Es precioso.
Lo sé, pero córtelo. Quiero un corte a la altura de la barbilla.
¿No lo preferiría un poco más corto? ¿Qué le parece si se lo corto hasta esta altura, hasta las orejas?
¿Cree que quedará mejor?
No, pero sería un corte de más de veinticinco centímetros y podríamos donarlo a Hair for Care. Es una organización benéfica que hace pelucas para niños que han perdido el pelo.
¿Trabaja para ella? ¿Para la organización?
No.
Entonces creo que seguiré optando por el corte a lo garçon.
Podría dejárselo crecer unos dos centímetros, volver por aquí y cortárselo entonces a lo garçon. De ese modo todo el mundo saldría ganando.
No, tengo que cortármelo hoy. Es el primer día del resto de mi vida.
Ah. Tuve un día igual que ese la semana pasada.
¿En serio? ¿Qué ocurrió?
Me levanté y pensé: Este es el primer día del resto de mi vida.
Y, ¿qué ocurrió?
Me subí al coche y me vine al trabajo.
Ah.
Sí, señora.
Pues vamos a regalarle a esos pequeños una peluca nueva.
Cuando mi marido vio mi nuevo corte de pelo, me echó la misma mirada que cuando uno de nosotros olvida quiénes somos. No somos de esa clase de gente que compra cacao instantáneo, no charloteamos, no compramos tarjetas de felicitación de Hallmark ni creemos en los rituales de Hallmark, tales como el día de San Valentín o las bodas. Por lo general, tratamos de alejarnos de cosas que carecen de sentido y preferimos las que tienen sentido. Las tres primeras cosas que tienen sentido para nosotros son: el budismo, la comida sana y el paisaje mental. Los cortes de pelo entran en la misma categoría que cortarse las uñas de las manos y de los pies, lo que a su vez entra en la misma categoría que cortar el césped. En realidad, no creemos que haya que cortar el césped; lo hacemos solo para evitar peleas innecesarias con los vecinos. Los vecinos podan los matorrales para darles formas ridículas de animales. Carl me miró como si yo fuese el vecindario, como si mi pelo tuviese la forma ridícula de un animal. Después de echarme aquel vistazo, continuó transcribiendo la charla dharma de Barry Mendelson, una especie de gurú local. Hace esas transcripciones de manera gratuita para el zendo al que vamos. A veces los sermones son muy largos y le lleva más de cincuenta horas ultimar la transcripción. Pero le merece la pena, porque, cuando el sermón aparece en la página web del zendo de Valley Pine, puede decir: yo escribí eso, y, en cierto sentido, es cierto.
Me fui al dormitorio y me acosté en el suelo para no deshacer la cama. Desde donde estaba tumbada, veía el polvo y algunos números atrasados de revistas que había debajo de la cama. Aquello hizo que me acordara de un documental que vimos sobre las hormigas. Allá abajo hay civilizaciones enteras, y tan activas como nuestras ciudades. Ya no practicamos el coito. No estoy quejándome, es culpa mía. Me acuesto a su lado e intento enviar señales a mi vagina, pero es como tratar de sintonizar canales por cable en un televisor que no tiene cable. Mi mente pide sexo, pero mi vagina solo espera el momento de orinar. Está convencida de que todo el trabajo que tiene que llevar a cabo en la vida es orinar.
A las ocho, Carl se fue a clase de tai chi, pero regresó a casa más temprano de lo habitual porque el profesor no apareció. En su lugar fue un sustituto y Carl me dijo que era un farsante.
¿Quieres decir que no era un verdadero profesor de tai chi?
Era un cómico. No hacía otra cosa que intentar que todo el mundo se riera.
Oh. Creí que querías decir que era un impostor, un tío normal y corriente que habían encontrado en la calle.
Para colmo, traducía el nombre de las posturas.
De todas formas, ¿no sería raro que un cómico de verdad llegase de la calle e intentara enseñar tai chi? Algo así como si Bob Hope intentase enseñar tai chi…
La postura llamada yun shou la traducía por «manos de mono». No pago catorce dólares por clase para hacer «manos de mono».
Nos acostamos temprano y le pregunto a Cari si quiere que lo amamante, pero no quiere. El amamantar es una de nuestras cosas. Algo parecido al budismo y a la comida sana, aunque a la vez es algo distinto. En realidad, el amamantar entra en una categoría diferente. Otras cosas que entran en esa categoría serían las siguientes:
Mi ira contenida y sin motivo concreto.
y:
La sensación de que hay un «siguiente nivel» y que yo debería estar en él.
