Existen numerosos recursos para condimentar los cada día más frecuentes episodios de lujuría. Limitarse a la propia anatomía es un error de principiante. Algo imperdonable para un hombre que ha pasado los cuarenta. Los prejuicios son dañinos, tóxicos y portadores de aburrimiento. Innovar es importante, dejar a una lado todos esos tabús anacronicos es vital para conquistar la satisfacción sexual. Hay que jugar, participar sin ataduras, o con todas las posibles. El sexo es vida y, como tal, puede resultar insoportable o una aventura espectacular. Todo depende del prisma y de las convicciones de cada individuo. Yo juego, con todas las fichas que están a mi alcance. Nunca pensé que podía disfrutar por el simple hecho de lucir una preciosa cola de caballo cuyo soporte se introduce en mi cavidad anal. Troto un poco por el pasillo, huyendo del vaquero que quiere darme caza, aunque nunca consigo escapar. Él, mi marido, me monta sin quitarme la cola de caballo que encargamos por internet después de un profundo estudio del catálogo. Duele un poco, sobre todo al principio. Pero el placer, como siempre, acaba por imponerse. No hay que mirar todos estos juguetes como una amenaza, como un objeto invasor que despoja al sexo de toda su naturalidad y viveza. Nada más lejos de la realidad. Son complementos, potenciadores del sabor, especias, ornamento, útiles herramientas que se convierten en joyas imprescindibles, máquinas prodigiosas capaces de hacer temblar a la más experimentada. Horacio se adentró en el mundo de los “artefactos” con un recelo innegable, tenía miedo a perder su condición de protagonista, miedo a perder su papel de dueño de mis orgasmos, miedo a un pedazo de goma. Ridículo. Poco a poco, gracias a un programa de doce pasos, adaptado del mundo de la toxicomanía y su tratamiento, conseguí que sus fobias se convirtiesen en filias. Y una nueva época dorada tiñó nuestros encuentros en fuegos de artificio excitantes y adictivos. Ahora Horacio ya no está y yo no puedo dejar de pensar en todas aquellas travesuras cubiertas de inexperiencia y nerviosismo. Aquellos momentos de juventud recuperada, de pasión irrefrenable. Una deliciosa etapa que ahora escribo para no olvidar. Momentos míticos, instantes ígneos.
— Te has vuelto loca si piensas que vas a convencerme para hacer eso. No soy maricón, Amalia.
— No seas retrógrado, no seas tan básico.
— Me siento cómodo en el siglo dieciocho.
— Venga, vamos a probarlo.
— No vas a meterme eso por el culo. ¿Cómo quieres que te lo explique?
— Mira, cariño, esto es un strap-on. Y está diseñado para hacer que te vuelvas completamente loco.
— Me sobra con ver la etiqueta con el precio pegada a la caja.
— Razón de más para darle uso, sería una pena tirar así el dinero.
— No me jodas.
— Es de lo que trato de convecerte.
— Qué graciosa, Amalia, qué graciosa.
— ¿Qué miedo tienes? ¿El dolor? ¿La homofobia?
— Un poco de cada.
— ¡Venga, Horacio! ¿De verdad piensas que por introducirte algo en el ano, tu condición sexual varía en modo alguno?
— Sí.
— Pues estás completamente equivocado. ¿Sabías que la esponja anal está repleta de terminaciones nerviosas únicas, capaces de hacer que te corras de una manera que ni siquiera eres capaz de imaginar?
— Yo es que prefiero correrme como hasta ahora. Soy muy tradicional.
— Yo acepté.
— Sabía que ibas a jugar esa carta.
— La tuya es más gorda que esta cosita.
— No vas a conquistarme con palabras amables.
— Fíjate qué realismo. ¿No te apetece?
— Sí, parece deliciosa, con todas esas venas.
— Es hipoalergénica. Otro punto a su favor.
— ¿Y eso cómo va? ¿Te pones el cinturón ese y me metes esa monstruosidad por el culo? ¿Y qué sacas tú con eso?
— Placer.
— ¿Placer? Es un jodido trozo de plástico.
— El placer del dominio físico.
— ¿Y no prefieres echar un pulso? Te prometo que me dejo ganar.
— Venga, no te hagas de rogar. Sé que en lo más hondo de tu intestino, sientes curiosidad. No te niegues a la realidad.
— No me niego a nada.
— Pero antes dúchate. Y hazlo bien.
— ¿Qué estás diciendo, Amalia? No vas a salirte con la tuya.
— Y llévate esto, te hará falta.
— ¿Qué es esa cosa?
— Un enema. Es para vaciar y limpiar bien tu túnel del amor.
— Estás enferma.
