I
«Hilaba Berta su copo de lino…»
Este era el pie de un hermoso dibujo que había en el hogar de la tía Úrsula, sobre la campana de la chimenea.
¿Quién lo había hecho?
Lo ignoro.
Yo lo había visto siempre allí; mi padre me había hablado de él en mi niñez, y el suyo a mi padre.
La tía Úrsula tampoco tenía noticia del origen de aquel capricho, si lo era.
Ya he dicho que estaba hábilmente dibujado.
Representaba un frondoso árbol de robusto tronco, y al pie una muchacha preciosa, a quien el artista había bautizado con el nombre de Berta.
Era una aldeana de unos diecinueve años, que encerraba su lindísima cabeza en una de esas cofias bretonas que aún usan las mujeres de aquel país; su ocupación era hilar con la rueca y el huso un abultado copo, que también, según el artista, era de lino.
Lo que más llamaba la atención era que al par que las paredes de la cocina ostentaban el humo de muchas generaciones de encinas y robles, las líneas de aquel caprichoso dibujo se destacaban en toda su pureza sobre un fondo blanquísimo, como si el espacio que ocupaba en la pared estuviese recién blanqueado.
Era una cosa sumamente rara e inexplicable, y más aún porque la tía Úrsula, al parecer, no hacía aprecio de aquellas bien combinadas líneas, siendo incapaz de atender a su conservación.
Muchas veces le dirigí algunas preguntas acerca del origen probable de aquel contorno, hecho de mano maestra; pero en el particular la tía Úrsula sabía tanto como yo, es decir, nada.
II
Por una coincidencia singular y extraña, la buena vieja tenía una nieta del mismo nombre.
¡Oh!, pero la Berta viva era aún más hermosa que la del dibujo.
Según decía Úrsula, un emperador hubiera dado por ella su corona y su imperio.
Así, pues, no tiene nada de particular que no quisiera dársela en matrimonio a Maturino que, no tan solamente no era testa coronada, sino que no tenía sobre qué caerse muerto, como vulgarmente se dice.
Maturino era uno de esos muchachos rubios y pálidos, que lo mismo se ven en las ciudades que en las aldeas, los cuales han nacido con la especial misión de no ocuparse de nada y vivir generalmente para que otros los mantenga, siendo dichosos a su manera.
Y no es decir que el muchacho no sirviera para algo; es que según él afirmaba muy formalmente, no había hallado aún la verdadera fórmula de ser útil a su país, en algún arte, industria u oficio.
Maturino estaba terriblemente enamorado de Berta; se le había oído afirmar diferentes veces que no podía vivir sin ella, lo cual debía ser exacto, porque el muchacho no acostumbraba a mentir.
Además, se le veía enflaquecer por momentos, desde el punto y hora en que se convenció de que no le sería posible vencer la resistencia de la abuela de Berta.
Sin embargo, la tía Úrsula no llegó a decirle nunca que no.
Tanto a Maturino cuanto a su nieta solía decirles al hablarle estos de su amor:
—Cuando Berta concluya de hilar su copo de lino, os echará la bendición el señor cura.
Y señalaba con su descarnada y amarillenta mano el dibujo de la chimenea.
A la verdad que la chanza era cruel y estúpida.
Maturino y su amada lo reconocían así.
Aquel se mesaba los cabellos; esta suspiraba, diciéndole:
—¡Ah, mi pobre Maturino! ¿Por qué no tienes una gran fortuna como el gran Tamerlán de Persia?
En aquella época el gran Tamerlán de Persia pasaba sin duda por uno de los hombres más acaudalados del mundo.
—Sí, a la verdad —contestaba Maturino cruzando las manos delante del pecho—. Yo debía ser rico para casarme contigo.
III
¿Pero cómo era posible alimentar la esperanza de que el perfil de una mujer dibujado sobre el yeso, concluyese de hilar un copo, siquiera fuese de algodón?
Esto era para desesperarse y dar al diablo a todas las abuelas del mundo.
