Recuerdo la primera vez que vi a Raymond Fleuris.
Ocurrió durante la clase de séptimo grado de la señora Harper. Yo estaba mirando por la ventana el aparcamiento situado delante de la escuela. No ocurría nada de particular en el aparcamiento, pero de todos modos parecía muchísimo más interesante que las explicaciones de la Vieja Dama Harper sobre la división de polinomios. Entonces vi el camión remolque.
Los remolques viejos y despintados no son lo que podríamos calificar de inusuales en el condado de Choctaw, pero este venía a ser lo menos parecido a un vehículo de motor que podía haberse considerado jamás con derecho a rodar por las calles de Seven Devils, Arkansas. Los laterales estaban remendados con tablas clavadas de cualquier manera y hojalata pintada sujeta con alambres mohosos. El chasis estaba comido por el orín. Rodaba muy próximo al suelo, dando tremendas sacudidas en cada bache. El protector delantero iba unido al parachoques con un alambre enrollado, saliva y una jaculatoria.
Contemplé cómo el remolque aparcaba junto al sedán del director y a su conductor arrastrarse hasta el exterior desde detrás de la rueda.
Mi primera impresión fue que se trataba de una montaña vestida con un mono de mecánico. Era inmenso. La grasa le temblequeaba en cada parte del cuerpo. Gruesos rollos de ella se le acumulaban en la cintura, presionándole la camisa hasta un punto próximo al estallido. Los pesados mofletes que le enmarcaban el rostro le daban cierto parecido a un bulldog malhumorado. Era grande y gordo, pero un gordo malévolo, —nadie en su sano juicio podía confundirle con un gordo jovial.
El conductor paseó lentamente por delante del remolque, haciendo una pausa para sacar un pañuelo sucio del bolsillo trasero del mono y enjugarse la frente. Dirigió unos cuantos gestos irritados a alguien sentado en el asiento vecino al del conductor y abrió violentamente la puerta. Me sorprendió que no se le quedara en la mano. La cara se le iba poniendo cada vez más roja, a medida que gritaba a quienquiera que estuviera sentado dentro del coche.
Después de un minuto largo, un muchacho saltó fuera del camión y se colocó junto a la montaña de carne de carota purpúrea.
Normalmente, yo no habría dedicado una segunda mirada a los Fleuris, pero la cabeza de Raymond estaba envuelta en un turbante de gasas estériles y esparadrapo, y tenía las manos protegidas por un par de viejos guantes de lona, sujetos con cuerdas a las muñecas.
Eso era interesante.
Raymond era un chico de corta estatura y extremadamente delgado. Los ojos estaban rodeados de círculos grisáceo-amarillentos, como si alguien se los hubiera puesto a la funerala y él estuviera aún recuperándose de las lesiones. La piel, pálida, me recordaba el papel encerado en el que mamá envolvía los sándwiches de mi almuerzo.
Alguien, probablemente su madre, había hecho un esfuerzo para limpiar y planchar sus pantalones con peto y la que posiblemente era su única camisa. Sin duda había querido que Raymond causara buena impresión en su primer día de escuela. No tuvo suerte; con aquella ropa parecía un gallo con los espolones enfundados en calcetines largos.
Cuando sonó el timbre para el almuerzo, todo el mundo estaba enterado de la presencia de un chico nuevo. Los chismes corren aprisa en la escuela y, al terminar el recreo, circulaban ya media docena de reseñas sobre los antecedentes de Raymond Fleuris.
Unos decían que había sufrido un accidente de tráfico y había salido proyectado a través del parabrisas. Otros, que los médicos del Hospital del Estado lo habían intervenido quirúrgicamente para curarle de violentos ataques de epilepsia. Chucky Donathan aseguraba que le habían extirpado alguna clase de tumor que le producía accesos de locura. Fuera cual fuese la razón de los vendajes de la cabeza y los guantes, convirtieron a Raymond Fleuris, al menos durante algunos días, en algo exótico y diferente. Y eso equivale a problemas continuos en una escuela de segunda enseñanza.
Raymond fue finalmente asignado a mi clase. Por lo general, la señora Harper nos hacía sentar por orden alfabético, pero en el caso de Raymond, lo colocó en un pupitre situado al fondo del aula. No es que eso tuviera la menor importancia para Raymond. Nunca levantaba la mano en clase y estaba dispensado de hacer ejercicios. Todo lo que hacía era permanecer sentado y garabatear en su cuaderno con uno de esos lápices gruesos que se utilizan en preescolar.
