Bart Caprini dio un último toque al espejo movedizo, y miró hacia el pequeño escenario. Su ayudante parecía estar allí. Pero en realidad se encontraba entre bastidores, y lo que se veía en el escenario era solo su imagen reflejada en el cristal.
—Prueba otra vez —indicó Caprini.
El ayudante movióse entre bastidores. En el escenario la imagen reflejada dejó caer una pierna, la derecha. La pierna quedó como un tronco en el tablado.
Caprini lanzó una exclamación de contento.
—¡La otra pierna!
La pierna izquierda cayó sobre las tablas con hueco golpe. En el escenario, el torso permaneció sin piernas como suspendido en el aire. Era un truco muy limpio.
Caprini buscó algún fallo y no encontró ninguno. El silencio de la noche pesaba abrumador; pero Caprini no lo notaba. Estaba habituado a trabajar de noche, mientras la ciudad dormía.
—Está bien —dijo a Greer, su ayudante—. Basta por hoy.
El gran Caprini era un hombre bajo, recio y asombrosamente vigoroso, de dedos gruesos, pero muy ágiles. Se le consideraba el mejor ilusionista del mundo. Parecía más un político que un actor. Todo el mundo sabía que en su trabajo no existía ninguna magia, sino simples trucos.
El gran Caprini encendió un negro cigarro. Sentíase satisfecho. Todo estaba dispuesto para la próxima temporada. Entonces los espectadores verían a un hombre perder sus piernas y brazos, y recobrarlos a una orden de Caprini.
—¿Quieres un poco de café? —preguntó a su ayudante—. Lo tomaremos juntos.
El ayudante, Morton Greer, asintió en silencio. Greer era un hombre muy extraño. Hablaba muy poco. Era de mediana edad; pero iba encorvado como un viejo. Durante la representación era un ayudante modelo. Después se emborrachaba terriblemente, aunque siempre sin pronunciar ni una palabra.
Obraba como si algo pesado le estuviera amenazando continuamente y tuviera necesidad de ahogar en alcohol los recuerdos. Llevaba dos años con Caprini, y este sabía absolutamente nada de él.
Trajo el café de la cocinita instalada detrás del escenario y Caprini le preguntó:
—¿Has oído de algún truco nuevo? Creo que tenemos los mejores de toda la competencia; pero me gustaría encontrar algo nuevo. Si alguien pudiera enseñarme alguno... ¡Hola! ¿Cómo ha entrado?
Greer volvióse para ver a quién hablaba Caprini.
Un hombre se hallaba en el umbral de la puerta, detrás de Greer. Era un tipo muy curioso. Delgado, alto, viejo. Los escasos y blancos cabellos le caían lacios por debajo del viejo sombrero de fieltro. Su cabeza era como la de una calavera con los ojos iluminados por extraños y ardientes fuegos. Su epidermis estaba fuertemente bronceada por el sol.
—¿Cómo ha entrado? —repitió Caprini— yo mismo cerré la puerta.
—Un truco —murmuró el hombre con voz temblorosa—. Soy capaz de abrir cualquier puerta. Si abrí la de usted fue para conseguir que me escuchase. Tengo un truco de ilusionismo que mostrarle.
Caprini frunció el entrecejo. Donde quiera que fuese le asaeteaban los locos que deseaban enseñarle algún truco nuevo.
—¿Quién es usted? —preguntó Caprini.
—Eso no tiene importancia.
—¿Cómo ha sabido que yo estaba aquí?
—Le estaba esperando. Llevo varias semanas esperando a usted y a su ayudante.
Sin saber por qué, Caprini miró a su ayudante. Este tenía la mirada fija en el visitante y permanecía como sumido en un trance hipnótico.
—Hipnotizado —sonrió Caprini, mirando a Greer. El famoso ilusionista ya no estaba furioso—. Ha trabajado usted muy limpiamente. Me ha estado mirando y, sin hacer ni un pase, ha hipnotizado a mi ayudante. ¡Magnífico!
—Muchas gracias.
En la voz del hombre había cierta ironía.
—Podría explicarle que su ayudante no se encuentra hipnotizado vulgarmente. Puede ver y comprender cuanto ocurre a su alrededor. Puede comprender todo lo que decimos; pero le es imposible moverse. ¿No es cierto, amigo mío?
Miró fijamente a Greer, y este devolvió la mirada.
—Es verdad —la voz de Greer resonó huecamente.
El gran Caprini felicitó al desconocido.
—Es usted un perito en la materia. Sospecho que es un profesional.
—Lo fui... Ahora ya no. Debido a ciertos sucesos me es imposible ganarme la vida en el escenario; pero me gustaría enseñarle un truco de ilusionismo que he inventado después de retirarme.
