Como lugarteniente del gran Mektoub, el jefe Lakhdar era un hombre poderoso en el Norte de África. No lo era tanto como el Echamachi. En comparación con este otro ayudante del jefe era lo que la mano izquierda es con respecto a la derecha. Pero sea como fuese lo cierto es que Lakhdar era un poder desde el Sur de Tánger hasta el Congo y desde Touggourt al mar.
Muchos censuraban a Mektoub por conceder tan elevada posición a un hombre como Lakhdar. Otros simpatizantes con el proscrito que luchaba contra Francia, también se lamentaban de la elección que Mektoub había hecho de su mano izquierda; un monstruo de crueldad. ¿Cómo era posible que un jefe tan inteligente e idealista como Mektoub cerrara los ojos ante las atrocidades que cometía su segundo subordinado?
Habían quiénes suponían que el jefe rebelde había escogido deliberadamente aquel sádico ser para determinados fines. En toda rebelión son necesarios ocasionales actos de intimidación, para evitar que los indígenas hagan traición y entreguen los rebeldes a las autoridades. Es necesario el terrible auxiliar llamado Terror. Otros decían que Moktoub utilizaba a Lakhdar como su flagelo, deplorando la necesidad de utilizarlo; pero utilizando para su provecho, el innato placer que el jefe experimentaba torturando a sus semejantes.
En fin, fuera por lo que fuese, lo cierto era que Lakhdar había sido elevado al poder por Mektoub. Y aprovechaba ese poder para entregarse a menudo a las sangrientas orgías de muertes y torturas que su diabólica alma adoraba.
En aquella brillante mañana, dirigíase a calmar sus feroces instintos en un campamento de beduinos, bastante al Sur y al Oeste de Touggourt.
Vista desde lejos la banda de Lakhdar, ofrecía un aspecto bastante pintoresco. Los hombres y los camellos, al caminar por encima de las arenosas dunas formaba un movible bajo relieve al destacarse contra el azul turquesa del cielo. Sus ropas eran rojas, blancas y azules, contrastando violentamente con el pardo color de los camellos. Sin embargo, vista le cerca, su aspecto era mucho menos llamativo.
Aquellos hombres habían sido escogidos en los bajos fondos de las ciudades africanas, había desertores de los batallones de tiradores senegaleses, varios ingleses sacados de los barrios bajos de Tánger, árabes de Túnez, Argel y Marruecos, y, numerosos ex legionarios franceses. Y todos estaban dispuestos a ejecutar fielmente las órdenes que les diera su feroz jefe.
A primera vista, Lakhdar, que iba al frente de sus hombres, parecía muy distinto de lo que realmente era. Alto enjuto, con la barba recortada y un turbante de inmaculada blancura, que era su mayor orgullo. Sus manos eran delgadas y finamente dibujadas, su nariz aguileña y elegante. Pero los ojos y la boca le traicionaban. Sus ojos tenían el acerado brillo de los de una pantera; la boca era una línea abierta en el rostro. Cubierto con un albornoz azul parecía una daga dentro de una funda de terciopelo; un frasco de veneno en un estuche perfumado.
—¿Cuánto falta para llegar al campamento de los beduinos? —preguntó el árabe a un hombre que cabalgaba detrás de él.
—Poco menos de dos horas, ilustre señor.
Lakhdar movió la cabeza y volvió a sumirse en los agradables pensamientos que le despertaba la diversión que allí le esperaba.
Cuando un hombre orgulloso es despreciado por una mujer, su furia se despierta; pero, cuando ese mismo hombre ve que la mujer a quién él ama, le desprecia y, además, se entrega al rival más odiado, es natural que sienta algo más que furia. Y si además de todo esto recibe un mensaje en el cual la mujer le dice que tendría que ser él el único hombre que hubiese en la tierra y ella la única mujer y aun seguiría odiándole, entonces la cosa exige una venganza, soñada.
