Reynal pasó a Jem la botella y este echó un largo trago. El calor del whisky hizo desaparecer el frío intenso de aquel atardecer de setiembre. Los dos hombres estaban apoyados contra el larguero de la valla del corral, más allá del círculo de luz de las antorchas, donde tocaba el violinista y los granjeros bailaban sobre la tierra apisonada de la calle.
—Hay una preciosa —dijo Reynal, sin perder de vista a una Joven que giraba en brazos de un muchacho. El cabello rubio de la chica estaba peinado con rizos y llevaba sujeto al cuello un lazo de raso azul. Su rostro brillaba a la luz de las antorchas, más pálido que el de ningún hombre de la ciudad—. Ah, es una auténtica belleza.
Cuando pasó cerca de él, Jem percibió un aroma a clavo y cinamomo, especias que las mujeres utilizaban como perfumes.
Jem no entendía a esas mujeres blancas. Por encima de los chirridos del violín oía las risas femeninas —gorjeos de mujeres jóvenes que habían hecho largos viajes con sus familias para venir a labrar este nuevo mundo— y se estremecía, porque temía a ese territorio desconocido como otros hombres temen a los rápidos del río Columbia. Jem bebió otro trago de whisky y devolvió la botella a Reynal.
El padre de Jem había sido trampero en Fort Vancouver. Su madre era una india cayuse, una princesa de su tribu según contaba su padre. Pero su padre era un mentiroso incorregible y Jem no daba demasiado crédito a lo que decía. Su madre murió de sarampión cuando él tenía cinco años. Jem había crecido como un salvaje, comiendo en la mesa de los tramperos de Fort Vancouver, y mimado por sus squaws.
El padre de Jem murió en 1848, herido por una flecha entre los omóplatos en una de las muchas escaramuzas con los cayuses. Jem lo sintió —su padre siempre se había portado bien con él—, pero para entonces era ya un hombre de diecisiete años, dispuesto a vivir su propia vida. Pasó algunos años cazando castores con trampas y vendiendo las pieles a la Compañía de la Bahía de Hudson, como había hecho su padre antes que él.
En 1851, Jem decidió echar raíces y construyó una cabaña en un bonito valle, a tres días de viaje al sur de Oregon City. Tenía algunas cabezas de ganado y la caza abundaba. Había bajado a la ciudad en busca de compañía humana y para asistir al baile. Pero después de todo un día en compañía de Reynal y los demás tramperos estaba deseando escapar a la soledad de su cabaña.
—Mira —dijo Reynal señalando sin demasiada firmeza hacia un lugar indeterminado, con la mano que sostenía la botella—. Ahí está. He oído hablar mucho de ella.
Jem miró en la dirección que indicaba Reynal. Al otro lado del corral, un hombre joven y esbelto, tocado con un sombrero de ala ancha, se había apoyado en la valla.
—¿De qué me hablas?
Reynal se inclinó hacia él para hablarle en un murmullo estropajoso de borracho.
—Es una mujer. Se viste como un hombre. —Reynal meneo la cabeza, escandalizado; tenía los ojos inyectados en sangre y el aliento le apestaba a whisky—. Llegó a la ciudad ayer, cabalgando en un poni indio, y aseguró haber cruzado sola las llanuras.
Jem observó atentamente a la mujer. Mientras la miraba, ella volvió la cabeza y él pudo atisbar por un instante el rostro oculto bajo el ala del sombrero. A la luz de las antorchas pudo apreciar que aquel rostro estaba moreno por el sol. Las facciones eran las de una mujer joven; pero las mujeres blancas no visten ropas de hombre ni viajan solas por el desierto. Ella volvió de nuevo la cabeza y el ala del sombrero volvió a ocultarle la cara. Se alejó por la calle en dirección al Hotel Rudd, donde el señor Rudd estaba despachando whisky a los parroquianos.
—Creo que voy a acercarme para conocerla un poco mejor —dijo Reynal y, rodeando el corral, fue detrás de ella. Su paso era inseguro; de vez en cuando apoyaba una mano en la valla para afianzarse. Jem le vio tambalearse cuando acabó la valla, luego erguirse, dirigirle una mirada maliciosa por encima del hombro y seguir en la oscuridad a la esbelta figura que le precedía.
Jem les siguió hasta el almacén. Allí se sentó a esperar en un banco de madera. La calle estaba a oscuras, a excepción de la débil luz de la luna en cuarto creciente. Oyó un murmullo de voces a su izquierda, con el sonsonete peculiar de la lengua francesa. Un forcejeo; botas que rascaban el suelo de tierra apisonada, el tintineo de una botella al caer y rodar por el suelo. Un grito inarticulado —Reynal, a juzgar por el timbre—, y luego a Reynal maldiciendo en francés.
Reynal cojeaba cuando volvió a aparecer. Se sujetaba la mano derecha con la izquierda. Jem pudo ver que manaba sangre por entre sus dedos.
—Me ha mordido —dijo en un tono de dolorido asombro.
Jem no pudo evitar sonreír. Reynal le dirigió una mirada hosca y se alejó por la calle, dando la espalda al baile.
Unos minutos después la mujer salió de entre las sombras. Llevaba en la mano la botella de Reynal. Se detuvo al ver a Jem.
—¿Está esperando algo?
La luz de la luna brillaba en su rostro. La barbilla era demasiado firme y la boca demasiado grande para poder calificarla de hermosa. Calculó que debía de tener unos dieciocho años.
—Solo quería ver qué clase de criatura salvaje mordió a Reynal —dijo Jem.
La mujer le dirigió una sonrisa entre los labios apretados. —Ya lo ve.
Jem asintió.
—Espero que se habrá lavado la boca después. Es un tipo venenoso.
Ella no se movió.
—¿Es usted amigo suyo?
—No le dejaría que se me acercara tanto como para darle un repaso como el que le ha dado usted, de modo que no creo que pueda contarle entre mis amigos. —La observó unos momentos, allí sentado. Las mujeres del baile hablaban un lenguaje que él no entendía: más agudo, dulce y cantarín que el habla de un hombre. Jem las miraba y no encontraba palabras que decirles. Pero esta mujer no era como ellas—. Puede sentarse si lo desea. No le daré motivos para que me muerda.
Ella se sentó en el extremo del porche, separada de él por un brazo de distancia. Le gustaba su manera de moverse: rápida, graciosa y un poco nerviosa, parecía un caballo brioso.
—¿Hacia dónde se dirige? —preguntó él.
—Al sur.
—¿Busca un terreno para instalarse?
—Tal vez.
Jem extendió las piernas y dirigió la mirada a las estrellas.
—La gente me dice que no hablo mucho, pero usted me gana. La joven no contestó.
—¿Quiere fumar? —preguntó, ofreciéndole su bolsa de tabaco.
