PAÍS RELATO

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miranda july

haciendo el amor en 2003

Ella tenía un cojín bordado con la siguiente leyenda: HACIENDO EL AMOR EN 2002. En el otro lado del sofá estaba el de HACIENDO EL AMOR EN 1997, de color azul y con volantes en los bordes. Supuse que habría más cojines, pero hice todo lo posible por no buscarlos con la mirada. No quería ver el del año en curso. O, en el caso de que aún no hubiese uno, no quería saber el porqué. Me hizo varias preguntas de cortesía mientras esperábamos a que llegase su marido.
Me ha dicho que tienes mucho talento. ¿Eres autodidacta?
Sí, aunque en realidad acabo de empezar. Aún me queda mucho por aprender.
Bueno, parece que has empezado con buen pie.
Gracias.
Después de un rato, me dio la impresión de que estaba enfadándose un poco: con él, por no estar allí, y conmigo, por encontrarme allí. Se me pasó por la cabeza que si no llegaba pronto, tendría que marcharme. Se me cayó el alma a los pies porque no había planeado nada para mi futuro aparte de esa reunión. Todos los días, durante un año, había estado escribiendo con su tarjeta de visita pegada a mi ordenador y, como ya había terminado lo que estaba escribiendo, y él me había dicho que lo llamara cuando lo terminase, lo llamé, y ahora le correspondía a él dar el paso siguiente. Ya dependía de él hacer conmigo lo que estuviese en su mano. ¿Qué haría? ¿Qué hacen los hombres con las jovencitas que tienen mucho talento y que han terminado de escribir su primer libro? ¿Me besaría? ¿Me propondría que fuese su hija o su mujer o su niñera? ¿Nos conduciría a mi libro y a mí a buen puerto? ¿Me acariciaría las piernas hasta hacerme gritar? Su mujer y yo estábamos a la espera de averiguarlo. Ella tenía menos paciencia que yo. Yo deseaba esperar toda mi vida, ella le daba cinco minutos más. Esperamos los cinco minutos en silencio. Entonces se levantó y dijo: En fin… Alcé la vista hacia ella y sonreí. Fingí que era de otro país y que no entendía el lenguaje de su cuerpo. Apretó los labios y se miró las manos.
Es posible que te haya llamado a casa para concertar otra cita contigo.
Asentí con la cabeza, aunque sabía que no era posible, porque había sacado todas mis cosas de la casa en que vivía y las había metido dentro del coche, que estaba aparcado delante de aquella casa. Lo había preparado todo para marcharme. No tenía sentido concertar otra cita. Podía esperar en el coche o en la casa, ya que no tenía nada más que hacer. Prefería esperar en la casa.
Por favor, haga lo que suele hacer normalmente, como si yo no estuviese aquí, le dije.
Me miró, preguntándose si alguna vez había conocido a una persona tan estúpida. A mí no me importó. No era su tarjeta de visita la que estaba pegada en mi ordenador, que por cierto estaba en el asiento trasero de mi coche.
Pues a esta hora suelo estar escribiendo, dijo ella.
Lo puse en duda, pero a lo mejor era verdad. Quizá estaría escribiéndole una carta a su hermana o escribiendo la palabra «jerseys» en una caja llena de jerseys antes de guardarla en el desván durante el verano.
¿Qué está escribiendo?
La continuación de un libro que escribí hace unos años.
Ah. ¿Cómo se titulaba el primero?
Un planeta de inclinación rápida.
Pronunció el título del libro con dulzura y amabilidad, con la certeza de que habría oído hablar de él. Me puse de pie y sentí dolores en las piernas. No había pensado en volver a levantarme hasta que llegase él, pero allí estaba yo, de pie junto a Madeleine L’Engle, la famosa escritora. Le eché una mirada a la sala de estar. Aquella era la sala de estar de Madeleine L’Engle. HACIENDO EL AMOR EN 2002. HACIENDO EL AMOR EN 1997. Con toda seguridad, habría pilas de cojines en todas las habitaciones de la casa, unos cojines que se remontarían a los años sesenta. Le miré los pantalones marrones entallados y me di cuenta de que él estaba haciéndole el amor justo en aquel instante. Cuando alguien alcanza cierto punto de saturación, las relaciones sexuales se transforman en una vibración infinita. Él se retrasaba, y ese retraso era una manera de hacerle el amor, y ella quería escribir pero, en lugar de hacerlo, perdía el tiempo en recibirme, y esa era la manera que tenía de hacerle el amor a él. Yo solo era una parte de las relaciones sexuales entre Madeleine L’Engle y su marido. Una diminuta parte de HACIENDO EL AMOR EN 2003. No cabía la menor duda de que no había trazado mis planes tan bien como creía. Le dije que había disfrutado mucho con la lectura de su libro y que siempre había esperado con impaciencia la continuación. Me dio las gracias y me dijo que estaba segura de que su marido me llamaría en el caso de que aún no lo hubiese hecho. Me acompañó hasta el porche. Allí estaba mi coche. Ambas lo miramos. Estaba repleto de cosas, algunas sobresalían del maletero. Me estrechó la mano y eché a andar hacia el coche con el deseo de que aquel andar hacia el coche no se acabara nunca, con aquella certeza de saber adónde iba. Iba hacia el coche.
