No soy de esa clase de personas a las que les interesa la familia real inglesa. He entrado en chats atestados de esa clase de personas, y son gente que tiene un mundo muy pequeño, gente que no piensa a largo plazo y a la que no le interesa lo que ocurre en su propia nación porque está demasiado ocupada en pensar en la familia real de otro país. El vestuario real, los cotilleos en torno a la realeza, las malas rachas, especialmente las malas rachas que padece esa familia real en concreto. A mí solo me interesaba el muchacho. El mayor. Hubo una época en que ni siquiera sabía su nombre. Si alguien me hubiese enseñado una fotografía suya, habría adivinado quién era, pero no habría sabido decir su nombre, ni su peso, ni sus aficiones, ni los nombres de las chicas que asistían a aquella universidad mixta en la que él estudiaba. Si hubiese un mapa del sistema solar que, en vez de mostrar las estrellas, mostrase la gente y sus grados de separación, mi estrella sería la que estaría más separada, a años luz, de la de él. Te morirías en el intento de llegar a él. Solo podrías esperar que los hijos de tus nietos llegasen a él. Pero no sabrían qué hacer, no sabrían cómo retenerlo. Y él estaría muerto. Lo sustituiría el guapo y fornido hijo de su bisnieto. Todos sus hijos constituirán una familia real hermosa y fornida, y mis hijas serán mujeres de mediana edad que trabajen para una entidad sin ánimo de lucro y que adiestren al vecindario ante la eventualidad de un terremoto. Cada uno de nosotros procede de un extenso linaje de gente destinada a no conocerse nunca entre sí.
Durante toda mi vida he tenido el mismo sueño. Es lo que llaman un sueño recurrente. Siempre termina igual. Salvo aquel 9 de octubre de 2002. El sueño empezó de la manera habitual: una tierra en la que el cielo está muy bajo y en la que sus habitantes se ven obligados a arrastrarse, apoyándose en las manos y las rodillas. Pero aquel día me di cuenta de que toda la gente que estaba a mi alrededor mantenía relaciones sexuales como consecuencia de tener que vivir horizontalmente. Estaba furiosa y hacía todo lo posible por separar a las parejas, pero estaban pegadas como si fuesen escarabajos en pleno apareamiento. Entonces, de repente, lo vi. Will. En el sueño, reconocí que se trataba de una celebridad, pero no sabía con exactitud quién era. Me sentí muy avergonzada porque sabía que él siempre estaba rodeado de guapas jovencitas y porque con toda probabilidad nunca en su vida había visto a nadie que se pareciese a mí. Pero, poco a poco, fui percatándome de que me subía la parte trasera de la falda y que acurrucaba su cara en mi culete. Lo hacía porque me amaba. Era un tipo de amor que nunca imaginé que fuera posible. Y entonces me desperté. Así era como terminaban siempre mis historias en el colegio: ¡Y entonces me desperté! Pero aquel no fue el final, porque, justo cuando abrí los ojos, pasó por delante de mi casa un coche con la música a todo volumen. Era un tipo de música que por norma general odio, y en este instante pienso que debería estar prohibida, pero aquella canción en concreto era hermosa. Decía algo así como: «Todo lo que necesito es un milagro, todo lo que necesito eres tú». Lo cual se ajustaba al sentimiento que me había provocado el sueño. Me levanté de la cama y, como si necesitase más pruebas, abrí el prestigioso periódico The Sacramento Bee y, allí, en la sección internacional, había un artículo sobre la visita del príncipe Charles a un barrio de viviendas de protección social de Glasgow, un viaje que hizo con su hijo, el príncipe William Arthur Philip Louis. Había una fotografía. Tenía la misma cara que cuando se acurrucaba en mi culete, el mismo aplomo rubio y encantador, la misma nariz.
Tecleé «familia real» en una página web dedicada a la interpretación de los sueños, pero no existía esa entrada en aquella base de datos, así que tecleé «culo» y le di a la tecla «interpretar», y esto es lo que me salió: Ver tu culo en un sueño representa tus instintos y tus deseos. También decía: Soñar que tu culo está deformado sugiere aspectos de tu psique no desarrollados o heridos. Pero mi culete estaba bien formado, de manera que aquello indicaba que mi psique estaba desarrollada, en tanto que la primera frase me decía que confiara en mis instintos, que confiara en mi culo, ese culo que confiaba en él.
