PAÍS RELATO

Autores

pedro maría barrera

el fondo y la superficie

Si fuera posible decir, sin faltar a las buenas formas, que el excelentísimo señor duque de la Chiripa es un borriquito de solemnidad, yo diría respetuosamente que el borrico del señor duque no anda en cuatro pies por misericordia divina, y no vive en la oscuridad de las nulidades porque la fortuna es hembra de tan mala ralea que solo hace desatinos. Pero por más que me devano los sesos buscando vocablo que sirva para el caso, me veo en la sensible necesidad de no llamar borrico al señor duque, porque no encuentro modo de llamárselo sin faltarle al respeto.
Su vida puede condensarse en pocas palabras. Siendo niño se dedica a coger nidos; siendo mozalbete se dedica a coger cristianas; siendo hombre se dedica a coger turcas. Su fisonomía moral queda dibujada con tres rasgos: en la edad de la inocencia solo goza aporreando inocentemente a otros muchachos; en la hermosa edad de todos los entusiasmos generosos, sus palabras, sus pensamientos y sus obras recuerdan siempre aquello de «doy para que des, hago para que hagas»; en la edad madura sería capaz de morirse de pena si alguna vez dormido tuviera la desgracia de soñar que no están locos rematados los que no se entregan atados de pies y manos a las brutales y groseras exigencias del más refinado egoísmo. Sus condiciones intelectuales son las que corresponden a un individuo que en la escuela no pudo acabar de aprender a leer y escribir; en la segunda enseñanza no llegó a entender ninguna asignatura; y al abandonar los estudios no volvió a acordarse de que hay libros en el mundo. Todo lo demás que se cuenta del señor duque es una patraña.
Había nacido su excelencia en un pueblo de pesca en seco, es decir, de los que no presentan en su término señales de que en el mundo haya mares y ríos. Tuvo por padres, no el pueblo, sino el excelentísimo señor, que entonces no era señor ni excelentísimo, a un acaparador de cereales llamado Antón Ordoñez y Chiripa, conocido por Antón Chiripa, y a una tal María Barón, hija de otra tal, o sea de otra María Barón, cuya vida, poco edificante, no nos importa un comino.
Fruto único de Antón y María, nació el que andando el tiempo había de ser vicioso, egoísta, ignorante y duque, y le bautizaron con el nombre de Jacinto. Quedó huérfano cuando más le preocupaban las cristianas y las turcas, y se encontró dueño de varios millones de reales, con la influencia correspondiente a tan bonito capital.
Ocurrió una vez que en otro pueblo comarcano se desarrolló una epidemia de viruelas que amenazaba no dejar títere con cabeza. Como es consiguiente, Jacinto y sus convecinos sintieron tal medrana que no les llegaba la camisa al cuerpo. Esto les hizo pensar que no tenían un hospital y que sería muy conveniente para todos subsanar semejante falta. Celebraron varias reuniones las personas de más viso y más ilustradas de la población, y acordaron que, arrimando el hombro lo que pudiera cada quisque, se construyese un edificio de inmejorables condiciones y de capacidad bastante para las necesidades del vecindario.
Jacinto, invitado a todas las reuniones, tuvo por conveniente no asistir a ninguna. Le visitaron con el doble objeto de darle cuenta de lo acordado y solicitar su auxilio para tan caritativa empresa.
—¡Un hospital! —dijo Jacinto, echando un pestazo a vino que ni el demonio podía olerlo—; ¿y qué falta nos hace eso? Nadie se muere hasta que Dios quiere, y todos los hospitales del mundo juntos no retrasan ni un minuto la muerte del que le llega su hora. Además, si la gente pobre nota que hay quien le pague los gastos de sus enfermedades, será capaz de perder la buena costumbre de ahorrar, y habremos desmoralizado al pueblo. Yo no quiero contribuir a esa obra funesta.
—Pues yo he dado para ello la casa y los corrales que tengo juntos en la parte más alta del pueblo.
—Y yo daré toda la madera que se necesite.
—Y yo toda la piedra.
—Y yo todo el yeso.
—Y yo lo que cobre el arquitecto que venga a dirigir las obras.
—Y yo pagaré a los albañiles.
—Y yo a los peones.
—Y yo compraré camas.
—Y yo, sábanas y cobertores.
—Y yo cedo varias fincas para que el hospital tenga fondos.
—Y el señor cura pondrá un cepillo en la iglesia para recoger limosnas.
Jacinto oyó esto y otras muchas cosas como el que oye llover.
Construyose el hospital, sometiendo el arquitecto los planos al examen del médico titular del pueblo, para que tan santo asilo respondiese por completo al objeto que le daba vida.
