PAÍS RELATO

Autores

nikolái leskov

el águila blanca

I
Hay más cosas en la tierra…
Entre nosotros existe la costumbre de empezar así relatos semejantes, escudándose en Shakespeare para evitar los dardos de ciertos «espíritus fuertes» que no admiten lo desconocido. Por mi parte, creo que existen realmente «cosas» muy extrañas e incomprensibles, a las que a veces se da el nombre de sobrenaturales, y confieso que escucho de buena gana los relatos de ese tipo. Por eso, cuando hace un par de años, en un acceso de infantilismo, nos pusimos a jugar a los espiritistas, acepté encantado ingresar en uno de esos círculos cuyos estatutos exigen el tratar únicamente con espíritus desencarnados, con sus apariciones y con su influencia en el destino de los vivientes.
Cada uno de nosotros debía, a su vez, relatar algún incidente fantástico de su propia vida, pero como el arte de la narración no ha sido concedido a todo el mundo, nos preocupábamos muy poco del aspecto artístico del relato. Tampoco se exigían pruebas. Si el narrador afirmaba que el acontecimiento había sucedido, se le creía, o por lo menos se fingía creerle. Nuestra ética lo había decidido así.
Todo aquello me interesaba especialmente desde un punto de vista objetivo. Que existen «más cosas de las que ha soñado la filosofía» es algo que no dudo. Pero, ¿cómo se revelan esas cosas a cada uno de nosotros? He aquí lo que me apasionaba en sumo grado.
Lo que me propongo narrar es un incidente de esa clase, precisamente…
II
El «mártir de servicio», es decir, el narrador de turno, era un personaje bastante bien situado y, además, muy original: Galaktion Illitch, apodado, jocosamente, «el dignatario mal recibido». El apodo era una especie de juego de palabras. En efecto, el padre de Galaktion Illitch había sido siervo y desempeñaba el cargo de bodeguero en una casa noble. Liberado de la servidumbre, se convirtió en filántropo y fundador de iglesias, y en recompensa le concedieron (para esta vida perecedera) una condecoración y (para la vida futura) un lugar en el reino de los cielos. Dio a su hijo una formación universitaria y le hizo un hombre, pero el recuerdo del humilde origen del padre gravitó pesadamente sobre su heredero. Galaktion Illitch ascendió ciertos escalones y fue recibido en el mundo, pero la maledicencia pública le otorgó para siempre el apodo de mal recibido.
Dudo que alguien fuera capaz de juzgar con exactitud la inteligencia y los dones de Galaktion Illitch. En cuanto a lo que podía hacer, todos lo ignoran, desde luego. Se comportaba de un modo sencillo y franco. En los primeros tiempos, gracias a los desvelos de su padre, encontró un empleo en casa del conde Víctor Nikitich Panine, el cual apreciaba al anciano por algunos méritos que únicamente él conocía. Después de haber acogido al hijo bajo sus alas, le hizo cruzar con bastante rapidez el umbral más allá del cual uno empieza a «lanzarse».
De todos modos, hay que creer que poseía ciertas cualidades que permitieron a Víctor Nikitich hacerle ascender. Pero en el mundo, en la sociedad, Galaktion Illitch no obtuvo ningún éxito y no se vio colmado, todo hay que decirlo, de alegrías terrenales. Galaktion Illitch tenía una salud frágil y un aspecto catastrófico. Tan larguirucho como su difunto protector, el conde Víctor Nikitich, carecía de su majestuosa presencia. Por el contrario, inspiraba un espanto mezclado con una sensación de desagrado. Era a la vez un típico palurdo campesino y un verdadero cadáver viviente. Alto, delgado, su piel grisácea parecía encontrarse con dificultades para cubrir su esqueleto. Una frente muy ancha, seca y amarillenta; sobre las sienes, una floración ondulante, pálida y cadavérica. Una nariz corta y achatada, ni rastro de cejas, una boca siempre entreabierta dejando al descubierto unos dientes largos y brillantes, y unos ojos sombríos, glaucos, perdidos en unas órbitas profundas y realmente negras.
Al verle se experimentaba un verdadero terror.
A decir verdad, el físico de Galaktion Illitch había sido, en su juventud, más espantoso todavía. Al envejecer había mejorado, hasta el punto de que se llegaba a soportarle sin horror.
Estaba dotado de un carácter jovial y de un corazón sensible, e incluso, como podremos comprobar muy pronto, sentimental. Le gustaba soñar, y, al igual que la inmensa mayoría de los seres tímidos, escondía sus sueños en lo más profundo de su ser. En su fuero interno era más poeta que funcionario, y estaba ávidamente enamorado de la vida, aunque no se aprovechaba nunca de ella como hubiera deseado.
Llevaba la desgracia consigo, y sabía que le acompañaría implacablemente, fielmente, hasta la tumba. El propio ascenso con que fue recompensado en su servicio escondía para él un profundo cáliz de amargura: sospechaba que el conde Víctor Nikitich le mantenía a su lado en calidad de secretario a causa de la abrumadora impresión que producía. Los visitantes que hacían antesala en casa del conde y que tenían que exponer previamente a Galaktion Illitch el motivo de su visita, perdían la compostura y desfallecían, cosa de la que él no dejaba de darse cuenta. Gracias a él, pues, una entrevista personal con el conde se convertía para todo el mundo en una excursión de placer…
Con el paso de los años, Galaktion Illitch dejó de ser un funcionario cargado de informes y se convirtió en un personaje que recibe informes. Se le confió una misión muy importante y delicada en una ciudad lejana. Y allí fue donde le sucedió la aventura sobrenatural, cuyo relato nos hizo personalmente en el círculo a que antes he aludido.
