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miranda july

la hermana

Muchas veces la gente me ha preguntado si me gustaría conocer a su hermana. Algunas mujeres no se casan y no se preocupan mucho por su aspecto, y los años no pasan de puntillas por ellas. Esas mujeres tienen hermanos, y los hermanos de tales mujeres a menudo conocen a un hombre como yo, un anciano que está solo. Los hombres solos suelen arrastrar consigo uno o dos defectos importantes, pero los hermanos creen que sus hermanas son capaces de sobrellevarlos. Un ejemplo de ese tremendo problema es el hecho de que sigan enamorados de una esposa difunta. Ese no era mi problema. Nunca me he enamorado de ninguna persona, ni viva ni muerta. Pero ese es un ejemplo del tipo de problema que tienen los hombres como yo, y se trata de un problema bastante considerable. A menudo la gente nos presenta a sus hermanas. Las hermanas son de todas las edades. Tardé un tiempo en darme cuenta de eso. Yo no tengo hermanos de sangre, pero me acuerdo de cuando los niños hablaban de sus hermanas en la escuela, y por eso siempre me imaginaba que las hermanas tenían una edad determinada: la edad escolar. ¿Quería conocer a sus hermanas? Al principio, me desconcertaba ver a alguna hermana alta y de edad avanzada. Pero, como es lógico, todos somos ya viejos, incluso las hermosas hermanas de los niños que conocí en la escuela. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que conocí a una chiquilla. Los hombres como yo, los hombres solos, somos los que menos probabilidades tenemos que nos presenten a chiquillas. Y puedo expresar con una palabra el motivo: estupro.
Casi todos los bolsos del mundo se fabrican en un lugar: Deagan Leather. Aunque tengan distinta etiqueta, aunque en uno de ellos ponga hecho en Sri Lanka y en otro ponga hecho con orgullo en USA, ambos fueron hechos en la fábrica Deagan, en Richmond, allá en California. Cuando llevas veinte años consecutivos trabajando en Deagan, te dan una fiesta de despedida con ponche hawaiano y, de manera automática, te dan bolsos gratis durante el resto de tu vida. Víctor Caesar-Sanchez y yo somos los únicos que hasta el momento hemos merecido tal fiesta. Jugamos a un juego llamado «Qué puede hacerse con un número ilimitado de bolsos». Un ejemplo de algo que puede hacerse es una casa de cuero, o un avión de piel que vuele de verdad. No supe cómo se llamaba la mujer de Víctor hasta el año pasado, cuando falleció. Se llamaba Caroline. Creo que no era mexicana como su marido. Durante todo el tiempo que trabajamos juntos di por hecho que era mexicana. Y no supe que él tenía una hermana hasta que me preguntó: ¿Quieres conocer a mi hermana? Se llamaba Blanca Caesar-Sanchez. De nuevo cometí el error de imaginármela como una adolescente. Una adolescente con un vestido blanco. Pechitos incipientes. Quería conocerla a toda costa.
Víctor lo organizó todo para que Blanca y yo nos encontrásemos en una fiesta con fines benéficos para la lucha contra el sida. Muchos de los que había por allí eran veinteañeros y treintañeros, y me pregunté si entre ellos se encontraba Blanca o si eran amigos de Blanca. Renuncié a mis principios para ser tolerante con ellos. También había gente de cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta años, y cabía la posibilidad de que entre esa gente se encontrase Blanca, o los padres de Blanca, o los abuelos, incluso los bisabuelos de Blanca, en el caso de que Blanca fuese una cría. Había algunas niñas corriendo de aquí para allá, hermanas de hermanos, que podían ser Blanca o la nieta de Blanca. La noche seguía su curso. Vi a Víctor muchas veces, y cada vez que lo veía me decía que acababa de ver a su hermana, aunque había vuelto a perderla de vista. Más tarde me dijo que, de hecho, no hacía ni quince minutos que le había dicho que fuese a la mesa a la que estaba yo sentado para que se presentara ella misma. ¿No lo había hecho? No.
En fin, ¿qué piensas de ella?