— ¿Crees que yo no lo usé?
— Yo qué sé. Dijiste que ibas a ducharte, no sabía que estabas metiéndote cosas por el culo, cariño.
— Lo estaba limpiando para tí. Para evitar sorpresas desagradables.
— Prefería cuando te dolía la cabeza, la verdad.
— Venga, no seas tonto, a la ducha. Campeón.
Le gustó, por supuesto. Se convirtió en su juego predilecto. Ay, Horacio, nadie puede comprender cuánto te echo de menos. El amor es lucha, conflicto, negociación. Sin adornos, sin poesía, eso es otra cosa. Amor es mojar las bragas por tu marido, después de veinte años compartiendo cama y miseria, después de derrotas y pérdidas. Horacio y yo lo teníamos, lo sentíamos en nuestras extrañas entrañas, en nuestra manera de saludarnos al llegar a casa, en nuestro cifrado lenguaje, en nuestras invenciones más pervertidas y perversas. Yo siempre fui el detonante, pero él era la explosión. Yo incitaba, el sumergía nuestras horas en la novedad. No sin antes protestar y ofrecer la negación como única respuesta. Siempre sucumbía ante mi poder de seducción, mi argumentario era irrebatible, mis ofertas apetecibles. Eso es el amor, una masa heterogénea de devoción y entrega, una mezcla contradictoria de afirmaciones negativas, una paradoja constante y circular. Yo era curiosa, inquisitiva, una pionera. Él, un guarro sin paliativos.
Aquella mañana sucedió una de esas tragedias que cada par de años conmociona a los telespectadores. Accidentes macabros, colisiones imposibles, desbordamientos, epidemias, genocidios descubiertos cuando ya han preescrito, catástrofes de tal magnitud que no basta con enviar un sms para colaborar con los damnificados. Hacen falta tres. Ocurrió algo que nunca debió ocurrir. Una amenaza intangible se cernía sobre nuestros peinados de peluquería, Horacio bajó el volumen de la televisión y se acercó despacio hacia mí, su rostro parecía permanecer oculto bajo una máscara inocua, genérica. Y rodeados por aquel clima dramático, después de escuchar decenas de veces que estábamos en peligro invisible, lo dijo.
— Creo que ha llegado el momento. Vamos a hacerlo, voy a travestirme. Para ti — su dicción fue perfecta, su rostro un monolito, su tono fuerte, seguro, estaba convencido. Una hora más tarde comencé a llamar a mi marido por el nombre de Vanesa. Yo me convertí en Ernesto, el férreo profesor de latín, siempre distante y detallista, el enésimo docente autómata. Vanesa había suspendido el último examen de recuperación, sus vacaciones soñadas dependían de la nota en sintaxis y morfología. Una pésima calificación fue lo que obtuvo. Vanesa suplicó de rodillas. Instantes después mi marido, Vanesa, recibió una serie infinita de azotes. El maquillaje se deshacía sobre su cara sudorosa, la emoción y el dolor cálido en sus muslos elevó la temperatura de su cuerpo hasta conseguir que decenas de negras lágrimas descendiesen por su mejilla. Finalmente, tras demostrar ciertos conocimientos inéditos en semántica, consiguió su anhelado aprobado. Mención honorífica. Esa fue nuestra primera experiencia con los roles transgenéricos. La tragedia de la que hablaban todos los medios de comunicaicón pronto se vio reducida a una anécdota silenciada por ciertas desafortunadas declaraciones de cierto futbolista de talla mundial. Todo seguía igual, bajo amenanza. Pero Vanesa pudo disfrutar de esa acamapada que llevaba planeando desde los primeros compases del segundos trimestre.
Ahora Horacio pertenece al reino del que nadie puede aprehender nada y conocer menos aún, ese país del que ningún viajero retorna, como decía aquel. Ahora, marchita es mi condición, y solo puedo sonreir ante aquellas escenas traviesas y valientes que juntos protagonizamos, porque la escasa diversión es el motor de cada despertar, esos fugaces momentos en los que no impera la razón y lo adecuado, son los que en el ocaso vital prevalecen y brillan con mayor intensidad. No las derrotas, no las caídas, ni siquiera la muerte. Todo eso es demasiado ordinario como para merecer evaluación y recuerdo. Las más tórridas y explícitas fantasias convertidas en realidad, los juegos más sucios y privados; eso sí que merece ovación y recuerdo. Aunque sea póstumo. Nacimos por el sexo, del sexo y para el sexo. Aferrarnos a otro clavo es estúpido e hipócrita, buscar otro sentido es un arriesgado deporte carente de gloria. El placer impera y dicta, aunque sea bajo la más incierta amenaza.