Sacudió la cabeza con gesto negativo.
—Supongo que al viajar sola ha perdido el hábito de hablar. O bien, nunca ha tenido ese hábito. —Le dirigió una mirada intencionada y ella apartó la vista—. Adivino que la gente no le agrada demasiado. Puedo entenderla. La mayor parte del tiempo, tampoco a mí me agrada. Pero de tanto en tanto, me siento solitario. El sitio en que vivo es muy solitario. Un valle muy bonito, pero solitario. —La miró de nuevo, y esta vez le devolvió la mirada. Hablaba con ella del modo que lo habría hecho con un caballo asustadizo, tranquilizándola y ayudándola a relajarse sin prestar demasiada atención a lo que le decía—. Parece que debe de haber estado también muy solitaria, si ha cruzado sola las praderas. Preocupada por los indios y oyendo el aullido de los lobos.
—Me gustan los indios —dijo ella finalmente—. Y los lobos no son un problema.
Él se detuvo un momento, asombrado de que al fin hubiera hablado.
—Muy bien, pues —dijo luego, con lentitud—, en ese caso le gustará el lugar donde vivo. Hay una manada de lobos en el extremo del valle. Cuando se alza la luna, me cantan como si fueran el coro de la iglesia dominical.
—No parece usted un granjero. Los granjeros que he encontrado en el camino son lentos y torpes, como sus bueyes.
—Era trampero, pero lo dejé. Me establecí la primavera pasada. Me pareció el momento adecuado. Quisiera formar una familia, pero la mayor parte de estas mujeres buscan a alguien más refinado que yo. Parecen demasiado blandas —dudó; el sonido del violín lejano se apagó—. Yo busco a una mujer con agallas.
Ella rio, una música inesperada.
—¿Con agallas? —Se puso en pie—. Podría encontrar más de lo que anda buscando.
Se dirigió a la puerta del hotel.
—Espere —dijo él—. ¿Cómo se llama? Yo soy Jem Lowell.
—Nadya —contestó mostrando los dientes en una súbita sonrisa—. Los indios pawnees me llaman Loba Loca.
Echó a andar por la calle en dirección al baile, dejando a Jem perdido en la solitaria contemplación de las estrellas.
En el Hotel Rudd, por el extravagante precio de un dólar la noche, un viajero podía alquilar una cama dura de madera y un jergón de paja, separados de la cama vecina por una cortina de muselina. En el alojamiento iban incluidas gratuitamente unas cuantas cucarachas, pero el frío hacía que la mayoría no salieran de sus escondrijos.
Aquella noche, Jem se alojó en el hotel en lugar de regresar al fuerte. Pasó la noche despierto, tendido en su jergón, oyendo los gruñidos y ronquidos del hombre que dormía en el cubículo de al lado.
Antes de que despuntara el sol, cuando la niebla empezaba a levantarse en el río, dejó el hotel y cogió un ramillete de flores silvestres de brillantes colores en la orilla del río. Había oído que a las mujeres les gustan las flores y le pareció una forma de empezar tan buena como cualquier otra.
Se consideró a sí mismo un loco mientras cruzaba las calles de la ciudad con las flores en la mano. La encontró en el establo, cuidando de su poni. Iba vestida como la había visto la noche anterior: camisa roja de franela, pantalones vaqueros de hombre y un sombrero negro de ala ancha, polvoriento y descolorido.
Estaba examinando el casco trasero izquierdo del poni cuando él entró y, por un momento, a la primera luz del día, le pareció hermosa. Se detuvo en el umbral. Ella levantó la cabeza y la luz que caía sobre su rostro cambió. Era un rostro ordinario nada más. Él le puso las flores en las manos.
—Son para usted.
Las tomó y el asombro hizo que alzara sus cejas oscuras. La mano que sostenía las flores estaba sucia de polvo del casco del poni, las uñas eran cortas y agrietadas.
Jem hundió las manos en los bolsillos y se preguntó qué hacer a continuación. El poni volvió la cabeza para olisquear las flores. Con el entrecejo todavía fruncido la mujer las apartó del alcance del animal.
—¿Algún problema en las patas? —preguntó él.
—Ayer cojeaba. Una contusión con alguna piedra, supongo —dijo Nadya—. Necesita descanso.
—Tengo linimento para eso. —Fue a buscarlo. Ella colocó las flores en el suelo del establo y untó la magulladura con el linimento. Él la observaba; no sabía qué hacer con las manos, de modo que volvió a hundirlas en los bolsillos. La muchacha acabó de frotar y se secó las manos con un pañuelo. Miró las flores, las recogió y las sostuvo con delicadeza.
—¿Damos un paseo? —sugirió Jem, con torpeza.
Le miró por encima del escuálido ramillete.
—¿Un paseo por dónde?
—Junto al río.
—Vamos, pues.
Siguieron la calle principal de Oregon City, pasando por delante del Hotel Rudd. Dos mujeres de la ciudad, vestidas con faldas de indiana hasta los pies y cofias inmaculadas, venían en dirección contraria. Al llegar a media manzana de distancia, las dos mujeres cruzaron a la otra acera de la calle. Jem oyó a Nadya murmurar entre dientes algo en francés. Captó la frase «mangeurs de lard», comedores de tocino, un término con el que los montañeses calificaban la vida comodona de los granjeros.
—No se lo tome como algo personal —comentó Jem—. Aunque no lo parezca, no tiene nada que ver con usted.
—¿Cómo es eso?
—Hacen lo mismo conmigo —se detuvo y se volvió. Las mujeres estaban aún a la vista; habían vuelto a cruzar la calle—. Mire.
Tomó aliento y lanzó un agudo y salvaje alarido bélico. Las mujeres dieron un salto y se arrojaron la una en brazos de la otra. Dirigieron a Jem una mirada temerosa, luego apresuraron su marcha y desaparecieron en el interior de una tienda.
Nadya se estaba riendo. Golpeó el ramillete contra su muslo y varios pétalos de vivos colores cayeron en el suelo polvoriento.
—Se limitan a proteger sus cabelleras —explicó Jem—. Yo soy medio cayuse. No están seguras de que en cualquier momento no vaya a volverme loco y atacarlas.
Nadya le miró y sonrió por primera vez. Caminaron por un sendero que conducía al río. Él era consciente de que ella caminaba a su lado, todavía con el ramillete en la mano. Ahora lo dejaba colgar al extremo de su brazo, de modo que le rozaba la pierna al caminar e iba perdiendo pétalos por el camino.
—Hay demasiada gente por aquí —dijo Jem, por fin—. Demasiados granjeros recién asentados.
Nadya hizo un gesto afirmativo.