Durante aquel día cargué con el sueño como si fuese un vaso lleno de agua, moviéndome con delicadeza para que no se me derramase ni una gota. Tengo una falda larga igual a la que él me levantó y, cuando me la puse, experimenté una dimensión sexual nueva. Empecé a contonearme en cuanto llegué al trabajo y me dejé ver, con andares deslizantes, por la cocina del personal.
Mi hermana llama a ese tipo de falda «acampanada», pero lo dice con un matiz despectivo. Por la tarde, se pasó por mi oficina en QuakeKare para usar la fotocopiadora Xerox. Parecía casi sorprendida de verme allí, como si nos hubiésemos encontrado por casualidad en Kinko’s, la megatienda de informática. QuakeKare es una organización que tiene como cometido enseñar a la gente cómo reaccionar ante un terremoto y ayudar a las víctimas de un terremoto que se produzca en cualquier parte del mundo. A mi hermana le gusta bromear diciendo que ella es prácticamente víctima de un terremoto por el desorden que reina en su casa.
¿Cómo llamas exactamente a lo que llevas puesto, una falda acampanada?, me preguntó.
Es una falda. Sabes muy bien que es una falda.
Pero ¿no resulta extraño que esta prenda tan favorecedora y tan bien confeccionada que llevo se llame también falda? ¿No habría que hacer una distinción?
No todo el mundo piensa que lo más corto es más excitante.
¿Excitante? ¿Acabas de decir «excitante»? ¿Hablamos de excitación? Dios mío, no puedo creer que acabes de emplear esa palabra. Repítela.
¿Cuál? Excitante.
¡No la digas! Es demasiado, suena como si dijeras «follar» o algo parecido.
Vale, no la diré.
No. ¿Crees que nunca vas a volver a follar? Cuando me contaste que Carl te había dejado, eso fue lo primero que se me vino a la cabeza: Nunca volverá a follar.
¿Por qué eres así?
¿Cómo? ¿Pretendes que sea una estrecha como tú? ¿Todo guardado bajo llave? ¿Es eso más saludable?
No soy una estrecha.
En fin, me encantaría estar de acuerdo contigo en eso, pero voy a necesitar alguna prueba que demuestre que no eres una estrecha.
¡Tengo un amante!
Pero no dije eso. No dije: Me quieren, soy una persona que merece ser querida, no soy una buscona, pregúntale al príncipe William. Aquella noche hice una lista con las maneras posibles de tener un encuentro real con él:
Ir a su universidad para dar una conferencia sobre medidas de seguridad ante posibles terremotos.
Ir a los bares cercanos a su facultad y esperarlo allí.
No se excluían mutuamente. Ambas opciones eran maneras razonables para conocer a alguien. Todos los días la gente se encuentra en los bares, y con frecuencia tiene sexo con gente que conoce en los bares. Mi hermana lo hace siempre, o al menos lo hacía cuando estaba en la universidad. Después me llamaba y me contaba con todo detalle lo que había sucedido durante la noche anterior, no porque yo esté muy unida a mi hermana, todo lo contrario. Es porque hay algo en mi hermana que no funciona bien. Casi llamaría a lo que hace abuso sexual, pero es mi hermana pequeña, de modo que debe de haber otra manera de denominarlo. Se pasa de la raya. Eso es todo lo que puedo decir de ella. Si la raya está aquí, donde estoy yo, ella la traspasa, cerniéndose sobre mí, desnuda.