Es posible que Cari tenga otras cosas que añadir a esa lista que podríamos llamar: Cosas Importantes que No Comprendemos y de las que Definitivamente No Vamos a Hablar. Leemos en la cama durante un rato antes de apagar la luz. Yo leo un artículo sobre el autismo. En estos días, parece que te das la vuelta y ahí está, el autismo. Si tuviese un bebé y empezara a desmenuzar papel para ir haciendo pedazos cada vez más pequeños, no me llevaría años descubrir la verdad. Instintivamente pensaría: Por la vaca sagrada, tengo un autista, y me pondría manos a la obra de inmediato. Pero no tendré un hijo autista. No tendré ningún hijo. Ya soy muy mayor. No demasiado mayor, solo un poco mayor. Una mujer decidida y resuelta aún lo intentaría, pero es demasiado tarde para una mujer como yo.
Me levanté a las siete de la mañana y me dije: Este es el segundo día del resto de tu vida. No es algo concreto, sino la sensación de ir a la deriva. Como si un barco hubiese levado anclas dos días atrás y ahora me encontrase de travesía, tratando de ver todo, igual que haría cualquier turista, aunque todo me resulta familiar. Ya lo he hecho antes. En realidad, es cosa mía que Carl y yo nos centráramos en la salud. De eso hace ya cuatro años. Empecé por utilizar pan integral para los sándwiches, después vino el tai chi —cosa a la que jamás logré cogerle el tranquillo—, y, por último, el budismo. Carl aceptó sin fisuras aquel estilo de vida, después de alguna burlona resistencia inicial. A veces, me imagino que se sentía tan amenazado por mis nuevos intereses, que me secundaba por mera agresividad, como si quisiera decirme: Puedes correr, pero no tienes dónde esconderte. Me cepillé mi nuevo pelo corto como si aún lo tuviera largo: golpeándome sin querer los hombros con el cepillo. Se trataba de una rareza nueva y delicada y me aferraba a ella igual que a un clavo ardiendo, deseando que me llevase a una rareza incluso más novedosa y más rara. O quizá podría acumular muchas y pequeñas costumbres nuevas y apilarlas para formar una única, nueva y gran costumbre. Con ese pensamiento en mente, cogí el coche y me fui a una zapatería. Elegí un tipo de calzado que no había usado jamás. La dependienta y yo miramos mis pies blancos y venosos dentro de aquellas alpargatas amarillas con tiras.
¿Quiere que se las ponga en una caja?
No, me las llevaré puestas.
No le recomiendo que lo haga.
¿Y eso?
Bueno, yo siempre me pongo los zapatos en casa los primeros días. De esa manera puedo devolverlos si no me siento cómoda con ellos.
Es un buen consejo. Todo el mundo debería hacer lo mismo.
A la gente le gusta complicarse la vida más de la cuenta.
Yo soy una de esas.
Probarlos en casa, ese es el primer paso.
¿Cuál es el segundo?
Llevarlos cuando se sale.
¿Cuál es el tercero?
¿El tercer paso? Usted decide.
Me puse los zapatos nuevos en el coche mientras conducía para ir a la terapia, pero me los quité antes de salir. Cada vez que entraba en el consultorio de Ruth, las nubes densas que había en mi corazón se disipaban y dejaban un paisaje complejo, un pueblo gris, una ciudad maldita. Siempre me quedaba paralizada en aquel lugar, y Ruth tenía que sacarme de allí haciéndome preguntas, como por ejemplo: ¿Qué es lo peor que podría ocurrir?
Que jamás volvamos a tener sexo.
Pero eso es muy improbable.
Bueno, es como si a mí no me apeteciera tenerlo nunca más. Como si ni siquiera me importase.
Tengo una paciente que tuvo un accidente de coche y ella sí que no puede volver a tener sexo… Se ha quedado paralítica. Pero ¿se ha acabado su relación?
¿Sí?
No. Con toda seguridad, las relaciones serán un desafío, pero su pareja sigue queriéndola igual.