Raymond llevaba el almuerzo a la escuela en una vieja bolsa de papel que, a juzgar por las manchas de grasa, había sido utilizada durante bastante tiempo. Una vez tropecé casualmente con Raymond cuando estaba almorzando detrás del pabellón de Ciencias. Su comida consistía en un único sandwich de pan barato untado con pasta de oliva. Después de acabar de comer, Raymond plegó cuidadosamente la bolsa y la guardó en el bolsillo trasero de sus pantalones con peto.
Me sentí un ser privilegiado al presenciar el espectáculo de Raymond entregado a su pequeño ritual de sobremesa. Sabía que mis padres no eran ricos, pero al menos podíamos permitirnos el gasto de una bolsa de papel diaria. Tal vez por esa razón hice lo que hice cuando Chucky Donothan le pegó a Raymond al día siguiente.
Estábamos en el recreo y yo paseaba con mi mejor amigo, Rafe Mercer. Hablábamos de la feria del condado, que se celebraría al mes siguiente en la ciudad. No era ni mucho menos tan grande y divertida como la feria del estado en Little Rock —pero cuando estás hundido en un agujero como Seven Devils cualquier novedad se agradece.
—Darryl, ¿crees que pondrán otra vez el show cochino?
Rafe debía de haberme preguntado lo mismo por lo menos un centenar de veces ya. No me importaba, sin embargo, porque yo estaba preguntándome continuamente lo mismo. El año anterior el hermano mayor de Rafe, Calvin, había conseguido pasar con la ayuda de un bigote postizo y de su físico de jugador de fútbol. Además del dólar de la entrada.
—No veo por qué no. La han puesto todos los años, ¿verdad? —Sí, tienes razón.
Rafe temía que llegara el momento de ir a la universidad sin haber tenido ni una sola vez la oportunidad de ver a una mujer en bragas y sostén. Claro que miraba las fotografías de los catálogos de su madre, pero no era lo mismo que ver en vivo a una mujer semidesnuda. Yo entendía muy bien su preocupación.
En ese preciso momento pasó a la carrera Kitty Killigrew. Tanto a Rafe como a mí nos gustaba Kitty, por más que jamás hubiéramos admitido ante ella —ni ante nosotros mismos— la tortura física que significaba esa atracción. Era una muchacha muy bonita, con un cabello cobrizo que le bajaba suelto hasta la cintura y ojos del color del aciano. Rafe había de casarse con ella seis años más tarde, el muy aguafiestas.
—¡Eh, Kitty! ¿Qué es lo que ocurre? —gritó Rafe al verla pasar.
Kitty se detuvo el tiempo justo para pronunciar una sola palabra:
—¡Pelea!
Era toda la explicación que necesitábamos. Las peleas en el patio de la escuela atraen a los estudiantes como la mierda atrae a las moscas. Rafe y yo corrimos tras ella. Al dar la vuelta a la esquina del edificio pude ver un grupo muy numeroso reunido junto al pabellón de Ciencias.
Me abrí paso entre mis condiscípulos a tiempo de ver cómo Chucky Donothan hacía caer al suelo a Raymond Fleuris de un puntapié en el tobillo.
Raymond cayó de espaldas en el polvo y allí se quedó. Era evidente que la pelea —si así podía llamarse— era sin duda unilateral. No alcanzaba a imaginar lo que Raymond pudo haber hecho para irritar a un chico mucho más corpulento que él; pero conociendo a Chucky, el simple hecho de que Raymond existiera y ocupara un lugar en el espacio era probablemente razón suficiente.
—¡Levántate y lucha, tarado! —Rugía Chucky.
Raymond se puso en pie, con una mirada que reflejaba dolor y confusión. El turbante de su cabeza estaba sucio de polvo. Con sus enormes guantes de lona y sus anticuados pantalones de peto, Raymond parecía una patética caricatura de Mickey Mouse. Todo el mundo soltó la carcajada.
—¿Por qué llevas guantes, capullo? —insistía Chucky en tono burlón—. ¿Qué te pasa? ¿Tanto te la pelas que te ha crecido pelo en la palma de la mano?