III
«Hace más de veinticinco años —empezó el dignatario mal recibido— llegaron a San Petersburgo ciertos rumores: el gobernador de la ciudad de P. había cometido, se decía, numerosos abusos de poder. Los abusos alcanzaban una gama muy amplia, con ramificaciones en casi todos los estamentos oficiales. Se decía que el gobernador había propinado, con su propia mano, bastonazos y latigazos, que se había apropiado (de acuerdo con el administrador de sus bienes) de toda la cosecha de vino de la región. Se aseguraba que había ordenado medidas arbitrarias en su provincia, que pretendía examinar el correo, dando curso a las cartas que le complacían y haciendo pedazos o arrojando al fuego las que no eran de su agrado, para abrumar luego con su venganza al remitente y al destinatario. Se decía que encarcelaba a la gente. Y, sin embargo, era un artista por naturaleza. Mantenía una importante y excelente orquesta, adoraba la música clásica y él mismo tocaba muy bien el violoncelo.
Durante mucho tiempo, la cosa quedó en simples rumores. Hasta que un día, un modesto funcionario de la región se presentó en San Petersburgo para hacer un relato detallado de todo el asunto y presentar una denuncia en regla.
En realidad, la denuncia justificaba el inmediato envío de un comité de investigación senatorial. Pero se daba el caso de que el gobernador y el administrador en cuestión gozaban de la estima del difunto emperador. Meterse con ellos no resultaba tan sencillo como parecía. Víctor Nikitich decidió enviar a una persona de toda su confianza para que investigara seriamente el caso. La elección recayó en mí. El conde me llamó.
—Se trata de lo siguiente —me dijo—. He recibido ciertas informaciones absurdas y temo que no tengan el menor fundamento. Sin embargo, antes de adoptar ninguna medida, quiero investigar más de cerca y he decidido encargaros del asunto.
Me incliné y respondí:
—Haré todo lo que esté en mi mano.
—Estoy convencido —continuó el conde— de que puedo confiar en vos para el mejor desempeño de esta misión. Poseéis un don especial, gracias al cual la gente os confesará toda la verdad, en vez de contaros faramallas.
(El don en cuestión —nos explicó el narrador con una amable sonrisa— es mi triste apariencia que engendra la depresión. Pero hay que sacar provecho de lo que nos ha sido concedido).
—Todos vuestros documentos están ya preparados —dijo el conde—, lo mismo que el dinero. Pero vais a ocuparos únicamente de lo que afecta a nuestros servicios. ¿Habéis comprendido? Únicamente…
—Comprendo —dije.
—Tenéis que dar la impresión de que las malversaciones que afectan a los otros servicios no os interesan. He dicho dar la impresión, ya que en realidad debéis descubrirlo todo. Os acompañarán unos funcionarios que ya están advertidos. En cuanto lleguéis, pondréis manos a la obra, simulando que os dedicáis por entero a la revisión de los informes de las cancillerías. De hecho, lo examinaréis todo con la mayor atención… Convocad a los funcionarios locales a fines consultivos, y… adoptad vuestro aire más severo. Y no os deis prisa en regresar. Yo os mandaré aviso cuando estime conveniente que volváis. ¿Cuál es vuestra condecoración más reciente?
—La cruz de San Vladimiro, de segunda categoría, con corona —respondí.
Una de las manos enormes del conde levantó su célebre y pesado pisapapeles «El pájaro muerto», dejando al descubierto su bloc de notas. La otra mano empuñó un gigantesco lápiz de ébano. Luego, sin tratar de ocultarlo a mi vista, escribió mi nombre al lado de la anotación. «Águila blanca».
Así pude conocer la recompensa que me esperaba si desempeñaba con éxito la misión que me había sido encomendada. Salí de San Petersburgo al día siguiente, sin la menor inquietud.
Me acompañaban mi criado Iegor y dos funcionarios del Senado, dos hombres astutos y mundanos.
IV
Llegamos sin ningún tropiezo a la ciudad, alquilamos un apartamento y nos instalamos allí todos, mis dos funcionarios, el criado y yo.
El alojamiento era tan cómodo que me permití rechazar otro más lujoso que me ofreció el gobernador. Como se comprenderá, no sentía el menor deseo de tener que agradecerle nada. Sin embargo, no sólo intercambiamos una visita, sino que fui a su casa un par de veces para escuchar unos cuartetos de Haydn. Por lo demás, no soy un gran aficionado a la música, ni un gran conocedor, y mis contactos con el gobernador se redujeron a lo estrictamente indispensable. No estaba encargado de comprobar su amabilidad, sino sus entuertos…
Debo confesar que el gobernador, un hombre inteligente y hábil, no me importunó con sus atenciones. Simulaba dejar que me ocupara tranquilamente de los archivos y de los informes que entraban y salían, pero yo percibía una especie de hormigueo a mi alrededor. Buscaban a tientas mi lado vulnerable, sin duda para poder sobornarme más tarde.