En ese momento lloro por el amor que existe entre esa mujer lesionada y su pareja, y, mientras lloro, rae pregunto si Ruth dijo «pareja» porque eran lesbianas. Desde luego que lo son, y, con toda probabilidad, la paralítica se ha presentado además a gobernadora. Lloro con más fuerza. Votaría por ella. Pero ¿existe esa paciente de verdad? ¿O se la ha inventado Ruth, igual que sospecho que se inventa las cariñosas y divertidas riñas que tiene con su marido? Por cada discusión que tengo con Cari, Ruth tiene una anécdota parecida que le pasó con su marido. Pero, en lugar de meter cizaña, la quiere por ser una amargada, y ella se ríe con vergüenza por lo amargada que es. Dios, eso suena de puta madre. Quiero reírme de mí misma con vergüenza, quiero ser una amargada. Ruth me pasa la caja de pañuelos de papel y el tiempo de la consulta ha terminado. Me sueno la nariz a medias y espero a estar fuera para sonarme del todo.
Cuando llego a casa, Cari está meditando. Me gusta ese momento del día porque tiene los ojos cerrados. Me brinda la oportunidad de comportarme tal y como me gustaría comportarme con él. Me pongo las alpargatas y me siento en el sofá frente a él, que está erguido sobre la alfombra. Primero actúo, en silencio, como lo haría una persona amargada: encorvo los hombros y frunzo el ceño. Después me enderezo y muevo mudamente los labios:
¿Qué pasa contigo, amargada?
Me inclino y muevo los labios de nuevo: Maldita sea, siempre estás meditando.
Me enderezo: Fantoche, amargada (no sé por qué, la versión muda de mí y de Cari habla como los niños de la película Pequeños traviesos), no vayas a burlarte de mí. Estoy trabajando en mi dualidad cuerpo-mente.
Me inclino enfurruñada: Meditando, meditandoooooo. Oye tú, yo también tengo una dualidad mente-cuerpo.
Me incorporo: Desde luego que sí, amargada. Eres un guisante seco.
Me inclino y me preparo para el gran momento. Abrazo mi yo con firmeza, cierro la boca y, en silencio y avergonzada, me río de mí misma. Ag, ag, ag, ag. Primero es desgarrador y me echo a llorar. Pero llorar es una costumbre, de modo que prosigo, desmayando los ojos por debajo de los párpados, avergonzándome aún más: ag, ag, ag, ag. Me olvido de las risas y consigo un ritmo de respiración en el que espiro en intervalos de cuatro. Rodeándome a mí misma con los brazos, me siento bien, es como galopar, ag, ag, ag, ag. A medida que galopo, empiezo a tener la sensación de que galopo junto a Cari, y me pregunto si esto que hago es meditación. Tal vez, por casualidad, he logrado llegar a una poderosa respiración hindú, ag, ag, ag, ag. Quizás es algo que los gurús solo te enseñan cuando llevas muchos años de aprendizaje. Ni siquiera lo han logrado en el zendo al que va Cari; hay que ir a la India para aprenderlo. Ag, ag, ag, ag. Pero yo empecé a respirar del modo en que los Dalai Lama lo hacen por naturaleza. Yo, una mujer estadounidense normal y corriente, ag, ag, ag, ag, estoy llevando a cabo la antigua y olvidada respiración curativa de la India. Milagro será que Cari no se encele cuando se lo digan, cuando me lleven a un lugar al que él no pueda ir. Lo siento, diré yo, pero esto es más grande que nosotros. Él luchará, intentará llevar a cabo la respiración antigua, ag, ag, ag, ag, y yo me reiré compasivamente, porque es tan patética la imitación que hace que me den ganas de darle un puñetazo en la cara. Respiro con dificultad y rapidez, mi cuerpo se convulsiona por los pequeños y vigorosos abrazos que me doy. Es real, la furia es real, es antigua y está olvidada, ¡ag, ag, ag, ag! De repente, me detengo y abro los ojos. Allí está Cari. Después de percibir la fijeza de mi mirada, abre sus ojos y me mira. Allí estoy yo. Aquí estamos los dos, en el salón.
Aquella noche Cari quiso que lo amamantara, así que me levanté el camisón. Yo no tengo que hacer nada, mi teta está ahí, y él la chupa. Siempre que ocurre eso me entra sed y me pongo triste. Pero ambas sensaciones están invertidas. La sed tiene la profundidad y el matiz que le correspondería tener a la tristeza: la sed como dolor, como grito, como sollozo. Y la tristeza está patéticamente limitada al rango de la sed, es tan solo un trago emocional, acompañado de un fruncimiento del ceño, algo que puede saciarse. Es probable que esas sensaciones se manifiesten de manera lógica cuando hay leche en las tetas. Noté la erección de Cari en mi rodilla, pero esperé a que se le pasase y, al cabo de un rato, desapareció. Me soltó el pezón y nos quedamos tumbados en aquella penumbra que he llegado a pensar que es nuestro ámbito privado.