—¿Es un truco o es magia verdadera? —preguntó.
El desconocido sonrió, y Caprini sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
—Es una simple ilusión —replicó el viejo—. Usted y yo sabemos que la magia verdadera no existe.
Caprini sonrió, aliviado.
—Continúe y enséñeme el truco. Si es espectacular tendré mucho gusto en comprárselo.
—Es muy espectacular —replicó el viejo—. Usted lleve la silla y siéntese en el escenario —ordenó a Greer.
Caprini miró curiosamente a su ayudante. Notó que sus ojos parecían de cristal.
—Parece muerto de miedo —dijo al desconocido, que ahora se encontraba junto a la mesa donde un momento antes había estado Greer.
El viejo se encogió de hombros.
—Es solo uno de los síntomas externos de esa clase de hipnotismo —dijo.
Satisfecho, Caprini sentóse en su silla y aguardó a que el viejo continuara.
—Se trata de un truco muy espectacular, llamado de la Ilusión Ardiente. Con su permiso, empezaré la demostración.
—Cuando quiera —replicó Caprini.
No esperaba que el hombre le enseñara nada nuevo; pero de todas formas valía la pena ver sí, por casualidad, había hallado algo notable.
Durante un momento reinó un profundo silencio. Las luces del escenario iluminaban a Greer, que seguía con la mirada vidriosa y la expresión de profundo pavor. Por un momento, Caprini tuvo la impresión de que todo aquello era irreal, efecto de un sueño, del que iba a despertar de un momento a otro, encontrándose solo con Greer.
—Mantenga la mirada fija en el hombre que está en el escenario, Caprini. Cuando la demostración haya terminado le explicaré el truco. Veremos si es capaz de comprenderlo.
Caprini arqueó las cejas, divertido. ¡Suponer que él no podía ser capaz de comprender un truco!
Oyó que el viejo se movía detrás de él y supuso que estaba disponiendo los espejos. Valía, más dejar que él arreglara por sí mismo las operaciones. El viejo empezó a explicar:
—Esta demostración de magia debe ir acompañada de una historia para el público. Un prestidigitador que trabaja en teatros de segunda categoría tenía un joven y atractivo ayudante y una mujer muy hermosa. Los tres se llevaban muy bien: pero un día, el ayudante, que era mucho más joven y atractivo que el marido, comenzó a fijarse en la mujer de su jefe. Ella se enamoró de él, y entre los dos planearon jugarle una mala pasada al marido. ¿Me comprende, Greer?
En el escenario el ayudante movió la cabeza como un muñeco mecánico.
—Comprendo —dijo con hueca voz.
Caprini se agitó en su asiento.
—¿Qué significa...? —empezó.
—Eso forma parte de la representación. A medida que adelantamos irá comprendiendo el por qué de mis observaciones su ayudante.
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Caprini calló su asombro de que el visitante supiera el nombre de Greer.
—El ayudante —prosiguió el viejo —pensó que sabiendo los trucos de su jefe podría emplearlos en su provecho Y no solo quiso robarle los secretos profesionales, sino también la mujer.
—No veo qué interés puede tener eso para la representación —dijo Caprini.
—Quizá tenga que acortarse un poco —replicó el viejo—, pero de momento déjeme seguir así. El ayudante esperó a que la representación estuviera dispuesta en San Francisco, y como era muy cobarde en vez de matar al marido, hizo que unos marineros lo secuestraran y lo llevaran a China o lo mataran. ¿Qué debían hacerle, Greer?
—Matarle —replicó el ayudante.
—Todo forma parte del espectáculo, Caprini —siguió el otro—. Luego, si quiere, puede suprimirlo.
Caprini oyó el encender de una cerilla, pero siguió mirando hacia delante.
—La parte final de la representación debe realizarse muy rápidamente. Imagínese a un pobre hombre dominado por el vicio del opio y conducido a un monasterio tibetano. Allí fue a parar el pobre ilusionista después de vagar varios años por China. Entretuvo a los sacerdotes con una serie de trucos ingenuos que hicieron reír a los monjes. Uno de ellos le enseñó, a ratos perdidos, un, poco de magia verdadera... Todo pertenece a la representación, Caprini. Usted y yo sabemos perfectamente que la magia real no existe; pero eso no se puede decir al público.
Caprini percibió el reflejo de una llamita.
—¡Cuidado! —advirtió—. No prenda fuego al local.
—Solo quemo unas raíces y algas en uno de sus potes de cobre —replicó el viejo—. Sigamos con la farsa. El antiguo ilusionista regresa a su patria con el nuevo truco que le ha enseñado el monje tibetano—. Caprini percibió un cambio muy grande en la voz del desconocido. Tuvo la impresión de que no era tan viejo como parecía—. Solo que el truco no era tal, sino magia verdadera... ¿Me oye, Greer? ¡Brujería real! Dentro de un momento lo comprobará.
