PAÍS RELATO

Autores

pedro escamilla

la muela del juicio

I
Don Perfecto Verdaloga, a quien sus amigos llamaban generalmente Verdolaga, acaso por la analogía de su apellido con el nombre de aquella hortaliza, era un hombre como todos los demás.
Había empleado su vida del siguiente modo:
Dos años de lactancia y papilla;
Tres de andar a gatas, caerse algún porrazo, y llevar varias zurras por sus travesuras;
Seis de ir a la escuela a ilustrarse, como decía su madre, consistiendo la tal ilustración en aprender a escribir, las cuatro reglas de cuentas y la doctrina cristiana, por el Catecismo del P. Astete.
Once en varear Coruña fina y Vivero, en un comercio de lienzo, propio de doña Robustiana Canela, viuda de dos maridos, que apechugó con el tercero, casándose con don Perfecto, y librándole por este medio de las madrugadas y los sabañones;
Veintidós en estar al frente de dicho establecimiento, hasta que redondeada la fortuna, lo traspasó con ventaja, retirándose a vivir de sus economías y ganancias.
Total cuarenta y cuatro años, que eran los que contaba, cuando os lo presento en escena.
II
D. Perfecto no era enteramente feliz; su esposa Robustiana ejercía sobre él una tiranía sin límites, hasta el punto de no querer que saliera de su casa, y de darle… ¡dieciséis reales al mes, para sus gastos particulares!
D. Perfecto, a semejanza de los pueblos oprimidos, soñaba con las revoluciones, y estaba deseando lanzarse a las barricadas, desde donde proclamaría su independencia.
Pero no se lanzaba nunca.
Además, en aquella soledad a que su esposa quería condenarle, había hecho las siguientes observaciones:
1.ª Un hombre que ha trabajado treinta y tres años en acrecentar un capital tiene algún derecho a disfrutarlo y a llevar en el bolsillo media docena de duros para salir de un compromiso.
2.ª Robustiana, su mujer, le llevaba dieciséis años, y estaba asaz estropeada y maltrecha para un hombre de sus bríos.
3.ª En el mundo hay muchas mujeres jóvenes y bonitas, que están deseando que un hombre se lo llame y las convide al café.
Todas estas reflexiones llevaron a D. Perfecto a desear el dinero, y a entrar en relaciones amorosas con una costurera huérfana de padre y madre, que venía de muy buena cepa, según aseguraba cuando se tocaba este punto, cosa que a D. Perfecto le tenía muy sin cuidado.
Por lo dicho se ve, que aun cuando no se había lanzado a la insurrección, conspiraba ya contra la tiranía de Robustiana.
Esta tenía, o por mejor decir, tuvo un perro inglés a quien quería mucho; pero esto no fue un obstáculo para que el animalito muriese del moquillo.
Robustiana pensó al pronto en erigirle un mausoleo; pero debilitándose poco a poco su dolor, le arrancó una muela que entregó a su esposo para que la diera a engarzar en un anillo de oro, cuidando antes de grabar en ella con unas tijeras la fecha en que el animal había muerto.
Esto coincidió con una cita que don Perfecto tenía con su modista: era el día de su santo y D. Perfecto la había convidado a comer en un fondín de los de la Puerta de Alcalá.
D. Perfecto contaba con que su mujer le daría los seis duros que costaba engarzar la muela, por más que aún la llevaba en el bolsillo; pero Robustiana le desengañó cruelmente, advirtiéndole que tan luego como estuviese hecha la sortija, avisase al platero para que se la llevase con la cuenta.
D. Perfecto estaba en un terrible compromiso; a las tres había quedado citado con la modista para llevarla a comer; eran las dos y media, y no tenía un ochavo.
En cambio su mujer se gastaba ciento veinte reales en engarzar el hueso de un perro inglés.
¡Era cosa de desesperarse y darse al diablo!
III
Robustiana había salido para encargar criada en una agencia; pues en aquella misma mañana se había despedido la que antes le servía.
Estaba solo don Perfecto, arbitrando el medio mejor de salir de aquel apuro amoroso-metálico, cuando sintió que llamaban en la puerta.
Creyendo que sería Robustiana, acudió solícito, pero se encontró con un individuo que se entró sin ceremonia hasta el despacho, dejándose caer sobre una silla.
—¿Caballero, puedo saber a qué debo el honor?… —le preguntó D. Perfecto, extrañando, como era natural, aquel sans-façon.
—Nada más justo, señor mío; vengo a aprovecharme de la habilidad de Vd., porque me han dicho que es Vd. un hombre muy inteligente y que trabaja a la perfección; quiero que me saque Vd. una muela.
