PAÍS RELATO

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miranda july

fue un gesto romántico

Esto es lo que nos diferencia de los demás animales, dijo ella. Pero mantened los ojos abiertos para que podáis ver la tela. Teníamos tapada la cara con una servilleta de tela blanca que dejaba traspasar la luz. Bajo ella, todo parecía más brillante, como si la tela, al hacer de filtro, eliminara la oscuridad que había en el resto de la habitación: esos rayos oscuros que desprenden los objetos y las personas. La profesora hablaba mientras caminaba a fin de poder hallarse en todas partes a la vez. Nos olvidamos de su cara y de su pelo con permanente. Allí solo estaban su voz y la luz blanca, y la combinación de ambas cosas parecía ser la única verdad.
Nunca seréis una parte del mundo. La tenía muy cerca de mí.
Los humanos construyen su mundo personal en la pequeña parcela que tienen delante de la cara. Ahora estaba al otro lado de la habitación.
¿Por qué creéis que somos los únicos animales que besan? De nuevo estaba cerca de mí.
Porque la parcela que tenemos delante de la cara es nuestra zona más intima. Tomó aliento. ¡Esa es la razón por la que los humanos somos el único animal romántico que existe!
Guardábamos silencio, pero nos hacíamos preguntas debajo de las servilletas. ¿Cómo lo sabía ella? Y los perros, ¿qué? ¿No sienten los perros las cosas que hacemos multiplicadas por cien? Pero no había modo alguno de ver nada, así que no podíamos formar una cadena de dudas mirándonos las unas a las otras. Y su voz transmitía una seguridad tan elocuente, que el hecho de creer en lo que decía implicaba, por obvio, una sensación liberadora. ¿Qué sentido tiene aislar el dedo si es parte de la mano? ¡Es la mano! ¡Claro que sí! Los dedos y las manos son una única cosa, esas distinciones son meras trabas. Veo la luz; se filtra a través de la servilleta.
El diminuto mundo que está delante de vuestras caras es una ilusión, ¡y todo romance es en sí mismo una ilusión!
Jadeamos. Pero fue un jadeo retardado. Formábamos un grupo lento a la hora de reaccionar. Incluso nos costó trabajo organizar la distribución de las servilletas. Al final, nos decidimos por coger una y pasar el resto.
Un romance no es real, y tampoco lo es vuestro mundo debajo de la servilleta. Pero, como sois humanas, nunca levantaréis la tela. De modo que también debéis aprender el modo de llegar a ser lo más románticas que podáis. Eso es lo que los seres humanos podemos hacer: ser románticos. Ya podéis quitaros la servilleta.
Nos dio la impresión de que no seríamos capaces de hacerlo, ya que éramos seres humanos, pero la servilleta se nos deslizó por la cabeza y el auditorio nos pareció más oscuro que antes. Había esperado convertirme en otro tipo de animal, un animal que pudiese ser parte del mundo. Pero la tela era solo una metáfora, y nosotras éramos cuarenta mujeres reunidas una mañana de sábado en un cursillo para llegar a ser más románticas. Una mujer aún tenía la servilleta sobre la cabeza. Quizá se había quedado dormida.
Trabajábamos con ahínco porque queríamos obtener resultados. Nos mirábamos las unas a las otras, como si fuésemos espejos, y aspirábamos negaciones y exhalábamos afirmaciones. Nos sujetábamos los tobillos con las manos y fingíamos que eran las manos de otra persona; entonces intentábamos correr y hacíamos como si otra persona intentase correr, que alguien a quien amábamos intentaba escapar. Lo sujetábamos por los tobillos y aspirábamos una negación y exhalábamos una afirmación y nos soltábamos los tobillos y corríamos, todas alrededor del auditorio, cuarenta mujeres corriendo. Después volvíamos al círculo y hablábamos sobre feromonas y otras nebulosas similares.
Recordad, no tenéis que convertir el mundo entero en algo romántico, ni siquiera todo el dormitorio. Solo el pequeño espacio que tenéis delante de la cara. Un territorio muy controlable, incluso las mujeres que trabajan estarán de acuerdo en eso. Porque cuando él os mira (o ella… ¡En un romance no hay prejuicios!) tiene que mirar a través del aire que hay delante de vuestra cara. ¿Está ese espacio contaminado? ¿Es un espacio prometedor? ¿Es neblinoso? Reflexionad sobre estas preguntas durante la hora del almuerzo.
Nos comimos los sándwiches y nos miramos a través del aire que había delante de nuestras caras. Parecía que estaba despejado, pero quizá no fuese así. Mientras bebíamos el refresco que nos dieron, reflexionamos mucho sobre aquel particular. Era algo que podría cambiarlo todo.
Me levanté y me dirigí al pasillo. Allí me quedé sola, con la cara aplastada contra la pared. Era una pared que tenía paneles de madera y olía a pipí, igual que otras muchas cosas. Un romance. Mi apartamento. Un romance. Mi Honda. Un romance. Mi afección cutánea. Un romance. Mi trabajo.