Esto era lo que últimamente le había ocurrido a Lukhdar. La mujer, o mejor dicho la chiquilla, pues acababa de cumplir quince años, era Fátima, conocida por la Rosa de Mequínez, y el rival era el Echamachi, la mano derecha de Mektoub.
En una de sus visitas clandestinas a Mequínez, donde a cada momento corría el peligro de ser apresado por las autoridades francesas conoció a la Rosa en casa de un amigo. Cometió el crimen de penetrar en la habitación de la joven, cuando esta se hallaba con el rostro descubierto, e inmediatamente sucumbió ante su belleza. Mató al amigo y raptó a la muchacha y a su servidora, una vieja de la selva virgen de Dakar. Una vez en su campamento, se disponía a conquistar con toda calma a la florecilla, aunque al fin tuviera que emplear la fuerza, cuando el odiado Echamachi visitó, casualmente, su campamento, portador de un mensaje de Mektoub.
Sin perder la calma, la mano derecha del gran jefe tomó bajo su protección a Fátima y se la llevó con él a su propio campamento. Una vez allí le ofreció conducirla al sitio que ella deseara. ¡Y ella deseó permanecer junto al Echamachi!
Lakhdar se enteró de esta ofensa por uno de los espías que tenía en el campamento de su rival. La Rosa de Mequínez había podido permanecer junto al Echamachi en paz y en guerra. El Echamachi, que era humano, prometió conservar junto a él, en la paz, a la Rosa de Mequínez.
Pero ahora ardía la guerra. El Echamachi estaba haciendo una razzia a más de mil kilómetros del campamento de Lakhdar. Permanecería lejos durante muchos días. Y había dejado a Fátima en manos de un humilde beduino, en quién no tenía demasiada confianza; pero que sabía le guardaría la Rosa de Mequínez por miedo a las consecuencias que para él tendría el faltar a su promesa.
Una diabólica sonrisa curvó los labios de Lakhdar e, inconscientemente, avivó el paso de su montura. Por lo visto el Echamachi nunca llegó a suponer que la mano izquierda de Mektoub se atreviera a enfrentarse abiertamente con él. Nunca soñó que el flagelo del ejército rebelde se arriesgara a exponerse a su ira. De lo contrario no hubiese iniciado aquella razzia a mil kilómetros del poblado, dejando a su amada en el campamento del beduino, donde solo había veinte hombres capaces de empuñar las armas. ¡Cómo lamentaría su descuido! ¡Y Fátima lamentaría mil veces el haber nacido!
De pronto en la lejanía, aparecieron las negras tiendas de los beduinos, levantadas junto a un minúsculo oasis. Lakhdar y su banda dirigiéronse al galope hacia allí. Al llegar, penetró en la tienda más grande, disponiéndose a tomar el mando del mísero poblado.
A su llegada una mujer, en cuya frente veíanse unos borrosos tatuajes, se alejó, mientras el viejo jefe del campamento, algo inquieto por la llegada de la mano izquierda de Mektoub, se inclinaba deferentemente ante él. Murmuró algo acerca del gran honor, que para él significaba la visita de tan noble personaje, suplicándole se dignara compartir su humilde hospitalidad.
Durante varias (horas nada dijo Lakhdar del motivo de su visita, saboreando mentalmente el terror que estaría experimentando Fátima. Esta debía de encontrarse en alguna de las tiendas, preguntándose, aunque ya lo sabía, a que habría ido allí el hambre que la amaba tanto y a quién ella odiaba más.
—Tienes aquí una mujer a quién he venido a buscar —dijo al fin al viejo beduino—. Es Fátima, la Rosa de Mequínez. Es una traidora a nuestra causa. He venido a castigarla.
El viejo se revolvió inquieto en su asiento y, por un instante, pareció dispuesto a oponerse.
—¿Una traidora? Debes de estar equivocando.
