l Valle del Hielo Eterno se encuentra corriéndose hacia la parte más abrupta de las Montañas Rocosas en sus límites con el Canadá.
La expedición la dirigía Tom Dalroy y la componían cuatro hombres —decididos a hacer fortuna cazando zorros en la región en que abundan los más hermosos y cuyas pieles se pagan más caras.
El noruego Jorgensen era el más decidido de los tres, una verdadera excepción de su raza por esa causa, más no en realidad por lo que tocaba a su fortaleza física a toda prueba, y siempre en condiciones de darnos una sorpresa con alguna nueva hazaña muscular.
Tom Dalroy, sin embargo, era el alma y el nervio de la expedición; su audacia rayaba en la temeridad: siempre fue primero en el ataque y último en la retirada. En cuanto a Daniel Moore, podía decirse en justicia que era el teniente de Dalroy y un buen teniente, a fe: poseía las cualidades del primero en grado menos exaltado. Yo no era otra cosa que el hombre necesario para alegrar las veladas; es decir, el menos fuerte de los cuatro.
Hicimos una entrada triunfal en el Valle del Hielo Eterno. Media docena de zorro cayeron en nuestras manos, y eran bellos zorros plateados cuyas pieles medían un metro ochenta.
El buen principio alegró a Dalroy, pero entristeció un poco a Moore.
—Yo siempre he oído decir —murmuró el último— que buenos principios tienen finales malos.
Yo no le dejé proseguir sus manifestaciones pesimistas. Mi buen humor se desataba frente a su cara trágica. Naturalmente, Jorgensen me acompañó en la tarea de decir alegres bromas y Dalroy secundaba nuestro buen humor riéndose con toda la fuerza de sus pulmones. Era un espectáculo extraño aquella risa sonora en un valle cubierto de nieve y de silencio.
El segundo día, gracias a una buena serie de trampas, fue más afortunado que el primero: once zorros de magnífico pelaje engrosaron nuestra provisión de pieles. En verdad aquel era el Paraíso de los Zorros; y lo era así, efectivamente, porque muy escasos cazadores se aventuraban por aquella, región apartada del hombre y sus ciudades, y en la que el peligro menor consistía en quedar sepultado bajo los aludes que bajan con frecuencia de las montañas arrancando de cuajo los robustos pinos; o ser sorprendidos fuera de las casetas —que todo cazador previsor se construye antes de entrar de lleno en la aventura— por uno de esos temporales de nieve que se burlan de los abrigos de lana y las pieles espesas y que ciegan al hombre de más vitalidad y le sepultan bajo un manto de nieve traicionera, solificándole.
Sin embargo, ninguno de nosotros temía los rigores de la Naturaleza. Era mayor nuestro miedo por las manadas de lobos hambrientos, de las que teníamos referencias harto desagradables.
Nuestros primeros quince días fueron maravillosos. Entre los cuatro cazamos ochenta y tres zorros. Nuestro límite era quinientos.
Pero la región que explotábamos empezó a ser abandonada por los zorros, y no tuvimos más remedio que internarnos hacia el norte. Al mes de entrar en el Valle del Hielo Eterno nos hallábamos a ciento cincuenta kilómetros del centro de vida más cercano.
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Una mañana salimos los cuatro Juntos a colocar nuestras trampas. Caía la nieve sin fuerza de tempestad, pero el cielo oscurecíase cada vez más y era seguro que hacia el atardecer empezaría a soplar la ventisca. Nuestro trabajo de la mañana iba a ser inútil completamente. La noche anterior habían aparecido los primeros lobos. El fuerte viento les arrojaba de sus guaridas del norte. Juzgando que nos habíamos alejado demasiado de nuestro campamento, Moore observó a Dalroy la conveniencia del regreso, y, en efecto, instantes después emprendimos el camino de retorno en tanto que el cielo se ponía cada vez más amenazador.
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De pronto, un agudo dolor me arrancó un grito ahogado y al mismo tiempo caí de bruces sobre la nieve. Una de nuestras trampas me había aprisionado el tobillo derecho. Acudieron a socorrerme. La herida no habría sido gran cosa sí, al dar el paso hacia delante, eso no me hubiera ocasionado la luxación del tobillo. Jorgensen me cargó sobre sus robustas espaldas. Moore lanzaba maldiciones.