Una de las niñas acogió con una risita aquella muestra de agudeza y estimuló a Chucky a seguir atacando.
—¿Es ese tu gran secreto, Fleuris? ¿Eres un depravado? ¿Eh, eh, es eso? ¿Por qué no te quitas los guantes para que te veamos las manos, eh?
Raymond sacudió la cabeza.
—No pué quitados. Tengo que llevá’los to’l tiempo puestos.
Fue una de las pocas veces que oí hablar a Raymond en voz alta. Tenía una voz fina y aflautada, como la del clarinete.
El grupo guardó silencio al ver que la complexión naturalmente rubicunda de Chucky enrojecía si cabe aún más.
—¿Estás diciéndome que no, retrasado mental?
Raymond parpadeó. Era obvio que no entendía lo que estaba ocurriendo. Presentí que Raymond se quedaría allí quieto dejando que Chucky le diera más golpes que a un saco de entrenamiento, sin levantar un dedo para protegerse. De repente decidí que no iba a soportar aquello por más tiempo.
—Chucky, déjale en paz, ¿no ves que es un simplón?
—¡Lárgate, Sweetman, si no quieres que te zurre la badana a ti!
Miré a Rafe, pero él hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Al diablo, Darryl, no voy a dejar que ese mierda me dé una paliza por cuenta de Raymond Fleuris.
Yo desvié la vista.
Satisfecho de haber acallado toda posible oposición, Chucky agarró a Raymond por el brazo izquierdo y tiró de la lazada floja que sujetaba el guante a la muñeca.
—Si no quieres enseñarnos las manos por las buenas, ¡puedes apostar a que yo te haré enseñarlas por las malas!
Y allí fue donde cometió el error.
Un segundo antes, Raymond era el clásico imbécil atemorizado; de repente, empezó a golpear y a morder a Chucky como el Diablo de Tasmania en los dibujos animados de Bugs Bunny. Su rostro pareció plegarse, como si alguien tironease de los músculos en direcciones distintas. Ya sé que suena estúpido pero no encuentro otra forma de describirlo.
Raymond se agarró como una lapa al grandullón y lo tiró al suelo. Todos mirábamos, con la boca abierta de asombro e incredulidad, cómo se revolcaban los dos en el polvo. De repente Chucky empezó a lanzar una serie de gritos agudos y entonces vi la sangre.
Chucky consiguió quitarse de encima a Raymond en el preciso momento en que Jenkins, el monitor de deportes, cruzaba el campo de béisbol con el bate en la mano. Chucky se revolcaba, chillando como un niño pequeño. La sangre le manaba de una herida abierta en la parte carnosa del brazo. Raymond estaba sentado en el polvo, mirando al otro chico como si fuera un marciano. En la boca de Raymond había sangre, pero no era suya. Durante la pelea, el vendaje se había soltado, de forma que todos podíamos ver la cicatriz de al menos ocho centímetros que recorría su sien derecha.
—¡Qué cara… coles está pasando aquí! —El monitor Jenkins siempre tenía dificultades para reprimir sus juramentos delante de los estudiantes, y parecía a punto de rebasar el límite de su autocontrol—. ¡Donothan! ¡Póngase en pie, muchacho!
—¡Me ha mordido! —lloriqueó Chucky, con la cara sucia de mocos y lágrimas.
El monitor Jenkins dirigió una mirada sorprendida a Raymond, que seguía aún sentado en el suelo.
—¿Es cierto eso, Fleuris? ¿Ha mordido a Donothan?
Raymond miró al monitor Jenkins y parpadeó.
La vena del cuello del monitor Jenkins empezó a latir, mientras él recorría con la vista el círculo de espectadores.
—¿Intentó alguno de ustedes impedir la pelea?
Silencio.
—Muy bien. Venga acá, Donothan, levántese. Usted también, Fleuris. Vamos al despacho del director.
—¡Estoy sangrando!
—Haremos que la enfermera le eche un vistazo, pero de todas formas hemos al despacho del director. —Jenkins agarró a Chucky por el brazo sano y le puso en pie de un tirón—. ¡Debería estar avergonzado, Donothan! —murmuró en voz más baja—. ¡Liarse a golpes con un lisiado!
Yo me adelanté a ayudar a Raymond. Fue entonces cuando me di cuenta de que uno de sus guantes había caído al suelo durante la pelea.