La cascada voz adquirió un tono de salvaje entusiasmo. Los ojos de Greer reflejaron un espanto mayor. Caprini asintió con la cabeza. El preámublo podía surtir un gran efecto. Caprini era un gran actor.
—El ilusionista busca a su antiguo ayudante, descubre que abandonó a su espesa y que esta ha muerto. El ayudante está trabajando solo y se halla en, plena decadencia. Cuando el marido burlado se Presenta ante él, y le ofrece enseñarle un truco nuevo, el hombre no le reconoce y acepta la proposición. Entonces, cuando están a solas, el mago pone en práctica en él lo que le enseñó aquel monje tibetano. O sea, la Ilusión Ardiente. Al público Caprini, que estará con la mirada tan fija en el escenario como lo está usted en los momentos, hay que decirle que se va a presentar un hechizo verdadero. Y como el truco debe ser el último de la noche, la bajada del telón puede aumentar realidad.
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No había exagerado el viejo al decir que Caprini tenía la mirada intensamente fija en el escenario. En efecto, el gran ilusonista miraba fijamente a su ayudante, cuyo cuerpo empezaba a brillar. Es una expresión un poco extraña para aplicarla a un cuerpo humano; pero era cierta. Greer relucía levemente como si lo hubieran cubierto de pintura fosfórica. Sus ropas iban desapareciendo como disueltas en verdes llamas. Pronto solo se vio el desnudo cuerpo abrasado por aquellas llamas.
—Ese es el truco que el desgraciado ilusionista aprendió en el Tíbet. Es el hechizo que permite abrasar a un hombre sin necesidad de tocarlo. Y, la víctima padece todas las agonías de la muerte a fuego lento, ¿no es verdad, Greer?
Los labios de la desnuda figura que se encontraba en el escenario se movieron lentamente. Con ellos agitáronse unas llamitas verdes.
—¿No los siente? —repitió el viejo.
—Sí... sí...
Las palabras se arrancaron lentamente de los labios del hombre. Caprini conoció, por primera vez, el miedo.
—Oiga... ¿Verdad que no le hace daño de verdad?
Sonó una cascada risa:
—¿Hacerle daño? ¿Es posible que el gran Caprini haga semejante pregunta? ¿Es tan real mi truco que le engaña, incluso a usted?
Caprini fijó su atención en el maravilloso truco que tenía lugar en el escenario. Estaba furioso consigo mismo. ¡Él, que desde niño había trabajado en cosas de aquellas, dejarse engañar por un truco que era prácticamente imposible!
—Ese es el relato que debe acompañar al espectáculo de la Ilusión Ardiente. Ante el público, el ilusionista se venga de su ayudante. Abrasa al traidor sin tocarle ni con un dedo. Es una buena idea para convencer a un público que cada día es más incrédulo, ¿no le parece?
Caprini no dijo nada, lleno de admiración por el trabajo del hombre que tenía la mirada fija en Greer.
Este era ahora un esqueleto. Es decir, parecía un esqueleto. De la misma forma que sus ropas habíanse consumido, desapareció luego la carne, dejando solo los huesos que, a su vez, iban siendo destruidos hasta que al fin no quedó nada; solo la silla vacía. Morton Greer, al parecer, había sido consumido por las llamas. Ante los ojos de Caprini lo imposible habíase realizado. Con todo su infinito conocimiento de los trucos de magia, Caprini sentíase incapaz de explicarse lo ocurrido.
—¡Magnífico! —exclamó, volviéndose hacia el viejo—. Ha sido maravilloso...
Interrumpióse, desconcertado. Detrás de él no había nadie. El viejo había desaparecido. Caprini corrió hacia la puerta. ¡El muy loco! Marcharse en un momento tan interesante. Caprini necesitaba aprender el truco.
La puerta estaba cerrada. Por increíble que pareciese, el viejo había salido y cerrado la puerta tras él en el breve espacio de tiempo durante el cual Caprini dejó de oír su voz.
Abriendo la puerta, Caprini buscó con la mirada al desaparecido ilusionista. No le vio en parte alguna ni recibió respuesta a sus repetidas llamadas.
Lanzando alguna que otra imprecación, Caprini volvió a entrar en su local. Tenía la desagradable seguridad de que por mucho que lo intentara sería imposible de repetir la Ilusión Ardiente. Pero tal vez Greer recordase algo.
—¡Greer! —llamó.
No recibió contestación ¿Habría sido totalmente hipnotizado?
—¡Greer!
Caprini subió al escenario. A Greer no se le veía por parte alguna. Sacudió, impaciente, la silla, por si en ella podía encontrar la contestación que buscaba.