En una escala de uno a diez, siendo el diez el dolor de un parto, esto estaría en el tres.
¿En el tres? ¿En serio?
Sí. Eso dicen.
¿Qué otras cosas estarían en el tres?
Bueno, se supone que en el cinco está el que tengan que volver a encajarte la mandíbula.
Entonces no es algo tan malo como eso.
No.
¿Qué estaría en el dos?
Que un coche te atropellase el pie.
Vaya, entonces es algo peor que eso, ¿no?
Pero se termina enseguida.
Está bien, en fin, estoy preparada. No… Espera. Deja que me ajuste el jersey. De acuerdo, estoy preparada.
Entonces, vamos allá.
Lo que viene está en el tres.
El láser, que ha sido definido como luz blanca en estado puro, parecía más bien un puño que se estrellaba contra un mostrador, y su cuerpo una taza en la barra de un bar, saltando con cada impacto. Resultó que el tres era solo un número. No definía el dolor, o a lo sumo lo definía en la misma medida en que el dinero define la cosa que compramos con él. Dos mil dólares por quitar una marca que parecía una mancha de vino de oporto. Una marca de nacimiento de aspecto sucio, con apariencia de lesión, como si aquella zona roja que le cubría toda la mejilla fuese el resultado de un exceso de diversión irresponsable. Ella le hablaba a su cuerpo como si le hablase al animal que ha llevado al veterinario. Chist, no pasa nada, lo siento, siento muchísimo lo que tenemos que hacerte. Aquello no era tan raro; mucha gente piensa que su cuerpo es inocente de los crímenes que comete, como lo son los animales o las plantas. No es que aquello fuese un crimen. Ella había esperado pacientemente desde que tenía catorce años a que se abaratara la cirugía estética, igual que había ocurrido con los ordenadores. Mil novecientos noventa y ocho fue el año en que el láser hizo su aparición pública como si fuese pan caído del cielo, come y sáciate, sé perfecta por fin. Oh, sí, perfecta. Aquello no le hubiera preocupado de no haber sido por lo que la gente decía de ella: «muy guapa salvo por». Se trata de un grupo especial de ciudadanos que vive bajo leyes especiales. Nadie sabe cómo comportarse ante ellos. Intentamos verlos como si fuesen esa ilusión óptica de un jarrón que produce la silueta de una pareja al besarse. Ahora es un jarrón…, ahora solo pueden ser dos personas besándose… Ah, pero es de todas todas un jarrón. ¡Es ambas cosas! ¿Puede el mundo soportar tal contradicción? Y aquello era incluso mejor todavía, porque, a medida que la ilusión de lo hermoso y de lo horrible oscilaba, nosotras oscilábamos a la vez que aquella ilusión. Éramos más feas que ella. Entonces, de repente, nos sentíamos afortunadas de no ser ella, pero entonces, de nuevo, desde aquel otro ángulo, resultaba insoportablemente encantadora. Ella era ambas cosas, nosotras éramos ambas cosas, y el mundo continuaba girando.
Comenzó la etapa de su vida en que ella era muy hermosa, salvo por… nada. Solo los ganadores saben lo que se siente ante algo así. ¿Alguna vez has querido algo desesperadamente y lo has obtenido? Entonces sabes que ganar consiste en muchas cosas, aunque nunca es la cosa que creíste que sería. Los pobres premiados en la lotería no se convierten en ricos. Se convierten en pobres premiados en la lotería. Ella era una persona muy guapa que estaba perdiendo algo muy feo. Su ganancia consistía en la pérdida de algo, y aquella cualidad formaba parte de ella. Había muchísimo potencial en la esperanza de la eliminación de aquella marca de nacimiento. Cualquier idiota, en el autobús, podía distraerse en imaginar lo perfecta que sería sin esa marca. Ahora ya no había motivo alguno para esas distracciones, tan solo para un sentimiento previsible. Y ella no era tonta, se daba cuenta de eso. Los primeros meses después de la operación, la piropearon mucho, pero aquellos piropos siempre le creaban una especie de confusión.
