Los colores no habían cambiado, penetraba la luz en la habitación con su habitual ritmo y olor, la mañana se colaba sin permiso por entre las rendijas de la persiana. Domingo. En el suelo, frío como un despertar solitario, una improvisada alfombra de ropa trataba de ofrecer un aspecto más acogedor y cálido a la habitación. Un bote de lubricante casi vacío descansaba sobra un par de calcetines deportivos. Febrero. Y la ciudad comenzaba su danza ordinaria sin reparar en la escena aquí descrita. Un hormiguero ajeno y aséptico, automatizado y desprovisto de alma.
— Buenos días, fanático del canibalismo — Sonia bostezó entre la segunda y la tercera palabra, enfatizando la pausa, rebelando un filamento de saliva que unía la parte superior de su boca con la parte inferior, algo que detestaba por encima de cualquier otra cosa, pero que, por suerte, ignoraba en aquel instante crucial en el que se dirigió a él, nada menos que a él. Un domingo, de Febrero, por la mañana.
— ¿Has descansado? — preguntó Edgar, todavía con los ojos cerrados.
— Lo suficiente. ¿Y tú? — el interés que demostraba Sonia era sincero, practicamente vital.
— Apenas, la almohada es horrible, es como dormir sobre un trozo de corindón, es letal — respondió Édgar, llevándose una de sus enormes manos a la nuca en señal de dolor. Y queja.
— Lo siento, yo duermo cómoda en cualquier parte — explicó ella, insegura. El silencio instauró su caduco reino en aquel cubículo alquilado, la luz persistía en su avance, imparable, como un batallón rebelde, siempre dispuesto a plantar cara. Édgar se levantó y deambuló por la habitación como un beagle retado, rastreando cada trozo de tela en busca de ese objeto requerido. Después de unos frustrados instantes, encontró el premio por el que había abandonado el templo adornado con sábanas. Sacó uno de los cigarrillos, lo encendió y echó hacia atrás su cabeza para disfrutar de la prolongada e intensa calada. Lanzó una nube amenazante.
— ¿No te importa que fume, verdad? — preguntó por fin. Allí, de pie, con el cigarrillo colgando de sus labios, al más puro estilo detective de los años veinte, desnudo, depilado hasta en los lugares más inaccesibles. Su físico se inspiraba en aquellas viejas esculturas renacentistas, había sido esculpido por el más eficaz cincel contemporáneo; una dieta atroz y largas sesiones de gimnasio. Édgar tenía treinta y siete años y una escasa consideración con la propiedad ajena.
— ¿Dónde piensas tirar la ceniza? — Sonia miró con desprecio al cigarrillo, como si fuese el causante de todos los males que azotan al ser humano. En cierto modo, así lo creía.
— ¿Quieres que fume en la ventana? Hace un frío de cojones — desafío aceptado. Guante lanzando y recogido debidamente. Y nada más, el silencio volvió a coser los labios de ambos. Sonia se levantó, por fin, y cubrió su cuerpo con algo parecido a un albornoz, algo arcaico que ya no se atrevía a tirar a la basura. Elevó la persiana más allá de lo recomendable y descubrió un gris cielo cubierto de ceniza. Todo fuego se convierte en grises virutas muertas. Sonia lanzó un suspiro con la fuerza de una protesta, se giró hacia Édgar y comenzó un débil baile mudo, un movimiento, una sutil cadencia que hacía bailar sus pechos desnudos. Por unos instantes se sintió estúpida, siempre ocurría así. Poco a poco, la apatía del amargo despertar se fue convirtiendo en seducción y armonía. La mejor manera de salir de aquel agujero existencial, negro e insípido, consistía en provocar una erección matutina a ese desconsiderado que dejaba caer la ceniza directamente al suelo. Sin música danzó. Él, consciente del significado de aquellos movimientos, adoptó el papel acordado. Debía ignorarla, hacerse de rogar durante unos cuantos minutos de súplica camuflada. Sonia, desde el otro lado del ficticio cuadrilatero, llevó sus dedos más útiles a ese diminuto vértice en el que todo lo bueno y placentero de la existencia confluía. Y sin avsio previo, Sonia pronunció la palabra.
— Lógica — dijo con su tono más severo, a través de la garganta prestada de un dictador. Así lo dijo y no de otra manera.
— Ama, mi ama. Por fin ha venido — Édgar se sentó como se sienta un cachorro asustado, con las piernas flexionadas y los brazos estirados para apoyar sus manos contra el suelo, a la espera de órdenes.
— Cállate, chucho asqueroso. Has dejado la habitación hecha un desastre, no puedo dejarte solo. Ven aquí — la voz de Sonia era firme y segura, seca, imperativa. Édgar agachó la cabeza, condujo la mirada a las más hondas profundidades del subsuelo y se arrastró unos centímetros hacia atrás.