—Toma, se te ha caído.
Raymond recogió el guante y rápidamente introdujo en él su mano desnuda. Pero no sin que yo tuviera tiempo de darme cuenta de que su dedo anular era más largo que los demás.
Cuando yo era niño, el condado de Choctaw era muy parecido a como había sido cuando mi padre estaba aún creciendo; si no peor. Por supuesto, para entonces existían ya cosas tales como la televisión y una biblioteca pública, pero cuando yo tenía doce años derribaron el viejo Teatro Marco: pereció así una víctima más del ferrocarril.
Una de las mayores atracciones anuales era la feria del condado. Durante cinco días, a finales de octubre, los cobertizos de aluminio instalados en lo que en otros tiempos habían sido los pastos del Viejo Ferguson se convertían en un país de las maravillas iluminado por las luces de neón.
Si uno acudía a la feria todas las noches podía eventualmente ver aparecer por allí a toda la población del condado de Choctaw. Era una de las pocas veces en que los distintos grupos étnicos y religiosos se congregaban en el mismo lugar aunque yo no me atrevería a decir que se «mezclaban». Los negros estaban con los negros, los blancos con los blancos. Tampoco se establecían mayores contactos entre baptistas, metodistas y pentecostales. Las familias llegaban en sus camionetas, vestidas con sus ropas de domingo. Nunca me habría imaginado que en el condado había tanta gente.
Rafe y yo recorríamos la línea de casetas de la avenida central, a la espera del show cochino. Rafe no se había afeitado en tres semanas, confiando en que le crecería la barba lo suficiente como para pasar por mayor de dieciséis años.
Vimos a Kitty, que masticaba una bola algodonosa de azúcar cande y contemplaba un anuncio en el que un enano sostenía un cubo lleno de arena sobre una brocheta que le atravesaba la lengua.
—Hola, Kitty, ¿cuándo has venido? —pregunté yo, intentando mostrar indiferencia.
—Hola, Darryl; hola, Rafe. Vine con Verónica hará media hora. ¿Vosotros habéis llegado ahora? —De la comisura de su boca perfecta colgaba un pequeño copo de azúcar rosado. Yo observé en un silencio fascinado cómo intentaba recogerlo con la punta de la lengua. Rafe se encogió de hombros.
—Más o menos.
—¿Habéis visto ya el Caballo Más Pequeño del Mundo?
—No.
—No os molestéis en ir; es una estafa. Un estúpido poni de Shetland con las patas medio hundidas en un agujero disimulado en el suelo. —Colocó su bola de azúcar mordisqueada delante de mi cara—. ¿Quieres lo que queda, Darryl? Yo no me lo puedo acabar. Ya sabes lo que dicen: dulces para el dulce.
—Oh, no, gracias, Kitty.
La gente hacía bromas sobre mi apellido, Sweetman (hombre dulce). Yo odiaba esas bromas, pero como uno no va a ponerse a estrangular a todas las personas que pueblan la faz de la Tierra, no había forma de evitarlas. Y nadie me cree cuando les digo que no puedo soportar el azúcar.
—Dámelo a mí, Kitty. —Rafe era un rastrero aprovechado, ya entonces. ¿He dicho que acabó por casarse con ella, al terminar la carrera en la Universidad? ¿He dicho que no he vuelto a dirigirle la palabra desde entonces?
Kitty frunció el entrecejo y señaló algo por encima de mi hombro.
—¿Ese es Raymond Fleuris?
Rafe y yo nos volvimos y vimos a la persona que señalaba. Sin duda ninguna era Raymond Fleuris, plantado delante de la caseta del Juego de los Patos, mirando fascinado los patos de brillantes colores que daban vueltas por un estanque en miniatura. Todavía llevaba guantes, pero le habían quitado el vendaje de la cabeza y su cabello oscuro se erizaba como las púas de un puerco espín.
Rafe se encogió de hombros.
—Vi a su padre limpiando el corral del ganado; a las familias de los temporeros les dejan entrar gratis en la feria.
Kitty seguía mirando a Raymond.
—¿Sabéis?, ayer en el recreo le pregunté por qué le habían operado el cerebro.
Fui el primero en reponerme del asombro que nos produjo esa declaración.
—¿De verdad le preguntaste eso?
—Claro que sí.
—Bueno, ¿y qué te contestó?