Al día siguiente, me levanté a las seis de la mañana y empecé a andar. Sabía que nunca estaría delgada, pero decidí que sería conveniente endurecer mis carnes por si se diera el caso de que él me tocase en la oscuridad. Después de perder unos cinco kilos estaría lista para ir a un gimnasio. Hasta entonces, me limitaría a caminar, caminar y caminar. Mientras andaba por el vecindario, reavivé el sueño, alcanzando tal extremo de nitidez que tuve la impresión de que me toparía con él a la vuelta de la esquina. Al verlo, metería la cabeza debajo de su camisa y me quedaría allí para siempre. Incluso podía ver la luz del sol traspasando las rayas de su polo de rugby. Mi mundo era pequeño y olía a hombre. Cegada por esos pensamientos, no vi a una mujer que se acercaba hasta que no estuvo delante de mis narices. Llevaba un albornoz amarillo.
Mierda. ¿Has visto un perrito castaño? ¡Patata!
No.
¿Estás segura? ¡Patata! Si tiene que haber pasado por aquí corriendo. ¡Patata!
Iba distraída.
Joder, tienes que haberlo visto. ¡Patata!
Lo siento.
¡Dios! Bueno, si lo ves, agárralo y tráelo de vuelta a este mismo sitio. Es un perrito castaño y se llama Patata. ¡Patata!
Vale.
Seguí caminando. Había llegado la hora de concentrarse en cómo conocerlo. Planes 1 y 2. Ya había ido a otras escuelas para hablar de medidas de seguridad ante posibles terremotos, así que no sería la primera vez. Hay en el barrio una escuela Buckman de enseñanza primaria que cada año invita a los bomberos para que expliquen a los alumnos cómo Detenerse, Tumbarse y Rodar, y después llego yo y les hablo sobre las medidas de seguridad que hay que tomar en caso de que se produzca un terremoto. Por desgracia, se puede hacer muy poca cosa. Uno puede detenerse, tumbarse, saltar en el aire y batir los brazos, pero si se trata del Gran Terremoto, lo mejor es salir corriendo y rezar lo que sepas. El año pasado, un crío me preguntó por qué me había hecho experta en terremotos, y le fui sincera. Le dije que no conocía a nadie a quien le diesen más miedo que a mí. Hay que ser sincera con los niños. Le describí mi sueño recurrente de asfixiarme bajo los escombros. ¿Sabes qué significa «asfixiado»? Lo representé para que lo comprendiera. Y allí estaba yo, jadeando, con los ojos saliéndoseme de las órbitas, agachada sobre la alfombra, buscando aire a la desesperada. Cuando me restablecí de aquella demostración, me tocó la espalda y me dio una hoja de árbol que tenía una forma parecida a la de un tiburón. Me dijo que era la mejor de todas. Me mostró otras hojas que había coleccionado, todas con más aspecto de hoja que de tiburón. La que me dio era la que tenía el mayor parecido con un tiburón. La metí en el bolso y me la llevé a casa. La dejé encima de la mesa de la cocina. La observé antes de irme a la cama. Pero en mitad de la noche me levanté y la tiré al triturador de basura. En mi vida no hay sitio para tal cosa. La pregunta es: ¿hay terremotos en Inglaterra? Si no los hay, entonces no es esa la opción más adecuada para acercarme a él. Pero si no los hay, tengo una razón más para vivir con él en un palacio en lugar de convencerlo de que se mude a mi apartamento.
Entonces Patata pasó corriendo junto a mí. Como había dicho aquella mujer, era un perrito castaño. Me pasó a toda velocidad, como si estuviese a punto de perder un avión. Cuando me di cuenta de que se trataba de Patata, ya se había ido. Pero parecía contento, y pensé: Enhorabuena. Vive tu sueño, Patata.