—No me equivoco. Se ha demostrado su culpabilidad—. Lakhdar buscó una mentira verosímil—. Guio a los franceses al escondite de uno de mis más fieles servidores. Los franceses fusilaron a mi hombre y se apoderaron de valiosos mensajes que le había entregado el mismo Mektoub. Por ello Fátima debe morir.
—Pero, si eso fuera cierto, seguramente el sabio Echamachi estaría enterado de ello.
Lakhdar se puso en pie y dirigió una amenazadora mirada al beduino.
—¿Te atreves a decirme que miento, hijo de perra? ¡Digo que Fátima ha de ser castigada y yo soy el instrumento de ese castigo!
Durante unos instantes el viejo permaneció callado revelando sus ojos la lucha que en su interior se libraba. Echamachi le había encargado de la custodia de la muchacha. Pero Lakhdar estaba allí y el Echamachi se encontraba a mil kilómetros de distancia. Además, Lakhdar era el flagelo.
No fue necesario que tomase una decisión. Lakhdar la tomó en su lugar. Levantó la tela que servía de puerta y dio orden de que se registrasen todas las tiendas, hasta encontrar a Fátima. Luego deberían ir desarmando —a los beduinos a medida que acudieran al campamento de regreso de la caza.
Miró al viejo, que no pudo contener un estremecimiento, y se apartó del jefe árabe.
—Tengo necesidad de esta tienda —dijo Lakdar—. Vete.
El beduino dirigiendo una fatalista mirada al cielo se retiró. Aquella mirada parecía decir:
—Soy viejo y débil. Es la voluntad de Alá que esa mujer muera a pesar de los deseos de Echamachi. ¿Quién soy yo para oponerme a la voluntad de Alá?
Apenas se había marchado volvió a abrirse la puerta de la tienda y Fátima fue obligada a presentarse ante el hombre que la había amado y que en aquellos momentos la odiaba de tal manera, que arriesgaba su posición y su propia vida con tal de satisfacer su venganza.
Jadeando, la joven se detuvo, desafiadora en el centro de la tienda. Lakhdar la miró con ojos entornados y amenazadores.
Era hermosa, muy hermosa. Sus ojos grandes y brillantes, bordeados por largas y sedosas pestañas, estaban agrandados por el kohl. Su cuerpo, parcialmente visible, era de una marfileña blancura, que hizo estremecer a Lakhdar, quien estuvo a punto de olvidar su odio. Estuvo a punto; pero no lo olvidó.
—Es la traidora, ¿eh? —murmuró—. La mujer tan lista que supo cegar al Echamachi. Pero no fue bastante lista para cegarme a mí. No, yo tuve conocimiento de su crimen y vengo a castigarla en nombre de Mektoub.
—¿Traidora? —repitió Fátima, tratando de aparentar serenidad—. ¡No soy traidora! Soy tan leal como el mismo Gran Jefe.
—Está demostrada tu culpabilidad. Mohamed, el mensajero, fue denunciado por ti a los franceses. Por ello, yo, el segundo poder, vengo a castigarte.
—¡Mientes! —gritó Fátima—. ¡Has mentido por dos veces! La primera al decir que había traicionado a uno de los hombres del jefe y la segunda al decir que eres el segundo poder. Eres el tercero. ¡Y estás muy por debajo de bien amado el Echamachi!
—Ya veremos quién es el segundo. Ya veremos si el Echamachi llega a tiempo para detener mi brazo justiciero. Has sido juzgada y declarada culpable. Está decidido tu castigo.
«Te serán cortadas las plantas de los pies y se te hará caminar sobre las ardientes arenas del desierto. Serás despellejada viva y después de eso se te enterrará en la arena hasta que te cubra el cuello y se te dejará allí a la merced de Alá. Tu castigo empezará en cuanto salga el sol de mañana. Esta es mi orden».
La joven palideció a medida que iban siendo pronunciadas las terribles palabras. Por un momento temblaron sus labios; pero enseguida, haciendo un esfuerzo, los apretó y permaneció orgullosamente inmóvil.