—Mi cabaña está a tres días de viaje, cabalgando hacia el sur. En los Calapooeys, cerca del río Umpqua. Allí no hay ciudades. El bosque crece hasta la puerta misma de mi cabaña.
—Cuando era trampero, ¿qué era lo que cazaba? —Al hacerle la pregunta, le estaba mirando directamente a los ojos.
Se encogió de hombros, desconcertado por el súbito giro de la conversación.
—Castores, por general. Era lo que se pagaba mejor.
—¿Otros animales, también?
—A veces. Un lince de vez en cuando; uno o dos tejones.
Caminaron en silencio durante un trecho. Al llegar a una zona embarrada del sendero, él le tendió la mano para ayudarla a cruzar. Ella saltó sin su ayuda, luego tomó la mano ofrecida. Caminaron con las manos enlazadas.
—Hay gamos ahí delante —dijo Nadya en voz baja, deteniéndose de repente. Tres gamos de cola blanca alzaron las cabezas y saltaron hasta desaparecer entre los árboles.
—Buena vista —comentó Jem.
—Mi padre era un buen cazador. Yo lo he heredado.
Los gamos huían, pero Jem seguía inmóvil en el sendero, sujetando con fuerza la mano de la mujer. No era alta, él le sacaba toda la cabeza y ella tenía que torcer el cuello para mirarle a los ojos.
—Debe de haber sido duro viajar sola a través de la pradera.
—No más duro que para un hombre —le contestó encogiéndose de hombros.
—Es bastante duro, de todos modos —insistió Jem.
Ella examinó con atención su rostro y luego asintió:
—Fue duro.
—Trabajar solo una granja también es duro. Y triste.
—Me las arreglaré —dijo ella.
Él inclinó la cabeza para mirar más atentamente su rostro.
—¿Por qué vino a la ciudad? —le preguntó—. Tengo la sensación de que podía haber seguido tranquilamente hacia el sur sin detenerse.
Ella contestó con el ceño marcado y expresión testaruda:
—Necesitaba provisiones.
—Y algo de compañía, tal vez. —Nadya no respondió y él le apretó con más fuerza la mano—. Tengo una bonita cabaña en mis tierras, y un poco de ganado. Podría ser un buen marido para usted.
—Oh —le examinó atentamente el rostro—, pero ¿sería yo una buena esposa?
Jem miró su carita morena, sus ojos obstinados. Sabía que era una salvaje, pero le gustaban las cosas salvajes. Habría querido decir muchas cosas, pero no sabía cómo hacerlo.
—Ven y cásate conmigo. Yo cuidaré de ti.
—Ah, Jem —contestó ella—. Pero ¿quién cuidará de ti?
—Yo sabré cuidar de mí mismo. Siempre lo he hecho. —Le puso una mano en el hombro y la atrajo hacia él. Ella se inclinó dócilmente y le rodeó el cuello con ambos brazos. Jem sintió el calor del cuerpo que se apretaba contra el suyo.
—Como quieras. Iré contigo.
Nadya dijo que no hacía falta recurrir a predicadores. De modo que al día siguiente, cuando la pata de su poni estuvo lo suficientemente restablecida para proseguir el viaje, los dos cabalgaron hacia el sur siguiendo el río Willamette, por el sendero abierto por los emigrantes que después de seguir la ruta del sur se desviaban hacia el norte para llegar a Oregon City.
El valle del Willamette se estrechaba, en torno a ellos se alzaban árboles de hoja perenne, robustos y de gran tamaño, que filtraban la luz del sol de finales del verano. En una revuelta del camino un rayo resplandeciente de sol, como una bendición del cielo, iluminó el sendero que seguían.
La ruta trepaba desde el fondo del valle por las laderas rocosas de las montañas llamadas Calopooeys. En otro punto del camino se alzó un guaco justo delante de los cascos del poni Je Nadya, que lo abatió de un solo y rápido disparo, antes de que Jem pudiera apuntar su arma.
—El almuerzo —dijo a Jem, y descendió gateando por la pendiente para recoger el ave.
Cuando hubieron dejado atrás las zonas habitadas, Nadya empezó a cantar tonadas alegres mientras cabalgaban, que le recordaron a Jem las canciones populares francesas. No entendió las letras. Cuando se lo preguntó, le contestó que eran canciones que le había enseñado su padre, pero no quiso traducírselas.
—Quizá más adelante —dijo—. Más adelante.
Acamparon esa noche al resguardo de un espolón rocoso, en un punto en que brotaba del suelo un manantial que formaba un estanque de agua fría y clara. Jem cortó ramas de los cedros y las cubrió con una manta, formando de esa manera un colchón fragante. Con ramas secas preparó fuego. Nadya desplumó y limpió de vísceras el guaco. Lo asó espetado en varas verdes que había cortado con su cuchillo de monte.
Estaban sentados junto al fuego cuando asomó la luna; estaba llena casi en sus tres cuartos y planeaba serena sobre las montañas. Lejos, un lobo ladró, luego emitió un largo aullido. Su voz solista fue pronto acompañada por un coro lastimero. Nadya escuchaba.
Jem le tocó el hombro y sintió su calor bajo la franela de la camisa.
—Vamos a acostarnos —dijo con torpeza.
En la cama de ramas de cedro, Jem la rodeó con sus brazos. Nadya se apretó contra él, sorprendiéndole por su docilidad. Le desabrochó la camisa y sintió contra su piel las manitas frías de la mujer. En la lejanía, los lobos ladraban y aullaban. Ella se estremeció y se apretó un poco más contra él.
—Vamos, vamos —se mostró súbitamente tierno, consciente de que ella había alardeado demasiado y de que no era tan intrépida como quería aparentar—. Estás a salvo conmigo. No te asustes.
Por un instante vio el rostro de la muchacha a la luz de la luna: el relampagueo de los dientes al sonreír, el brillo de los ojos oscuros reflejando la luz.
—No estoy asustada —dijo—. No estoy en absoluto asustada.
Apretó el cuerpo contra el de Jem. La tensión se concentró en un punto concreto. Pudo sentir la tela de los pantalones tensa contra su pene, al cambiar ella de posición. A través de la camisa de la joven notaba también el calor de los senos.
Sus dedos desabrocharon con torpeza los botones de la camisa de ella. Nadya emitió un gruñido suave que fue a mezclarse con el aullido distante de los lobos. Notó la lana basta contra su piel, los pechos cálidos bajo sus manos, el aroma del cedro y de la leña quemada, el aullido distante de los lobos. La voz de estos se confundió con los suaves gritos de Nadya cuando penetró en su cuerpo y eyaculó en su interior. Se durmió abrazado a ella.