—No lo entiendo. —El ceño de Kitty se acentuó—. Cuando se lo pregunté, me pareció que se esforzaba realmente en recordar algo que se le escapaba. Luego puso esa sonrisa bobalicona y dijo «gallinas».
—¿Gallinas?
—¡No me mires como si fuera yo la loca, Rafe Mercer! ¡Te estoy diciendo lo que me has preguntado! Pero lo realmente extraño fue el modo como lo dijo. ¡Como si se estuviera acordando de Disneylandia o algo por el estilo!
—De modo que Raymond Fleuris está chalado. ¡Vaya un descubrimiento! Vamos, quiero ir a ver al tipo que corta a una mujer por la mitad con una sierra mecánica. ¿Vienes con nosotros, Kitty?
Rafe hizo como si enchufara un aparato eléctrico y empezó a hacer rup-rup-rup, al tiempo que manejaba la bola de azúcar cande como si fuera un arma mortal. Kitty soltó una risita.
—¡Qué tonto eres!
Era más de lo que yo podía soportar. Si me veía obligado a pasar con ellos otros cinco minutos acabaría por vomitar o por aplastarle la nariz a Rafe de un puñetazo.
—Me largo, Rafe. Luego nos vemos, ¿vale?
—¿Eh? —Rafe consiguió apartar los ojos de Kitty el tiempo suficiente para dirigirme un guiño rápido y distraído—. ¡Ah, sí, claro! Hasta luego, hombre.
Me alejé murmurando entre dientes y con los puños hundidos en los bolsillos. De repente la feria me parecía mucho menos atractiva que diez minutos antes. Ni siquiera el aroma festivo de las palomitas de maíz, el azúcar cande y los pastelillos, me hizo recuperar mi anterior buen humor.
Me encontré delante de un descolorido anuncio en el que se leía en grandes titulares: JUNGLA DE BOLSILLO DEL CORONEL REYNARD. Debajo, figuraba un joven pelirrojo un tanto tieso y vestido como Frank Buck, luchando con un leopardo moteado.
Cruzado de brazos detrás de la taquilla donde se despachaban las entradas estaba un hombre alto vestido con una camisa caqui manchada de sudor, pantalones de montar y botas altas. Su cabello ya no era de color rojo intenso y el rostro estaba más arrugado que el del anuncio, pero no había duda de que se trataba del coronel Reynard: el Gran Cazador Blanco. Mientras yo le miraba, enarboló un micrófono procedente del material bélico sobrante de la Segunda Guerra Mundial, y empezó a recitar su perorata. La voz crepitaba por el sistema de altavoces, contribuyendo al ruido y la confusión de la avenida central.
—¡Corran, señorres, pasen! ¡Ap-presúrrense! ¡Vean a las más ex-zóticas y pelig-grosas fierras del Af-frika! ¡Vean! ¡El nop-ble lobo gris! ¡El rey del Arc-tico! ¡Vean! ¡El jaguarr salvaje! ¡Señorr implacap-ble de la Jung-gla Ama-a-zónica! ¡Vean! ¡El peludo orrang-gután, el mono salvaje de los bosques, oh-rigi-nal de Bornío! ¡El ferroz oso parddo, monarrca del Gél-lido Norte! ¡Vean todas estas y otras maravillas! ¡Corran, ap-presuúr-rense!
Algunas personas se habían detenido a escuchar al coronel. Una de ellas era Reymond Fleuris. Una pareja se adelantó a comprar la entrada. Raymond se limitó a permanecer quieto al lado de la taquilla, mirando boquiabierto al hombre pelirrojo. Yo esperaba que el coronel imitara a W. C. Fields y diera al mirón una patadita disimulada, pero en lugar de eso, hizo seña a Raymond de que podía entrar en la barraca.
¿Qué diablos era aquello?
Yo no tenía el menor deseo de ver a un puñado de animales famélicos encerrados en jaulas. Pero algo en la forma en que el coronel Reynard había mirado a Raymond, como si le reconociera, despertó mi curiosidad. Primero pensé que podía ser un pervertido con debilidad por los muchachitos, pero el Gran Cazador Blanco no me miró dos veces cuando pagué mi billete y entré en la barraca con el resto de los espectadores.