¡No la conozco!
Ah, creí que habías dicho que la habías conocido.
No, he dicho que no, que no.
Vaya, qué lástima. Pues creo que ya se ha ido. Me dijo que le has caído bien.
¿Qué?
Me dijo que quiere volver a verte.
¡Si no he llegado a conocerla!
¡Ojo! Estás hablando de mi hermana.
Mido un metro ochenta y dos. Peso ochenta y un kilos. Tengo el pelo gris con entradas. No estoy en forma, pero estoy delgado porque tengo un metabolismo naturalmente rápido. Excepto el estómago: tengo barriga.
Blanca entró y salió de mi vida durante las semanas siguientes, pero nunca entró lo suficiente como para llegar a verla. Nuestros encuentros resultaron fallidos por causas tan diferentes, que de algún modo empecé a conocerla. Conocí las cualidades de su peculiar ausencia. Y me vestía con elegancia para esas ausencias. Me ponía un traje con el que nunca me había sentido cómodo en los setenta, pero que ahora encajaba conmigo. Es un traje poco común porque tanto la chaqueta como el pantalón son de color beige claro, casi blancuzco, y es un color que no se ve mucho. Se convirtió en mi uniforme para ir al no encuentro con Blanca.
¿Estuvo anoche en Tiny Bubble Lounge?
¡Claro que sí! ¿Se te presentó?
No.
Le dije que a veces tú ibas por allí. Ha ido por el bar con frecuencia.
Me gustaría conocerla.
Y a ella le gustaría conocerte.
Victor, tiene que presentarse ella misma. La veo en sueños.
¿Y qué aspecto tiene?
Es un ángel.
Esa es Blanca, esa es ella.
¿Es rubia?
No, tiene el pelo moreno, como yo.
Una morena.
Bueno, yo no sé de esas cosas.
Acabas de decir que es morena.
Vale, es que no me gusta que hablen de mi hermana de esa manera.
¿Morena? No es nada malo.
Ya. Pero es el modo en que lo has dicho.
La palabra «morena» dicha por un hombre que tiene que usar las dos manos para hacerse una paja todas las noches, a eso era a lo que Blanca me había llevado. Sabía cuándo estaba cerca porque empezaba a respirar con mucha dificultad. Allí donde me encontrase, todas las sensaciones cambiaban: su olor envolvía mi rostro, y, nada más tener la certeza de que estaba allí, no podía dejar de pensar que era una adolescente. Aunque no tuviera sentido. El bar estaba lleno de humo y de hombres, pero podía verla, detrás de alguien, solo que fuera de mi vista, con unos vaqueros ceñidos y unos zapatos de deporte, masticando chicle, con piercings en las orejas y algo que le apartaba el pelo de la cara. Una diadema o una cinta. Y piercings en las orejas. Ya he dicho eso. Vale. Eso era lo que veía. Alguien podría decir que una chica como ella no está preparada para mantener una relación con un hombre, especialmente con un hombre que está ya al final de sus sesenta. Pero para eso tengo una réplica: No sabemos nada. No sabemos cómo curar un resfriado o lo que piensan los perros. Hacemos cosas terribles, provocamos guerras, asesinamos a gente por codicia. De modo que quiénes somos nosotros para decir cómo hay que amar. Yo no la forzaría. No tendría que hacerlo. Ella me querría. Se enamoraría de mí. Qué sabéis vosotros. No sabéis nada. Llamadme cuando encontréis un remedio para el sida, dadme un telefonazo y entonces os escucharé.
Había muchas horas del día en que la necesitaba. Cuando caminaba o me dirigía en autobús a Deagan, cuando estaba activo o cuando estaba pasivo. Cuando inspeccionaba los bolsos, hasta la última arandela, y todos estaban perfectos. Día tras día, ningún defecto, solo una tensión que iba en aumento, una neblina creciente que solo podría disipar una tira al revés o la falta de una hebilla. Hay gente que nunca se inmuta, que no grita. Pero yo gritaba: ¡Blanca! Cuando el sol estaba en todo lo alto, brillantísimo, o cuando se ponía, particularmente cuando se ponía allá lejos, tras las colinas, yo sentía que algo similarmente brillante caía dentro de mí, y la llamaba a gritos: Blanca. Le gritaba a mi propio corazón, como si ella estuviese dentro de mí igual que un huevo. Blanca como el color de un huevo y aún sin desarrollar. A punto de transformarse, igual que un huevo.