Porque en la aldea ya había corrido la voz, y no había comadre, viejo ni mozuela que en viendo al enamorado no le preguntasen con tono zumbón:
—¡Ohé, Maturino!… ¿Ha concluido Berta de hilar el copo?
A fuerza de oírlo repetir en su oído en todos los tonos y por todos los labios, Maturino dio en una idea singular.
Quería que Berta concluyese de hilar efectivamente.
Su vida hubiera dado él por resolver aquel problema.
Y sin embargo, no le quedaba, por mejor decir, no tenía ningún medio que intentar.
Tratándose de un autómata, él hubiera sido capaz de inventar un mecanismo ingenioso para que la figura se moviese en el sentido que aseguraba su dicha.
¿Pero cómo dar movimiento a una línea fría y correcta?
Esto era mucho más que el descubrimiento y aplicación del movimiento continuo, y más atrevido aún que el hecho de Prometeo.
De modo que a Maturino no le quedaban más que dos recursos: renunciar a Berta o volverse loco.
Un día repitió su petición a la tía Úrsula, la cual le contestó con las mismas palabras sacramentales.
—¿Pero de veras me prometéis que seré marido de Berta cuando esta otra concluya de hilar su copo? —preguntó el muchacho con cierto aire de seguridad que chocó a la buena vieja.
—Indudablemente: ya verás como cumplo mi palabra.
—Está bien; pues yo os prometo que Berta hilará su copo en breve tiempo.
Úrsula le miró como si hubiera oído hablar a un habitante de los antípodas.
Maturino dio una media vuelta y salió de la cocina, dejándola convencida de que había perdido la razón.
IV
La verdad es que lo que no hace un enamorado no lo hace el diablo.
Pasaron dos días.
Y una hermosa mañana de junio, cuando salía el sol, hora en que la tía Úrsula y la nieta abandonaban el lecho, y bajaban al hogar para disponer el desayuno, Berta señaló a la pared de la chimenea donde se ostentaba el dibujo, exclamando:
—Mirad, abuela.
—¿Qué es eso? —preguntó aquella.
—Que Berta ha concluido ya su trabajo, y que me debéis la mano de Maturino.
Úrsula puso la mano derecha sobre sus cansados ojos para recoger la luz, y dirigió la vista al dibujo en cuestión.
Efectivamente, su nieta no le engañaba.
El artista había figurado con toques de sombra hábilmente dispuestos un grueso copo en la rueca, mientras que el huso que empezaba a arrollar el hilo estaba aún escuálido y mostrando la madera torneada.
Pues bien, Úrsula veía todo lo contrario.
El amor había vencido aquel imposible.
La rueca estaba desprovista de lino; en cambio el huso ostentaba una abultada masa de hilo.
Tal vez la anciana adivinó la superchería.
En aquel momento se presentaba Maturino en la puerta de la cocina.
—¿Qué os parece? —le preguntó—. ¿Tenía yo razón al afirmaros…?
—Basta, hijo mío…
—¿Es decir, que os dais por vencida y estáis dispuesta a cumplir la palabra empeñada? —dijo el muchacho batiendo palmas.
—Me parece lo más prudente que empleemos ese hilo en tejer un manto para la Virgen de la Selva nuestra patrona, cuyo manto lo llevaréis como ofrenda el día de vuestra boda.
Maturino retrocedió como si a sus pies hubiera estallado una bomba.
Su juego había sido descubierto.
La vieja continuaba burlándose de él.
En tanto Berta lloraba amargamente.
Trascurrieron así algunos segundos.
De pronto Maturino se dio una palmada en la frente, y avanzando con resolución hacia la tía Úrsula, preguntó con voz seca y breve que anunciaba una extraordinaria emoción:
—¿Me juráis por la corona de la Virgen que el día en que Berta teja ese copo, me entregaréis la mano de vuestra nieta?
Úrsula vaciló; pero obligada por el tono y las miradas del joven, dijo:
—Pues bien, hijo mío; te lo juro.
Maturino salió del aposento.
Aquella tarde le vieron abandonar la aldea.
V
Pasaron cinco años; cinco años de mortales angustias para la pobre Berta, que no volvió a saber de Maturino.