Ahora puedes recogerte el pelo y enseñar más la cara.
Sí, es posible que lo haga.
Espera, repítelo.
«Es posible que lo haga». ¿Qué pasa?
Ha desaparecido ese ligero acento que tenías.
¿Qué acento?
Ya sabes, tu ligero acento noruego.
¿Noruego?
¿Tu madre no es de Noruega?
Es de Denver.
Pues tienes un poquito de acento, es… esa manera tuya de decir las cosas.
¿De verdad?
Bueno, ya no, ha desaparecido.
Y sintió una sensación real de pérdida. Aunque sabía que ella nunca había tenido acento alguno. Era la marca de nacimiento, que, en su densidad, le había prestado color incluso a su voz. No echaba de menos la marca de nacimiento, sino la herencia noruega, igual que cuando nos enteramos de que tenemos nuevos parientes, solo para descubrir que acaban de morir.
Aunque, mirándolo bien, aquello era un mal menor, menos perjudicial que el insomnio (pero más grave que un déjà vu). Con el tiempo, llegó a conocer a más y más gente que nunca la había visto con la marca de nacimiento. Aquella gente no percibía ninguna ausencia evocadora, ¿por qué razón iba a percibirla? Su marido era uno de esos. Se adivinaba tan solo con mirarlo. No se trataba de que él no hubiera estado dispuesto a casarse con una mujer que tuviese una marca de vino de oporto en la cara. Pero probablemente no lo hubiera hecho. La mayoría de la gente no lo hace, y no por eso es peor que el resto de la gente. Como no hace falta decir, a veces ella veía a una pareja en la que uno de ellos tenía una marca parecida al vino de oporto, y si notaba que el otro estaba enamorado de esa persona a pesar de la marca, odiaba entonces un poco a su marido. Y él se daba cuenta.
¿Ya estás poniéndote rarita?
No.
Sí.
No, ¿por qué? Estoy comiéndome la ensalada.
También los he visto. Los vi entrar.
La de ella es peor que la que yo tenía. La mía no descendía hasta el cuello.
¿Quieres probar la sopa?
Me apuesto a que él es ecologista. ¿No tiene pinta de ecologista?
Quizá deberías sentarte con ellos.
Quizá lo haga.
No lo creo.
¿Acabaste la sopa? Creí que íbamos a compartir los platos.
Te ofrecí del mío.
Bueno, entonces no vas a probar bocado de esta ensalada.
Era una cosa insignificante, pero era una cosa, y las cosas pueden morir o crecer, y aquella cosa no estaba muriendo. Pasaron los años. Aquella cosa crecía igual que un niño, microscópicamente, día tras día. Y, desde que ambos formaban un equipo, y dado que todos los equipos quieren ganar, adecuaban su visión continuamente para que su crecimiento siguiera resultándoles invisible. Sin decir palabra, se perdonaban por no amarse tanto como habían calculado. En la casa había habitaciones vacías en las que una vez pensaron acomodar el amor que se profesaban, y trabajaron juntos para llenar esas habitaciones de muebles modernos de mediados de siglo: Herman Miller, George Nelson, Charles y Ray Eames. Nunca estaban solos: aquello se atestó. Cualquier cosa nueva tendrían que empotrarla en la pared. Lo que ocurrió fue lo siguiente. Ella estaba intentando abrir un tarro de mermelada, golpeando la tapa contra la encimera. Es un consejo muy conocido, un truco de cocina: un golpe para aflojar la tapa. No se trata de brujería ni de magia negra, sino una manera sencilla de quitarle presión a la tapa. Le dio un golpe demasiado fuerte y el tarro se rompió. Gritó. Cuando su marido oyó el ruido, acudió corriendo a la cocina. Todo estaba de color rojo, y en aquel instante él vio sangre. Lucidez alucinada: estás seguro de lo que ves. Pero un momento después el miedo deja de dominarte: se trata de mermelada. Por todas partes. Ella se reía mientras recogía los trocitos de cristal del bote de mermelada de fresa. Se reía del desastre. Miraba el suelo y el pelo le tapaba la cara igual que una cortina. Después levantó la mirada hacia su marido y le dijo: ¿Me acercas el cubo de la basura?