¿Te has fijado en mi nueva imagen?
¿Tu corte de pelo?
Es más que eso.
¿Es algo interno?
Sí, y también me he comprado unos zapatos nuevos.
Ah.
Pasó un coche y observamos las ráfagas de luces que se deslizaban por el techo. Cari me presionó hacia abajo un pie con el suyo. Yo se lo alcé con el mío. Es algo que hicimos la primera vez que nos acostamos, es un gesto de hace siete años. En realidad, nunca llegamos a tener lo que se dice un noviazgo. Nos conocimos en una comida de esas en que cada cual lleva algo. Allí descubrimos que ambos estábamos recuperándonos de una separación. Cuando dejamos de hablar de nuestros respectivos ex, ya llevábamos un año juntos. Le alcé el pie a Cari con el mío y él me lo presionó hacia abajo con el suyo. Si los gestos fuesen personas, aquella persona estaría haciendo ahora el bachillerato. Pero los gestos son solo gestos. Aun así, me siento más cercana a él cuando hacemos eso que en cualquier otro momento del día. Es como si nuestros pies tuvieran una relación perfecta, sincera y cariñosa, pero, de los tobillos para arriba, estamos perdidos. Vuelvo a presionar, pero él no me corresponde. Se ha quedado dormido.
En el octavo día del resto de mi vida, empecé a preguntarme si se trataba en realidad del resto de mi vida o si era solo una continuación de ella. Tenía tan poco que me sirviera de guía… El segundo paso era ponerme los zapatos nuevos fuera de casa, y así lo hice. Me paseé por nuestro barrio. Me acerqué a la concurrida avenida y entré en el popular café que tanto les gusta a los universitarios. No pude pedir nada porque no llevaba el bolso, pero entré en el servicio. Utilicé el inodoro, el papel higiénico, el jabón, el agua, las toallas de papel. Todo lo que era gratis. Salí del servicio y me fijé en el tablón de anuncios. Muchos de esos anuncios tenían una hilera de copias en la parte de abajo que podían cortarse. Como también eran gratis, recorté una copia de cada anuncio y volví a casa. Me tumbé en el suelo del dormitorio y miré debajo de la cama. Me vinieron a la cabeza los mismos pensamientos que tuve anteriormente en torno al documental sobre las hormigas. Civilizaciones enteras. Igual que la nuestra. En el subsuelo. Me di la vuelta y me tumbé boca abajo, y, presionando los labios en la alfombra, canté esa canción que dice: «¿Por qué tengo que ser una adolescente enamorada?». Pero suprimiendo lo de la adolescente enamorada, solo cantaba «¿Por qué tengo que ser?». Aunque con el mismo anhelo, con el mismo pesar. Saqué los trocitos de papel y los esparcí sobre la alfombra. Eran de todos los colores, incluidos los vivos y fosforescentes. Muchos tenían solo un número de teléfono, sin ninguna otra referencia. Amontoné esos misteriosos pedacitos y examiné el resto. Tres eran anuncios de gatos perdidos, uno era para regalar un gatito, otro requería extras para una película, en dos de ellos se buscaba un subarrendamiento, uno ofrecía en alquiler una habitación en casa de una familia vegetariana y otro reclamaba a gente para cuidar niños. Los ordené según sus características, después los dispuse formando un arco iris. Miré el arco iris con los ojos entrecerrados hasta que se convirtió en un borrón. Entonces susurré el tercer paso: Usted decide.
Aquella noche, de repente, empecé a echar de menos mi pelo. Busqué en internet Hair for Care y escaneé las fotos de los destinatarios. Todavía era demasiado pronto para que hubiesen hecho una peluca con mi pelo y apareciera en la cabeza de un niño, pero las fotografías fueron tranquilizándome. Unas niñitas sonrientes, con un cabello sano y brillante, mostraban sus fotografías antes de llevar peluca: unos seres calvos de ceño fruncido. Me enteré de que mi pelo lo combinarían con otras nueve colas de caballo para hacer una única peluca. Y de que entresacarían mis cabellos canosos para vendérselos a un negocio dedicado a la confección de pelucas, para de ese modo compensar los gastos de envío y el mantenimiento de la página web. De modo que, en cierto sentido, era una mujer activa. Fragmentos de mí viajaban, compensaban y formaban una alianza de por vida con fragmentos de otras mujeres. Aquello me animó y me inspiró. Me metí en la cama y presioné hacia arriba el pie de Cari. Él presionó el mío hacia abajo.