Para vergüenza del género humano debo confesar que no considero incapaz de intrigar ni siquiera al bello sexo. Empezaron a presentarse damas, cargadas, ora de reclamaciones, ora de peticiones, pero siempre con alguna maquinación en la mente, cosa que nunca dejaba de asombrarme.
Sin embargo, recordé el consejo de Víctor Nikitich: adoptar el aire más severo posible, y las graciosas apariciones empezaron a desvanecerse de mi horizonte, ya que no se sentían a gusto en mi presencia. En cambio, mis funcionarios obtenían muchos éxitos en ese terreno. Yo lo sabía y no les prohibía ni el cortejar, ni el que se hicieran pasar por hombres muy importantes. Incluso me resultaba útil verles evolucionar en ciertos medios y obtener victorias sobre los corazones. Únicamente exigía que no se produjera ningún escándalo y que me tuvieran al corriente de los detalles de la política provincial que parecieran tener cierta importancia a sus ojos.
Hombres concienzudos, hicieron revelaciones: por medio de ellas, todo el mundo trataba de descubrir mis puntos flacos y mis gustos.
En realidad, nunca hubiesen podido conseguirlo porque, a Dios gracias, no me conozco debilidades particulares. Y mis gustos, hasta donde alcanzan mis recuerdos, han sido siempre sumamente sencillos. Toda mi vida he comido frugalmente. Lo más que bebo es un vasito de jerez. En cuanto a los postres —desde niño he sido algo goloso—, prefiero una sandía de Astrakan, una pera de Kurks o un trozo de turrón a las más refinadas elaboraciones de la pastelería. Nunca he envidiado la fortuna, la fama, la belleza o la felicidad de nadie. Si hay algo que me inspira celos, confieso que es la salud. Y la palabra «celos» no define con exactitud lo que siento. La vista de un hombre rebosante de salud no me inspira un despecho que me haga exclamar: «¿Por qué él, y no yo?» Por el contrario, le contemplo con alegría, pensando en el cúmulo de bienandanzas y de placeres que le son accesibles, y me pongo a soñar en la imposible felicidad de gozar de una salud que no me ha sido concedida.
¿Qué placeres podía gustar, tal como era, en el festín de la vida?
De modo que les decía a mis ayudantes:
—Amigos míos, si os preguntan qué es lo que me gusta por encima de todo, contestad que es la salud, y que prefiero a todas las demás a las personas temerarias, dichosas y alegres.
V
Los servicios del gobernador pusieron un funcionario a mi disposición. Estaba encargado de anunciarme a los visitantes, tomar notas y, en caso necesario, comunicarme las señas de los que había que ir a buscar o a visitar para una información. El funcionario había sido escogido para que hiciera juego conmigo: era un hombre de edad indefinida, seco y melancólico. Producía una desagradable impresión, aunque yo le prestaba muy poca atención. Se llamaba, si mal no recuerdo, Ornatski: un nombre magnífico. El nombre de un héroe de leyenda.
Pero he aquí que un día me informaron de que Ornatski estaba enfermo y que habían nombrado a otro funcionario para que le sustituyera.
—¿De quién se trata? —pregunté—. ¿No sería preferible esperar a que Ornatski se ponga bueno?
—¡Oh, no! No se repondrá tan pronto. Ha bebido con exceso y su estado de embriaguez tiene tendencia a prolongarse. Hay que dejarlo al cuidado de la madre de Ivan Petrovitch. En cuanto al nuevo funcionario, no tenéis por qué preocuparos: se trata de Ivan Petrovitch en persona.
Le miré sin comprender. ¿Quién era aquel Ivan Petrovitch en persona del cual me hablaban y que me habían citado dos veces en dos frases?
—¿Quién es ese Ivan Petrovitch? —inquirí.
—Ivan Petrovitch… es el ayudante del Registro. Creí que os habíais fijado en él. Es un hombre muy guapo, y todo el mundo se fija en él.
—No, no me había fijado. Pero, ¿cómo se llama?
—¡Ivan Petrovitch!
—Pero, ¿y su apellido?
—Su apellido…
Mi interlocutor se turbó, se llevó tres dedos a la frente haciendo un esfuerzo por recordar, pero inmediatamente me dirigió una respetuosa sonrisa y añadió:
—Perdonadme, Excelencia, me entró una especie de amnesia y no podía recordarlo. Su apellido es Akvilalbov, aunque nosotros le llamamos sencillamente Ivan Petrovitch, o a veces, en son de broma, «El águila blanca», debido a su belleza. Un hombre excelente, muy apreciado por sus superiores. Como ayudante, gana quince rublos y catorce kopeks. Vive con su querida madre, la cual predice el futuro y cuida a ciertas personas. ¿Permitís que os lo presente? Está esperando.
—Bueno, puesto que es necesario, haced pasar a vuestro Ivan Petrovitch.
«El águila blanca —me dije a mí mismo—. ¡Qué raro! El águila blanca… La condecoración que me espera en San Petersburgo…»
Pero mi interlocutor abrió la puerta, diciendo:
—Pasad, Ivan Petrovitch.
No puedo describirle sin incurrir en cierta exageración, sin recurrir a unas hipérboles que juzgaríais excesivas. No obstante, os garantizo que si desplegara todos mis esfuerzos para describiros a Ivan Petrovitch, mi cuadro no pondría de manifiesto ni la mitad de las bellezas del original.