Nunca le había echado demasiada cuenta a Víctor, pero en aquella época se convirtió en una persona fascinante, casi excitante, porque era el hermano de Blanca. Víctor también me consideraba de manera distinta. Me veía como a un miembro de su familia. Como si Blanca y yo fuésemos ya pareja. Me invitó a una comida familiar con Blanca y sus padres. El almuerzo fue en una residencia de ancianos y pude comprobar que el señor y la señora Caesar-Sanchez eran las personas más viejas que he visto con vida. Todo lo que comieron fue por vía intravenosa. Cuando le pregunté a la señora Caesar-Sanchez dónde estaba su hija, me lanzó una mirada tan desconcertada que no volví a preguntar. Había una fotografía de ella en la pared de su cuarto. No de Blanca, sino de su madre, de cuando era niña. Tenía la misma mirada de Blanca: de tal palo, tal astilla. Víctor les hablaba a sus padres como si lo entendieran, pero yo sabía que no era así. Le regaló a cada uno un bolso de bandolera: el popular modelo SOHO, con la piel rugosa. No daba la impresión de que sus padres fueran a ponerse de pie de nuevo, y ese tipo de bolso requiere una posición erguida. Andar, vivir, necesitar, cuidarse, cargar. Parecía que aquellos ancianos estaban demasiado lejos de poder hacer ese tipo de cosas… Pero no lo sé, mis padres murieron antes de que yo fuese lo suficientemente mayor para regalarles algo. Víctor y yo nos comimos el pollo frito chino que habíamos llevado. Después todos nos pusimos a ver un programa de televisión en el que unas parejas competían en la remodelación de sus cocinas. Víctor me trajo en coche a casa, y no hablamos porque no había nada de qué hablar. Después de ochocientos millones de trillones de veces, ella no había aparecido.
Nunca me había enamorado, he sido un hombre que ha llevado una vida apacible. Pero en aquellos días la inquietud me tenía cautivo. De manera accidental, me lesionaba a mí mismo, como si mi cuerpo y yo fuésemos dos patosos peleándose entre sí. Algunas cosas las agarraba con demasiada fuerza y las páginas se desgarraban cuando las pasaba, y otras cosas las soltaba de pronto, como por ejemplo los platos, y se rompían. Durante toda la semana, Víctor se sentaba conmigo a la hora del almuerzo e intentaba que me interesase por asuntos que no eran interesantes. Al final, acabó invitándome a su apartamento para tomar unas copas con Blanca. Entonces lo vi todo claro. Yo había cautivado a sus padres con mi cómodo silencio. Hay gente a la que incomodan los silencios. No es mi caso. Nunca me he preocupado mucho por las preguntas y las respuestas. A veces, pienso en decir algo, pero después me pregunto: ¿Merece la pena? Y simplemente no merece la pena. Me puse lo mismo que me había puesto todas las otras ocasiones en que creía que iba a conocerla: todo de beige. Pero esa vez fui más cuidadoso. Antes de subirme los pantalones, me metí la camisa por dentro de los calzoncillos. A medida que me subía los pantalones, notaba que me acariciaban los vellos de las piernas. Era capaz de sentir todo, estaba cargado de electricidad.
Como no hace falta decir, Blanca se retrasó. Víctor y yo nos reímos de aquello, y yo me reía de verdad porque, en cierto sentido, en aquel momento me hizo más gracia de la que me había hecho antes. ¡Puñetera niña! Sabía cómo tomarle el pelo a un tipo. Brindamos por Blanca y su tardanza. Llené su copa y me la bebí por ella: ¡Esta por mi niña! ¡Mi niñita!