Al despertar por la mañana vio que se había deslizado fuera de la cama sin despertarle. Estaba de pie junto a las cenizas del fuego, con la cabeza inclinada a un lado como si escuchara. Jem no pudo oír nada. A la luz pálida del amanecer, parecía tan etérea como la neblina blanca que se enroscaba entre los árboles. La brisa podía llevársela, pensó, y el sol de la mañana hacerla desaparecer.
—Nadya —dijo, atenazado por el súbito temor de que se desvaneciera.
Ella se volvió a mirarle con ojos atentos.
—¿Qué es lo que escuchas? —preguntó él.
—El bosque.
—Ven a la cama a calentarte.
Ella volvió a su lado. Cuando él la besó, ella tomó su oreja entre los dientes y gruñó con suavidad.
—Loba Loca —dijo él—. Ten cuidado con esa oreja.
Ella la mordisqueó un instante. Luego la soltó con una carcajada cuyo eco se prolongó entre los árboles.
La cabaña tenía una sola habitación y estaba construida con troncos de abeto. Había tapado cuidadosamente los intersticios entre los troncos con arcilla del vecino arroyo, apretándola bien para impedir el paso de los vientos del invierno próximo. El techo de tablas superpuestas impedía que la lluvia calara el interior. El suelo era de tierra apisonada.
Las ventanas se cerraban con postigos de madera. Él se apresuró a abrirlos y a dejar entrar la luz y el aire. Había un hogar de piedra y una chimenea para que salieran los humos. El mobiliario consistía en un único taburete labrado de una pieza en madera de abeto y un camastro estrecho cubierto por pieles de búfalo.
Después de hacer inventario de sus escasas pertenencias, Jem se apresuró a decir:
—Lo primero que haré es construir una mesa. Y otro taburete. Y una cama… Necesitaremos una cama de verdad.
Observó el rostro de Nadya, pero ella no miraba aquel interior oscuro. Estaba en la ventana, contemplando los árboles.
—Es tal como me dijiste —declaró—. Un lugar precioso.
Pasada una semana, Jem había construido una mesa, un banco y dos sillas, además de una cama de madera de cedro. Nadya trabajaba a su lado. Juntos cosecharon el maíz indio que él había plantado la primavera anterior y lo almacenaron para el invierno.
Al tercer día, Nadya salió por la mañana con su rifle. Regresó con tres guacos, que habían engordado durante el verano. De haber sabido lo que se disponía a hacer, le habría dicho que no saliera a cazar, pero ella no le preguntó. Y cuando le sugirió con poca convicción que tal vez sería mejor que fuera él de caza, ella le dedicó una larga mirada pensativa.
—No lo creo —dijo con frialdad. Sus ojos parecían haber adquirido un tono verde más intenso que antes, o simplemente reflejaban el follaje perenne de los árboles que les rodeaban. La miró, miró luego los guacos y decidió no volver a mencionar el tema.
Habían pasado juntos en la cabaña una semana exacta cuando se despertó solo en su nueva cama. La puerta de madera de la cabaña estaba mal cerrada y la brisa nocturna la había acabado de abrir de par en par. La luz de la luna brillaba a través de la abertura, pintando de plata el suelo de tierra. A su lado las mantas estaban frías, sin la menor huella de calor en el lugar que había ocupado Nadya.
Esperó unos minutos. Tal vez habría salido a aliviarse en los bosques y no habría querido despertarle. Colocó las mantas sobre el lecho y se asomó al umbral de la puerta. La luna llena empezaba a ponerse y las primeras luces del alba ponían un toque rosado en el cielo por el oriente. Los árboles se habían revestido de una neblina fantasmal que tenía la brisa de humedad.
—Nadya —llamó—, Nadya.
En el corral, los caballos enderezaron las orejas y se volvieron a mirarle.
El fresco aire nocturno le hacía tiritar; sacó una manta de la cama y se envolvió en ella, con la mente todavía embotada por el sueño. Por un momento se preguntó si ella no habría sido un sueño desde el principio. Luego vio su camisa y sus pantalones pulcramente colgados de una percha, junto a la puerta. Eso era real.
La luna se puso y los primeros rayos del sol salpicaron la hierba del arroyo. Llamó de nuevo. Su voz despertó los ecos del valle. Esperó, escuchando con el corazón palpitante los ruidos del bosque.
Nadya surgió corriendo de entre los árboles, desnuda y descalza. Estaba sin aliento y reía. Él corrió en su busca, la abrazó y la cubrió con la manta.
—¿Dónde estabas? —preguntó—. ¿A dónde has ido?
—La llamada de la naturaleza. —La alegría brillaba en sus ojos—. Ah, qué hermosa mañana. —Se apretó contra él, que la besó sin demasiada efusión. La piel de Nadya estaba fría al tacto de sus manos.
—Tienes que haber oído que te llamaba. ¿Por qué no has vuelto enseguida? Estás helada.
Ella sacudió la cabeza, mirándole a los ojos.
—No te he oído —se humedeció los labios y le dirigió una mirada maliciosa—. Sé una manera de entrar en calor otra vez.
Tiró de él hacia la cama y allí le calentó y se calentó a sí misma. Él no podía estar mucho tiempo enfadado con ella.
Cuando despertó de nuevo, ya avanzada la mañana, Nadya cuidaba el fuego y calentaba agua para preparar café. Tenía de nuevo el cabello cuidadosamente trenzado, no suelto como la noche anterior.
Ese día, Jem estuvo cortando leña para el invierno. Notaba en la palma de las manos el roce del pulido mango de madera del hacha. «Esto —pensó— es real». El agudo sonido del metal al hundirse en la madera, el eco devolviendo ese mismo sonido desde el otro lado del valle. Es real. La niebla y la oscuridad de la noche no son reales. Es necesario olvidarlas.
Observó a Nadya ese día, el siguiente y el otro. Cada atardecer, poco antes de que la luz acabara de desvanecerse, hacía una pausa en la tarea que estuviera realizando. Dejaba en el suelo el balde de agua, dejaba de revolver el puchero, dejaba arder el fuego sin cuidarlo. Durante unos momentos que parecían eternos se quedaba inmóvil en la linde donde los altos árboles circundaban el prado abierto delante de la cabaña y, desde allí, atisbaba la oscuridad que se espesaba en el valle. Luego, sin una palabra, seguía con su tarea.
En ocasiones también él escuchaba, se esforzaba por averiguar qué era lo que había llamado la atención de Nadya. Pero nunca conseguía oír nada inusual. Una vez le preguntó qué estaba escuchando. Ella sonrió, se encogió de hombros y contestó sin darle importancia:
—Nada. Solo el trino de los pájaros.