Delante de mí se erguía una verdadera «Águila blanca», una verdadera Aquila alba, tal como se la representa en las fiestas de gala en la morada de Zeus. Un hombre alto, fuerte, pero maravillosamente proporcionado y exudando un tal aire de salud que uno imaginaba fácilmente que no había conocido nunca la fiebre ni la enfermedad, el aburrimiento ni la fatiga. Reventaba de salud, pero no de un modo grosero, sino con evidente armonía, con evidente atractivo. La tez de Ivan Petrovitch era de un rosa tierno con unas mejillas rosa intenso, enmarcadas por una cabellera muy rubia y muy rizada. Tenía exactamente veinticinco años. Sus ojos eran azules. Para resumirlo en una palabra, el legendario Bogatyr Tchurile Aplenkovitch no podía ser más bello. Añadid, además, una mirada franca, alegre, comprensiva, y tendréis la imagen del hombre. Llevaba un uniforme impecable.
Le contemplé unos instantes en silencio. Luego, sabiendo la desagradable impresión que produzco cuando se me ve por primera vez, dije sencillamente:
—Buenos días, Ivan Petrovitch.
—Mis respetos, Excelencia —me respondió con una voz cordial, que me fue muy simpática.
Al tiempo que daba a su respuesta una entonación militar, había sabido matizarla con arte, infundiéndole un ligero acento de familiaridad destinado a facilitar nuestra conversación.
No encontrando ningún motivo para impedir que Ivan Petrovitch continuara en aquel tono, le dije que me complacía mucho conocerle.
—Por mi parte, lo considero un honor y un placer —me respondió, permaneciendo en pie, pero colocándose un paso más adelante de su introductor.
Intercambiamos unas frases amables. El introductor se marchó, mientras Ivan Petrovitch se quedaba en la antesala.
Una hora más tarde le llamé.
—¿Tenéis una buena caligrafía? —le pregunté.
—Tengo un carácter de letra muy firme —me respondió, para añadir inmediatamente—: ¿Queréis que os escriba algo?
—Os lo agradecería.
Se sentó en mi escritorio y un momento después me entregó una hoja de papel en la cual había escrito, con trazos que revelaban «un carácter firme»:
La vida nos ha sido concedida para que la gocemos. Ivan Petrovitch Akvilalbov.
Lo leí y me eché a reír: ninguna fórmula parecía encajar mejor con él. «La vida nos ha sido concedida para que la gocemos».
Para él, toda la vida era un goce.
¡Aquel hombre era de mi agrado!
Le hice copiar, en mi propio escritorio, un documento sin importancia. Lo copió rápidamente, sin el menor borrón.
Luego nos separamos. Ivan Petrovitch se marchó y yo me quedé solo, entregado a mi enfermiza melancolía. Sin saber por qué, mis pensamientos volvieron entonces a «él», a Ivan Petrovitch. ¡No era probable que él se abandonara a la melancolía, o se quejara! La vida le había sido concedida para su goce. Y, ¿dónde la pasaba tan gozosamente, con sus quince rublos? Sin duda era afortunado en el juego. O, quién sabe si las esposas de los ricos comerciantes… Con su apostura y aquel uniforme, todo era posible.
Estaba sentado delante de un montón de expedientes y de protocolos, pero sólo pensaba en bagatelas que no tenían ninguna relación con mi trabajo…
En aquel momento, mi criado me anunció que había llegado el gobernador.
Salí a su encuentro.
VI
El gobernador me dijo:
—Mañana doy un concierto en mi casa. Me atrevo a esperar que será bueno. Asistirán varias damas. He venido a visitaros y a invitaros a una taza de té. Creo que el distraerse un poco os sentará bien.
—Os quedo muy agradecido, pero, ¿por qué imagináis que tengo necesidad de distraerme?
—Me lo ha sugerido Ivan Petrovitch.
—¡Ah, Ivan Petrovitch! ¡El funcionario que está a mi servicio! ¿Le conocéis?
—¡Naturalmente! ¿Quién no conoce a Ivan Petrovitch? Nuestro latinista, nuestro artista, nuestro corista. ¡Pero no es un aprovechado!
—¿De veras?
—Es feliz como Policrates. No necesita mezclarse en negocios más o menos turbios. En la ciudad, es el favorito de todo el mundo, el elemento indispensable de todas las distracciones.
—¿Músico?
—Es maestro en todo: canto, juego, danza… Ivan Petrovitch está en todas partes. Donde hay un festín, allí se encuentra Ivan Petrovitch. ¿Se organiza una diversión o un espectáculo con fines benéficos? Allí está Ivan Petrovitch. Sabe repartir los lotes y presentar los objetos de un modo atractivo; pinta los decorados, de pintor se convierte en actor, y representa cualquier papel. Resulta maravilloso verle convertido en un rey, en un confidente, en un amante apasionado… Pero los papeles que representa a la perfección son los de vieja.
—¿Cómo? ¿Incluso los papeles de vieja?
—Sí. ¿No es extraordinario? Y, precisamente, voy a confiarle que preparo, con la ayuda de Ivan Petrovitch, una pequeña sorpresa para la velada de pasado mañana. Habrá unos cuadros plásticos. Ivan Petrovitch los pondrá en escena. Desde luego, algunos de los cuadros están concebidos para las damas que desean hacerse admirar, pero tres de ellos tendrán la calidad suficiente para complacer a un verdadero artista.