A medianoche, Víctor se aclaró la voz y dijo que había algo que no me había contado.
¿No va a venir?
No, va a venir.
Bueno, eso está bien.
Pero he planeado algo para esta noche, para ti y Blanca.
¿Qué?
Tengo E.
¿Cómo?
E.
¿Qué es E?
Éxtasis.
Ah.
¿Lo has tomado alguna vez?
No. Yo sigo con mi cerveza.
Te va a gustar tela.
Una vez me fumé un canuto y durante un año entero estuve regular.
Esto no es lo mismo. Te pondrá fantástico y cachondo con Blanca.
No creo que ella quiera que me ponga cachondo.
Confía en mí, querrá. Ella se tomará la pastilla que queda en cuanto llegue.
¿A Blanca le gusta esta droga?
Desde luego.
¿Es una de esas adolescentes salvajes y… fuera de control?
Sabes que lo es.
¡Dios mío! Me imaginaba que lo era, pero no quería preguntar.
Póntela debajo de la lengua, mira, así…
Vale. ¿Tiene diecisiete años?
Pues claro. Ahora escucha la música y espera a que te haga efecto.
Nos sentamos en el sofá de Víctor y escuchamos a Johnny Cash o a alguien que sonaba como él. Un cantante vaquero que cantaba sus canciones vaqueras. Pensé en Blanca y percibí que se acercaba. Casi me llegaba el sonido de sus zapatos al pisar el asfalto, casi la oía subir a toda prisa las escaleras y casi veía que la puerta se abría de golpe. Me lo imaginaba una y otra vez, a la espera de que la puerta se abriese de golpe en el momento exacto en que imaginaba que la puerta se abría de golpe, y aquello sería un sueño hecho realidad. La música del vaquero propiciaba aquella sensación. Hacía que el aire se espesase más, como si mi pensamiento estuviese fuera de mi cabeza. Mi pensamiento estaba en el aire, y, lo mismo que un caballo, cabalgaba encima de la canción. Empecé a imaginar que Víctor era un vaquero. Y, no sé por qué motivo, se lo dije. Aunque no me gustan las preguntas y respuestas, lo interpelé:
Victor.
Dime.
Es como si tú fueras el vaquero.
Sí. ¿Qué vaquero?
El que canta la canción, la canción del vaquero.
Estupendo, soy yo. Reconoces en la suya la tristeza de mi voz.
Sí.
Hay mucha tristeza en mí.
La oigo.
Creo que tienes un dolor parecido.
Sí. Victor, estoy desesperado, tengo tantas ganas de verla. No puedes hacerte una idea.
Lo sé.
¿No podrías enseñarme una fotografía? Por favor.
Sabes que no puedo hacerlo.
¿Por qué no?
Ven, acércate.
Me acerqué a Victor y supe que la droga estaba surtiendo efecto. Me cogió la mano y le froté el brazo, cada vez con más fuerza, y aquello me gustaba. Pero después los frotamientos se extendieron por todo el cuerpo, a todo lo largo de nuestro viejo ser gigantesco. Era algo parecido a follar. Imaginaba águilas follando, hasta que de repente recordé que no folian, sino que ponen huevos. Lo aparté de un empujón.
¿Qué pasaría si entrase Blanca? Eres su hermano.
Vamos a quitarnos la camisa. Los pantalones nos los dejamos puestos.
¿Eres gay?
He dicho que podemos quedarnos con los pantalones puestos.
¿Cuándo se pasan los efectos de esta droga? ¿Se pasarían antes si bebiese agua?
Déjate llevar. Estamos bien. Déjate llevar. No existe ninguna Blanca.
No le creí durante tres horas. Victor se quedó en el sofá y yo me senté en el dormitorio, ambos esperando a que el efecto de la droga pasara y yo a que llegase Blanca. Cuando pasó el efecto, supe de inmediato que lo que me había dicho era cierto. Parecía como si hubiese estado bajo los efectos de aquella droga durante tres meses y que en aquel momento volviera a la realidad. Salí del dormitorio y me senté en el sofá.