—Todo cuanto me hagas te será hecho a ti —dijo lentamente—. Mi amado tal vez no regrese a tiempo de, impedir la realización de tus crueles designios, pero llegará algún día y entonces las horas que te quedarán de vida estarán contadas.
Lakhdar apretó los labios y escupió al rostro de Fátima.
—¡Bah! No me emocionan tus palabras. He dicho que la sentencia viene del propio Mektoub. Y Echamachi se encontrará impotente. Ve a la tienda que está detrás de esta y disponte para el momento de tu muerte.
Orgullosamente, la muchacha se dejó conducir por los esbirros de Lakhdar a la tienda que este había designado.
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El jefe rebelde recapacitó sobre las palabras de la Rosa de Mequínez. Al fin y al cabo el Echamachi era su superior. Y además amaba a Fátima.
Llamó al viejo beduino.
—Quiero decir unas palabras al oído del sabio anciano—, dijo bruscamente—. Es deseo expreso de Mektoub, que ni el menor susurro de esta ejecución llegue a oídos de su mano derecha, el Echamachi. El Gran Jefe sabe cuanto ama el Echamachi a Fátima. Lo mejor sería que jamás se entere de lo que ha sido de ella.
El beduino miró resignado al jefe árabe.
—¿No me entiendes, cerdo inmundo? —gruñó Lakhdar.
—Comprendo —suspiró el anciano.
—Es suerte que así sea. Pues si una sola palabra de esto llega a oídos del Echamachi, todos tus hombres morirán. Y a ti te empalaré.
El beduino se estremeció ante la amenaza.
¡El palo! El suplicio en el cual un hombre moría atravesado de abajo arriba por un palo aguzado, tardando la muerte, tres días en llegar.
—He dicho que comprendía perfectamente, ilustre señor —murmuró con acento tembloroso.
El rostro de Lakhdar se tensó.
Todo estaba ya arreglado. Tenía a la muchacha. El Echamachi estaba a novecientos kilómetros de distancia. Y la suerte de Fátima jamás sería revelada. Todo el mundo creería que había desaparecido voluntariamente del campamento de los beduinos.
A unos metros de distancia, la Rosa de Mequínez estaba tendida, temblando de miedo, sobre su lecho. Libre de la presencia de su verdugo daba rienda suelta a su terror. Cada uno de los suplicios que le esperaban era bastante para enloquecer. Caminar con los pies desollados, ser despellejada y luego enterrada hasta el cuello, con lo que le quedase de vida, en, la arena. Lanzó un gemido.
Sentada con las piernas cruzadas, mirándola con la muda fidelidad de un perro, se hallaba la vieja salvaje que cuidaba de ella.
Era negra y su aspecto apenas parecía humano. La habían arrancado de la selva virgen, en su juventud, y la trasladaron al Norte, vendiéndola como esclava. Parecía una bestia acorralada, un haz de huesos cubiertos por un reseco pellejo en el cual se marcaban con toda claridad los tendones. Y, no obstante, se notaba a su alrededor una inexplicable aura de fuerza. En realidad no parecía emanar de ella, sino envolverla como una vestidura. Muchos años antes, en su poblado, se habían susurrado extraños relatos acerca de su madre, a quién, los mismos hombres reverenciaban de una manera que raras veces se ve en un país donde tan poca importancia se da a las mujeres.
—M’Golo —gimió la Rosa—. M’Golo...
La anciana negra arrastróse hasta ella y fue abrazada por Fátima, que sollozaba entrecortadamente.
—¿No puede hacerse algo, M’Golo? ¿De veras es el deseo de Alá?
—No conozco a tu Alá —murmuró la salvaje, con la mezcla de arábigo que había aprendido durante los años de servidumbre—. Solo conozco los demonios de mi raza. Y sé que no quieren tu muerte.