Volví la cabeza y presioné la otra mejilla contra la pared.
La campana nos llamó para la sesión de clausura. Un romance. Mi falta total de amigos que compartieran mis intereses. Un romance. El alma. Un romance. La vida en otros planetas. Un romance. Me quedé mirando el fondo del pasillo. Había alguien allí. Era Teresa, mi pareja en la sesión en la que teníamos que mirarnos a los ojos y respirar. Primero sincronizábamos la respiración para después sincoparla. Al final, debatíamos sobre cómo nos habíamos sentido y cuál era más romántica de las dos. Llegamos a la conclusión que la sincopada.
Recorrí el pasillo y vi que Teresa estaba sentada en el suelo, junto a una silla. Eso siempre es una mala señal. Eso es meterse en un terreno resbaladizo, y siempre será mejor sentarse en una silla, comer cuando se tiene hambre, dormir, levantarse y trabajar. Pero todo el mundo ha visitado ese terreno. Las sillas son para la gente, y nunca estás segura de si formas parte de la gente. Me arrodillé a su lado. Le acaricié la espalda, aunque dejé de hacerlo porque me dio la impresión de que aquello podía ser un exceso de confianza, pero entonces mi actitud me resultó muy fría, así que le palmeé el hombro, lo que implicaba que solo tenía contacto físico con ella durante un tercio del tiempo. Durante las otras dos terceras partes, mi mano se acercaba a ella o se alejaba de ella. Cuanto más le palmeaba el hombro, más difícil me resultaba hacerlo. Era demasiado consciente de los intervalos entre las palmaditas y no lograba encontrar un ritmo que resultase natural. Me sentía como si estuviese tocando unas congas, y entonces, en cuanto caí en la cuenta de eso, me resultó inevitable marcar un pequeño chachachá, y Teresa rompió a llorar. Dejé de palmearle el hombro y la abracé. Ella me abrazó también. Lo había hecho todo tan mal que solo conseguí que la tristeza de Teresa descendiera al siguiente nivel, y allí me reuní con ella. Era un lugar de desbordada tristeza compartida, y lloramos juntas. Podíamos olemos el champú y los detergentes que usaba cada cual. Comprobé que no fumaba, pero que alguien a quien ella quería sí, y ella pudo notar que yo era corpulenta, aunque no por genética, no de forma permanente, solo hasta que volviese a encontrar mi camino. El botón de mi pantalón vaquero hacía presión en el del suyo y nuestros pechos intercambiaron sus historias cansinas, historias de sobreutilización y de infrautilización, de abundancia y de escasez y de qué más da, pasa de eso. Mis lágrimas mojaron su camisa y las de ella la mía, y así pusimos nuestro llanto delante de nosotras como si fuese una linterna, buscando tristezas nuevas y tristezas ya olvidadas, las que habían tenido la amabilidad de morir muchos años atrás, pero que de hecho no habían muerto, y que resucitaban con un poco de agua. Nos habíamos enamorado de gente de la que no debimos enamorarnos y después nos casamos con otra gente para olvidar nuestros amores imposibles, o alguna vez habíamos gritado hola en el hervidero del mundo y habíamos huido antes de que a nadie le diese tiempo a contestar.
Siempre corriendo y siempre queriendo regresar, pero siempre alejándonos cada vez más y más hasta que, al final, aquello acaba siendo la escena de una película en que una chica dice hola en el hervidero del mundo y tú eres una mujer que ve la película con tu marido, sentados en el sofá, y él tiene las piernas en tu regazo y tú tienes que ir al baño… Había cosas de esa escala general por las que llorar. Pero la razón determinante para llorar fue la de empapar el aire que había delante de nuestra cara. Fue un gesto romántico. No en el sentido de un enamoramiento, sino una comunión del aire que había entre nuestros hombros, nuestros pechos y nuestros muslos. Había tanto aire que compartir… Poco a poco fuimos dejando de llorar y, después de una prolongada y silenciosa pausa —⁠adiós⁠—, nos separamos. Luego llegó la euforia: unos vientos cálidos de Hawai que secaron nuestras lágrimas y despejaron el camino de vuelta al mundo físico. Fue un gustazo estar allí, junto a la silla. Nos estrechamos las manos y nos reímos con una vergüenza fingida que gradualmente fue apoderándose de nosotras y que terminó siendo verdadera.
Teresa se sacudió el trasero con energía, como si hubiese sufrido una caída. Yo me bajé los puños de la rebeca. Avanzamos por el pasillo y entramos en el auditorio justo a tiempo para ayudar a apilar las sillas. No había ninguna norma sobre cómo apilarlas, de modo que, sin querer, las apilamos de tal manera que resultaban demasiado pesadas para levantarlas y colocarlas sobre las otras. Aquellos montones de altura desigual se quedaron aparte. Recogimos el bolso y cada cual se encaminó a su coche.