Por la noche, Nadya se sentaba junto al fuego. A veces escribía algo en un libro pequeño, encuadernado en piel. Jem observó su escritura, garabatos de tinta negra sobre el papel blanco. Nunca había aprendido a leer; en los alrededores del fuerte, el conocimiento de la lectura resultaba de escasa utilidad. Pero ahora, al observarla, deseaba poder leer. Miraba moverse la pluma a lo largo de la página y sabía que estaba plasmando allí cosas secretas. Cuando le preguntó qué escribía, le contestó sacudiendo la cabeza:
—Nada importante.
A medida que transcurrían las semanas, Jem se dio cuenta de que Nadya estaba más y más inquieta. Cuando los lobos de la manada que merodeaba por el valle aullaban, se acercaba a la ventana a escuchar. Se agitaba en sueños y murmuraba frases en una lengua incomprensible para él. Le preguntó qué era lo que la inquietaba. Sacudió la cabeza y no contestó nada.
Ya las postrimerías del verano habían dado paso al otoño cuando se despertó de nuevo en la cama vacía. Retiró las mantas y fue a la puerta a esperar a la intemperie desapacible y gélida. La primera nevada había caído esa noche; fino polvo blanco cubría el suelo. A la luz de la luna llena vio las huellas de Nadya en la nieve: unos pies descalzos que cruzaban el prado y se adentraban en el bosque. La llamó una vez, pero no hubo respuesta.
Se vistió a toda prisa, cogió su rifle y una linterna, y siguió el rastro de las pisadas. Justo antes de que el rastro llegara a la zona de los árboles, las huellas cambiaban. Las delicadas pisadas de los pies descalzos de su mujer desaparecían; el rastro seguía sin interrupción, pero ahora las pisadas eran de lobo.
Jem se agachó en la nieve y examinó las huellas. Mujer, lobo. Sacudió la cabeza, helado y temeroso. Sostuvo en alto la linterna, de modo que la luz amarilla dibujó un círculo en la nieve.
Siguió el rastro del lobo al abrigo de los árboles, donde la nieve formaba manchas aisladas. Los abetos ocultaban la luz de la luna. Alzó la linterna, de modo que el círculo de luz iluminó el suelo del bosque. Buscó más huellas en cada mancha de nieve. Encontró algunas en los lugares en los que el lobo había rascado con la pata entre las agujas de los abetos, para olfatear la madriguera de algún roedor, debajo de un leño caído. Después, pasados unos centenares de metros, perdió la pista. No podía seguir el rastro a la sola luz de la linterna y de la luna.
—¡Nadya! —gritó—. ¡Nadya!
Los árboles ahogaron sus voces, sin devolver ningún sonido a cambio.
Regresó a la cabaña a esperar. Reanimó el fuego y se sentó en el banco de madera que Nadya y él ocupaban a veces, muy juntos, al lado del hogar. Observó arder el fuego y escuchó el viento que silbaba al colarse por los resquicios entre los troncos de la cabaña. No sabía lo que estaba tratando de decirle el viento.
Las primeras luces de la mañana empezaban a filtrarse entre las rendijas de la puerta, cuando oyó afuera los pasos de Nadya. Ella vaciló unos instantes en el umbral, mirándole con rostro grave. La nieve había puesto un encaje blanco en sus cabellos negros.
—Debes de tener frío —dijo él al cabo de un momento—. Acércate al fuego y caliéntate.
Le tendió la manta que le cubría las piernas y ella se la pasó por los hombros, mirándole aún con fijeza, sentado junto al fuego.
Sus ojos cambiaban de color según la luz. Ahora, iluminados por las llamas, tenían reflejos dorados, como los ojos de un animal. Él desvió la vista y se inclinó para atizar el fuego y avivar la llama.
—Quizá será mejor que me vaya —dijo ella.
Él se volvió a mirarla, y fue Nadya entonces quien desvió la vista hasta dejarla perdida en el fuego del hogar. Parecía muy joven en aquel momento. La luz de las llamas realzaba la piel tensa de sus pómulos, de una forma que le prestaba una extraña hermosura, no enteramente humana. Como si los huesos que se adivinaban bajo la piel tuvieran una estructura distinta de la de los huesos humanos.
—¿A dónde vas a ir?
Ella encogió los hombros desnudos bajo la manta, con una rápida sacudida.
—Viviré sola. Será preferible.
—¿Por qué?
Se volvió a mirarle, su belleza se desvaneció con aquel movimiento de la cabeza. Su rostro parecía otra vez común e inexpresivo.
—Has visto las pisadas —dijo, y se volvió de nuevo hacia el fuego.
—Los indios hablan de hechiceros que se transforman en animales: pájaros, lobos. —Él hablaba en voz baja e indiferente, como si estuviera charlando sobre el tiempo—. Me lo han contado muchas veces. Un hechicero se pone una piel de lobo sobre los hombros, baila como un lobo y se convierte en lobo. —Levantó la mirada del fuego, buscando los ojos de ella—. No ven ningún mal en ello. Es signo de gran poder.
—En el lugar de donde venía mi padre dicen que las personas se convierten en lobos —la voz imitaba la de Jem: baja e indiferente. Apenas alcanzaba a oírla por encima del crepitar del fuego—. No necesitan pieles. En ciertas fases de la luna, el lobo acude a ellas y se convierten en lobos. No tienen elección. Sucede, quieran o no. —Ahora le miraba con ojos que no se desviaban de los suyos ni por un instante—. Yo lo he heredado de mi padre.
Se pasó la lengua por los labios, delicadamente, como un mastín nervioso. La nieve fundida brillaba en su cabello y sus mejillas.
—¿Qué le ocurrió a tu padre?
—Lo mató un cazador.
—¿Y a tu madre?
—Quedó cogida en una trampa y fue muerta por un trampero madrugador antes de que llegara el alba. Yo he estado viajando desde entonces. —Se arrebujó un poco más en la manta, siempre con los ojos fijos en el fuego—. Tú te sentías solo y yo también me sentía sola.
Volvió a encogerse de hombros. Jem asintió con un gesto y se frotó las manos, tratando de hacerlas entrar en calor.
—Me iré hoy mismo —dijo ella.
—Acércate a calentarte.
—Te lo advertí, Jem. Has encontrado más de lo que andabas buscando.
—He encontrado exactamente lo que buscaba —dijo él, y le tendió la mano—. Acércate a calentarte.
Ella le tomó la mano y se sentó a su lado en el banco. Él le frotó las manos para que entraran en calor y añadió otro leño al fuego.
Llegó el invierno; las noches se hicieron más largas. Se fundió la primera nieve; el ganado fue a pacer de nuevo en los prados. Cuando volvió a nevar, llevaron forraje a las vacas. Vivían de la caza y del maíz indio. En los días despejados, Jem cortaba postes para una cerca, Nadya le ayudaba. Era sorprendentemente fuerte para su tamaño. Juntos construyeron un refugio para la vaca lechera y el ternero que Jem calculaba que había de venir para la primavera.