—¿Y va a crearlos Ivan Petrovitch?
—Sí, él mismo. Los cuadros representarán a Saúl en casa de la pitonisa de Endor. El tema, naturalmente, es bíblico; la distribución de los personajes tiene algo de pomposo, de académico, pero no importa. La atención general estará centrada en Ivan Petrovitch, especialmente cuando aparezca nuestra sorpresa, al principio del segundo cuadro. Puedo revelaros el secreto. Al levantarse el telón veréis a Saúl, un rey de pies a cabeza. Irá vestido como los demás. No llevará nada que le distinga, ya que, según los textos sagrados, Saúl llega a casa de la pitonisa disfrazado, a fin de que ella no le reconozca, aunque no puede dejar de reconocérsele. Es un verdadero monarca. Aquí cae el telón y el personaje cambia rápidamente de posición: Saúl está posternado delante de la sombra de Samuel, que acaba de aparecer. Es como si hubiera desaparecido Saúl, pero a cambio veréis al sorprendente Samuel revestido con una mortaja, un profeta inspirado, con los rasgos llenos de majestad, de fuerza, de sabiduría, los rasgos de un hombre que podía ordenar al rey «que subiera a Bethel y a Guilgal».
—¿Ivan Petrovitch, también?
—¡Desde luego! Pero no es eso todo. Continuando con la epopeya, contemplaréis una nueva escena de la vida de Samuel, pero esta vez sin Saúl. La sombra ha desaparecido. El rey y su escolta han salido. Sólo se ve, a través de la puerta, la punta del manto que envuelve al último figurante que se aleja. En el escenario, la pitonisa se queda sola…
—¿Ivan Petrovitch, también?
—¡Desde luego! Pero no veréis a una de esas brujas que aparecen en Macbeth… Ni trances, ni contorsiones, ni muecas; un rostro que conoce lo que las filosofías no han soñado nunca. Veréis lo terrible que resulta hablar con un ser salido de la tumba…
—¡Me lo imagino! —dije, muy lejos de pensar que antes de tres días tendría ocasión, no de imaginar, sino de sufrir aquel suplicio…
Pero eso sucedió más tarde. El presente parecía estar lleno de Ivan Petrovitch, aquel bon vivant semejante a un pequeño champiñón surgido del musgo después de una lluvia fecunda; no ha crecido aún, pero se le ve en todas partes. Todo el mundo lo mira y dice, sonriendo: «¡Qué bonito es!»
VII
Ya os he contado lo que decían de él el introductor y el gobernador. Cuando tuve la curiosidad de preguntar si alguno de mis dos acólitos había oído hablar de él, puesto que los dos concurrían a reuniones y fiestas, empezaron a hablar al mismo tiempo. Habían encontrado a Ivan Petrovitch. Era encantador. Cantaba muy bien, acompañándose a la guitarra o al piano. ¡También a ellos había sabido complacerles! Al día siguiente, el arcipreste me hizo una visita. Desde que yo frecuentaba su iglesia venía cada domingo a traerme pan bendecido y a despotricar santamente contra los unos y los otros. Nadie encontraba gracia a sus ojos, ni siquiera Ivan Petrovitch. En cambio, aquel piadoso delator conocía, no sólo la naturaleza de las cosas, sino también sus orígenes. De repente, empezó a hablarme de Ivan Petrovitch.
—Os han cambiado vuestro subordinado. Lo han hecho con un propósito definido.
—Me han asignado —dije— a un tal Petrovitch…
—¡Desde luego, desde luego! Estamos enterados de todo. El colega al cual sustituí en esta ciudad, con la misión de velar por los huérfanos, le bautizó. Su padre pertenecía a la nobleza de toga. La madre es Kyra Hipolitovna… Sí, lleva ese nombre encantador. Lo abandonó todo para seguir al padre del joven, arrastrada por un loco amor. Sin embargo, no tardó en gustar toda la amargura del filtro del amor. Luego se quedó viuda.
—¿Y ella ha educado a su hijo?
—¿De qué educación estáis hablando? Hizo unos cursos en el Instituto, y luego entró de copista en el palacio de justicia. En la actualidad es ayudante. Pero tiene mucha suerte: el año pasado ganó un caballo y una silla en la lotería, y ahora caza con el gobernador. También ganó un piano. Yo compré cinco billetes y no gané nada, y él, con uno solo… También es profesor de música de Tatiana.
—¿Tatiana? ¿Quién es ella?
—Una huérfana a la que tienen recogida en su casa. No es fea… Él la está educando.
Nos pasamos el día hablando de Ivan Petrovitch…
VIII
La mañana del día en que Ivan Petrovitch tenía que actuar en casa del gobernador y asombrar a todo el mundo con sus cuadros plásticos, no quise retenerle, pero él se empeñó en quedarse hasta la hora de la cena. En un momento determinado le dije, bromeando, que tenía que casarse, y él me respondió que prefería quedarse «solterona». Le invité a que me acompañara a San Petersburgo.
—No, Excelencia —replicó—, aquí todo el mundo me quiere, y además está mi madre, y tenemos recogida a una huérfana. Las quiero mucho, pero comprendo que San Petersburgo no es para ellas.
¡Un joven sorprendente, desde luego! Le felicité por el apego que demostraba a su madre y a la huérfana, y nos separamos tres horas antes de que empezaran los cuadros plásticos.