Creo que necesitamos trasladarnos al siguiente nivel.
¿Quieres decir que tengamos hijos?
Sabes que soy muy mayor para eso.
No tanto.
Sí. Pero no se trata de eso. Es algo que quiero que hagamos juntos.
¿Tiene que ver con el sexo?
No. ¿Por qué lo dices?
¿Qué? Creí que te referías a eso, cuando dijiste juntos, creí que…
Pero aún te gusta la manera en que lo hacemos, ¿no?
¿Podemos hacerlo ahora mismo?
Lo hicimos a nuestra manera. Cari me chupó la teta y yo le hice una paja. Después me di la vuelta y me toqué, mientras Cari me daba palmaditas en la nuca. Me corrí y la mano de Cari volvió a su lado de la cama. Me giré hacia él en la oscuridad.
No te duermas.
No estoy dormido.
¿No te gustaría saber cuál es el siguiente nivel?
¿Cuál?
Solo te lo diré si me prometes que intentarás hacerlo conmigo.
¿Qué pasa si yo ya estoy allí?
No lo estás.
¿De qué se trata?
¿Me prometes que lo harás conmigo?
De acuerdo.
Creo que deberíamos trabajar como extras. Ya sabes, como actores figurantes.
Igual que sucedió con el pan integral, al principio a Cari no le entusiasmó la idea. Se rio cuando le enseñé el trozo de papel verde fosforescente con el número de teléfono y el título de la película: Hello Maxamillion, Goodbye Maxamillion. Pero, al final, mi desconocimiento de la industria cinematográfica lo dejó abrumado. Era tan fácil saber más que yo, que Cari no pudo resistirse a la tentación. Y de esa manera empezó todo.
Me alegró volver tan pronto a la peluquería. Hacía calor, estaba llena de vapor, del sonido ronroneante de los secadores de mano y del agradable olor a champú profesional. Patrice nos enseñó la tarjeta de agradecimiento que había recibido de Hair for Care. Cari estaba impresionado. Se puso en manos de la peluquera como si fuese a extraerle sangre para la Cruz Roja. De cuando en cuando, levantaba los ojos de la revista que leía para ver su evolución. Había poco que hacer: darle un buen corte de barba y de pelo, recortarle el vello de las orejas y de la nariz y retocarle las cejas, pero yo creía que era necesario que le hicieran tales cosas. Si aparentábamos estar aseados y ser normales y corrientes, les quitaríamos protagonismo a los actores principales.
No alcanzaba a oír lo que Cari le decía, pero daba la impresión de que tenía opiniones: no dejaba de hablar con Patrice. Ella inclinaba la cabeza para asentir, daba un paso atrás, le miraba como si fuera un cuadro, asentía y volvía a cortar. Podría haber estado toda la vida observando aquella escena: Patrice y Cari hablando en esa habitación calurosa y perfumada. No resultaba difícil imaginárselos haciendo el amor. Ella con la falda levantada, él penetrándola y Patrice cogiéndole por los pelos, tal y como hacía en aquel momento. Ella podría chupársela. A él le gustaría que lo hiciera. Cari me inspiraba ternura, y a Patrice la consideraba una hermana. En realidad, «hermana» es una palabra demasiado fuerte. Quería que ella me lo suplicase. Le legaba todas las modalidades de la desesperación. Le daba cosas que yo no estaba segura de tener. Se inclinó para recortarle las cejas con mucho cuidado, dio un paso atrás, giró alrededor de Cari y le preguntó: ¿Qué te parece?
Le sugerí a Cari que lo siguiente que teníamos que hacer era ir a la zapatería, pero él objetó que era muy raro ver los zapatos de los actores en las películas.
Es porque toman primeros planos de la cara. A nosotros no nos tomarán primeros planos. Estaremos al fondo y se nos verán los zapatos.
Si estamos lo suficientemente lejos para que se nos vean los zapatos, significará que estaremos tan lejos que no se nos verán con claridad los zapatos.
Pensé en lo que acababa de decir y parecía razonable. Era extraño que Cari tuviera conocimientos de cinematografía y de su industria. Al principio, cuando ridiculizaba mi idea, se burló y dijo: Incluso en el caso de que no fuese una idea tonta, de bajo nivel y casi ofensivamente banal, aun así, no podríamos hacerlo porque no estamos en el gremio.
¿Qué gremio?