Cuando no se sabe adónde ir, no se tiene la impresión de estar conduciendo. Los coches deberían tener un sistema para conducir por sí solos, y tú quedarte igual que cuando haces el muerto en el agua. O que tuviesen al menos una luz entre las luces de freno que se encendiera para indicar que no se tiene un destino concreto. Me sentía como si estuviese engañando a los demás conductores, y lo único que quería hacer era confesarlo todo. Pero cuanto más conducía, mayor era mi impresión de que tenía un lugar adonde ir. Hacía complicados giros a la izquierda, algo que nadie hace a menos que no tenga más remedio. A veces giraba a la izquierda a lo largo de toda una manzana y, cuando regresaba a la intersección que había tomado la primera vez, me sentía decepcionada al comprobar que todos los conductores con los que me encontraba allí eran distintos. No tenía nada que ver con un baile de cuadrilla, en el que milagrosamente una termina con su compañero original, mareada, risueña y aliviada por reencontrarse con él después de bailar con todo el mundo. En cambio, aquellos conductores giraban en redondo y seguían su ruta. Algunos ya estarían en el trabajo y otros a medio camino del aeropuerto. De hecho, es posible que conducir sea la cosa más opuesta a bailar. Me preguntaba si pasaría el resto de mi vida inventando complicadas maneras de deprimirme, ahora que había terminado el libro y había ido a ver al hombre que hacía un año me aseguró que era un libro que prometía, pero que al final faltó a la cita.
Lo que haría cualquier joven en mi situación sería ir a casa de su novio. Iría allí, lloraría, cogería los pañuelos de papel que le ofreciese su pareja y seguiría llorando, sin pararse a pensar que en realidad debería estar riéndose y sonriendo alegremente porque su novio es un ser físico real que está en un mismo plano de realidad que ella. Sé de lo que hablo: he escrito un libro sobre ese tema, un libro que el marido de Madeleine L’Engle me aseguró que era prometedor. Ahora es la última cosa de la que quiero escribir, de modo que daré la versión abreviada.
Cuando tenía quince años, un bulto oscuro entró en mi dormitorio por la noche. Era oscuro, pero brillaba, y ese será, uno de los muchos factores a los que tu imaginación tendrá que enfrentarse. No tenía forma humana, pero enseguida supe que se parecía a una persona en todos los sentidos, salvo por su apariencia. Resulta que nuestro aspecto no es el principal factor que nos hace humanos.
Desde el principio, supe que era un depredador sexual porque me daba buenas vibraciones y me sentía cohibida dentro de mi camisón, que en realidad era una camiseta holgada. Por eso hay que dormir con ropa interior. Estaba aterrorizada, pero no hasta el punto de que prefiriese morir a moverme o a respirar. Mantenía los ojos fijos en aquel bulto y planeaba el modo de saltar de la cama y coger mis vaqueros, que estaban en el suelo. Eso fue antes de tener conocimiento de algunos detalles, como, por ejemplo, que todo movimiento humano resulta lento en comparación con la rapidez con la que puedes moverte si eres una sombra luminosa. Solo había alcanzado a levantar un poco la mano, cuando ya la sombra estaba encima de mí. Ese momento lo describí en un capítulo entero, porque sabía que al marido de Madeleine L’Engle le pirraría. Lo que ocurrió, en resumidas cuentas, es que me folló. Lo hizo penetrando todo su ser en mi cuerpo. Toda su oscuridad estaba dentro de mí, y la notaba brillar, igual que el volumen de la música cuando te marca el modo en que debes bailarla. Precisamente, el fin de semana anterior había bailado de un modo sexy por primera vez en mi vida. Mi culo y el ritmo se habían conectado de una manera que auguraba grandes acontecimientos. Pero nunca pensé que esos grandes acontecimientos llegarían tan pronto y de esa manera. Más tarde, me di cuenta de que mis movimientos de baile fueron quizá tan enérgicos, que habían atraído a aquel bulto desde su remoto rincón del universo. No digo que yo lo llamara, solo que hay momentos en que mandamos señales no solo a los chicos que hay alrededor, sino a todos los seres de la creación.
Se ha sugerido que me inventé la historia del bulto oscuro para afrontar el dolor que me habría causado un violador más terrenal. Si esta teoría interesa a alguien, puedo recomendar algunos importantes tratados sobre chicas que hicieron eso: mentir. Si la primera vez estaba aterrorizada, fue porque no sabía si podría sobrevivir a tanto placer. Pensé que era posible que estuviese dando mi vida a cambio de aquel placer. Sentir mi deseo adolescente intensificarse hasta alcanzar proporciones inhumanas. Bajar la mirada y ver desde arriba mi propio cuerpo, y saber que desfallecer significaría morir no solo una vez sino muchas veces. Desfallecer durante millones de años, igual que una flauta desfallece, musicalmente hablando, y solo suena cuando la traspasa el aire. Y aterrizar sin conciencia, pero con un corazón a punto de estallar. Después nos abrazamos. Me sentí tímida y vergonzosa. Acaricié su densidad, pensando que quizá las caricias le harían daño, pero segura a la vez de que nada de lo que yo hiciera podría causarle daño, sino que lo volvería loco. De vez en cuando, volvía a filtrarse en mí. Después me dormí un poco y me desperté temerosa de que se hubiera ido. Pero allí estaba, envolviéndome y curándome la cicatriz de la apendicectomía.
