varglik. No se produjo el cambio en cuerpo de hombre, como sucede en algunas películas. Las células estacan muertas, y en ellas no podía actuar el principio de transformación. El lobo muerto siguió siendo lobo.
Yeager no quería preguntas ni publicidad. Desolló el cadáver, cavó un agujero y enterró en él la carcasa del lobo. Supuso que en el proceso de remetamorfosis la piel primitiva se habría desprendido del cuerpo y de las otras zonas de piel. Pero en ese momento estaba entera porque el proceso de cambio había quedado borrado con el final de la vida.
Ahora la piel estaba expuesta de nuevo, sobre la chimenea de piedra de la casa del sheriff. Cada noche, a Yeager le parecía que su luz se hacía más brillante. Pensó en destruirla. Sabía, o creía saber, lo que haría muy pronto si la piel seguía expuesta delante de sus ojos o al alcance de su mano. Tenía que quemarla.
El lobo hambriento siempre intentará apoderarse de la carne, por más que vea la trampa. Una pieza de hierro no es capaz de resistirse a volar hacia el imán. La polilla no apaga la llama como precaución para no quemarse.