—Este es el principio de nuestra mala racha —afirmó.
Aunque sintiendo agudos dolores, le contesté con dos o tres bromas.
Faltaba un buen trecho para llegar al campamento, cuando Dalroy nos sorprendió disparando su carabina. Volví el rostro y miré. No menos de una veintena de anímales, que, a la distancia semejaban lobos se destacaban a cien metros entre los pinares y, entre ellos, parecía hallarse un ser humano. Pero tal aseveración era ridícula: ¿qué ser humano iba a permanecer vivo un minuto entre una veintena de lobos?
Volví a mirar cuidadosamente, y entonces me sorprendieron las voces sucesivas de mis compañeros.
—Son perros esquimales —dijo Moore.
—Te digo que son lobos —contestó Dalroy con inquietud.
—¿Y el hombre? —interrumpió Jorgensen.
Cinco minutos después todos estuvimos de acuerdo con Dalroy: eran lobos, y a la cabeza de la manada destacábase un ser humano.
Aunque se acercaban velozmente, no les tuvimos miedo: con ellos venía un hombre. A veinte metros de distancia nos dimos ya perfecta cuenta: eran dingos1, y el ser humano un piel roja que llevaba una carabina en la mano. Esperamos a que se detuviera aquella extraña caravana; pero lejos de detenerse frente a nosotros, aquel pequeño diablo rojo lanzó un aullido penetrante, parecido al de un lobo, y los dingos enseñaron los dientes, en tanto que el más audaz se lanzaba contra Dalroy. La sorpresa fue mortal. Vimos todos cómo el muchacho apuntaba a Dalroy con su carabina, y cómo caía este antes de que el lobo hiciera presa en su garganta. Había sonado el disparo y fue el pequeño diablo rojo quien lo hizo.
Pero la de Dalroy había sido tan solo una maniobra audaz: no estaba herido Se levantó cuando pasó el lobo sobre su cuerpo, impulsado por la fuerza del salto, lanzándose a su vez hacia el diablillo rojo, a quién sujetó con su potente brazo por el cuello como a un muñeco.
A todo esto, Jorgensen, sin soltarme, con la mano derecha disparaba su revólver batiéndose en retirada con Moore, y yo, a pesar del dolor que me producía el tobillo, peleé también bravamente por la vida de todos desde mi atalaya humana.
Sin embargo, Dalroy llevaba la mejor parte. Arrastrando al pequeño diablo rojo, parecía servirse de él como de escudo; pero en realidad, lo que hacía era utilizar el extraño poder de aquel muchacho sobre la manada de lobos.
Y así llegamos a la caseta. Los dingos nos acosaban ya de tal forma, que habríamos perecido bajo su empuje si una serie de raros gruñidos, que partían de la garganta del muchacho piel roja, no hubieran contenido a la docena de dingos que deseaban festejarse con nuestra carne. Una pequeña vacilación de ellos fue suficiente para que Moore, Jorgensen y yo nos encerrásemos en la caseta. Dalroy nos lo exigió y nosotros lo hicimos porque vimos que él poseía un talismán mejor que nuestros revólveres: el piel roja. Y, en efecto, no tardó en reunírsenos, secuestrando al pequeño Rey de los Dingos.
Durante los cuatro días que tardamos en dar muerte a los feroces animales que rodeaban nuestro refugio, el pequeño piel roja secuestrado me refirió, en la lengua que ellos hablan —y que a mí me enseñara en mis mocedades el gran jefe Águila Negra—, que, años atrás, su padre había amaestrado a tres perros salvajes, a los que los lobos tienen gran respeto y consideran de los suyos, y que luego se habían unido a la banda los diecisiete restantes. Confesó que se dedicaba al pillaje en el Valle del Hielo Eterno y que su especialidad eran los cazadores de zorros. Así había vivido desde hacía tres años en que su padre, el Gran Pie Negro, muriera. Naturalmente, esto lo confesó después del duro trato que le aplicamos. A sus manos, y entre las fauces de su banda, habían perecido cien «rostros pálidos», según su confesión.
Le llevamos como trofeo a Massachusetts, para arrancar así, de raíz, el grave peligro que había hecho tantas víctimas entre los cazadores de zorros y que aun podía haber seguido haciendo.