—¡Caballero! —interrumpió D. Perfecto, no figurándose que a nadie se le ocurriría tomarle por un dentista.
—No me duele precisamente, pero me molesta —prosiguió su interlocutor—; y antes de que la cosa pase adelante, quiero que me la saque Vd.…; mire Vd., es esta, la muela del juicio.
Y poniéndose en pie y abriendo la boca, se aproximó a D. Perfecto hasta el punto de que este le tropezase en los labios con la punta de la nariz.
D. Perfecto adivinó el error en seguida; en el piso segundo de su casa vivía un dentista: aquel hombre se había equivocado de cuarto.
Iba a hacérselo presente; pero en aquel instante concibió una idea luminosa: necesitaba dinero en seguida, y aquel individuo se lo daría indudablemente a cambio de la operación.
¿Pero cómo decidirse a sacarle una muela?
Afortunadamente llevaba la del perro de su mujer en el bolsillo; todo se reducía a escarbarle un poco en las encías, y presentarle en seguida el hueso.
La cosa no era muy decente que digamos; pero D. Perfecto no se acordaba de más sino de que le esperaba su modista y era necesario procurarse algún dinero.
Inmediatamente adoptó el tono y las maneras de la gente del oficio, haciendo que el individuo doliente se sentase en un sillón.
—¡Cómo! ¿No tiene Vd. un gabinete especial? —preguntó aquel asombrado de que la operación se verificase sin aparatos quirúrgicos.
—¿Para qué? —contestó don Perfecto—, o sabe uno, o no sabe; la ciencia no necesita de todos esos instrumentos de que solo usan los charlatanes; ahora juzgará Vd. de mi habilidad; yo le sacaría a cualquiera una muela bailando en la cuerda floja.
Y sin esperar a más, se proveyó de la llave de un reloj de pared, que introdujo en la boca del paciente; dio una media vuelta con ella, tropezándola en la encía, y haciendo pasar desde su bolsillo a la mano la muela del perro, se la presentó, diciendo:
—¿Ve Vd. qué pronto hemos despachado?
—¡Gran Dios! —exclamó el pobre hombre admirado de no haber sentido el más ligero dolor—. ¡Pero esto es maravilloso!
—Yo trabajo a la americana: en América le estirpan a uno el cerebro sin que despierte si está dormido.
—¡Nunca he visto un prodigio por el estilo!
Y para convencerse más y más, se palpaba la boca interiormente; como tenía una muela en la mano, se hacía la ilusíón de tropezar con la punta de la lengua en el alveolo que aquella debiera haber dejado.
¡Hasta tal punto el hombre es víctima de sus ilusiones!
IV
D. Perfecto estaba deseando que desapareciera después de pagarle, temiendo que se apercibiera del engaño, o que llegase Robustiana.
Vuelto de su sorpresa, aquel hombre le puso una mano en el hombro a D. Perfecto, diciéndole:
—Amigo mío, acaba Vd. de sacarme de un terrible compromiso, porque esta muela…
—Sí, supongo que le estorbaría a Vd., conque…
—Nada de eso; verá Vd.… voy a contarle una historia.
—¡Caballero, por Dios…! El tiempo es precioso para mí…
—Seré breve: ha de saber Vd. que yo tengo una cuñada hermana de mi mujer, chica preciosa…
—Lo celebro; pero…
—Mariquita está en relaciones con un joven oficial que va a partir para las provincias del Norte con su regimiento. Cuando vino de Durango, no el oficial, sino Mariquita, tuvo una fluxión espantosa, de cuyas resultas le sacaron una muela. El otro día me la entregó para que la diera a engarzar en una sortija; pero yo tengo tantos negocios en la cabeza, que sacando y metiendo papeles, perdí el hueso: ahora bien, yo voy a dar esta muela para que la engarce el platero, y Mariquita se la entregue a su amante. ¿Comprende Vd. lo chusco del caso? El pobre bobo cubrirá de besos esta muela, creyendo que es la de su adorado tormento… ¡Ja, ja, ja…!
Y el pobre hombre lanzó una serie de estrepitosas carcajadas, a las que no pudo menos de hacer eco D. Perfecto, considerando que el amante iba a besar con idolatría la muela de un perro que se había muerto del moquillo.
Pero pasado aquel acceso de hilaridad, acordose de que la situación era crítica y aún no había cobrado; hízoselo así presente a su interlocutor, el cual le preguntó echándose mano al bolsillo:
—Dispense Vd. mi distracción: ¿cuánto acostumbra Vd. a cobrar?…
—Seis duros —contestó don Perferto, calculando que era lo menos que podía gastar con la modista.
