PAÍS RELATO

Autores

pedro escamilla

el gato blanco

Los gatos, en general, son unos animales que, a pesar de la domesticidad a que se les acostumbra, no renuncian a la independencia de su condición salvaje.
En sociedad forman una clase apreciable, pulcra, bien educada, de formas siempre excelentes; pero a lo mejor, y por un quítame allá esas pajas, sacan las uñas, se enfurecen, y se entregan a los más incalificables excesos, que ponen de manifiesto lo que acabo de decir.
En tal estado, nadie dirá que el gato que bufa, araña y patea es el mismo animal a quien vimos poco antes alisándose con la áspera lengua su atigrada piel, o jugueteando plácidamente con un objeto cualquiera, como el ser más inofensivo de la creación.
Pasemos adelante.
Yo había dicho a mi tía Juana repetidas veces que renunciase a sus añejas preocupaciones sobre los gatos negros y los gatos blancos, tratando de probarle que el color de la piel no influye para nada en la condición de aquellos animales.
Pero una mujer de cierta edad renuncia difícilmente a lo que ha aprendido en su niñez.
Un día, poco antes de San Juan, mi tía me salió al encuentro muy contenta, dándome la agradable e interesante noticia de que se había aparecido en su casa un gato blanco.
—¿Qué quiere Vd. decir con eso? —le pregunté admirado.
—¿No has oído decir —me contestó— que así como los gatos negros llevan la desgracia consigo, los gatos blancos son portadores de la felicidad en la casa donde entran?
—¡Pero tía!…
Y aquí empezó un pugilato de reflexiones inútiles de mi parte, y de casos prácticos en la que aquella apoyaba su estúpida creencia: yo cité en mi apoyo a Buffon, y mi tía a San Bernardo y no sé si a otros padres de la Iglesia.
—En resumen —le dije yo, terminando la contienda—, si en casa de usted no hay ratones, no veo la oportunidad del gato, blanco o negro.
—¡Eres un descreído, un impío —me contestó—, y acabarás en un patíbulo!
Esta profecía por mi aversión a los gatos hizo que lanzase una ruidosa carcajada, y nos separamos teniendo ambos el dolor de no habernos convencido.
Así acaban algunas veces los congresos europeos, o las reuniones científicas, cuando se sostienen encontradas opiniones.
Mi tía estaba casada con un hombre que le dejaba hacer siempre su santa voluntad, y que, en materia de gatos, no había formulado aún su opinión.
Don Antero era un hombre apreciable, que rayaba en los sesenta y cinco años; dos cosas le hacían notable en el mundo: una monumental peluca que tenía el color del azafrán, y su afición desmedida a dar reuniones en su casa, aprovechando aquel pretexto para ello, pretextos fútiles casi siempre, encaminados a divertirse, viendo cómo los convidados le llenaban la casa de polvo, le trituraban la estera bailando y le estropeaban los muebles.
Llegó el día veinticuatro de junio, el santo de su esposa, y, como ya os figuraréis, este era un pretexto mayúsculo para un baile.
Ocho días antes se hablaba ya de la fiesta y se hacían los preparativos, que se reducían a un hombre que tocaba un organillo y a un par de libras de velas de esperma, a cuatro reales el paquete; el buffet lo proporcionaba la fuente más próxima, pues el entusiasmo de D. Antero no le llevaba más lejos.
Aquel día había comida oficial, a la que estaban invitados los amigos más íntimos; yo, en calidad de sobrino carnal era uno de tantos.
Con tan plausible motivo, tuve ocasión de entablar conocimiento con el famoso gato blanco.
Cuando le vi, estaba en la cocina lamiendo un plato que había servido para hacer una tortilla; confieso que aquella vulgar ocupación no era propia de un animal encargado de distribuir la felicidad con su sola presencia.
Por lo demás, era un gato hermoso, gordo y lucio como los de los conventos, y no había ninguna circunstancia que le distinguiese de los demás individuos de su especie.
Mi tía estaba encantada con él, lo cual era ya un principio de felicidad.
Sin embargo, más tarde se supo que su aparición en la casa coincidió con la rotura de una hermosa fuente de porcelana que aquel día hizo añicos la criada, descabalando una vajilla; también mi tío sufrió un golpe en la calle que le obligó a guardar cama por espacio de cuatro días.
No hubiera hecho más un gato negro con su repentina aparición.
Debo hacer constar una circunstancia: en tres veces distintas que aquel día tuve ocasión de entrar en la cocina, vi que el célebre gato no se separaba de la puerta de la despensa, cerrada prudentemente, como si tuviese empeño en visitar aquella pieza de la casa; de vez en cuando miraba a la criada, esperando tal vez que esta tuviera un descuido que le permitiese llevar a cabo algún plan preconcebido.