—Entonces, ¿no podrías...? —Fátima se contuvo. Era fiel creyente. Alá es Alá. Pero las mujeres son más prácticas que los hombres en las crisis religiosas; y la muerte que le esperaba acabó con todos sus escrúpulos de conciencia—. ¿No puedes llamar a tus demonios para que acudan en mi ayuda? ¿Has oído lo que piensa hacer Lakhdar conmigo?
La expresión de la negra cambió. Los arrugados labios se entrabrieron en una mueca casi animal, que reveló los restos de unos dientes que años antes tuvieron la agudeza de alfileres.
—He oído —replicó al cabo de un momento.
—¿Y permitirás que semejante cosa le ocurra a tu Fátima a quién has cuidado desde que era niña? ¿Verdad que no, si es que tienes poder para evitarlo, M’Golo?
Los negros ojos brillaron sombríamente. Las manos temblaron un poco.
—No sé si estará en mí poder impedir eso —murmuró, dubitativa, la negra—. Hace mucho tiempo que estoy lejos de mi país y de mis diablos. Pero tal vez... tal vez...
—¿Tal vez qué? —preguntó suplicante la Rosa de Mequínez—. ¿Es que no puedes llamar...?
—¡Silencio! —ordenó la vieja—. No sé si podría hacerse algo; pero lo probaré. Ahora duerme, paloma mía.
—¡Dormir! —exclamó Fátima—. ¿Crees tú que puedo dormir? ¿No te das cuenta de lo que me espera al amanecer?
—Es necesario que duermas. Te lo ordeno. Duerme... duerme...
El cuerpo de Fátima se fue quedando rígida y su respiración se hizo convulsiva. La negra, inclinada sobre la muchacha, siguió pronunciando palabras ininteligibles, y la rigidez del cuerpo fue cesando. Media hora después, Fátima dormía apaciblemente.
A la tarde siguió el anochecer y a este la noche cerrada. Y entonces M’Golo empezó a hacer cosas extrañas.
Con tres tallos de hierba del desierto formó un trípode alrededor del cual ató varios cabellos. Por orden de Lakhdar se le había quitado su cuchillo. Levantándose se acercó a la puerta y pidió a uno de los guardianes que les prestase su daga. El hombre se negó hasta que ella le dijo que podía conservar el arma en su mano, si lo deseaba, pues solo necesitaba que la desenfundara. Entonces el guardia sacó su gumía y vio, perplejo, como la negra apretaba el brazo contra ella.
Una vez hecho esto M’Golo regresó al interior de la tienda. De la herida que se había hecho dejó caer varias gotas de sangre sobre los cabellas. Luego buscó un poco de lana de camello que empapó en el espeso líquido que guardaba en un frasquito oculto entre sus ropas. Colocó el mechón de lana debajo del trípode y al fin le prendió fuego valiéndose de un eslabón y un pedernal. Parecía que el fuego debía de ser breve y no obstante, la lana, la hierba y los cabellos ardieron durante casi una hora, y en ese tiempo M’Golo, inclinada sobre la llama pronunció una serie de extrañas palabras en un idioma distinto a todos lo que se hablaban en aquella parte de África.
Cuando por fin se apagó la llama y de la lana, cabellos y hierba solo quedó un montoncito de ceniza, M’Golo cesó de musitar. Se humedeció el pulgar y el índice de la mano derecha y los colocó sobre las cenizas que se adhirieron en gran parte a ellos.
Se levantó y acercóse a la dormida muchacha, extendió los brazos sobre ella, dejó caer un poco de ceniza sobre la frente, el pecho y los pies, mientras Fátima se revolvía inquieta. Su delgado cuerpo se retorció como en súbita agonía. De sus labios brotó un grito a la vez que se llevaba las manos al pecho como si algo en su interior intentase escapar.