El sindicato de figurantes.
¿De verdad que existe tal cosa?
Bueno, no pensarás que van a dejar que cualquier mindundi baile un vals en un plato, ¿o sí?
Pero sí lo hacen. Más tarde, buscamos en instantcast.com y encontramos que en muchas películas contratan a gente normal cuando ya han completado la cuota sindical. También leímos lo importante que llegan a ser los extras. Son más que algo «extra». Imagínate un concurrido saloon en el antiguo Oeste. Cuando el chico malo entra, ¿cómo sabemos que se trata del chico malo de la película? Porque cientos de figurantes se quedan paralizados en mitad de la acción: los vasos de cerveza se quedan alzados a mitad de los labios, las cartas se quedan sin barajar del todo, los dados se congelan en el aire. Se lo leí a Cari en voz alta después de que él terminara la transcripción del sermón dharma de todas las noches.
Ahora, ¿me dejas que te lea algo?
¿Qué?
¿Sí o no?
Sí.
Cuando logres ver la belleza de un árbol, llegarás a saber lo que es el amor.
Es bonito.
Creo que lo es.
¿Lo has transcrito?
Sí, me llegó después de cenar.
Te llegó… a través de los auriculares.
Exacto.
El tercer día del resto de la vida de Cari, que era el undécimo mío, empecé a llamar al número de teléfono. Instantcast.com explicaba que la manera más fácil de contactar era presionando el botón de rellamada durante horas. Es el modo profesional que emplea todo el mundo para solicitar ese tipo de trabajo, igual que cuando se llama a una emisora de radio para ganar unas entradas para algún espectáculo. Los directores buscan a gente dispuesta a hacer casi cualquier cosa, pero que estará encantada de no hacer casi nada durante horas y horas.
Mientras presionaba la tecla de rellamada, visité muchas páginas web que hablaban de la profesión de figurante. Aquellas páginas me llevaron a otras que hablaban de las famosas estrellas de Hollywood y estas, a su vez, a otras dedicadas a estrellas del cine porno. Al final acabé viendo, a través de su cámara web, a una mujer bastante joven que se llamaba Savannah Banks. Savannah no estaba desnuda, cuando yo esperaba lo contrario. Estaba ante su escritorio. Primero me pareció que revisaba unas facturas, después llamó por teléfono. Me dio la impresión de que estaba escuchando los mensajes, pero, al cabo de un rato, caí en la cuenta de que quizás estaba marcando la tecla de rellamada, igual que yo. De repente, me convencí de que estaba a la espera de contactar con el departamento de casting de Hello Maxamillion, Goodbye Maxamillion. Si le contestaban a ella antes que a mí, iba a sentirme muy frustrada. Ella no lo necesitaba tanto como yo. Ella vivía sola, tenía una webcam y tenía muchas, demasiadas alternativas. Se reclinó en la silla, expectante. Yo también podía esperar. Ambas estábamos empatadas, ambas en un punto muerto. Y entonces gané yo.
Casting.
¡Hola! Le llamo por lo del casting.
¿Cuál de ellos?
Hello Maxamillion, Goodbye Maxamillion.
Oh, ese casting ya lo hicimos.
¿De verdad?
Sí.
Ah.
Sí. Bueno, en fin.
En fin.
Mire, quizá necesiten a una persona más. No estoy del todo segura, pero es posible que aún necesiten a una persona más si se presenta allí ahora mismo.
Vaya, pero es que no soy yo sola, también está mi marido, y está en clase de tai chi en este momento.
Bueno, para dos hay pocas posibilidades.
Pero se trata de eso…, de que queremos hacerlo juntos.
No sé, quizá necesiten a dos. Como le he dicho, no lo sé.
¿Usted cree?
Acérquense allí.
¿En serio?
¿Qué tiene que perder?
Nada.
Lleven tres camisas cada uno.
¡Llevaré cuatro!
Colgué y le eché otro vistazo a Savannah. Estaba poniéndose el abrigo. Cogió el bolso. Yo, por mi parte, cogí las camisas, salí de casa y me quedé a la espera de Cari en el camino de la cochera. Ella me llevaba una ventaja injusta porque yo tenía que esperar a Cari.