— Te he dicho que vengas. Aquí, aquí, aquí — gritó ella. Édgar insistió en su tímido retroceso, sus muslos, su culo, su ano, todo se estaba cubriendo con una fina capa de gris, la ceniza que había dejado caer ahora se adhería a su piel como si de un vestido humillante se tratase. Sonia fue hasta él, con paso marcial, frenética, harta de ver como sus dictados eran desobedecidos. Agarró a Édgar del pelo y tiró de él con fuerza hasta dejar su cabeza pegada a sus pies descalazos, la empujó hacia abajo, sin misericordia.
— Bésame los pies como tu sabes, así, a lametazos. Lávalos, venga. Lame, lame, lame — órdenes cortas, órdenes comprensibles. Él lo hizo, con los ojos cerrados.
— Abre esos ojos de mierda que tienes. Y mírame mientras lavas mis pies, quiero ver tus despreciables ojos de rata — Sonia hablaba a través de siglos de desidia y rutina distorsionada, a través de paredes de hormigón decoradas con fotografías de fracasos pasados, a través de la historia entera del hombre, a través de la histeria colectiva. Él acató.
— Eres un perrito bueno porque eres un perrito asustado — continuó ella, dueña de la creación, ama de las constelaciones, maestra de ceremonias domésticas nunca confesadas. Él ladró, espontáneamente, de esa manera jueguetona, pidiendo atención y juego, pidiendo acción.
— Ah. ¿Quieres jugar, eh? Tienes que pedírmelo con más ganas — las indicaciones de Sonia no conocían la abstracción. Édgar ladró, como si llevase una semana entera encadenado y sin probar bocado, alimentándose tan solo de desesperación y hambre. El rostro de Sonia se convirtió en el pálido lienzo de una sonrisa memorable, un arco dibujado con el talento de un genio universal apareció en el lugar que ocupaban sus labios. Ahí estaba, ese algo, esa quimera inmaterial que justificaba cada plato fregado, cada aparcamiento perdido, esa sensación de trascendencia que daba sentido a cada decepción, a cada lista de la compra, todos esos momentos de tedio resignado quedaban mudos e invisibles. El poder, el placer, la autoridad, el eje de toda vida radicaba en esa frágil ecuación. Y Sonia lo sabía. Édgar también. Sometido a los deseos de una mujer a la que no conocía más allá de ese zulo amable y pervertido, esa habitación en la que el tiempo dejaba de existir y las obligaciones laborales eran unicamente materia de la ciencia ficción, con Sonia todos los deberes y los balances trimestrales se convertían en amnesia y devoción. Todo era más sencillo vestido con la piel de un perro sumiso y temeroso de la mano de su dueña. Sin preguntas, sin presiones, sin índices de rentabilidad. Édgar ladraba con un ritmo imposible, desesperado y demencial.
— Muy bien, chico, muy bien. Ahora calla y sígueme — Sonia comenzó a trazar círculos aleatorios por la reducida área disponible que ofrecía la habitación. Édgar, a cuatro patas, le seguía con la lengua fuera, jadeando. Esperando la detonación. Sonia se sentó, por fin, sobre el borde de la cama. Abrió sus piernas todo cuanto pudo y dejó caer su espalda y su cabeza contra el cómodo colchón de viscoelástica, el mejor campo de batalla de cuantos había poseído.
— A comer — nada más, no hizo falta decir nada más. Édgar se lanzó a saciar su apetito. En lugar de boca empleó sus fauces, su lengua era un delirio. Rodeó el clítoris con sus labios, colocándolos de la misma manera en la que los colocaba cuando sostenía un cigarrillo. Comenzó a dibujar una compleja forma poligonal que hacía que Sonia enloqueciese en menos de un minuto, era una movimiento ampliamente estudiado, llevado a la practica de modo sistemático. La experiencia de un perro viejo, solía decir Sonia. Y por fin, el clímax, el apotesosis, el ascenso a los cielos, la explosión colorista no se hizo esperar demasiado. El primero de una larga serie de orgasmos consecutivos y próximos entre sí. Cuando dejó de temblar, al acabar las convulsiones, se levantó de la cama y dio por acabada la sesión.
— Locura — la palabra salió disparada, como una bala, como un cañonazo directo al corazón del enemigo.
— Ama, mi ama. ¿Ya se ha ido? — respondió él, siguiendo el código, el guión, las pautas establecidas. Y la apatía volvió a asentarse como el polvo cae sobre la costumbre y la sonrisa. Édgar buscó su ropa y se vistió tan rápido como pudo, le dolía la espalda, las rodillas.
— Joder, tenía que echar gasolina, hoy no salgo hasta medianoche — protestó Édgar al sucumbir al grito de atención del reloj. Sonia volvió a la ventana, presa del agravio vital que sacudía sus huesos, sus músculos, sus cinco décadas de piel y órganos se reflejaban en el cristal, el beso de la vida real se mostraba como lo que ciertamente era; locura.