Di veintisiete pasos y me detuve. Junto al arbusto de enebro. La peluquería Lam Kien estaba delante de mí y la puerta de mi casa detrás. No es agorafobia, porque la verdad es que no me da miedo salir de casa. El pánico me entra cuando me alejo unos veintisiete pasos de mi casa, justo a la altura del arbusto de enebro. Lo he examinado y he llegado a la conclusión de que no es un arbusto verdadero, y he rebatido esa teoría, y he hecho todo lo posible para no darme la vuelta y regresar a casa, incluso si ello significase quedarme allí para siempre. Estaba comiéndome algunas de las incomibles bayas del enebro cuando se abrió la puerta de Lam Kien y un chiquillo salió por ella. Quizás era el hijo de Lam Kien, Billy Kien. O tal vez Lam Kien no era un nombre, sino una traducción de «salón de belleza» o de «uñas de porcelana». El joven Kien se quedó junto a la puerta; yo, dentro del ámbito de mis veintisiete pasos. Parecía que esperaba a que yo avanzase. Como si eso no lo esperásemos todos… Cuando se hizo evidente que aquello no iba a suceder, me gritó:
¡Tengo un perro!
Asentí con la cabeza y le pregunté:
¿Cómo se llama?
El muchacho pareció entristecerse durante unos segundos y me di cuenta de que en realidad no tenía ningún perro. Me sentí honrada por haberme elegido como la persona obligada a creer que tenía un perro. Yo era la mujer adecuada para eso. Había elegido bien al elegirme. Al final, gritó: ¡Paul! Y yo, obediente, me imaginé a Paul: corriendo con el niño, queriendo al niño, el niño dándole de comer a Paul…
¿Tiene usted un perro?, me preguntó el dueño de Paul mientras se dirigía hacia donde yo estaba, aunque se detuvo en un lugar en que podría ser atropellado por un coche.
No te quedes en la calzada.
Se acercó y se puso a mi lado, sin juzgarme.
¿Tiene usted alguna mascota?
No.
¿Ni siquiera un gato?
No.
¿Por qué no?
No estoy muy segura de que pudiese cuidar a una mascota. Viajo mucho.
Pero podría comprarse una pequeña mascota que no tuviese mucha hambre.
Ya conocía todas esas cosas que no tenían mucha hambre; mi vida estaba llena de esas cosas. No quería más debiluchos que se activaban con el agua y el calor, aunque no ensuciaban y eran tan pequeños que, cuando morían, los enterraba solo con el olvido. Si tuviera que llevar algo nuevo a mi casa, sería una cosa grande y hambrienta. Pero no podía hacerlo. No se lo dije al muchacho porque yo era la única persona que creía en la existencia de su perro.
¿Qué clase de mascota me aconsejarías?
Un renacuajo.
Pero un renacuajo crece y se convierte en rana. No puedo tener una rana en mi casa, saltando por todas partes.
Oh, no, no crece, ¡es pequeño! Pero sí necesitará un acuario.
Pero se transformará en rana.
¡No, no lo hará! Ese es otra clase de pez.
¿Qué clase de pez?
Un pececillo de agua dulce.
No repliqué. En mi mente había en ese instante, junto al lugar en que el chico jugaba con su perro, un acuario habitado por un diminuto renacuajo inapetente. Nadaba de aquí para allá, con la sensación perpetua de estar listo para saltar, listo para sentir el aire en su lomo y listo para la transformación fantástica y formidable que experimentaría. Nadaría por siempre jamás y Paul no moriría nunca, pero el chico y yo estábamos cambiando incluso en ese momento en que nos hallábamos frente a frente. El muchacho iba aburriéndose, y eso era una forma de hacerse mayor. Yo iba deprimiéndome, y era culpa mía. Era un día maravilloso y alguien me dirigía la palabra por el mero deseo de hacerlo. Pero ya intuía el final: la camiseta del chico tenía estampados unos personajes de dibujos animados y aquellos personajes se alejaban de mí, daban un paso atrás mientras el muchacho daba un paso adelante. Estaba justo frente a mí, me apretó el brazo y me dijo: ¿Me enseña su casa?
Qué alivio. Incluso el apretón me gustó. Me convencí de la necesidad de hacer daño a la gente al mismo tiempo que se le da algo. Fue estupendo tener una excusa para volver a casa tan pronto. Mientras cerraba la puerta, tardé un segundo en pensar en la ley. Las leyes relativas al hecho de enseñar tu casa a un niño cuando ni siquiera sabes cómo se llama. Aunque sí sabía el nombre de su perro imaginario. Comprobé que podía pronunciar el nombre de Paul sin tener que admitir que no era real. Cuando el juez me dijese que el niño no tenía ningún perro, fingiría sentirme muy sorprendida y decepcionada, incluso ofendida. Lloraría un poco. Quizá meterían al chico en la cárcel por haberme engañado. Me fijé en sus extraordinarias zapatillas de tenis y supe que él sería capaz de soportarlo. Por lo que a mí respecta, nunca había llevado la ropa deportiva con suficiente convicción y la vida carcelaria habría acabado conmigo.