Al despedirnos, le dije:
—Espero con impaciencia veros bajo mil aspectos distintos.
—¡Me veréis demasiado! —respondió Ivan Petrovitch.
Se marchó. Cené solo y luego descabecé un sueñecito en una butaca, a fin de estar más despejado por la noche, pero el recuerdo de Ivan Petrovitch no me dejó dormir, y no tardó en presentarse en persona de un modo muy raro. Entró súbitamente en la habitación donde yo me encontraba, dio un puntapié a las sillas que estaban en el centro de la estancia y me dijo:
—Aquí estoy. Miradme cuanto queráis, pero os doy las gracias humildemente, ya que me habéis echado el mal de ojo. Me vengaré.
Me desperté, llamé a mi criado y le ordené que me preparara la ropa para salir. Me sentía aturdido, ya que en mis sueños había visto a Ivan Petrovitch con un realismo sorprendente…
Llegué a casa del gobernador. Todo estaba iluminado y había ya numerosos invitados. El gobernador en persona salió a mi encuentro y me susurró:
—Lo mejor del programa ha fallado: no podrán representarse los cuadros plásticos.
—¿Qué ha sucedido?
—¡Pssst, pssst! No quiero hablar en voz alta, para no enrarecer el ambiente. Ivan Petrovitch ha muerto.
—¿Cómo? ¿Ivan Petrovitch… muerto?
—¡Sí, sí, sí! Ha muerto.
—No es posible… Hace tres horas estaba en mi casa, rebosante de salud…
—Pues bien, al regreso de vuestra casa, se tendió en un diván y no volvió a levantarse. Y… debo advertiros una cosa. Su madre está tan trastornada que podría presentarse en vuestra casa e intentar alguna locura… La desdichada está convencida de que sois el responsable de la muerte de su hijo.
—¿Yo? ¿Acaso le envenenaron en mi casa?
—Ella no dice eso.
—Entonces, ¿qué es lo que dice?
—Que le echasteis el mal de ojo.
—Disculparme, pero, ¿qué clase de tontería es ésa?
—¡Sí, sí, sí! —asintió el gobernador—. Desde luego, son tonterías, pero ésta es una ciudad provinciana. La gente cree más en lo absurdo que en lo lógico. Evidentemente.
En aquel momento, la esposa del gobernador me propuso jugar una partida de cartas. Me senté a la mesa, pero no podría describiros lo que tuve que soportar durante aquella torturadora partida. En primer lugar, me sentía acosado por el recuerdo de aquel joven encantador, al que había admirado tanto y que ahora se encontraba tendido sobre una mesa. Después, me parecía que todo el mundo cuchicheaba mi nombre y me señalaba con el dedo, diciendo: «El mal de ojo, el mal de ojo…» Únicamente oía aquellas estúpidas palabras. Finalmente, permitidme confesaros que veía al propio Ivan Petrovitch en todas partes. ¿Acaso tenía la vista nublada? Le veía doquiera que mirara… Ora deambulaba por el gran salón desierto donde se abrían todas las puertas a su paso, ora estaba al lado de dos personas cuya conversación escuchaba atentamente. Luego, repentinamente, surgía junto a mí y espiaba mis cartas. Como es natural, mi juego era pésimo, con gran desesperación de mi encantadora pareja. Al final, los otros empezaron a darse cuenta de que sucedía algo raro y el gobernador me susurró al oído:
—Es Ivan Petrovitch. Se dedica a estropearos la partida. Se está vengando.
—Sí —dije—, estoy trastornado, en efecto, y no me encuentro bien. Discúlpenme.
Me levanté de la mesa y regresé inmediatamente a mi casa. Pero durante el trayecto en trineo, Ivan Petrovitch no me abandonó un solo instante. Se sentó a mi lado, luego junto al cochero… Pensé si se trataría de alucinaciones producidas por la fiebre.
Al llegar a mi casa fue todavía peor. Apenas me había acostado y apagado la luz, Ivan Petrovitch vino a sentarse en el borde de la cama para decirme:
—Es cierto que me habéis echado el mal de ojo y que he muerto a causa de ello. De no ser así, ¿por qué había de morir tan joven, veamos? Me querían tanto… Y mi querida madre, y Taniucha, que no había completado su educación… ¡Qué espantoso pesar para ellas!
Llamé a mi criado y, a pesar de que me avergonzaba hacerlo, le ordené que se acostara sobre la alfombra, cerca de mí. Pero a Ivan Petrovitch no pareció importarle: continuó irguiéndose ante mis ojos, como si tal cosa.
Me pregunto cómo pude soportarlo hasta la mañana siguiente. A primera hora envié a uno de mis acólitos a la casa de la madre del difunto, para que le entregara, con la mayor discreción posible, la suma de trescientos rublos para el funeral.
Regresó con el dinero.
—No ha querido aceptarlo.
—¿Qué os ha dicho? —pregunté.
—Me han dicho: «No lo necesitamos. Ivan Petrovitch será enterrado gracias a los cuidados de algunas buenas personas».
(Por lo tanto, yo me encontraba entre las malas).
En cuanto a Ivan Petrovitch, bastaba que pensara en él para que se me apareciera inmediatamente.
A última hora de la tarde no pude contenerme por más tiempo. Tomé un fiacre y fui a echar una última mirada a los restos mortales de Ivan Petrovitch.
«Es la costumbre —me dije a mí mismo—, de modo que no molestaré a nadie».