Llegó la luna llena. Jem se despertó cuando Nadya abandonaba el lecho y se deslizaba en la oscuridad fuera de la cabaña. Oyó el roce de sus ropas al caer al suelo de tierra apisonada y las suaves pisadas de sus pies descalzos. La puerta de madera crujió cuando Nadya la abrió. El viento helado empujó al interior de la cabaña una ráfaga de copos de nieve, que bailaban a la luz de la luna. La puerta volvió a crujir cuando ella la cerró a sus espaldas. Jem siguió tendido en la oscuridad, despierto, oyendo los aullidos distantes de los lobos. Por la mañana, Nadya regresó a la casa.
Cada mes, Nadya empezaba a dar muestras de inquietud a lo largo del cuarto creciente. Salía durante el día, diciéndole a Jem que iba a cazar, y volvía al atardecer cuando el sol empezaba a ocultarse, con una liebre recién muerta, quejándose de que la caza escaseaba.
La noche antes de la luna llena de enero, los lobos se acercaron a la cabaña más de lo que nunca habían hecho. Nadya estaba sentada al lado del fuego, con el libro en su regazo, escuchando los aullidos.
—Será mejor que vaya a ver cómo está el ganado —dijo Jem.
—Yo lo haré —repuso rápidamente Nadya; se puso el chaquetón y se deslizó fuera de la cabaña. Jem se quedó en el umbral y la vio cruzar el prado en dirección al corral. Caía una ligera nevada y los copos ocultaban la luz de la luna. Nadya se detuvo en mitad del prado, atenta a algo que Jem no pudo oír. Miró hacia atrás y, al verle, hizo un gesto de impaciencia.
—Cierra la puerta, Jem. Quédate al lado del fuego. Volveré dentro de un instante.
Volvió a los pocos minutos, con los cabellos y el chaquetón cubiertos de copos de nieve que se fundían. Tenía las mejillas brillantes y se acercó a él en busca de calor. Hicieron el amor en la gran cama que olía a cedro.
A la mañana siguiente, cuando fue al corral, encontró huellas de lobo. Un solo lobo, un macho grande, dedujo por el rastro. Las huellas de Nadya habían quedado borradas por la nieve caída, pero las del lobo eran frescas. El animal había paseado por allí después de que dejara de nevar. Al resguardo de un matorral, no lejos del corral, encontró el lugar en el que había dormido el animal; la hierba estaba aplastada y algunos mechones de pelaje blanco habían quedado prendidos de las ramas de los arbustos.
No le dijo nada a Nadya. Pasó el día cortando postes para la cerca, un trabajo físicamente muy duro. Por la noche, Nadya se detuvo junto a la puerta de la cabaña, mirando hacia el bosque.
—¿Buscas algo? —preguntó él.
Ella sacudió la cabeza.
—Estoy nerviosa, nada más.
Por la noche le despertó la puerta abierta, que el viento hacía crujir. El pestillo no había quedado bien encajado. Jem se deslizó fuera de la cama, temblando de frío. Se vistió rápidamente, se puso los pantalones y anudó con dedos tiesos las tiesas botas de cuero.
A la luz de la luna, la cerca formaba una línea gris zigzagueante sobre la nieve blanca, como la raya que traza un lápiz sobre el papel. Los abetos resaltaban en negro contra el cielo iluminado por la luna. Descubrió las huellas de Nadya bajo los árboles y las siguió. Su aliento formaba nubecillas de plata a la luz lunar. Unos cien metros después de internarse en el bosque, las huellas de las patas de Nadya se juntaban con las de un lobo más grande. Había una gran confusión de huellas en el lugar en el que el lobo macho se había acercado y Nadya había retrocedido, donde él dio vueltas alrededor de ella y luego ella alrededor de él. Después los dos rastros de pisadas seguían la misma dirección, el macho al frente y Nadya detrás.
A la luz de la luna el rastro era claramente visible. Jem lo siguió. No pensaba en perseguirles; procuró no pensar nada en absoluto. Tenía la mente fría y clara, como los carámbanos que colgaban de los árboles, captando la luz de la luna y descomponiéndola en formas brillantes y sin sentido. Su mente estaba también llena de formas brillantes y sin sentido.
A kilómetro y medio de la cabaña, el rastro torcía súbitamente hacia el oeste. La distancia entre las pisadas varió: los lobos habían disminuido el ritmo de su marcha al acercarse a un grupo más denso de abetos. Treinta metros más allá, de nuevo variaba la distancia entre pisada y pisada, indicando que los dos lobos habían vuelto a correr.
No muy lejos de allí había huellas de gamo: pezuñas impresas en la nieve, excrementos, una zona con señales de que un animal había estado tendido. Tres gamos en total, por las huellas. Dos habían corrido hacia el oeste y el tercero se había separado de los otros y huido hacia el noroeste, perseguido por los dos lobos.
Jem vio una mancha de sangre en la nieve y, un poco más allá, otra mancha. Pudo imaginar al gran lobo mordiendo los flancos del gamo, desgarrando su vientre. Intentó imaginar al otro lobo, un lobo más pequeño, haciendo lo mismo…, pero la imagen del rostro de Nadya se mezclaba en la escena continuamente.
Más sangre y una gran confusión de huellas en el lugar en el que el gamo se había vuelto para defenderse y había hecho frente a un lobo, mientras el otro lo atacaba por detrás. Luego el gamo había vuelto a correr, dejando en la nieve huellas de pezuñas ensangrentadas.
En un claro del bosque, el animal había caído. Jem se detuvo en el límite del claro, al abrigo de los árboles. Los lobos habían captado su olor e interrumpido su banquete. El vientre del gamo estaba abierto y desgarrado; el olor de la sangre impregnaba el aire frío.
Los dos lobos, erguidos junto al cadáver del gamo, le miraban con ojos dorados: un gran macho blanco y una hembra de pelaje gris pálido. También la loba era grande, casi tanto como el macho. La cabeza y el hocico estaban manchados de sangre fresca.
Jem tenía su rifle dispuesto y los observaba a los dos. Ahora podía pensar con entera claridad. Recordaba a un trampero que había sorprendido a su esposa india en la cama con otro hombre.
El macho bajó la cabeza y gruñó; sus pelos se erizaron. Jem sintió el hormigueo de su dedo en el gatillo antes de darse cuenta de que había alzado el rifle. Apuntaba al gran macho. La loba —no podía pensar en ella como Nadya— emitió un gemido suave con la garganta, un sonido complejo bastante parecido al de la voz humana. Miró al macho. Luego de nuevo a Jem. Ladró una vez, un ladrido agudo. Luego volvió a gemir.