La «Jungla de Bolsillo» apestaba a serrín y orines. Distribuidas por el interior había una serie de plataformas elevadas con unas lonas que cubrían las jaulas. El coronel Reynard se reunió finalmente con nosotros y prosiguió su discurso, contándonos cómo había arriesgado la vida para capturar a los especímenes que íbamos a ver. Mientras hablaba, pasaba de una jaula a la otra, y levantaba las lonas para que pudiéramos ver a los animales encerrados dentro.
Como no esperaba ver nada de particular, no quedé decepcionado. El «jaguar» era un ocelote flaco como una tabla; el «lobo gris», un coyote de ojos amarillos que paseaba como un loco por los confines de su estrecho encierro; el «oso pardo», un vulgar y vetusto oso negro con el hocico tan blanco que parecía haberlo metido en un plato de azúcar en polvo. Lo único que realmente era lo que se suponía que debía ser, era el orangután.
Se trataba de un simio de gran tamaño, con las características facciones rugosas de vieja dama casi perdidas en su ancha carota. Estaba sentado en una jaula apenas poco mayor que él, con los pies en forma de mano doblados frente a su enorme panza. Con sus tetillas caídas y su enorme volumen, parecía un buda peludo.
En el momento en que el coronel finalizaba su discurso, Raymond se abrió paso entre los espectadores y se colocó, inmóvil y boquiabierto, delante del «lobo gris».
El coyote detuvo sus incesantes paseos y enseñó los dientes. Un gruñido bajo y temeroso salió de su garganta, al tiempo que retrocedía en actitud amenazadora. El coronel se interrumpió en mitad de la frase y miró, primero al coyote y luego a Raymond.
Como si fuera una señal convenida, el ocelote empezó a sisear y a escupir, echando atrás las orejas sobre su cráneo alargado; el oso emitió una serie de gruñidos profundos; el orangután se tapó la cara con las manos y dio la espalda al auditorio.
Raymond retrocedió un paso, moviendo la cabeza como si se le hubiera metido agua en el oído. Los músculos del rostro se le estaban agitando de nuevo y, por un momento, creí oler la sangre y el polvo y oír a Chucky Donothan sollozar como una niña. Raymond se tambaleó, y se tapó los ojos con los guantes. Oí reír a alguien entre el público; y la carcajada resonó como un ladrido corto, agudo, feo.
El coronel Reynard chascó los dedos una sola vez y dijo en voz alta:
—¡Hush!
Los animales se callaron de inmediato. Entonces se acercó a Raymond:
—Hijo…
Raymond emitió un sonido intermedio entre el grito y el sollozo, y salió corriendo de la barraca hacia la muchedumbre y el barullo del exterior. El coronel Reynard le siguió y yo seguí al coronel.
Raymond se dirigió al grupo de cobertizos de aluminio donde se habían instalado las salas de exposición. El coronel no alcanzó a ver a Raymond escurriéndose entre las Herramientas Agrícolas y la Exhibición del Tractor, pero yo sí. Corrí tras él dejando a mis espaldas las luces y actividades de la feria.
Estaba solo a unos diez metros de Raymond cuando una sombra alta y delgada se interpuso directamente en su camino, haciéndole caer al suelo. Me apreté contra el tabique de aluminio de las Herramientas Agrícolas, rezando para que nadie se diera cuenta de que estaba espiando en aquel «callejón» oscuro.
—¿Estás bien, hijo? —Reconocí la voz del coronel Reynard aunque no podía ver su cara.
Raymond temblaba como si se esforzara por recuperar el aliento y por no romper a llorar, todo al mismo tiempo.
El feriante ayudó a Raymond a ponerse en pie.
—Vamos, vamos, hijo, no tienes nada de que avergonzarte. —Su voz era suave y tranquilizadora, como la de un hombre que hablara a un caballo asustado—. No voy a hacerte daño, muchacho. Muy al contrario.
Raymond permaneció quieto mientras el coronel Reynard le limpiaba la cara de lágrimas y polvo con un pañuelo.
—Déjame ver tus manos, hijo.
Raymond se apartó de un salto del extraño y cruzó las manos enguantadas sobre el corazón.
—No pué quitá’los, o él me pega’á mucho. Dice no debo quitá’los nunca, nunca más.
—Bueno, pues yo digo que te conviene quitártelos. Y si a tu papá no le gusta, tendrá que pegarme a mí primero.