Metí en mis bolsillos todo el dinero que pude, con la intención de rogarles que lo aceptaran, aunque sólo fuera por Tania.
IX
Le vi.
Estaba tendido, el «Águila blanca», como abatido por un disparo.
Tania estaba allí. Era, en efecto, una hermosa muchachita de unos quince años, vestida de luto; no cesaba de arreglar al difunto, de alisarle los cabellos, de besarle.
¡Qué escena más desgarradora!
Le pregunté a Tania si podía hablar unos instantes con la madre de Ivan Petrovitch.
La joven me hizo señas de que esperara y entró en otra habitación; poco después abrió la puerta y me invitó a pasar. Sin embargo, apenas había entrado cuando una anciana que estaba sentada se puso en pie y se disculpó:
—No, perdonadme. Me equivoqué al pensar que tendría fuerzas para resistirlo. No puedo veros.
Salí de la habitación. No me sentía vejado ni turbado, simplemente oprimido. Me volví hacia Tania:
—Tal vez tú, que eres joven, querrás demostrarme un poco de bondad. ¿Crees que podía desearle algún daño a Ivan Petrovitch, y menos su muerte?
—No lo creo —respondió Tañía—. Nadie podía desearle ningún daño. Todos le querían.
—Durante los dos o tres días que estuvo conmigo, también yo empecé a quererle.
—Sí —dijo Tania—. ¡Oh! Esos espantosos dos o tres días. ¿Por qué han existido? Mi tía ha reaccionado de ese modo a causa del gran dolor que siente. Yo os compadezco.
Me tendió sus manos, y las estreché entre las mías.
—Te agradezco mucho tus generosos sentimientos —dije—. Hacen honor a tu buen corazón y a tu prudencia. ¿Cómo pueden creerse esas tonterías? ¡Decir que yo le había echado mal de ojo!
—Yo no las creo —afirmó Tania.
—Entonces, quiero que me hagas un favor. Te lo pido por amor a él.
—¿Qué favor?
—Acepta este sobre… Contiene un poco de dinero. Es para las necesidades de la casa… para tu tía.
—No lo aceptará.
—Para ti, entonces, para tu educación, en la que Ivan Petrovitch había puesto tanto empeño. Estoy absolutamente convencido de que él lo aprobaría.
—No, muchas gracias, no puedo aceptarlo. No he aceptado nunca nada de nadie sin reciprocidad.
—Lo siento… Eso significa que me tienes mala voluntad.
—No, no estoy enfadada. Y voy a demostrároslo.
Abrió un manual de francés que estaba sobre la mesa, sacó febrilmente una fotografía de entre sus páginas y me la entregó, diciendo:
—Es una fotografía de Ivan Petrovitch. Él mismo la puso ahí, para señalar la página. Aceptadla como un recuerdo mío.
Allí terminó nuestra entrevista. Al día siguiente enterraron a Ivan Petrovitch. Permanecí ocho días más en la ciudad, presa siempre de mis tormentos. Por la noche no podía pensar en dormir. Tendía el oído al menor ruido. Abría las ventanas para captar al menos una voz humana que ascendiera de la calle. Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Pasaban dos hombres… escuché con atención… hablaban de Ivan Petrovitch y de mí.
—Aquí es donde vive ese demonio que le echó el mal de ojo a Ivan Petrovitch…
Un transeúnte canta de regreso a su hogar en medio de la noche tranquila. Oigo la nieve que cruje bajo sus pasos y la letra de su canción: «¡Ah, yo era un gallardo…!» Espero a que el cantor llegue a la altura de mi ventana. Le miro: ¡es Ivan Petrovitch en persona!
Y he aquí que, para colmo de males, el arcipreste me honra con su visita para susurrarme al oído:
—El mal de ojo… las coincidencias… son cosas que existen… Pero Ivan Petrovitch fue envenenado…
(¡Qué suplicio!)
—Pero, ¿quién pudo envenenarle, y por qué?
—Temían que hablara más de la cuenta con vos… Es una lástima que no le hayan practicado la autopsia. Hubieran encontrado un veneno.
(¡Señor, líbrame al menos de esa sospecha!)
Finalmente recibí una carta inesperada y confidencial del jefe de la Cancillería, dándome cuenta de que el conde me ordenaba regresar inmediatamente a San Petersburgo.
Hice mis preparativos en un par de días y emprendí el viaje de regreso.
Durante el camino, Ivan Petrovitch no se quedó atrás. Aparecía y desaparecía repentinamente. Pero, fuera por el cambio de ambiente, fuera porque el hombre se acostumbra a todo, ahora yo había recobrado el valor e incluso me acostumbré a él. A veces se mofaba de mí, pero ya no me importaba. Él me hacía una mueca:
—¡Te he atrapado!
Y yo contestaba:
—Pero tú no has llegado a aprender el francés.
Y él replicaba:
—¿Para qué necesitaba aprenderlo? Ahora lo chapurreo aprisa, y solo.
X
En San Petersburgo me di cuenta de que no estaban descontentos de mí. Sucedía algo peor: me contemplaban con una especie de conmiseración, de un modo muy raro.
Víctor Nikitich me recibió sólo un instante y no hizo ningún comentario, pero más tarde le confió al director, casado con una prima mía, que me había encontrado muy desmejorado.
No hubo explicaciones.