¿Qué más puedes hacer?
Amarte.
Pero ¿sabes hacer más trucos?
No.
Pero yo soy la única, ¿verdad?
Tú eres la más bonita del universo.
¿Sí?
Claro que sí, y con diferencia.
Me comportaba igual que todas las chicas que salen con chicos de otros institutos. Apenas si estábamos allí. Nuestros sentimientos no podían ser heridos porque se encontraban en otra parte, fuera del campus, en la aurora boreal. Hacía dibujos del bulto en mi carpeta: un borrón dentro de un corazón. Un borrón y yo, ambos con nuestro corazón intercomunicado. Yo y el bulto y un bebé medio humano y medio borrón. Antes de irme a la cama, me maquillaba y, durante los primeros años, me ponía camisones preciosos, aunque, durante mi última época en el instituto, me tiraba en la cama y lo esperaba desnuda. Las conversaciones que manteníamos tenían lugar en mi sangre, o si quería oír su voz, pulsaba un fa sostenido y el do central en mi Casio de plástico y, desde el fondo de esas notas, llegaba una remota voz estática, parecida a la de un camionero al que oyes hablar desde su emisora de radio cuando está fuera de onda. En aquel amor había un terrible anhelo. Cuando me chupaba los pezones y mi boca se hinchaba por la sed, me daban ganas también de chupar. Llegué a convencerme de que él disfrutaba más al poseerme de lo que disfrutaba yo. Ahora sé que no estaba en lo cierto, pero hay que tener en cuenta que yo aún era técnicamente virgen. Ni siquiera había besado a nadie.
Esta historia acaba en la universidad, cuando me vuelvo irritable y desdeñosa porque quiero un novio de carne y hueso. El bulto oscuro lloró con una tristeza tan increíble que solo podría ser comparada con el plañir del aire. Yo sentía una empatía enorme, pero solo hacia mí misma. Estaba del todo segura de que nuestra relación atentaba contra mi recién descubierto feminismo y, por debajo de eso, había una curiosidad enérgica por esa cosa llamada polla. El bulto hizo lo único que podía hacer: prometerme que volvería convertido en humano. En un hombre llamado Steve.
¿Saldrás conmigo cuando te lo pida?, me preguntó el bulto.
Sí.
¿Incluso si fuese feo y te cayese mal?
Sí.
No, no lo harás.
¡Sí lo haré!
Solo lo dices porque tienes prisa.
Bueno, no será culpa mía si pierdo el autobús.
Adiós, muñeca.
¡Adiós! ¿Dónde está mi mochila?
En el alféizar.
Ah, bien. ¡Adiós!
Un año más tarde, aproximadamente, conocí a un hombre que se llamaba Steve. Era el padre de una amiga mía y estaba muriéndose de cáncer. Durante dos meses, la ayudé a atenderlo. A veces, cuando ella salía del dormitorio, me echaba sobre la cama y le decía hola en un susurro y él susurraba hola, y le cogía la mano, y nos quedábamos así durante un ratito. No era mi bulto oscuro. Pero, cuando acariciaba sus brazos moribundos, había veces en que notaba algo tremendamente rápido en ellos, un aumento de velocidad. Tan veloz como era en ocasiones, y, sin embargo, la muerte le llegó con una lentitud obscena, a cámara lenta, porque así es como mueren los humanos. En sus últimos días de vida, lo velé junto a mi amiga. Ambas, confundidas por la desesperación, le poníamos discos, porque pensábamos que le gustaría escucharlos, aunque quién podía saberlo con certeza. Qué terrible equivocación deshacerse de algo maravilloso por algo de carne y hueso… Después de la muerte de Steve, dejé de ser amiga de su hija y me fui de la residencia universitaria. Cuando empecé a escribir, lo hice por miedo. Pensé que podría olvidar, o que podría fingir olvidar, o que podría fingir que fingía, o que podría hacerme adulta. Lo que mi tutor de la escuela universitaria, el marido de Madeleine L’Engle, llamó una prometedora obra de ficción había surgido como un testimonio. Un día le entregaría el manuscrito de esa obra y Steve inclinaría la cabeza y diría sí, fa sostenido, sí, do central, por fin me has encontrado, siéntate en mi regazo, muñeca.