Se aproximó lentamente a Jem, volviéndose con frecuencia para mirar al macho. Jem movió el rifle, apuntándola a ella. La loba siguió acercándose con lentitud, sin dejar de emitir alternativamente ladridos agudos y gemidos suaves. A medida que avanzaba, Jem la iba siguiendo con la mira del rifle. Pero no disparó. Su dedo se había inmovilizado en el gatillo y su mente había quedado fijada en una imagen: Nadya corriendo hacia él a través del prado.
Cuando la loba estuvo a solo unos pasos de distancia, bajó el rifle y se agachó en la nieve. Ella llegó hasta él y frotó su hocico contra la mano de Jem, dejándole una mancha sanguinolenta en la piel. Él le pasó la mano por la cabeza y el cuerpo. Su pelaje era cálido y espeso. Podía sentir debajo la fuerza de los músculos.
—Nadya —dijo, y ella repitió aquel gemido suave y gutural.
Después de unos momentos, la loba se alejó de él y regresó junto al gamo muerto. El macho estaba comiendo de nuevo aunque sus ojos seguían fijos en Jem. Nadya se detuvo junto al gamo, mirando a Jem. Finalmente, él dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a la cabaña.
En la cabaña se envolvió en una manta y se sentó junto al fuego. El trampero que encontró a su mujer en la cama con otro hombre había disparado tres veces por encima de las cabezas de los dos y luego se había ido a emborrachar. Después de tres noches de borrachera, Jem se sentó a su lado y le oyó maldecir por lo bajo.
—No pude matarla —explicó—. No pude hacerlo. Cuando me voy, se queda sola. Necesita a alguien que la cuide y yo tengo que ausentarme de cuando en cuando. —Vació otro vaso de whisky y concluyó—: No hay argumentos en contra de eso.
Jem se quedó dormido al lado del fuego y despertó con el ruido del agua vertida desde la olla en una palangana. Afuera, al lado mismo de la puerta, Nadya se estaba lavando las manos y la cara con agua caliente de la olla colocada en el fogón. El agua de la palangana estaba teñida de rojo.
Fue hasta ella, la tomó en sus brazos y la miró atentamente. La pálida luz del sol mañanero hacía brillar su rostro. Siempre Parecía más saludable el día después de la luna llena; más fuerte y en forma. Las noches salvajes le sentaba bien.
No quiso seguir pensando en ello.
—Esto es real —le dijo—. Estamos aquí los dos juntos al sol. Esta es la realidad.
Podía sentir los latidos del corazón de Nadya contra su piel el calor del cuerpo de ella contra el suyo propio. La noche había pasado y la normalidad volvía.
Transcurrió otro mes. La nieve empezó a fundirse. Llegó la luna llena. Él seguía tendido en la cama cuando ella se levantaba, ignorando el suave roce de sus ropas, el crujido de la puerta. Toda la noche la pasaba despierto, escuchando el aullido de los lobos.
Una mañana, cuando la brisa iba ya cargada de los aromas de la primavera, Nadya le dijo que estaba embarazada. Jem había estado cortando postes para la cerca y empuñaba aún el hacha en la mano. Sintió el mango pulido contra la palma de la mano e intentó buscar seguridad en él. Esto es real. Pero su mano casi no le parecía parte de sí mismo, y el hacha era algo muy lejano. Ella le miraba con la cabeza alta y una expresión en el rostro que él no pudo descifrar. Levantó el hacha y golpeó el tajo, de modo que la hoja quedó firmemente clavada en la madera.
—Estaba pensando en salir a cazar —dijo él—. Necesitamos más carne. —Dirigió la vista por encima de la cabeza de Nadya, eludiendo su mirada.
—Tenemos carne suficiente —dijo ella.
—No. —Su voz era inexpresiva—. Voy a salir.
Tomó el rifle, la bolsa de la pólvora y repuesto de balas. Nadya le pidió que no saliera, pero no le hizo caso. Se alejó sin mirar atrás.
Había visto un rastro de lobo junto al arroyo que formaba la fuente próxima a su cabaña: huellas en el suelo blando donde se había fundido la nieve; y un lugar oculto y herboso donde había dormido un lobo.
Encontró huellas de lobo en el barro a unos dos kilómetros de la cabaña. El suelo se había reblandecido con la fusión de la nieve y pudo seguir el rastro a través del bosque. Bajo los árboles perduraban retazos de nieve en las umbrías. Pudo ver huellas de garras impresas en la nieve. El animal se dirigía a las montañas situadas al este del valle.
Desde las ramas altas de los abetos, los arrendajos le regañaban. Un revoloteo le sobresaltó: una nidada de codornices que se alzaban del sotobosque. El terreno ascendía, trepando hacia las montañas. Encontró rastros de caza mayor: un venado y un alce. Allí el suelo estaba seco y compacto, y no vio más huellas de garras. Una vez encontró un mechón de pelo blanco prendido de una mata junto al sendero, pero solo probaba que el lobo había pasado en alguna ocasión por ese lugar: tal vez varias semanas antes. Los árboles empezaban a escasear; el suelo era rocoso y solo algunos ejemplares excepcionalmente fuertes habían encontrado terreno donde arraigar.
A medio camino hacia las montañas se convenció de que había perdido el rastro del lobo. Se detuvo y pensó en volver sobre sus pasos. Allí cerca se alzaba un peñasco. Se sentó a descansar al sol, con la perspectiva del valle ante sus ojos. Muy abajo, podía ver la tenue columna de humo que se elevaba desde la cabaña. El ganado pacía en los prados. La cerca era una línea gris, tendida ahora en medio del verde de la hierba nueva. Pudo ver a Nadya desbrozando de matojos el cuadrado de terreno que se proponía convertir en huerto. Mientras la observaba, ella se irguió y se desperezó, con un movimiento lleno de gracia y de naturalidad. Se echó atrás el sombrero con que se cubría la cabeza y contempló las vacas que pastaban.
Sentado al sol, Jem empezó a relajarse. La ira que se había apoderado de él cuando le dijo que esperaba un niño desapareció. La observó continuar su tarea. Pudo ver relucir el sol en la hoja manchada de la azada que levantaba para cortar un matojo rebelde. Sería padre, pensó. Eso era real.
Estaba a punto de regresar cuando advirtió un lugar, no lejos del peñasco junto al que había descansado, donde el rastro del alce que había venido siguiendo se ensanchaba. Bifurcándose a partir de aquel punto percibió la tenue insinuación de otro rastro, poco más que leves señales de un roce en el suelo y algunas manchas de tierra descarnada. Solo una insinuación de rastro que zigzagueaba montaña arriba.
Examinó la ladera que se extendía delante de él. Desde una prominencia rocosa graznó un cuervo, mirando fijamente a Jem. Un petirrojo aterrizó en un arbusto, picoteó algo blanco y voló hacia el lugar donde estaba construyendo su nido.