Y volvió a suceder. Por un instante, él creyó ver una mancha de vino de oporto en su mejilla. Era de un rojo intenso y mayor de lo que hubiera podido imaginar. Era más sangrienta que la sangre, como sangre de enfermo, sangre animal, la sangre que los racistas creen que late dentro de la gente de otra raza: sangre que no debe mezclarse con la mía. Pero un momento después era tan solo mermelada, y él se rio y le limpió la mejilla con un paño de cocina. Su mejilla limpia. Su marca de vino de oporto.
Cariño.
¿Me acercas el cubo de la basura?
Cariño.
¿Qué?
Ve a mirarte en el espejo.
¿Qué?
Ve a mirarte en el espejo.
Deja de hablarme de esa manera. ¿Por qué me hablas así? ¿Qué pasa?
Él seguía mirándole la mejilla. Ella, instintivamente, se llevó la mano a la marca y salió corriendo hacia el cuarto de baño.
Se quedó un rato allí dentro. Quizá treinta minutos. Tú nunca has pasado treinta minutos como aquellos. Escrutó la marca de vino de oporto y aspiró y espiró. Era como volver a tener veintitrés años, pero ahora tenía treinta y ocho. Quince años sin la marca, y ahora estaba allí. En el mismo y exacto lugar. Se palpó los bordes con un dedo. Le llegaba hasta el ojo derecho, le cubría el orificio nasal derecho, le atravesaba la mejilla hasta el oído y terminaba en la mandíbula. De color rojo purpúreo. No pensaba en nada, no tenía miedo, no estaba decepcionada ni preocupada. Miraba la marca de la misma manera en que alguien se miraría a sí mismo quince años después de su propia muerte. Ah, has vuelto. Ahora se le hacía obvio que siempre había estado allí. Se había sobresaltado al volver a verla. Miró dentro de aquella rojez, y aspiró y espiró, y se halló en una especie de trance. Pensó: Estoy en una especie de trance. Estaba volando. Aquello duró unos veinticinco minutos, un tiempo muy muy largo para estar volando. Como mucho, es posible que uno levite durante un segundo o dos, durante medio segundo. Después, uno se pasa el resto de la vida intentando describirlo para recuperar la perspectiva. Dices: Fue como si estuviese volando, y mueves los brazos en el aire. Pero en el trance no movías los brazos, y lo sabes. Ella salió del trance igual que un avión al despegar. En lugar de estar dentro de la marca, la miraba desde arriba. Igual que un lago, la marca disminuía cada vez más, hasta convertirse en una región diminuta en mitad de una masa mayor. Esa región que fascina al piloto, y la sobrevuela, pero sobre la que no querría volver a aterrizar nunca más. Arrancó un trozo de papel higiénico y se sonó la nariz.
Él se dio cuenta de repente de que estaba arrodillado. La esperaba de rodillas. Le preocupaba que ella no le dejase amarla con aquella marca. Hacía ya tiempo, unos veinte o veinticinco minutos, que había decidido que la marca era hermosa. Solo la había visto durante unos segundos, pero ya se había acostumbrado a ella. No era nada malo. De alguna manera, les permitía que existiese algo más entre ellos. Ahora podrían tener un hijo, pensó él. Flotaba un sentimiento impreciso en el aire. El bote de mermelada seguía en el suelo, y no importaba. Seguiría arrodillado hasta que ella saliese, con la esperanza de ser capaz de hablarle de aquella cosa imprecisa de una manera imprecisa. Quería seguir con ella. Esperaba que no se la hubiese quitado. La mancha. Debía mantenerla, y tendrían un crío. Oyó que se sonaba la nariz. Ella abrió la puerta. Se quedaría de rodillas, igual que estaba. Ella lo vería en esa postura y lo comprendería todo.