Acaso el muchacho la había olvidado, como lo aseguraba su abuela.
—¿Quién hace caso de tales mequetrefes? —le decía.
—Es que Maturino me adoraba con locura…
—Tú lo creías así; pero ya ves que esa súbita desaparición y un silencio tan continuado, demuestran lo contrario.
—¿Sabéis lo que yo presumo, abuela?
—Alguna tontería, de fijo.
—Que Maturino, desesperado de conseguir un imposible, habrá atentado contra su existencia…
—Ta, ta, ta… parece mentira que des en tales sandeces… matarse él por no conseguir tu mano… ¡quién sabe si estará casado a esta fecha!…
Entonces no estaba tan en uso la costumbre de desmayarse, circunstancia por la cual Berta conservó el uso de su razón.
Sin embargo, lloró lo menos diez minutos seguidos, maldiciendo en su interior al artista que había dibujado aquel capricho sobre la chimenea de su hogar.
VI
Una noche, al cabo de esos cinco años, cuando todos reposaban en la aldea, llegaba un hombre a pie, guareciéndose en la sombra, como si le importase no ser visto.
Llevaba sobre los hombros un cajón de poco más de una vara en cuadro, que a juzgar por lo pausado de la marcha de aquel, debía pesar bastante.
El individuo en cuestión tomó por una calleja estrecha y tortuosa, formada en casi su totalidad por derruidas tapias de huertos y corrales; no hay cosa que dure más en una aldea que una tapia derruida.
Al llegar a un sitio, buscado sin duda de antemano, se introdujo por una brecha que hacía fácil el paso, en un huertecillo, precisamente el que correspondía a la casa de la tía Úrsula.
Después…
La luna siguió en su carrera tranquila y solitaria, marcando en los guijarros de la calle la sombría y caprichosa silueta de los tejados de las casas, donde alguno que otro gato atusaba su lustrosa piel a la melancólica luz del astro nocturno.
VII
Cuando al siguiente día, la tía Úrsula entreabrió la puerta para entrar en la cocina y entregarse a sus faenas domésticas, retrocedió, lanzando un grito de asombro.
Berta había desaparecido de encima de la chimenea; ya no hilaba su copo…
Pero se la veía delante del encendido hogar, de pie junto a un telar, donde tejía una finísima tela de lino, que sin duda era el que antes había hilado.
Era la misma, sí; su semejanza era idéntica a la Berta tradicional, que había estado hilando durante tantos años.
¿Qué significaba aquello?
La tía Úrsula no sabía darse cuenta de lo que veía.
En medio de su estupor no acertaba a hablar ni a moverse.
Aquel prodigio era incomprensible; no tenía explicación a sus ojos.
Y por otra parte, estando el amor de por medio, era natural que la que había hilado, tejiese.
Aquello podía explicar muy bien los cinco años de ausencia de Maturino, y la presencia en el pueblo de aquel hombre que durante la noche anterior había penetrado por la brecha de un huerto.
Una doble carcajada la sacó de su ensimismamiento y asombro, haciéndola volver la cabeza.
Berta y Maturino entraban a la sazón asidos de las manos.
—Ya veis, tía Úrsula —dijo el mancebo—, que dentro de pocos días, la Virgen de la Selva, nuestra patrona, tendrá un buen manto.
—Sí, sí, hijo mío —contestó la aturdida vieja—, es muy justo que se lo ofrezcáis el mismo día de vuestra boda, porque ya estoy dispuesta a cumplir mi palabra; solo quisiera que me explicaras…
VIII
Berta y Maturino se casaron.
El nombre de este último encubre el de un hábil mecánico, discípulo del célebre Juanelo, y cuanto os he referido es un episodio de su vida.
En España han quedado muchas obras de él y aún más en el extranjero.
Ignoro si existirá aún la célebre hilandera y tejedora.
Hace algunos años que en una excursión que hice a la aldea de… la vi funcionar, aunque ya imperfectamente, en una casa particular, a cuyo dueño pertenecía.
Por lo demás, esto viene a corroborar la mitad del título de una comedia de magia, Todo lo vence el amor…