Una semana después se celebró la Navidad, y luego el Año Nuevo. Naturalmente, se produjo el bullicio de las fiestas, la espera de las condecoraciones. Yo no me preocupaba demasiado, puesto que ya sabía la que iban a otorgarme: «El águila blanca». Mi prima, la que estaba casada con el director, me había regalado ya el prendedor y la cinta. Los coloqué encima de mi escritorio, al lado de un sobre que contenía cien rublos destinados al mensajero que me trajera el decreto.
Aquella noche, mientras dormía, Ivan Petrovitch me despertó dándome un codazo en el costado. Luego se llevó el pulgar a la punta de la nariz y agitó la mano, en un expresivo gesto de burla. En vida había sido siempre un joven delicado, pero ahora, por lo visto, estaba adquiriendo unos modales desvergonzados. Me dijo:
—De momento, esto es suficiente. Tengo que ir a ver a la pobre Tania.
Y se volatizó.
Por la mañana, cuando me levanté, esperé inútilmente al mensajero que debía traerme el decreto. Finalmente, me dirigí a casa de mi primo para saber lo que pasaba.
—No lo entiendo —me dijo—. Una cosa decidida, y ahora nada. Es muy raro. A no ser… Verás, el conde me dijo que había no sé qué historia que te perjudicaba un poco… Cierto funcionario murió de un modo sospechoso al salir de tu casa… ¿Qué es lo que sucedió?
—Dejemos eso, por favor —murmuré.
—No, espera… El conde me ha interrogado más de una vez interesándose por tu estado de salud. Varias personas de aquella ciudad le han escrito. Entre otras, el limosnero general, el arcipreste… ¿Cómo pudiste dejarte comprometer en un asunto tan extravagante?
Me callé. ¿Qué podía decir?
En cuanto a Ivan Petrovitch, desapareció, y no volví a verle hasta tres años después, día por día, en que se presentó para despedirse definitivamente de mí. Aquella visita fue la más «tangible» de todas.
XI
Volvió Navidad, y el Año Nuevo. Otra vez se esperaron las condecoraciones. Hacía mucho tiempo que pasaban por debajo de mi nariz, pero ya no me preocupaba. ¿Que no me la concedían? Bueno, peor para mí. Celebramos la Nochevieja en casa de mi prima. Una fiesta muy animada. Muchos invitados. De repente, en medio de una conversación general, oí estas palabras:
—Ahora, mis peregrinajes han terminado. Mi madre está conmigo. Taniucha se ha casado con un hombre de bien. Daré una última vuelta, y me marcharé definitivamente.
Y de pronto empezó a cantar:
Adiós, adorada,
adiós, patria mía…
Era él, no me cabía duda. No iba a faltarme compañía…
Efectivamente, pasó por delante de mí, embutido en su impecable uniforme. Al cabo de unos instantes la puerta principal se cerró con tal estrépito, que toda la casa retembló.
Mi primo y sus criados se precipitaron al vestíbulo para comprobar si alguien se había deslizado hasta los abrigos de los invitados. Pero todo estaba en su lugar, y la puerta tenía echado el cerrojo… Me callé, temiendo que salieran a relucir de nuevo mis alucinaciones… y que volvieran a informarse acerca de mi estado de salud. La puerta se había cerrado de golpe, sencillamente. Como si no hubiera mil motivos para ello…
Esperé una ocasión favorable para no regresar solo a mi casa. Llegué sin el menor tropiezo.
Mi criado no era ya el que había hecho el viaje conmigo, sino otro. Me abrió la puerta, algo adormilado, y me alumbró el camino. Pasamos por delante de mi pequeño despacho y vi un objeto envuelto en un papel blanco. Me acerqué a mirar. Era el prendedor y la cinta que mi prima me había regalado para la famosa condecoración. Lo guardaba en uno de los cajones, bajo llave. ¿Cómo era posible que estuviera allí? Evidentemente, me dirían: «Ha salido del cajón por su propio impulso, sin darse cuenta». ¿Para qué discutir? Sobre mi mesilla de noche había un sobre, con mis señas, escritas por la misma mano que había trazado «La vida nos ha sido concedida para que la gocemos».
—¿Quién ha traído este sobre? —le pregunté al criado.
Me mostró la fotografía de Ivan Petrovitch, que yo conservaba en memoria de Taniucha.
—Ese caballero.
—¡Te equivocas!
—No, le he reconocido inmediatamente.
En el sobre encontré una copia de mi decreto; me condecoraban con el «Águila blanca». Y, lo que es mejor, pude dormir toda la noche, a pesar de que oía a alguien que canturreaba en alguna parte una cancioncilla absurda:
En revancha, en revancha,
iré a las contradanzas…
Mi experiencia en la materia, adquirida gracias a Ivan Petrovitch, me permitió comprender que era él, que se alejaba definitivamente, canturreando en francés. Nunca más vendría a molestarme.
Así fue. Se vengó de mí, y luego me perdonó. Una cosa comprensible. Pero, ¿por qué ha de estar todo tan embrollado, tan enmarañado, en el mundo de los espíritus? Una vida humana, que tiene tanto valor, es vengada por medio de un miedo estúpido, y luego por medio de una condecoración. La salida hacia las esferas superiores va acompañada de una grotesca cantinela:
En revancha, en revancha,
iré a las contradanzas…
¡Es eso, precisamente, lo que no consigo entender!