Hay que descartar la visita a la universidad. No me queda más remedio que ir al pub. Así es como llaman los ingleses a los bares. Entraría en el pub. Llevaría la misma falda que él me levantó en el sueño. Posiblemente estaría rodeado de amigos y de guardaespaldas. Él no se fijaría en mí, brillaría como el sol, cada vello dorado de sus brazos brillaría. Me dirigiría a la máquina de discos y seleccionaría «Todo lo que necesito es un milagro». Eso me daría valor. Me sentaría a la barra, pediría una copa y empezaría a contar un embrollo. Un embrollo es una especie de juego que hace que la gente se enrolle igual que un ovillo de lana alrededor de las dos manos. Haría que los que estuvieran en el mostrador fueran enrollándose con mi historia. Habría una parte del juego que exigiría participación, y alguna gente estaría obligada a corear en situaciones clave. Aún no he pensado cuál sería la historia, pero diría, por ejemplo: «Y volví a llamar a la puerta y grité», y entonces los que estuviesen en la barra corearían: «¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!». Al final, todos los que estuviesen cerca de mí también corearían lo mismo, y el círculo del coro crecería a medida que se fueran uniendo los curiosos. William no tardaría en preguntarse a qué venía todo aquel alboroto. Se acercaría con una sonrisa desconcertada. ¿Qué hacen ahora los plebeyos? Lo vería allí, muy cerca de mí, cerca de cada parte de mi cuerpo, pero no me detendría, seguiría dándole vueltas a aquella historia embrollada, de modo que la próxima vez que llamase a la puerta él gritaría con todos los demás: «¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!». Y, de algún modo, esa historia, esa asombrosa historia que ya habría reclutado a la mitad del campesinado inglés, se remataría cediendo la palabra tan solo a William. Sería una nueva forma de rematar el embrollo, totalmente distinta a las fórmulas habituales del tipo «Naranja, alégrate de que no dijera plátano». Ese remate lo atraería hacia mí, se quedaría plantado ante mí, y, con lágrimas en los ojos, me suplicaría: «¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!». Y apretaría su cara gigantesca contra mi pecho y, como el embrollo no habría llegado aún del todo a su final, le diría:
Pídeselo a mis pechos, a mis pechos de cuarenta y seis años.
Y él les gritaría con calma: ¡Dejadme entrar, dejadme entrar!
Y a mi estómago, pídeselo a mi estómago. ¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!
Arrodíllate, Alteza, y pídeselo a mi vagina, esa bestia fea.
Déjame entrar, déjame entrar, déjame entrar.
El sol iba ocultándose con una luz que parecía prehistórica. No solo me sentía cegada sino también perdida, o como si hubiese perdido algo. Y de nuevo apareció ella, la mujer del albornoz amarillo. Esa vez conducía un utilitario rojo. Ni siquiera se había vestido, seguía en albornoz. Y gritaba con tanta desesperación el nombre del perro, que se había olvidado sacar la cabeza por la ventanilla; gritaba en vano en el interior del coche, como si Patata estuviese dentro de ella, igual que Dios. Su abovedado grito resultaba llamativo, era un lamento verdadero. Había perdido a alguien a quien quería y temía por su seguridad, y eso estaba ocurriendo de verdad, estaba ocurriendo en aquel momento. Y yo estaba involucrada, porque, aunque resultara increíble, acababa de ver a Patata. Corrí hacia el coche.
Acaba de irse en aquella dirección.
¡Qué!
Ha bajado por Effie Street.
¿Por qué no lo has detenido?
Iba demasiado deprisa. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era él.
¿Era Patata?
Sí.
¿Estaba herido?
No, parecía feliz.
¿Feliz? Estará aterrorizado.
Tan pronto como dijo aquello, pensé en lo rápido que corría y comprendí que ella tenía razón. Corría ofuscado por el miedo, aterrorizado. Un adolescente filipino se acercó al coche y se quedó allí parado, que es lo que suele hacer la gente cuando se avecina un desastre. Lo ignoramos.
¿Que tomó aquella dirección?
Sí, pero eso fue hace diez minutos por lo menos.
¡Joder!
Se fue bramando mientras bajaba por Effie Street. El joven se quedó conmigo, como si ambos estuviésemos involucrados en aquel asunto.
Se le ha perdido el perro.
El chico asintió y echó una mirada alrededor, como si el perro estuviese cerca de donde nos encontrábamos.
¿Cuál es la recompensa?
No creo que la haya todavía.
Tiene que dar una recompensa.
Aquello me pareció una grosería, pero, antes de poder decírselo, el coche rojo regresó. Venía más despacio.