Se me ocurrió que quizá podría pasarme por casa de Madeleine y comprobar si su marido tenía el coche aparcado allí. Me quedaban dos opciones: hacer eso o empezar otra carrera que no fuese la de escritora. Si se me ocurría otra carrera antes de llegar a la casa, me daría la vuelta y me dedicaría a ella. Reduje la velocidad para que todo el mundo pudiese ver que el coche estaba pensando, que estudiaba posibles carreras para mí. Miré por la ventanilla para tratar de adivinar qué pensaban los peatones de mí cuando veían mi coche. Pero no miraban mi coche, sino dentro de sí. Se tenían en mucha estima a sí mismos y a sus vehículos. Hacían el amor con su propia prisa. Daban cada paso como si no fuese el último, y no lo era. No levantaban la vista ni se fijaban en los faros de mi coche ni susurraban: «profesora de apoyo de educación especial», así que, cuando doblé la esquina de la calle donde vivía Madeleine, aún seguía adelante con mis planes de ser escritora.
Allí estaba el coche. Pero no acababa de llegar. Estaba aparcado delante de una casa, pero al otro extremo de la manzana donde estaba la suya. Sin duda, todo el mundo sabe lo que eso significa. Lo primero que pensé era que tenía la enfermedad de Alzheimer, y me preocupé por mí misma, ya que mi carrera estaba en manos de aquel hombre que no podía recordar siquiera dónde estaba su propia casa. Hacía un año que me había graduado, tiempo suficiente para que su vida se hubiese hecho añicos. Madeleine tendrá que hacerle todo. Ay, Madeleine. Y estaba sentado en el coche. Ya había oído algo de eso, que la mente de los enfermos de Alzheimer retrocede a un punto tan primitivo como lo sería hoy un motor de precombustión, hasta el extremo de no recordar cómo se abre una puerta. Mientras me encaminaba al coche, notaba que mi nueva carrera iba tomando peso. Yo era la enfermera del marido de Madeleine L’Engle. Con mi ayuda, tendría tiempo de sobra para escribir la continuación de su libro. Me comportaría con ellos como una buena hija, salvo que cobraría un sueldo. Resultaba maravilloso sentirse imprescindible. Me sentí impulsada hacia su coche.
Al principio, me dio la impresión de que tenía un gato sentado en el regazo, pero después vi que se trataba de Theresa Lodeski. Ambas coincidimos el penúltimo año en la clase de Textos de Filosofía Antigua China. No se había graduado, pero ahora veía con claridad que, en cierta manera, sí lo había hecho. Theresa Lodeski era una chica muy, pero que muy guapa, aunque tenía una hermana gemela idéntica a ella, Pauline, que era, no sé por qué, infinitamente más guapa. Si se unían sus caras y se procuraba discernir la diferencia entre ambas, rasgo a rasgo, resultaba una tarea imposible. Pero todo el mundo lo sabía. La única razón por la que miré a Theresa fue para comprobar si era Pauline. Cuando no se trataba de ella, la gente volvía la cara. Cuando era Pauline, se fijaba un poco más. Aquella era definitivamente Theresa. Se había hecho valer.
Debí haberme marchado en el momento en que comprobé que no estaba enfermo de Alzheimer, pero me entró un hormigueo por los brazos. Yo era un ángel que miraba el mundo desde arriba y miraba dentro de un coche que había en el mundo, miraba a dos miembros de la humanidad, miraba sus almas y miraba el lugar que había detrás de sus almas: la nada. Ella levantó la vista, nuestras miradas se reconocieron: me recordaba de la clase de Textos de Filosofía Antigua China. El marido de Madeleine L’Engle abrió la boca. Podría asegurar que estaba a punto de pronunciar una de las cinco fórmulas interrogativas: quién, qué, por qué, dónde y cuándo.
¿Qué?
Esa mujer.
¿Qué mujer?
Ya no está.
¿Nos ha visto?
Claro que sí. Estaba matriculada en Textos de Filosofía Antigua China.
¿Qué?
Estuvimos juntas en esa clase.
¿Me estás tomando el pelo? ¿La conocías?
Creo que debería irme.
¡Joder! ¡Esto es la hostia! ¿Me ha visto?
No. Me voy ahora mismo.
¿Sigue ahí?
No, se ha ido.
¿Por qué la gente se deshace de algo? Mi libro era un largo guante que abrazaba el bulto oscuro al que había amado. Dentro del guante había una mano muy joven y pálida que nunca había aprendido a tocar una piel. Era tan fría que parecía húmeda. Clavaba mi mirada en los ojos de toda la gente con la que me cruzaba por la calle. La comida se convirtió en algo increíblemente extraño para mí. Los niños creían que yo era una niña e intentaban jugar conmigo, pero era incapaz de jugar o de trabajar, solo me preguntaba por qué. Por qué vive la gente. Todas las semanas, leía de cabo a rabo la sección de anuncios por palabras. Inmobiliarias, Empleo, Asesoramiento, Trabajo a Domicilio, Escapadas, Mercado Musical, Contactos, Hombres y Mujeres que se buscan mutuamente y a sí mismos, Encuentros Fortuitos y Automotor. Reduje la lista a dos: Poderoso trío busca excelente segunda guitarra para grupo de rock heavy y Angela Mitchell, trabajadora social diplomada, terapia para apoyar la unificación de cuerpo, mente, espíritu y mundo. Me decidí por Angela Mitchell porque el potente trío necesitaba a un gigger con experiencia y no estaba segura de qué era aquello. Pero, mientras subía a la oficina de Angela en el ascensor, susurré las palabras «gigger con experiencia» y aquellas palabras me tranquilizaron. Esperaba que la publicidad de Angela fuese literalmente lo que anunciaba. Me imaginaba algo mixto entre una terapia de pareja y una sesión de espiritismo entre el bulto oscuro y yo.