Se paseó por el salón, toqueteando algunas cosas que una vez significaron mucho para mí, pero que en aquellos momentos no me importaban en absoluto. Tengo muchas piezas de arte abstracto y el niño se dedicó a toquetearlas con las uñas. Cogió un libro del suelo y lo sostuvo en el aire con dos dedos. El subtítulo de aquel libro era Cómo conservar vivo el amor y el deseo en las relaciones estables. Era un libro que yo estaba analizando con detenimiento, palabra por palabra. Hasta ese momento, había analizado el Cómo Conservar y acababa de empezar a analizar el Vivo. Me preocupaba que, cuando llegase a Relaciones y a Estables, hubiese olvidado ya Cómo Conservar. Sin mencionar el Amor y todas las demás palabras. Llevó el libro de aquel modo, cogido con dos dedos, a la cocina. Cuidadosamente, lo dejó en un rincón, le di las gracias y él inclinó la cabeza.
¿Tiene berenjena con queso parmesano?
Le dije que no. Entramos en el dormitorio. Se sentó en la cama reina y se quitó los zapatos tirando de ellos con los pies. Después se recostó con los brazos y las piernas extendidos como si fuese una estrella. Puse derecho el cepillo en el tocador y, sin que él se diese cuenta, guardé el gel fijador en un cajón. No quería que pensase que yo era de esa clase de gente que se pone gel fijador, porque no lo uso, en serio. Una amiga se lo dejó allí. ¿No sería bonito tener una amiga que trajese gel fijador y que se lo dejase allí? Eso es lo que diría si me preguntaba. En el caso de que abriese el cajón.
Tendría más espacio en el dormitorio si pusiese una litera, dijo el muchacho mientras simulaba ser tragado por el estrecho espacio que había entre la cama y la pared.
¿Qué haría yo con más espacio?
Resultaba increíble, pero en aquel momento estaba entre la cama y la pared, un espacio que nunca se me había ocurrido limpiar.
¿No le gustaría tener una litera?
Bueno, no veo la necesidad de tenerla.
Puede que venga algún conocido a pasar la noche.
Pero esta cama es tan grande que podría dormir conmigo.
Me lanzó una mirada extraña y prolongada que curvó mi mente como si fuese una cuchara. ¿Por qué querría nadie dormir en la cama conmigo cuando podría tener su propia litera, igual que en un barco? Le pregunté si creía que en los almacenes Mervyns vendían literas y me contestó que sí, pero que debería llamar primero y preguntar. Mientras me mantenía a la espera de que en Mervyns me cogiesen el teléfono, abrió el cajón del tocador. Me sonrojé. Sacó el gel fijador y se echó un gran chorreón entre las manos. En un abrir y cerrar de ojos, se lo extendió hacia atrás en su brillante pelo negro y se miró al espejo. Parecía que estaba de cara a una ráfaga de viento fuerte. Intercambiamos una sonrisa, porque la verdad es que tenía una pinta increíble. Desde Mervyns me informaron de que las literas solo costaban cuatrocientos noventa y nueve dólares. El chico me dijo que creía que el precio era bastante razonable. Me aseguró que él pagaría un millón de dólares por una litera si tuviese un millón de dólares.
Volvimos a la puerta principal porque me dijo que tenía que irse. Lo dijo con un tono de disculpa, como si yo no pudiese vivir sin él. Le comenté que era lo mejor, porque yo tenía muchísimo que hacer. Cuando dije «muchísimo que hacer», hice un movimiento expansivo con las manos para indicarle todas las cosas que tenía que hacer. Miró con fijeza el espacio que había entre la palma de mis manos y me preguntó si tocaba el acordeón. Podía presentir el acordeón entre mis manos y, a la vez, presentía lo impresionado que se quedaría si mi respuesta fuese afirmativa. Le contesté que no, y un cojín del sofá se cayó solo. Como era algo que solía ocurrir, intenté ignorarlo. El chico arqueó un poco las cejas y comprendí que estaba salvada. No toco el acordeón ni tengo una litera, pero sí tengo estos cojines. Se mueven solos. Abrí la puerta y se marchó sin despedirse. Lo observé mientras cruzaba la calle, de vuelta a la peluquería Lam Kien. La puerta se cerró tras él. Yo cerré la mía y me dediqué a escuchar el sonido de la succión. Era el sonido de la Tierra al alejarse precipitadamente de mi apartamento a una velocidad tal, que resultaba difícil imaginarla. Y, mientras todas las cosas de la Creación eran arrancadas de cuajo por aquel vórtice similar a un tornado, se oyó su risa: la risa sarcástica de lo que nunca ha tenido que esforzarse por nada. Miré a hurtadillas por la ventana. Más allá del arbusto de enebro había un humo gris que se arremolinaba en todas direcciones. Corrí las cortinas. Me puse a caminar por el apartamento. Me fijé en el libro que el niño había dejado en el rincón de la cocina. Le puse el tapón al bote de fijador. La cama estaba toda revuelta. Pasé la mano sobre la topografía de la colcha. Había valles fluviales y montañas. Había una tundra desierta y lisa. Había una ciudad, y en aquella ciudad había una peluquería. Me quité los zapatos y me metí bajo la colcha. Susurré: Cierra los ojos, y cerré los ojos y me convencí de que era de noche y que el mundo me rodeaba, durmiendo. Me dije que el sonido de mi respiración era realmente el sonido de todos los animales del mundo cuando respiran, incluso el de los humanos, incluso el del niño, incluso el del perro. Todos juntos, todos respirando, todos en la Tierra, de noche.