—Habrá ratones —decía yo entre mí—, y el animal está a la espera.
Era todo lo más que se podía vaticinar de un gato que hasta entonces no había empañado su reputación de honradez.
El día se pasó perfectamente; la comida nada dejó que desear, fue espléndida y abundante; a los postres hubo champagne y brindis en los que se trataba de la felicidad de los dueños de la casa, sin nombrar para nada al gato blanco, que seguiría probablemente de centinela a la puerta de la despensa.
A la hora conveniente empezó el baile, tocando antes el hombre del organillo la sinfonía de Guillermo Tell que todos aplaudimos: él se inclinó ante aquella salva de aplausos, ni más ni menos que pudiera haberlo hecho el mismo Rossini.
No sucedió nada notable: la fiesta estaba en todo su auge y esplendor.
Mi tío, que a consecuencia de las libaciones de la comida estaba algo alegrillo, había anunciado a la reunión que iba a leer un soneto que sacó de su cabeza cuando hacía el amor a su esposa, esto es, unos cuarenta años antes, edad respetable para toda clase de composiciones poéticas.
Los amenazados por aquella lectura no pudimos menos de agradecerle que la cosa no pasara de un soneto, pues al fin y al cabo, por malo que fuera, catorce versos pronto se leen; algo más serio hubiera sido un poema.
Don Antero desapareció de la sala en busca, sin duda, de aquellos versos trasnochados: el organillo preludió un vals, y la gente joven de la reunión nos entregamos a sus alegres compases.
Un reloj de cuco, contemporáneo de los versos de mi tío, marcó las diez.
¡Hora fatal!
En aquel momento se oyó un ruido estridente, como de vajilla rota; aquel rumor apagó los dulces ecos del organillo: todos nos miramos unos a otros; mi tía se llevó ambas manos a la cabeza.
A poco se sintió un grito desgarrador, verdadero grito de angustia, como esos de que nos hablan los novelistas cuando algún traidor puñal traspasa un pecho inocente.
Aquel horrible grito parecía escapado de la garganta de D. Antero.
Todos corrimos hacia la puerta que daba paso a las habitaciones interiores, y todos retrocedimos enseguida al ver al dueño de la casa que avanzaba por el pasillo hacia nosotros, pintándose en su rostro el antiguo terror pánico.
Su presencia en la sala produjo una carcajada, y al pronto nadie le reconoció, pues faltaba de su cabeza la prenda característica, la peluca, sin la cual ni sus más íntimos amigos le habían visto jamás.
Es decir, que la cabeza de D. Antero parecía uno de esos melones blanquecinos que se ven por el verano en los puestos de frutas.
El hombre, sin apercibirse del efecto que causaba, cayó en la sala como una bomba, exclamando:
—¡El gato!… ¡El gato blanco!
Entonces nos apercibimos de que tenía sangre en el rostro.
Hizo la casualidad de que en la reunión hubiese un caballero algo torpe de oído y manco por añadidura, el cual creyó oír y tradujo la exclamación de mi tío del siguiente modo:
—¡Que mato al manco!
A su modo de ver no había un motivo para que D. Antero quisiera matarle: había servido durante su juventud en la Guardia Real, y sin duda en aquel momento se despertó en él alguna reminiscencia del ardor bélico que empleaba antiguamente para combatir a los enemigos de la patria, y resuelto a vender cara su vida, enarboló el puño del brazo sano, con intención de descargarlo sobre D. Antero; pero debió encontrar algún obstáculo en el camino, porque su mano cayó sobre la mejilla de una señora que perdió dos muelas y un colmillo a consecuencia del golpe.
Su esposo, ante aquella agresión injustificada, se lanzó sobre el ex militar, haciéndole rodar por el suelo; este, para evitar la violencia de la caída, se asió a lo que tenía más cerca, que era el hombre del organillo, el cual cayó también acompañado del instrumento.
Aquello fue un campo de Agramante; las señoras chillaban; don Antero seguía gritando —«¡El gato blanco!»— y el incorregible sordo vociferaba desde el suelo: «¿Por qué quiere matarme ese vejestorio?».
La causa de tamaña cuita fue la siguiente:
El gato había logrado deslizarse en la despensa en busca de los restos del asado sobrante de la comida; sorprendido por la cocinera, se encaramó sobre el vasar, derribando parte de la vajilla; aquel ruido hizo acudir a don Antero, que a la sazón se dirigía en busca del soneto; espantado el gato, se arrojó sobre él, despojándole de la peluca y marcando las uñas en su rostro.
Don Antero huyó hacia la sala, creyéndose perseguido por todos los gatos de la vecindad; allí, la sordera del ex guardia real hizo lo demás.
Excusado me parece advertir que al día siguiente el gato fue expulsado de la casa, y que mi tía ha reformado su opinión sobre los gatos blancos o negros.