El feriante desató rápidamente los dos guantes y los dejó caer. Las manos de Raymond parecían fantasmalmente blancas, comparadas con el color moreno de su cara y sus antebrazos. El coronel Reynard se puso en cuclillas y tomó las manos de Raymond entre las suyas, estudiando los dedos con mucho interés. Luego ladeó ligeramente la cabeza de Raymond y me pareció que examinaba la cicatriz.
—¿Qué te han hecho? —La voz del coronel tenía un tono a un tiempo irritado y triste—. Pobre niño… ¿Qué te han hecho?
—¡Eh, oiga! ¿Qué le está haciendo a mi chico?
Era el señor Fleuris. Pasó a pocos centímetros de mí, pero si advirtió mi presencia, su cara no lo reflejó. Me pregunté si los primeros mamíferos habrían sentido lo mismo que yo, cuando los pesados dinosaurios pasaban junto a sus escondites destrozando el sotobosque de las selvas prehistóricas. El hombretón olía a estiércol y a paja recién cortada.
Raymond se encogió cuando su padre se inclinó hacia él.
—Raymond, ¿dónde diablos están tus guantes, chico? ¡Sabes lo que te he dicho sobre los guantes!
El señor Fleuris levantó su robusto brazo y sus dedos grandes como salchichas se cerraron en un imponente puño. Raymond gimió anticipando el golpe que estaba seguro de que caería sobre su cuerpo encogido.
Antes de que Horace Fleuris llegara a tocar a su hijo, el coronel Reynard sujetó la muñeca del gigante. A pesar de la escasa luz, me pareció que el dedo anular del coronel era más largo que los demás. Oí el gruñido de sorpresa del señor Fleuris y vi temblar su brazo levantado.
—No va a tocar al niño, ¿me entiende?
—¡Maldita sea, lárguese! —La voz de Fleuris era aguda, como si estuviera a un tiempo dolorido y atemorizado.
—Le he preguntado si me entiende.
—¡Ya le he oído la primera vez, maldita sea!
El coronel soltó el brazo de Fleuris.
—¿Es usted el padre del niño?
Fleuris hizo un hosco gesto afirmativo y se frotó la muñeca.
—Debería matarle por lo que ha hecho —dijo el coronel.
—¡Eh, oiga! ¡No me culpe a mí! —estalló Fleuris—. ¡Fueron los médicos del Hospital del Estado! ¡Dijeron que así se curaría! Yo intenté explicarles el problema del muchacho, pero no hay forma de que esos grandes doctores de la ciudad se preocupen de uno y le hagan caso. ¿Qué podía hacer? Estábamos cansados de cambiar de domicilio cada vez que el chico se metía en el gallinero de algún vecino…
—¡Ahora nunca aprenderá a controlarlo! —Reynard acarició la frente de Raymond—. Ha quedado bloqueado en medio de sus dos naturalezas, incapaz de adaptarse al mundo de usted…, ni al nuestro. Es una abominación a los ojos de la Naturaleza. ¡Incluso los animales se dan cuenta de que no tiene lugar en el Plan!
—A usted le gusta el chico, ¿no es eso? —Algo en el tono de Fleuris al hacer la pregunta hizo que se me formara un nudo en el estómago—. Yo soy un hombre razonable. Hablemos de negocios.
No podía creer lo que oía. El señor Fleuris estaba allí, hablando de vender a su hijo a un completo extraño, ¡como si se tratara de un perro de raza!
—Lárguese de aquí.
—¡Espere un momento nada más! No estoy pidiendo nada a lo que no tenga derecho, y usted lo sabe. Soy el padre del chico y me parece que ese hecho merece alguna compensación, en vista de que se trata de mi único hijo varón…
—¡Ya! —la voz del coronel Reynard sonó como un aullido.
Horace Fleuris dio media vuelta y salió corriendo, con su voluminosa cara deformada por el temor. Nunca pensé que un hombre de su tamaño fuera capaz de correr tan aprisa.
Me quedé mirando el lugar donde seguía el coronel, con una mano en el hombro de Raymond. El rostro de Reynard ya no era humano y en su boca se dibujaba una sonrisa equívoca. Fijó en mí sus letales ojos verdes y frunció el hocico.
—Eso también va por ti, cachorro de hombre.