Jem ascendió por la ladera, siguiendo el rastro en dirección al lugar en que se había posado el petirrojo. Encontró antes el sitio donde dormía el lobo. La hierba alta estaba aplastada y había pelos blancos dispersos entre las matas. Desde allí el lobo Podía ver con claridad todo el valle y la cabaña situada debajo.
Más allá del dormitorio, el rastro descendía por la ladera y se hacía aún más leve. Lo siguió durante una treintena de metros hasta una pequeña abertura oscura, apenas lo bastante grande para permitir la entrada de un lobo adulto. La madriguera quedaba semioculta detrás de un arbusto y parecía recién excavada.
Jem miró por la abertura. El lobo había excavado hondo en el suelo; el túnel acababa en la oscuridad. Era un lugar en el que los cachorros estarían a salvo y protegidos. Dio la vuelta, con la sensación de haber entrado en la cabaña de otro hombre durante su ausencia. Ese no era su lugar. No era asunto suyo.
Regresó al valle. Nadya le vio llegar y corrió en su busca. Su marcha era ya más lenta, sus pies más pesados.
—No he visto nada que mereciera un disparo —le dijo él.
—Eso es estupendo. Realmente estupendo.
En ocasiones, sentados de noche junto al fuego o tendidos en la cama bajo las gruesas pieles de búfalo, él le contaba los trucos de que se valían los tramperos para ocultar los mortales dientes de acero de sus trampas. Le habló de los pozos disimulados en el suelo, de las piedras en suspensión que caían sobre la presa cuando esta tropezaba con una cuerda oculta y de los lazos de cuero empleados por los indios. Le contó cómo algunos tramperos untaban con veneno el cadáver de un venado recién muerto. Y cuando ella salía en las noches de luna llena, él se quedaba tendido e insomne, pensando en qué otras cosas debía advertirle.
Le parecía muy pequeña, poco más que una niña. Su vientre se había hinchado, sus pechos eran más pesados. A Jem le parecía que todo ocurría muy deprisa, pero sabía muy poco de lo que les ocurría a las mujeres. Acariciaba el vientre de Nadya cuando estaba tendida a su lado en la cama, admirando la firmeza de la carne y la suavidad de la piel.
Nadya dejó de ayudarle en las tareas más penosas y salió a cazar con menos frecuencia. Cuando había luna llena, oía primero ladrar a un lobo una vez, y luego un largo aullido. Nadya dejaba entonces la cama y él oía el roce de sus ropas cuando se desvestía en la oscuridad.
—¿Es necesario que vayas? —le preguntaba.
—No puedo elegir, Jem —le contestaba en voz baja.
—Ten cuidado —le decía. Y luego, amparado por la oscuridad, añadía—: He visto la madriguera. Él cuidará de ti en los momentos en que yo no pueda hacerlo, ¿verdad?
Ella le besaba, un breve toque cálido en el aire frío. Él alargaba el brazo hasta tocar un hombro y un seno desnudos, pero enseguida desaparecía. Cuando abría la puerta, él podía ver su silueta recortada por la luz de la luna, el vientre redondeado. Nadya cerraba la puerta a sus espaldas.
Jem araba la tierra, roturaba nuevos campos y ampliaba al doble la extensión de maíz indio plantado el año anterior. Nadya se ocupaba del huerto próximo a la cabaña, donde había plantado melones, pepinos, calabazas y frijoles.
Una tarde, al volver del sembrado, Jem encontró a Nadya de parto. Estaba tendida en la cama; aferrada a los maderos laterales, jadeando como un animal. Él llenó un cubo de agua en la fuente y le humedeció las sienes con un paño empapado. Se quedó junto a ella. Nadya se aferró desesperadamente a su mano y empezó a gemir de un modo rítmico y desvalido.
El sol se puso y llegó la noche. Jem dejó la cabecera de la cama para hacer fuego y encender un par de velas. A su luz temblorosa, advirtió un movimiento al otro lado de la puerta entreabierta. El lobo blanco estaba al otro lado de la cerca del corral, como un fantasma emanado de la neblina que cubría el prado. Jem dejó la puerta entornada.
Primero nació una niña, toda roja y llorona, con abundante pelo negro en la cabeza. Luego un varón, tan colorado como su hermana y que se puso a berrear por lo menos con tanta fuerza como ella.
—Llévalos a la puerta —dijo Nadya—. Deja que vean lo que hay afuera. Haz que vean la luna. Necesitan conocer a la luna. Lo van a heredar de mí.
Él los llevó en brazos; eran tan pequeños que apenas pesaban. El lobo estaba en el prado, del lado interior de la cerca. Jem alzó a los dos bebés.
—Mirad —les dijo—. Mirad el mundo; mirad la luna.
La niña agitó sus manitas rojas en el aire y, al tocarle la barba, intentó atrapar lánguidamente aquellos cabellos hirsutos. Como no lo conseguía, rompió a llorar. Su hermano le hizo coro. El lobo ladró, luego alzó la cabeza y aulló para acompañar a los dos bebés.
—Siéntate a mi lado —dijo Nadya y él le llevó a los dos pequeños—. Preciosos bebés. Les enseñaré a cazar. —Buscó los ojos de Jem con la mirada—. Lo heredarán de mí, Jem…, estoy segura. ¿Te importa?
—Serán dos buenos cazadores —respondió él.
Afuera, el lobo ladró una vez, luego aulló, una larga y solitaria llamada tan frágil y fría como la luz de la luna en cuarto creciente. Los niños, asustados por el aullido, empezaron a llorar de nuevo.
Jem se sentó al sol en el tocón de un árbol y se dedicó a pulir las últimas asperezas de un juguete de madera de cedro que había tallado para los niños. La hierba del prado estaba verde y lozana. La vaca había parido su ternero, justamente una semana después del nacimiento de los mellizos. Las hortalizas y el maíz indio del sembrado florecían.
El día era caluroso. Nadya puso una manta sobre la hierba y se sentó en ella. La niña mamaba. El niño estaba tumbado boca arriba y agitaba sus manitas en el aire. Habían llamado a la niña Neka, como la madre de Jem, y al niño Alek, como el padre de Nadya.
—Eres tan ansiosa —murmuraba Nadya a Neka—, tan feroz… —Se volvió a mirar a Jem—. Será una buena cazadora.
Un pájaro voló sobre sus cabezas. Alek estiró los brazos hacia su sombra e hizo un puchero en vista de que no pudo alcanzarlo. Jem se inclinó hacia él y le tendió el juguete recién acabado, una tosca figura que representaba a un lobo en plena carrera. Alek cerró sus deditos en torno al juguete. Luego se llevó el lobo a la boca y empezó a chupar la cabeza de madera pulida.
—Los dos serán buenos cazadores —dijo Jem.