Pero, cuando estaba sentada en su enorme y cómodo sofá, con la mirada fija en una pintura abstracta de círculos naranjas dentro de otros círculos más anaranjados, me di cuenta de que no podía hablar. Entonces me preguntó la razón de mi visita y le contesté que había roto con mi novio hacía más de un año y que seguía arrepentida. Me intimidó con una mirada de tan infinita compasión, que, de inmediato, rompí a llorar. Durante un momento, me pregunté si podría adoptarme o contratarme como ayudante o convertirse en mi amor lésbico. Me soné la nariz y me preguntó si había visto el musical South Pacific.
Creo que lo vi en la tele una vez.
¿Recuerdas la escena en que las mujeres se lavan el pelo?
No.
Cantaban una cancioncilla, ¿recuerdas la letra?
No.
Dice algo así como «Voy a lavarme el pelo para quitarme a ese hombre de la cabeza».
Ah.
¿Comprendes lo que digo?
Creo que sí.
¿Hay algo más de lo que quieras hablar?
Bueno, había pensado que quizá debería buscar trabajo. ¿Crees que debería hacerlo?
Sin duda.
Una profesora de apoyo de educación especial ayuda al profesor de educación especial que enseña a niños que requieren una atención diferenciada. Buckman estaba en periodo de transición cuando me contrató. En un principio, había sido una escuela para niños con todo tipo de discapacidad, pero, en aquel momento, a los chavales con problemas físicos, que son los que se ven, los enviaron al centro educacional Logan. Logan tenía unas extraordinarias estructuras de juego para los estudiantes que iban en silla de ruedas y habitaciones «mullidas» en las que eran animados a practicar movimientos corporales, una vez despojados de la silla. Les recordaban que el movimiento es mucho más que trasladarse de A a B, que se trata de matiz y de emoción, y fueron los promotores de la asociación Nuevo Gesto. Una vez al mes, recibían la visita de un grupo de investigadores de Microsoft. Los investigadores se descalzaban, se tumbaban en el suelo y se quedaban a la espera de ver qué pasaba. Según parece, así fue como inventaron la almohadilla del ratón. Todas las semanas oíamos historias sobre Logan, unas historias que a mis alumnos y a mí nos llevaban a pensar que no estábamos a la vanguardia de los últimos avances. Éramos lectores lentos —⁠aunque rápidos cuando se trataba de no comprender⁠—, estábamos demasiado nerviosos para aprender, demasiado felices para aprender, demasiado enfadados para aprender. El aprendizaje parecía no tener importancia para nosotros.
A los alumnos mayores se les permitía tener en sus pupitres los botes naranjas de Ritalin y de Adderall y gozaban del derecho a levantar la mano para pedir permiso para casi todo lo que quisieran hacer. Los efectos secundarios del Ritalin consisten en dolor de cabeza, ansiedad, trastorno del sueño, irritabilidad, depresión, problemas gastrointestinales y canguelo. A mí me asignaron a los alumnos que necesitaban una ayuda adicional con la lectura. Sabía adónde me mandaban: a pasar páginas. Llegué a tener la impresión de que podía pasarme la vida haciendo aquello, porque ya nada tenía importancia para mí. Yo era la paciencia en persona, la paciencia mal deletreada, la paciencia que leía lentamente en voz alta, letra por letra, la paciencia con la primera ce pronunciada como una sss.
En aquella primavera, una escuela de educación especial llamada Obley se vio obligada a cerrar debido a los niveles de asbestos, y Buckman tuvo que hacerse cargo de todos los alumnos y profesores de Obley. No había problema de espacio, ya que teníamos libres las aulas de los estudiantes que se trasladaron a Logan, pero, aun así, todo se convirtió en una pesadilla. Los alumnos se adaptaron sin dificultad, pero los profesores se peleaban como si fuesen parientes políticos. Todos estábamos seguros de que nuestra manera de actuar era la correcta, y las tablillas sujetapapeles que había en la cocina del personal se llenaron de interminables listas de peticiones, como por ejemplo la de llevar a cabo movilizaciones en contra de la obligación de formar filas antes de que sonase el timbre o a favor de formarlas. Yo era partidaria de esta última cursiva. Escribí mi nombre en la tablilla de quienes estaban a favor. Salí de la cocina y volví a mi clase. Ordené la mesa de la profesora y escribí en la pizarra la palabra PUEBLO. Mientras trazaba la O, contenía la respiración. La trazaba con mucha lentitud, ay, qué lentitud. Llamaron a la puerta. La O ya estaba trazada. Dejé la tiza y me dirigí a la puerta. Ay, el corazón palpitante. Ay, la respiración contenida. Ay, cómo lo supe. Abrí la puerta. Su pelo era castaño claro. Era más alto que yo. Tenía la cara de un animal, la cara de una jirafa gatuna que lo decía todo sin necesidad de lenguaje. Su ropa era descuidada y perfecta, unas prendas que dejaban adivinar su desnudez. Se disculpó por llegar tarde. Yo le dije: Bueno, ya estás aquí. Y lo abracé y, durante un instante, su oscuridad se intensificó a mi alrededor y le susurró a mi sangre: Hola, muñeca. Se zafó, el adolescente se zafó de mí, pero sus ojos se agarraban a los míos igual que unas manos. Me pasó una nota.