Terminadas las obras, el hijo de Chiripa fue a visitarlas, preguntando por el arquitecto, que sin conocerlo le despreciaba, porque sabía que era el único que no contribuía a ellas; pero que le trató con el más agasajador respeto, porque también había oído decir que era millonario, y porque Jacinto, dócil a requerimientos de la vanidad, le espetó de buenas a primeras, en vez de saludo, estas palabras:
—Más que a ver lo que aquí ha hecho usted, que de seguro no le sacará de pobre, vengo a pedirle una tarjeta suya, porque es muy probable que yo necesite a usted más adelante para edificar un gran palacio.
Tenía el arquitecto en Madrid un hermano periodista. Este se encargó de meter más ruido con el hospital que si se tratase de una nueva catedral de León. Como no era cosa de dejar en el tintero al acaudalado provinciano que pensaba ocupar al arquitecto en la construcción de un gran palacio, el nombre de don Jacinto Ordoñez Barón de la Chiripa anduvo revuelto con el del hospital una porción de días en los periódicos de la corte. Y como tampoco era cosa de que el gobierno desperdiciara la ocasión de demostrar su deseo de premiar toda empresa meritoria, animó al pueblo a seguir el camino emprendido… concediendo a Jacinto el título de marqués.
Fácil hubiera sido hacer patente que el gobierno había tocado el violón; pero ¿qué ganaría el pueblo con ello y con poner en ridículo al flamante marqués? Con una gramática parda digna de toda alabanza se acordó que lo mejor era hacer la vista gorda, y confiar en que el hijo de Antón Chiripa no esquivaría en lo sucesivo las ocasiones de auxiliar a sus convecinos.
Verificáronse por entonces los exámenes anuales de la escuela municipal, presididos por el alcalde. El local de la escuela era mezquino, pobre, oscuro y malsano.
—Hay que hacer una nueva escuela —dijo el presidente.
—Y una nueva cárcel —añadió un concejal que llegaba con la noticia de que un preso había logrado escurrir el bulto.
Se abrieron suscripciones, se organizaron rifas, se formó una compañía para hacer comedias los domingos y fiestas de guardar, se dieron bailes, se consultó al arquitecto que había dirigido las obras del hospital y a reputados autores de libros sobre enseñanza y sistemas penitenciarios: en una palabra, se echó mano a todos los medios de realizar las proyectadas construcciones.
Acudieron de nuevo a Jacinto las personas de más viso, y de nuevo el hijo del acaparador de granos, que olía a aguardiente desde una legua, les dio con la puerta en las narices.
¿Cómo aprobar lo referente a la cárcel, que equivalía, en su opinión, a confesar que en el pueblo abundaban los criminales?
¿Cómo tomar en serio lo de la escuela, cuando en ella el mismo señor marqués no había aprendido nada, y cuando el mismo maestro, con más de cincuenta años de profesorado, no sabía dónde tenía la mano derecha?
—Además —decía—, las rifas desarrollan la afición al juego; los bailes y las comedias a la holgazanería; las suscripciones a salir de apuros con el dinero ajeno. Cuando se trate de algo verdaderamente útil y moralizador —añadía—, cuenten ustedes conmigo.
Esta conducta produjo tal indignación que un propietario, viudo y sin hijos, entregó el mismo día mil duros para las obras de la cárcel y otros mil para las de la escuela, y ofreció crear una renta perpetua de diez mil reales anuales para que sin ningún gasto en el presupuesto municipal, hubiera siempre un buen maestro y buen material en el establecimiento de instrucción primaria.
Dos años después el pueblo poseía una buena cárcel del sistema celular y una preciosa escuela Froebel dirigida por un profesor inteligente. El antiguo maestro había sido jubilado, y pasaba su tiempo hablando mal de su sucesor, porque era viva negación de la máxima «la letra con sangre entra»; del ayuntamiento porque haberle jubilado equivalía a declarar que el hombre ya estaba de sobra en el mundo; y del marqués, porque al afirmar que su maestro no sabía dónde tenía la mano derecha, había faltado a la verdad.
—No es que yo no supiera enseñar —exclamaba irritado—; es que el señor marqués en vez de escuela lo que necesitaba era un pesebre.
Jacinto visitó las nuevas obras, como había visitado las del hospital, y manifestó al arquitecto que no había abandonado el plan de encomendarle la construcción de un gran palacio. El hermano del arquitecto tomó esta vez también cartas en el asunto; los periódicos de Madrid volvieron a echar las campanas a vuelo, y el gobierno volvió a demostrar su deseo de premiar actos meritorios… concediendo al marqués de la Chiripa la gran cruz de Isabel la Católica.
—¿Qué haremos ahora?
—Hay que inventar algo nuevo.
—Lo primero que hay que inventar es el modo de que el bestia del hijo de Chiripa no recoja honores y consideraciones que todos merecen menos él.