A pesar de ello no despertó. Gradualmente sus movimientos cesaron y hubiérase dicho que estaba muerta, tan grande era su palidez e inmovilidad. M’Golo lanzó en aquel momento un alarido y Lakhdar, que estaba en la tienda inmediata, quedó sumido también en profundo sueño. A su vez se revolvió inquieto, se llevó las manos al pecho y, de pronto, quedó también como muerto. En la oscuridad de la tienda apareció de pronto una sombra que quedó suspendida sobre el cuerpo del cabecilla.
En la tienda de la condenada, M’Golo vio filtrarse una sombra por la tela de la tienda. Aquella sombra permaneció unos segundos sobre el cuerpo de Fátima y, al fin pareció fundirse en él.
M’Golo lanzó un profundo suspiro y lentamente se derrumbó en el suelo, donde quedó sin sentido.
El sol, cual enorme globo de fuego apareció sobre el desierto. Lakhdar, el flagelo de Mektoub, se despertó. Se sentía completamente feliz. De momento no comprendió por qué. Al fin recordó.
Fátima, la Rosa de Mequínez, la que había considerado el amor del gran Lakhdar una cosa despreciable, iba a ser tratada como se merecía. Por ello sentíase tan alegre. Recordó la sentencia dictada el día anterior y experimentó un profundo placer.
Hay hombres cuyo goce se encuentra especialmente en el dolor que pueden hacer sufrir a los demás. Lakhdar era uno de ellos. El torturar a los demás, constituía para él una verdadera delicia. Y en una ocasión como aquella, en que el dolor que se infligiría sería no solo un tormento, sino una venganza...
Se desperezó y sentóse con una sonrisa en los labios. Fátima debía de haber sufrido mil veces, durante la noche, el martirio que le esperaba. Un rayo de sol penetró en la tienda. Lakhdar sonrió de nuevo. Iba a empezar la diversión. Demostraría a la Rosa de Mequínez quién era el verdadero dueño. Y cuando el Echamachi regresara...
Sus agradables pensamientos fueron bruscamente interrumpidos por el asombro y la incredulidad. Se miró las caderas, parpadeó para apartar de los ojos la increíble visión que contemplaba y miró de nuevo.
Lo que sus ojos le decían era que iba vestido con pantalones de mujer, y que debajo de ellos se vislumbraba una carne marfileña y una epidermis suave.
¡Eran las caderas de una mujer! De una mujer hermosa. No eran sus piernas. ¿Qué diablos le habían hecho a sus piernas? Pero, ¿eran realmente las suyas?
Parpadeando nuevamente movió las piernas. Sí, eran las de él. Quiso pellizcarse, para que no le quedara la menor duda y, entonces vio su mano. ¡Qué mano! Delgada, fina, menuda... y en el dedo anular tenía un anillo cuya dueña, ¡por el nombre de Alá! le era bien conocido.
Dirigió al momento una mirada a su alrededor. Aquella no era la tienda donde se había acostado. Era mucho más pequeña y menos lujosa.
Atraído por un ligero movimiento a su espalda se volvió, descubriendo una vieja negra que le miraba fijamente. Era la criada de la Rosa de Mequínez. ¿Qué hacía allí junto a él?
Lakhdar empezó a jadear como un animal feroz, que se hubiera despertado de pronto en una jaula. El sudor perló su frente y tuvo la sensación de que unos dedos invisibles le ahogaban.
Un roce desacostumbrado contra el cuello le hizo mover la cabeza, y una mata de negrísimos cabellos se desbordó sobre su pecho.
¡Eran cabellos de mujer!
Lakhdar se levantó de un salto y lanzó un alarido. En realidad quiso ser un alarido, pero de sus labios solo brotó, un femenino chillido.
Uno de sus hombres abrió la tienda y se asomó al interior.
—Alá te guarde, Rosa de Mequínez —dijo, inclinándose burlón—. Si en vez de dormir aquí lo hubieras hecho en otra tienda, tus posibilidades de salvación hubieran sido más grandes. Tal vez nuestro jefe habría consentido en hacer que no se cumpliera la sentencia.