—¡Caballero! ¿Seis duros por una muela?
—¿Y qué? ¿Le parece a usted mucho? ¿No quiere Vd. pagar el no haber experimentado ni el más ligero dolor?
—Lo que es en eso tiene usted razón, y bien merece un sacrificio…
—Además, Vd. asegura que esa muela va a sacarle de un grave apuro…
—Sí, sí; eso me decide; aquí tiene Vd. un ochentín y dos duros además, que hacen los seis que Vd. me ha pedido; aun cuando es algo caro, no dejaré de recomendarle a los amigos…
—Hará Vd. muy mal —lo interrumpió don Perfecto, empujándole hacia la puerta—, porque esta misma tarde parto para el extranjero.
V
Al verse libre de aquel hombre, y palpando los seis duros que de una manera tan inesperada habían caído en su bolsillo, don Perfecto daba saltos de alegría, deseando ya que llegase su mujer para tomar el portante.
En aquel momento entraba Robustiana en el portal, a tiempo que una joven dejaba en la portería una carta para D. Perfecto.
La portera, comprendiendo sin duda, con la buena fe que asiste a todas las de su clase, que aquel papel iba a causar una incomodidad en el matrimonio, se lo entregó a Robustiana, la cual empezó por desconfiar del aire resuelto y provocativo de la portadora del billete, y concluyó por detenerse en el primer descansillo de la escalera, romper el sobre y leer lo siguiente, escrito en caracteres que parecían caldeos:
Hamado Perfeto: en vez de esperarte en mi casa lo aré en la puerta de Arcalá para estar más cerca del sitio donde emos de comel; tuya hasta más ayá de la muerte, Celita.
Como se ve, la modista no tenía igual en prosodia y ortografía.
Robustiana cayó como una bomba en su casa; D. Perfecto se estremeció al verla entrar con los ojos inyectados en sangre.
Al pronto no pudo hablar de ira, pero se contentó con alargar el papel a su esposo, con el mismo ademán con que hubiera clavado un puñal en su corazón.
D. Perfecto lo comprendió todo al primer golpe de vista; es decir: comprendió que su mitad iba a arrancarle las orejas.
—¡Perfecto! —gritó por fin Robustiana, haciendo explosión la ira que la dominaba.
¡Ay! Perfecto hubiera querido estar en la China.
Afortunada o desgraciadamente, llamaron a la campanilla: Robustiana acudió al punto, pensando en la costurera.
D. Perfecto quiso aprovechar aquella pausa para huir, arrojándose por el balcón a riesgo de romperse una pierna, cuando llegó a sus oídos el siguiente diálogo:
—Vengo en busca del dentista para deshacer una equivocación —decía una voz de hombre—. Antes le he dado una moneda de cinco duros por ochenta reales.
—Caballero, aquí no vive ningún dentista; es en el piso de arriba.
—No hace cinco minutos que acaba de sacarme una muela: por más señas que empieza a dolerme ahora, y es lo extraño que la llevo en el bolsilo envuelta en un papel.
—¡Déjeme Vd. en paz!
—Señora, yo pido que me devuelvan los veinte reales que he dado de más.
—Pues suba Vd. al piso de arriba.
—Le aseguro a Vd. que es aquí…
D. Perfecto no quiso oír más; temiendo que su malhadado cliente concluyese por entenderse con su mujer, y que esta, tras de lo de la modista se enterase de que había vendido por seis duros la muela del perro inglés, se dirigió al balcón, saltó sobre la barandilla y se precipitó a la calle, cayendo encima de una vieja que iba a las Cuarenta Horas, a quien dejó en un estado lastimoso.
Las gentes que presenciaron el lance, tomándole por un ladrón, empezaron a perseguirle y a gritar:
—¡A ese!… ¡A ese!…
—¡Al ladrón!…
—¡Al asesino!…
Los perros aullaban, los agentes de orden público le perseguían sable en mano; el pobre D. Perfecto, en su vertiginosa carrera, tropezó con la vasera de una aguadora, que arrojó al suelo, cayendo él de bruces entre los cascos de los vasos y el botijo, con los que se puso hecho un San Lázaro.
Entre tanto su mujer, disputando con el que creía se burlaba de su situación, pasó a vías de hecho, y de un soberbio puñetazo le hizo saltar efectivamente la muela del juicio.
El matrimonio durmió aquella noche en la prevención del distrito.
A los ocho días, Robustiana entablaba demanda de divorcio, y Perfecto tuvo que pagar una fuerte multa por sacar muelas sin estar autorizado para ello.