La chica bajó la ventanilla y yo me acerqué con una sensación interna de derramamiento. Llevaba puesto un camisón. El albornoz amarillo había tomado la forma de un pequeño nido en el asiento del copiloto, y dentro del nido estaba Patata, muerto. Le dije que lo sentía muchísimo. La mujer me respondió con una mirada que daba a entender que yo era la única responsable de esa muerte y que no quería intercambiar palabra alguna con una asesina profesional de perros. Me pregunté cuántas otras cosas habían desembocado en la muerte a través de mí. Quizá muchas. Quizá yo pasaba a través de ellas, como la dama de la guadaña, señalando el final. Eso explicaría muchas cosas.
Ella se fue, y el chico y yo volvimos a quedarnos solos. Estaba apenas a unas cuantas calles de mi casa, pero me resultaba difícil echar a andar. No sé en qué pensaba cuando eché a andar de nuevo. William. Quién era William. Parecía perverso, casi delictivo, pensar en él en aquel momento. Y agotador. De repente, tuve la impresión de que nuestra relación requería una fuerza enorme para mantenerse. Era probable que ella estuviese enterrando al perro en su jardín en aquel instante. Miré al chico: era todo lo contrario a un príncipe. No tenía nada. Cuando mi hermana estaba en la universidad, solía llevarse a casa a esa clase de chicos. A la mañana siguiente me llamaba por teléfono.
Se la noté a través de los pantalones, la tenía casi dura, y me di cuenta de que era grande.
Por favor, cállate.
Pero, cuando se quitó los pantalones, casi me cago encima. Pensaba: ¡Por favor, encanto, méteme cuanto antes eso que tienes ahí!
Vale.
Y después va y se saca una cuerda negra diminuta o algo por el estilo y se la coloca alrededor de la polla. Le digo: ¿Para qué es eso? Y él va y se ríe de esa manera repugnante que tienen los críos de reírse. Yo me puse aquellas bragas horteras que acababa de comprarme, las que tienen una cremallera de cabo a rabo, ¿sabes cuáles son, no? Pero creo que a él no le gustaron mucho, porque me las arrancó y me dijo que me lo hiciera yo misma. ¿Has oído alguna vez a un tío decir algo así? ¿Háztelo tú?
No.
Desde luego que no. De todas formas, me frotaba y me frotaba y estaba supermojada y él me la refregaba por la cara, y aquello me volvió loca, y entonces, no vas a creértelo: se corrió en toda mi cara. Antes incluso de que yo me la metiera. ¿Puedes creértelo?
Sí.
Bueno, claro, creo que sí. Me parece que era muy joven y que nunca había visto un coño blanco como el mío.
Y después mi hermana se callaba para oír el sonido de mi respiración a través del teléfono. Oía que había terminado, que me había corrido. De modo que se despedía, yo me despedía y colgábamos. Así es como nos comportamos; siempre nos comportamos de esa manera. Así es como me cuida. Si pudiese matarla sin que nadie se enterara, lo haría.
Miré al chico. Él me miraba como si ya hubiésemos acordado algo. Solo por el hecho de estar junto a él durante un minuto tan intenso parecía que le había tirado los tejos. No podía dejarle ir sin llegar a algún tipo de negociación.
Podrías lavar mi coche.
¿Y cuánto me das?
¿Diez dólares?
Por diez dólares no muevo un dedo.
Vale.
Abrí el bolso, le di diez dólares y se fue por Effie Street, camino de una muerte segura. Yo me encaminé a casa. En el sueño recurrente, todo está ya destruido, y yo estoy debajo. A veces, gateo durante días, bajo los escombros. Y, mientras gateo, me doy cuenta de que ese fue el Gran Terremoto. Resultó ser el terremoto que hizo temblar el mundo entero y que destruyó todo. Pero esa no es la parte espeluznante. Esa parte siempre viene justo antes de que me despierte. Estoy gateando, y entonces, de repente, recuerdo: el terremoto ocurrió hace ya años. Este dolor y esta agonía son del todo normales. Así es la vida. En realidad, reconozco que nunca hubo un terremoto. La vida funciona de esa manera, como un cataclismo, y estoy loca de ganas de que me pase algo diferente.