Se trataba de un romance trágico. Maxamillion era un anciano que se enamoraba de una niña y esperaba a que ella creciera, solo que muere de vejez en el dieciocho cumpleaños de la jovencita. Estábamos en una de las primeras escenas, una en que Maxamillion lleva al objeto de su amor, a su heroína de seis años, a un lujoso restaurante francés llamado Mon Plaisir. Nosotros dos y otros veintidós extras nos agrupábamos por parejas en mesas de amplios manteles. Maxamillion y la niña estaban sentados a nuestro lado, con las manos entrelazadas, mirándose a los ojos de una manera que me incomodaba. Pero a mí no me correspondía juzgar el amor entre aquellos dos personajes de ficción. Dave, el ayudante de dirección, nos dijo que hablásemos y comiésemos como lo haríamos normalmente si estuviésemos disfrutando de una comida en un lujoso restaurante francés, pero que diésemos bocados diminutos para que la comida nos durase unas cuatro o cinco horas. Cari miró su plato. Para nosotros, el hecho de no tener que comer comida francesa resultaba fácil, ya que somos macrobióticos. Y ¡acción!
Hola.
Hola, Cari.
Por lo general no nos saludamos cuando nos disponemos a comer.
Ahora voy a beber agua.
Yo también.
¡No, no podemos beber agua!
¿Por qué no?
Esto no es real.
Pero tengo mucha sed.
Bueno, espera.
Cari se recostó en la silla, esperando.
¿Qué estás haciendo? ¡Tenemos que seguir charlando!
Ya, está claro que no soy actor, pero esto no fue idea mía, ¿verdad?
Ah, genial. De modo que ahora la culpa es mía…
¡CORTEN! ¡Corten, corten, corten!
En ese instante aprendimos la primera gran lección sobre cómo tienen que actuar los figurantes. Cuando Dave nos dijo que charlásemos como lo haríamos normalmente en un lujoso restaurante francés, quería dar a entender que teníamos que hablar sin articular sonido. Conversar en silencio. Él creía que lo sabíamos. No. Ni siquiera sabíamos por qué estábamos allí. ¿Dónde estaba Savannah Banks? Eché un vistazo alrededor, pero no estaba en el Mon Plaisir. Por supuesto que no. Era probable que no viviese siquiera en esta ciudad. Era probable que tuviese una cita de verdad en un restaurante francés de verdad. Miré a Cari y él me devolvió la mirada. En aquel momento, nuestra realidad desolada se hizo evidente: no podíamos marcharnos y no podíamos cambiar de pareja. Maxamillion acarició la mano de la niñita con un dedo arrugado y Dave dijo acción.
De repente, éramos actores. Nos comportábamos igual que lo hace la gente cuando mantiene una conversación. Escuchábamos, asentíamos con la cabeza, sonreíamos en silencio y comíamos trocitos de comida. Movíamos la boca y la cara. A veces, gesticulábamos para enfatizar algo, nos animábamos como se animan las parejas jóvenes cuando charlan. Cari incluso me interrumpió, moviendo los labios con afectación y asintiendo con la cabeza a lo que yo decía, supongo que recalcándolo, y supe, conociendo la manera en que la gente conversa cuando está feliz, que había dicho algo gracioso. Me reí en silencio y Cari sonrió. Fue una sonrisa real, de satisfacción por haberme hecho reír. Y fue tan formidable ver aquella sonrisa, que me sentí resplandecer, me sentí guapa, y corten.
Cuando llegó el momento en que nos permitían hablar no nos dijimos nada. Ni siquiera podíamos mirarnos a los ojos. Aquella situación resultaba demasiado embarazosa. Yo esperé, hecha un manojo de nervios, a que Dave dijera acción, y, cuando lo dijo a voz en grito, alcé los ojos y me encontré con los de Cari justo en el instante en que los contraía con una sonrisa. Qué imponente estaba con aquella camisa y su nuevo corte de pelo. Sirvió más vino, levantamos las copas y dijimos moviendo mudamente los labios: ¡Por nosotros! Con aquel «nosotros» entendí que ambos queríamos decir aquellas dos personas que acababan de conocerse en el restaurante Mon Plaisir, no nosotros. Deslicé una mano por la mesa y Cari, sin pensarlo, me la cubrió con la suya. Me encendí como una cerilla… Y corten.
De nuevo esperamos con los ojos gachos. Su mano seguía allí, pero sin vida, y mientras regulaban los focos a nuestro alrededor, tuve tiempo de preguntarme cuántas tomas quedarían. No las suficientes.