Estimada profesora:
Disculpe a Steven Krause por su falta de asistencia. La última semana que pasó en Obley contrajo bronquitis y en abril aún no se encontraba muy bien para incorporarse a Buckman con los demás estudiantes. Ya está bien y recuperará el trabajo perdido.
Atentamente,
Marilyn Krause
No era de mente rápida, por qué tendría que serlo. Todo en él era borroso. Era un adolescente que me necesitaba, igual que yo había sido una adolescente necesitada de él. De modo que le ayudé. Me sentaba junto a su pupitre y juntos nos abríamos paso a través de los párrafos, pronunciando laboriosamente las palabras, tejiéndolas para convertirlas en oraciones humanas que apenas tenían significado. De repente, parecía que el lenguaje no era nada en absoluto. El hecho de decir Fuiste mi amante fantasma no aclaraba nada. Desde luego, ya lo había intentado: fue lo primero que hice. Le llevé mi libro, aquel libro que no me proporcionó una carrera como escritora, y, mientras él leía en voz alta el prólogo, yo estaba sentada, nerviosa, a su lado, renunciando a todo por él, entregándole todo, dedicándome a él por completo, mi bulto oscuro. Mi antiguo amor hermoso, pubescente y ligeramente, autista, mi futuro amor.
Voy a hacerte algunas preguntas para examinar tu nivel de comprensión, ¿vale?
Vale.
¿Cuenta el libro una historia verídica?
Sí. No, espera… ¡No! No.
Es una historia verídica.
Vaya, eso creí, pero luego creí que era una pregunta de pega.
No, todas las preguntas son de verdad.
Vale.
Cuando la autora dice: «Cuando tenía quince años, un bulto oscuro entró en mi dormitorio por la noche», ¿de quién está hablando? ¿Quién es el bulto oscuro?
¿Quién?
Sí. ¿Es su padre? ¿Eres tú? ¿Quién es?
Ufffffffffffffffffffffffff. No creo que sepamos aún en esta parte del libro.
Tienes razón, no lo sabemos.
Parecía una pregunta de pega.
Lo siento.
Y de ese modo se trazaba entre nosotros una especie de línea divisoria. Yo lo conocía y, en algún lugar profundo de su ser, él también me conocía, y mi deber como profesora de apoyo de educación especial consistía en recordárselo. Me veía a mí misma como una especie de Anne Sullivan, la maestra de la escritora Helen Keller. Habría un momento decisivo, como cuando Anne vierte agua en la cara de su alumna y Helen deletrea la palabra «agua» sobre la mano de Anne, al principio con dificultad, pero después con mayor rapidez, entre risas y lágrimas. Anne Sullivan describió así aquel momento: De repente, sentí una consciencia borrosa, como de algo olvidado. Una emoción de pensamientos que regresaban. Y, de alguna manera, el misterio del lenguaje me fue revelado. Solo que no era la revelación del misterio del lenguaje lo que nosotros necesitábamos, sino el misterio mismo, previo al lenguaje, aún envuelto en niebla. Veía la oscuridad girando dentro de él. Veía que sus pies no tocaban el suelo cuando jugaba al baloncesto en el recreo. Había momentos en que volaba. No como un pájaro, sino de una manera sutil, como una persona.
Como no hace falta decir, no podía hacer mucho más en mi papel de profesora de apoyo de educación especial. Una de las cosas que podía hacer era rezar. Rezaba mientras le penetraba los ojos con mi mirada, y mi oración era: Hola, hola, hola. A veces, oía que mi bulto oscuro contestaba. En esas ocasiones, tenía que apretarme los nudillos contra los muslos para no meterle mano al chico. Ese chico que resultaba todo lo irresistible que pueden serlo los chicos. ¡Cómo se apartaba el pelo de la frente sudorosa, aquel olor mineral que desprendía su cuerpo, su mano sujetando un lápiz, sujetando un lápiz, sujetando un lápiz, su mano! Nuestra antigua aventura amorosa fue muy fácil, fue ese sueño que alimentan todos los amantes de devorarse por entero. Y, ahora, allí estaba aquella cosa extra: el chico, y el sentimiento que yo tenía modelándose en mis tripas: el sentimiento de querer follármelo, igual que él me había follado cuando yo tenía quince años…, en otras galaxias.