Lakhdar se tambaleó como un borracho.
—¡Loco, idiota! —trató de rugir—. ¡Soy tu jefe! ¿Es que no tienes ojos?
Pero solo un penetrante chillido brotó de su garganta. Aterrado llevóse aquellas femeninas manos a los pintados labios. El centinela volvió a reír y cerró la tienda.
A los pocos momentos una alta figura envuelta en un albornoz azul y con la cabeza cubierta por un blanco turbante penetró en la tienda. Lakhdar se contempló a sí mismo.
—El sol ha salido, Rosa de Mequínez —fueron las palabras que salieron de aquellos delgados y crueles labios—. ¿Estás preparada para que se cumpla la justa y sabia sentencia que dicté ayer, contra ti?
Lakhdar, sintiendo que su razón vacilaba, miró los despiadados ojos del hombre que tenía delante.
—¡Piedad! —sollozó—. ¡Piedad! Tú no sabes la cosa horrible que ha sucedido esta noche. Veo en tus ojos que lo sabes. ¡En el nombre de Alá perdón!
El hombre del albornoz azul reflexionó un momento, con burlona gravedad. Luego dijo:
—Si tienes alguna prueba que presentar en tu favor, hazlo. Si con ella puede alterarse la sentencia, se hará.
—¿Qué más tengo que decir, sino que tú eres yo y yo soy tú? —, dijo con musical acento.
—Tus palabras, hermosa Rosa de Mequínez, son las de aquellos que han perdido la razón. Vamos, ha llegado ya el momento...
—¡No, no! —chilló Lakhdar retorciéndose en su femenino cuerpo—. ¡Yo soy Lakhdar, el flagelo de Mektoub! ¡No soy Fátima...!
—Atadla —fue la orden del hombre del albornoz azul.
Lakhdar se vio atado en un momento y arrastrado, poco después, fuera de la tienda, su vigor habíase convertido en femenina fragilidad.
—¡Vosotros me conocéis! —dijo dirigiéndose a sus hombres—. ¡Soy Lakhdar! Y ella —señaló al hombre del turbante blanco— ella es la Rosa...
Los hombres se miraron y encogiéronse de hombros. «Loca» fue el veredicto que Lakhdar leyó en sus ojos.
Bajo el ardiente sol fue depositado sobre las arenas. Uno de sus hombres desenvainó una cimitarra cuyo filo era como el de una navaja de afeitar. El acero fue levantado sobre los pies.
—¡Os aseguro que soy Lakhdar! —chilló la hermosa cautiva—. Ha sido el diablo quien... —Las últimas palabras fueron apagadas por el grito de agonía que lanzó en el instante en que la afilada hoja cortaba la carne de las plantas de los pies...
* * *
Dice la gente que el ejército del flagelo de Mektoub ha cambiado tan completamente como si su jefe fuese otra persona. Lakhdar ya no es el monstruo de crueldad que fue. Su poder es utilizado sabia y tolerantemente; y cuando, como es inevitable, caiga en manos de sus enemigos y sea fusilado, o muera en el combate, habrá muchos que le llorarán.
También ha cambiado en otro sentido. En el pasado era el peor enemigo del bondadoso y potente Echamachi. En cambio ahora es su mejor amigo, siguiéndole a todos los sitios como si fuera su sombra.
Más extraña aun es la solicitud con que trata a la esclava negra que sirvió a la Rosa de Mequínez, antes que Fátima desapareciera, nadie sabe hacia donde. Los hombres de Lakhdar no pueden comprender el apego que siente hacia la vieja M’Golo. Vieron la ferocidad con que trató a la Rosa de Mequínez aquel día en el campamento de los beduinos. ¿Por qué, pues, ha de tratar ahora con tanto cariño a su esclava? Pero solo Alá conoce el motivo de todos los misterios que suceden en la tierra.