Esto se decían unos a otros los convecinos del excelentísimo señor marqués, quienes, aunque estaban trinando, volvieron a demostrar su buena gramática parda, haciendo la vista gorda al nuevo golpe de violón con que el gobierno les había favorecido.
Un terremoto ahorró a aquella gente el trabajo de tener que inventar por entonces nuevas reformas. Durante las horas de una siesta habían salido de sus casas hombres, mujeres y chicos, gritando: «¡Temblor de tierra! ¡Temblor de tierra!». Cinco minutos después corría de boca en boca la noticia de que la mitad de la iglesia se había caído, y la otra mitad amenazaba caerse. Y pasados otros cinco minutos decía todo bicho viviente: «Haremos otra mejor, y Dios no habrá perdido nada».
El sentimiento religioso, que a medida que se debilita en las grandes poblaciones, donde se piensa más en ser sabios que en ser buenos, se vigoriza y robustece en las pequeñas, donde suele darse más importancia a ser buenos que a ser sabios, hizo milagros entre los paisanos de Jacinto.
Inútil es decir que este siguió siendo ejemplo de que el olmo no da peras. Como nadie ignoraba la causa de que su nombre hubiera andado en los periódicos de la corte revuelto con los del hospital, la escuela y la cárcel, lo primero en que se pensó fue en cambiar de arquitecto, averiguando al paso que el que eligieron no tenía parientes, cercanos ni remotos, dedicados al periodismo.
Al cabo de otros dos años ponían los operarios la cruz y la veleta en el coronamiento de la torre de una preciosa iglesia del estilo ojival florido. Coincidió con este feliz acontecimiento el paso del prelado de la diócesis por una carretera que distaba menos de un kilómetro del pueblo. Avisado el cura oportunamente, salió a saludar al obispo, y con el cura salieron todos los feligreses, excepto Jacinto, que días antes se había marchado a una posesión de recreo, donde, por no perder la costumbre, pasaba el tiempo entre turcas y cristianas, como cuando no era marqués ni excelentísimo señor.
Veíanse desde la carretera la gallarda torre de la iglesia y la parte superior de los muros. Deseando admirar de cerca tan notable monumento y descansar un rato, el obispo decidió detenerse una hora en el pueblo. El pobre cura, que no tenía ni un asiento medio cómodo que ofrecer a su prelado, sudaba tinta y temblaba como si fuera de azogue. El mayordomo de Jacinto, creyendo que así complacería a su amo, manifestó que su ilustrísima, después de visitar el templo, debía descansar en la casa del señor marqués, por ser la que más condiciones reunía para albergar a tan ilustre huésped. Oyolo el cura como si hablara Dios por su boca y se apresuró a aceptar en nombre del obispo. Un chocolate con bizcochos y un vaso de agua fue todo el gasto que ocasionó al noble de nuevo cuño la honra de recibir en su vivienda a un viajero tan importante.
No había trascurrido un mes cuando el cura recibió una carta, con sello y membrete de la secretaría del obispado, en que se le mandaba ir a participar al señor marqués de la Chiripa que, a ruegos de su ilustrísima y para premiar al pueblo por la construcción de su nueva iglesia, el gobierno había convertido en ducado el marquesado.
De este modo llegó a ser duque el hijo de Antón Chiripa, cuyo único mérito para llegar a tanta altura fue oponerse a todo pensamiento racional y generoso de sus convecinos, y que cuando tuvo noticia de que el obispo había descansado en su casa y tomado una jícara de chocolate, plantó en la calle al mayordomo para evitar la contingencia de que otra vez con otro motivo obsequiara a otra persona con otra jícara y otro vaso de agua.
El pueblo en masa quiso hacer pedazos a aquel hombre. Tan fea se puso la cosa que el alcalde en un bando y el cura en el púlpito tuvieron precisión de calmar los ánimos y dulcificar intenciones que, traducidas en hechos, resultarían reprobadas y castigadas por las leyes divinas y las humanas.
Desde aquella fecha, siempre que los vecinos del pueblo quieren ponderar lo que valen, suelen decir, repitiendo la esencia de los sermones del cura y del bando del alcalde:
—Los que no confundan el fondo con la superficie de las cosas, tienen que convenir en que aquí no solo hacemos hospitales, cárceles, escuelas y templos, que los forasteros admiran y envidian: valemos tanto, tanto, que por nosotros y nada más que por nosotros ha llegado a ser personaje el más ignorante, vicioso y egoísta de los mortales.
¡Oh! Decididamente es una lástima que yo no encuentre palabras para decir también, con mucho respeto y sin faltar a las buenas formas, que el excelentísimo señor duque de la Chiripa es un borrico que no anda en cuatro pies por misericordia de Dios.