Hasta el día de hoy sigo preguntándome por qué me dejó marchar indemne. Supongo que sabía que nadie haría caso a un chicuelo de pueblo que contara historias de hombres con cabeza de zorros. Nadie creería semejante basura. Ni siquiera un chicuelo de pueblo.
No hace falta decir que corrí como un conejo perseguido por un podenco. Más tarde me sentí asaltado por pesadillas recurrentes en las que aparecía un cazador de animales con cabeza de zorro, vestido con pantalones de montar y botas altas, que andaba metiendo la cabeza en bocas humanas. Y un orangután enfundado en un mono parecido al señor Fleuris.
Al llegar la Navidad, todo el mundo había dejado de interesarse en la desaparición de Raymond. La familia Fleuris se había mudado en la última noche de octubre, sin dejar su nueva dirección. Nadie les echó de menos. Era como si Raymond Fleuris nunca hubiera existido.
Durante mucho tiempo intenté no pensar en lo que había visto y oído aquella noche. Tenía otras cosas de que preocuparme. Por ejemplo, en lo cariñosa que se mostraba Kitty Killigrew con Rafe.
Pasaron varios años antes de que volviera a la feria del condado de Choctaw. Por entonces yo acababa de ingresar en la Universidad de Arkansas, en Monticello, condado de Drew. Conseguí una beca. Pasaba los días laborables estudiando en un dormitorio de alquiler míseramente amueblado y los fines de semana ayudando a mi padre en la granja. Había llegado a convencerme de que lo que vi aquella noche fue una pesadilla particularmente vivida, por haber ingerido un pastelillo en mal estado. Nada más.
En la avenida central no había aquel año ningún show con mujeres, pero oí rumores de que darían algo mejor aún. O peor, según se mire.
De acuerdo con los chismorreos que corrían, vendría a la feria un geek, un comedor de animales vivos. Como los geeks están técnicamente fuera de la ley y han sido rotundamente condenados como un espectáculo inmoral, degradante y pecaminoso, era natural que la noticia atrajese a toda una multitud.
El presentador hizo que el gentío se apiñara todo lo posible en un entoldado incómodo y maloliente, situado detrás de la barraca de los monstruos. En medio de la tienda había un pozo recubierto con lonas. En el fondo estaba acurrucado el geek.
Era un hombrecillo desmedrado y peludo como un mono. El cabello de la cabeza era largo e hirsuto y le bajaba hasta la cintura, igual que la barba rala. Los largos brazos y las piernas combadas también estaban cubiertos de un pelo oscuro y erizado, que parecía el pellejo de una cabra montés. Era difícil de asegurar, pero estoy convencido de que iba totalmente desnudo. Los dedos del geek tenían un aspecto extraño aunque podía deberse a las uñas, de casi diez centímetros de largo.
Mientras el presentador recitaba su discurso de que el geek era el último superviviente de una raza de hombres salvajes de la jungla de Borneo, yo continué observando a la criatura, que se removía y lanzaba gruñidos. Tenía la impresión de que en el geek había algo que me resultaba familiar.
El presentador finalizó su perorata y extrajo una gallina viva de un saco de arpillera. El geek alzó la cabeza y olfateó el aire; las aletas de su nariz se agitaron cuando captó el olor del ave. Una sonrisa idiota se dibujó en su cara peluda y de sus mandíbulas abiertas cayó un hilo de baba. Sus dientes eran sorprendentemente blancos y fuertes.
El presentador echó la gallina al pozo. Descendió poco a Poco, cacareando y batiendo frenéticamente el aire con las alas. El geek rio feliz como un niño y se abalanzó sobre la desventurada gallina. Sus movimientos eran tan gráciles y seguros como los de un gato campeón cazando una rata. El geek atrapó a la gallina que se debatía en el aire y le arrancó la cabeza de un mordisco, disfrutando de una forma muy obvia cada instante del proceso.
Mientras los espectadores gritaban de asco y volvían la cabeza a un lado para no ver lo que ocurría en el pozo, yo continué mirando, por más que el estómago se me revolviera.
¿Por qué? Porque había visto la pálida señal de una cicatriz que cruzaba la sien peluda del geek.
Me puse en pie y me quedé mirando fijamente a Raymond Fleuris, acurrucado en el fondo del pozo del geek, con la cara sonriente y manchada de sangre y de plumas.
Feliz al fin.