Empecé a pensar que aquello era lo más cerca que podía estar de él, del bulto. De modo que, después de un tiempo, no puse demasiado empeño en ayudarlo a leer. Decidí que la lectura era el camino equivocado para nuestra relación. No todo el mundo tiene que estar alfabetizado, hay muchos y grandes motivos para resistirse al lenguaje, y uno de ellos es el amor. La discapacidad del chico era la manera que tenía el bulto de decir: Te quiero, estoy aquí, soy yo. Y yo hacía todo lo posible por contentarme con eso. Pero, mientras tanto, el chico por sí mismo empezó a quererme. Fue algo terrible, horrible y maravillosamente agradable. Supuse que era lo que yo había dejado pasar de largo en el instituto. Me miraba y apartaba la vista y volvía a mirarme y volvía a apartar la vista y rompía la punta del lápiz y decía joder y se sonrojaba y me miraba las piernas y después miraba el suelo. Un examen del suelo de linóleo realizado con detenimiento, en el que, sin duda, veía otras cosas: las tetas y el culo ancho de su joven profesora y lo que él les haría. Nunca he adorado nada tanto como verlo mirar hacia abajo y lanzar una mirada a su erección para comprobar si la ocultaba el pupitre. Sí, la ocultaba.
Solo hay una forma de que ocurra eso. Después de clase, el estudiante va de camino a su casa, y la profesora pasa conduciendo junto a él y le pregunta si quiere que lo acerque. El chico mira a su profesora. El sol brilla en sus ojos y él los entrecierra. Hay una pausa en que el resplandor del sol y el acto del chico de entrecerrar los ojos son los únicos dos movimientos que se producen en toda la Tierra. Incluso los pájaros que vuelan se detienen. La profesora se queda unos segundos paralizada por ese entrecerrar de ojos y por el resplandor, pero no es suficiente para salvar al chico. Ella se inclina hacia el otro lado del coche y abre la puerta del copiloto. Con ese movimiento termina la juventud del chico y se hace viejo.
¿Quieres que te lleve a tu casa?
Me da igual.
¿Tienes que estar en casa a una hora determinada?
No.
¿Te gustaría ir a algún sitio?
Bueno, podemos practicar sexo en el coche.
Durante los seis primeros meses, cada vez que daba un paseo lo hacía en un continuo estado de asombro. Miraba a otras parejas y me preguntaba cómo podían tomárselo con tanta tranquilidad. Se cogían de la mano como si no estuviesen cogidos de la mano. Cuando Steve y yo nos cogíamos de la mano, tenía que bajar la mirada y fijarme en nuestras manos entrelazadas para maravillarme de aquello. Allí estaba mi mano, la misma mano de siempre: ¡Ay, mira! ¿Qué está sujetando? ¡Está sujetando la mano de Steve! ¿Quién es Steve? Mi novio tridimensional. Todos los días me preguntaba qué pasaría después. Qué sucede cuando no deseas nada más, cuando eres feliz. Me imaginaba que continuar siendo feliz para siempre. Sabía que no estropearía las cosas por culpa del aburrimiento. Ya me había pasado eso antes.
Surgieron algunas complicaciones. Estaba el asunto de que él no sabía que habíamos sido pareja con anterioridad. Al final, eso no importó. De todas formas, el hecho de amar es algo que está por entero en la sangre. El sentimiento que nos teníamos lo definía él como «estrambótico» y, ante eso, yo no tenía nada que añadir. Se tumbaba boca abajo y yo le besaba las piernas, y sus piernas cantaban. Él alargaba la mano por detrás y me hacía caer sobre su espalda, y allí me quedaba yo, como si estuviese tumbada sobre la cálida arena de la playa. Solo eso. Eso era todo. Eso era lo más importante de todo.
También estaba la cuestión de nuestra diferencia de edad. Cuando sales con alguien mucho más joven, empiezas a fijarte en otras parejas que están en tu misma situación. Conoces a otros que salen con otros que son quince o incluso veinte años mayores o más jóvenes. Te decides a hablar del asunto.
Creo que es algo que me pone.
Yo creo lo mismo. Nunca saldría con un tío de mi edad. Tiene que ser al menos diez años más joven que yo.
Steve tiene diez años menos que yo. Creo que le gusta que yo sea mayor que él.
Desde luego que le gusta. Todos los tíos fantasean con mujeres mayores. Es algo que tiene que ver con el morbo materno.
Sí, pero, gracias a Dios, soy más joven que su madre.
Yo no. La madre de Gabe tiene cuarenta años.
Oh. ¿Cuántos tienes tú?
Cuarenta y tres. ¿Y tú?
Veinticuatro.