Me siento como si la hubiesen asesinado.
Lo lamento.
¿Has tenido alguna vez una hermana?
No.
¿Por qué me llevaste a conocer a tus padres?
Quería que te conociesen antes de que mueran.
Ah.
Parecía que el aire se multiplicaba, y ni siquiera podía pensar en lo que me decía Victor porque estaba muy preocupado al no poder respirar regularmente. Intenté imaginarme a mí mismo como un respirador artificial. Me dije: No morirás por respirar más de la cuenta, porque eres un respirador artificial, especialmente calibrado para regular las cantidades cambiantes de aire en una habitación. Entonces, dijo:
Háblame de las niñas.
¿Qué niñas?
Te gustan las niñas pequeñas.
No, las adolescentes.
¿Dónde las conoces?
¿Qué dices? Yo no hago eso, solo lo pienso.
Eso está bien.
Por supuesto. No haría una cosa semejante.
¿Ni siquiera con Blanca?
Oh sí, supongo que con Blanca sí, pero ella es… Eso es diferente.
No te gustan las mujeres adultas, ¿verdad?
Hasta ahora no, aún no.
¿Has tenido sexo con una mujer?
Claro que sí.
¿Y con un hombre?
No.
Víctor me rodeó con sus brazos y sentí náuseas en el estómago y también en la polla. La sentía calenturienta y me dolía, de modo que me la froté para aclararme la mente. Víctor me la frotó también mientras las lágrimas le caían por las mejillas y los labios. Quería perforarlo, hacerle un agujero y llenar ese agujero con mi cuerpo. Y allí estaba yo, estaba haciéndolo. Él sollozaba de la misma manera en que lo habría hecho Blanca, igual que un niño. Me corrí en el sofá. No quise correrme dentro de él por lo que pudiera hacer el esperma. Pero Víctor lo chupó del sofá y se lo tragó. Después me dio un beso y me metió la lengua hasta el fondo, de modo que lo que pudiese hacer el esperma me lo estaba haciendo a mí. Nos dormimos. Fue el sueño de los cien años. Cuando nos despertamos, aún era de noche. Víctor alargó la mano por encima de mí y encendió la lámpara.
Éramos dos hombres viejos. Todo parecía normal y corriente, incluso demasiado normal y corriente. Había una mosca en la habitación y zumbaba por allí de una manera que nos daba a entender que nada extraordinario había sucedido en aquel lugar. Empecé a pensar en el trabajo, en los nuevos empleados que habían contratado para encargarse de la taladradora. Tenía que recordar que debía decirles lo de la abrazadera perdida en la termofijadora. Sabía que si hablaba de eso, si mencionaba la palabra «taladradora», todo sería igual que antes, por siempre, amén.
Mañana tenemos que hablar con los nuevos empleados.
¿Sí? ¿No les instruyó Albie el miércoles? Sí, pero los que se van a encargar de la…
Estuve a punto de decir «taladradora». La palabra «taladradora» se disponía ya a salir de la oscuridad húmeda de mi garganta. La T se anticipó con la mueca que se pone al pronunciar la T. Pero, justo en aquel instante, la mosca y su zumbido fueron acercándose hacia mi oreja, y, reaccionando igual que un animal, de manera instintiva y feroz, intenté golpearla y derribé la lámpara. Se rompió más de la cuenta, cayendo con gran estrépito y haciéndose añicos como si fuese una lámpara de doce veces su tamaño. Como colofón, la bombilla explotó igual que esos fuegos artificiales que caen en silencio y van extinguiéndose. No dijimos nada, pero el repentino regreso de la oscuridad parecía ser una pregunta que, al igual que unas cejas alzadas, estuviese esperando una respuesta. Hiciese lo que hiciese a continuación, o dijera lo que dijera, resultaría decisivo. No dije «taladradora», pero la T seguía en mi garganta, ansiosa por salir.
Emití un gruñido.
Y Víctor se volvió hacia mí, justo en ese momento, y apretó su cara contra mi cuello. Mi nueva vida empezó sin dificultades después de aquello: un gruñido.