Cuando volvimos a estar en acción, apreté los dedos de Cari y él estrechó los míos. En aquel momento, la premura parecía obvia. Nos inclinamos hacia delante. Le acaricié la barbilla barbuda mientras nos dábamos un beso rápido, ya que no queríamos quitarle protagonismo a la mesa principal. El sentimiento que había entre nosotros era triste y desesperado. No podíamos dejar de mirarnos, cada inhalación era una pregunta: ¿Sí? Seguida de un: Sí. Cayendo y agarrándonos, volviendo a caer y a agarrarnos, descendimos hasta un lugar precario y nítido, un lugar que siempre había sabido que estaba allí, aunque sin adivinar jamás dónde. El nuevo sentido del humor de Cari florecía en silencio. Hizo unos gestos un poco absurdos que me sorprendieron tanto que estuve a punto de soltar una carcajada audible. Y yo no podía hacer un movimiento sin hacer el amor. Cada vez que me movía en la silla, me llevaba el tenedor a la boca o me apartaba el pelo de los ojos, me daba la impresión de que lo hacía como si atravesara un bloque de miel, lentamente y con todo tipo de insinuaciones. Temí que nuestra respiración sonase demasiado alta. Le agarré por el antebrazo y él, por debajo de la mesa, se descalzó. Nuestros pies se encontraron con una elocuencia casi sonora. Dave gritó: Corten. Después añadió:
Esta ha sido la última toma para nuestros figurantes. ¡Gracias, actores figurantes!
¿Cómo era posible que se hubiese terminado? Cari y yo nos miramos sin creérnoslo. El equipo empezó a aplaudir. Todo el mundo aplaudía. Solo nos quedaba levantarnos de la mesa y salir de la sala tropezando con los otros veintidós comensales. Cuando nos separamos para ir a los camerinos, ni nos miramos a los ojos. El camino de regreso a casa en el coche se hizo largo y estuvo envuelto en un silencio asfixiante. Mientras atravesábamos el césped del jardín delantero de nuestra casa, Cari se detuvo para enrollar la manguera que yo había dejado allí el día anterior. Lo esperé durante un momento pero, después de sentirme ridícula allí de pie, entré en la casa. Se había hecho tarde, de modo que empecé a preparar la cena. Una vez que nos sentamos fue cuando todo me pareció extraño. Allí estábamos de nuevo, comiendo juntos en silencio. Pinché la verdura con el tenedor y rompí a llorar. Cari levantó la vista, nos miramos fijamente a través de la mesa. Algo se hizo evidente: no debíamos seguir juntos durante más tiempo. Y corten.
Durante las semanas que siguieron, estábamos asombrados de nosotros mismos. Nuestras costumbres se deshicieron con facilidad. Yo me levantaba temprano en la habitación de invitados y él se quedaba hasta tarde chateando con desconocidos budistas. Igual que si fuéramos compañeros de cuarto de universidad, guardábamos la comida, que comprábamos por separado, en distintos compartimentos del frigorífico. Resultó que en realidad no nos gustaba comer las mismas cosas. Nos pusimos a buscar apartamento, a veces fijándonos en los mismos listados de ofertas. Y nuestra escasa intimidad física se suspendió, así de simple. Esas cosas que hacíamos, ¿adónde fueron? ¿Se reciclaron? ¿Las haría alguna nueva pareja en China? En aquel preciso momento, ¿estarían un sueco y una sueca haciendo piececitos? Nos ayudamos en nuestras respectivas mudanzas: primero cargando cajas para llevarlas a un estudio que él había encontrado en nuestro barrio y después atravesando la ciudad en la furgoneta de alquiler hasta mi nuevo hogar. Cuando la furgoneta estuvo vacía, nos abrazamos y pensé: En menos de un minuto, entraré en mi nueva casa. Cari me saludó con la mano desde la ventanilla de la furgoneta y se alejó. Yo me di la vuelta y me encaminé a mi nuevo portón. Pensé: Bueno, esto es lo que hay. Allá voy. Pero, antes de llegar al portón, oí un claxon. Había regresado. Me había olvidado un desplantador en el asiento delantero. Estuvimos un rato hablando de aquello. No sabíamos qué hacer con él, ya que ninguno de los dos tenía jardín. Empecé a temer que la conversación sobre el desplantador no iba a terminar nunca. Nos imaginé como dos ancianos allí en la acera, con el desplantador en medio de ambos. Le quité a Cari la herramienta de la mano y me la llevé al pecho. Él regresó a la furgoneta y yo me encaminé al portón con el desplantador en la mano. Pensé: Esto es lo que hay. Ahora estoy sola. Miré a la calle para asegurarme. Sí, estaba sola.