Aprendimos a ser discretos. Ayudaba el hecho de que nadie, en el fondo, se interesa por nadie, salvo por sí mismo. La gente te examina para asegurarse de que no matas a nadie, al menos a ningún conocido suyo, y luego vuelve a su creencia de que está a punto de llegar a una resolución con respecto a sí misma. La gente siempre está llegando a una resolución, como en la canción de los Doors, Break on Through (To the Other Side). Pero yo había llegado de verdad. Había llegado dos veces a una resolución, y percibía el universo como algo poroso y radical que podía ser excitado. Incluso se podía follar con el universo. Y durante todo ese tiempo seguía siendo la profesora de apoyo de educación especial. Ayudaba a todos los alumnos a diestro y siniestro. Explotaba al máximo su energía esencial y, aunque no consiguiera que leyesen bien, me proponía proporcionarles al menos un placer eventual. Quería que todos conocieran alguna vez el amor. Quería que las chicas enderezaran los hombros y se adentraran sin miedo en la oscuridad. Quería que los chicos se tranquilizaran un poco. Había un grupo de chicos al fondo de la clase que nunca prestaba atención. Se pasaban notas que ni siquiera se molestaban en plegar. Las notas cruzaban flotando en la última fila igual que enormes veleros blancos. Era algo completamente exasperante y me entraban ganas de humillarlos para que no se atrevieran nunca más a pasarse esas notas enormes. ¿Para qué, si no, se inventó lo plegable? Me precipité hasta el fondo de la clase y agarré la primera vela que vi. Ni siquiera estaba doblada por la mitad. Decía: Caitlin se la chupa a Steve K.
Debería haberme aliviado el hecho de que mi nombre no apareciese en aquella nota. Pero no fue un alivio. Mi respiración se alteró. No estaba preparada para aquel momento. Mis muslos se desintegraron en oleadas de contracciones, y comprendí de pronto por qué a la gente le gustan las armas de fuego. No para disparar, no, por Dios, soy pacifista, solo por el hecho de tener una. Saber que está ahí. Si hubiese tenido un arma dentro del cajón, me habría acordado de ella y me hubiera tranquilizado. Habría respirado hondo y les habría reñido. Pero, como no tenía ningún arma, me dirigí al pupitre de Caitlin. Examiné el óvalo de su cara y le pedí que saliese al pasillo. Me resultaba difícil administrar el aire con precisión, acompasarlo a aquellos sonidos exactos. Se levantó y cruzó la clase delante de mí. Cuando pasé junto a Steve, él bajó la mirada del mismo modo en que lo haría cualquier chico de quince años que tiene un problema con su profesora. Caitlin y yo llegamos al pasillo. Olía a cera y a plátano pasado.
¿Se la chupas a Steve?
¿Qué Steve?
Steve K.
Ah. Pensé que se refería al otro Steve.
¿Steve Gonzales?
Sí.
No. ¿Eres su novia?
¿De Steve Gonzales? No.
Me refería a Steve K.
Oh. Sí. Salimos juntos.
El pelo lo tenía recogido en dos trenzas francesas y llevaba una sudadera con la leyenda TOMMY GIRL. No me tenía miedo. Me preguntó de dónde había sacado los pendientes que llevaba y le contesté que me los regaló mi tía por Navidad. Me dijo que no le habían regalado un carajo por Navidad. Después de esa charla, regresamos a la clase. No miré a Steve. No sabía si él había dado el primer paso o si el bulto tenía predilección por las adolescentes, o de qué hablaba yo en realidad cuando me refería al «bulto oscuro». Apoyé la cara enfebrecida contra la pizarra y me quedé así durante unos minutos. Después escribí la palabra «PAZ». Eso es lo único bueno que tiene ser la profesora de apoyo de educación especial. Puedes escribir «paz» en la pizarra siempre que quieras. ¿Quién va a quejarse? Era la paz. Solo resulta útil cuando la escribes.
Esta mañana me despertó el ruido que hacía el vecino al podar un árbol. Me dije que dejaría de podar si salía de la cama. El árbol iba haciéndose cada vez más pequeño. No tardó mucho en reducirse a un tocón y tuvo que empezar a cortar las raíces que estaban bajo tierra, pero ni por esas podía levantarme. Una vez cortadas las raíces, se puso a cortar la tierra, y me dije que me levantaría cuando llegara a China. Estuvo así todo el día. Lloraba, me ovillaba y me desovillaba de una manera que era incapaz de controlar. En realidad, me retorcía a causa del dolor de corazón, como si yo fuera un único músculo que tuviese como función lloriquear. Pero, cuando mi vecino llegó al núcleo fundido de la Tierra, yo estaba inmóvil. Caí agotada con una mirada vacía: un examen minucioso del techo. Casi podía verlo emerger de una calle de Shanghai, y, para mi horror, fui consciente de que tenía hambre. La expresión corporal de la esperanza. Cuando él rompió el suelo e irrumpió en el aire de China, yo me incorporé. Serraba el cielo, atravesando las hojas del árbol y después las nubes. Mi vecino entraba a golpe de sierra en el espacio sideral. Se abría camino a través de la Vía Láctea, atravesando las estrellas y el polvo de estrellas. Giró alrededor del universo haciendo un círculo gigante. Después aterrizó, con un ruido sordo, en el jardín. Descorrí la cortina y vi que sacaba el aspersor. Había anochecido. Si me veía, yo viviría. Mírame, mírame, mírame. Levantó la vista, como si aquel pensamiento mío se le hubiese ocurrido a él, y lo saludé con la mano.
Nota de la autora: Aunque Madeleine L’Engle escribió un libro titulado A Swiftly Tilting Planet [Un planeta de inclinación rápida], el personaje que adopta su nombre en el relato es una invención, al igual que lo es el personaje de su marido.