Tom había hecho algunas cosas malas. Y parecía que ahora estaba llevándose su merecido. Apenas había nada que decir que el universo no hubiese dicho ya. Le pregunté por su mujer.
¿De verdad que Sarah quiere hablar de eso?
Seguro, pero a ella le da igual. Le importa un carajo.
Es lamentable.
Sí.
¿Y el alumno?
Seguirá follándoselo.
Oh, tío, tío.
Sí.
Y ella ¿conoce tus cosas…, tus líos?
No.
Nos quedamos callados, bebiendo el té a sorbitos. Y pensar que yo había sido una de esas cosas doce años atrás. Estrujé con un dedo la bolsita fría del té. Unos minutos más tarde, nos dimos un abrazo y cada cual cogió su camino.
No me llamaba desde hacía varias semanas. Para nosotros, eso era lo habitual: nuestra amistad estaba basada en la confianza y en la retirada, pero tenía mis dudas. Dudaba de que la última conversación que mantuvimos no hubiese sido una insinuación. No la conversación en sí, sino los silencios que la envolvieron. Hubo muchos pozos oscuros de silencio mientras tomábamos el té. Volviendo la vista atrás, podía imaginarme poniendo mi mano sobre la suya mientras estaba arrodillada en uno de esos pozos oscuros. Y en semejante pozo, ¿puedes estar segura de lo que haces? Una puede buscar consuelo en un amigo y entrar literalmente en ese amigo para consolarse. Y aquel viejo amigo, precisamente por tratarse de un viejo amigo, te daría un consuelo especial. Con esa disposición favorable en mente, le escribí a Tom un correo electrónico.
¿Almorzamos?
Y él respondió:
¡Sarah está embarazada y vamos a tener un bebé! Ya te contaré, tengo que irme. Quería ser el primero en darte la noticia. Besos, Tom.
El día en que nos reunimos para llevar los regalos al futuro bebé, la madre de Tom iba de aquí para allá con una tablilla sujetapapeles asignando a cada una de las invitadas los días que tendríamos que llevar un plato sano para los futuros padres. Lo llamó «el árbol de la comida», igual que si fuese un árbol telefónico. Nos dijo que si Tom y Sarah no abrían la puerta, debíamos dejar la comida en el porche delantero, dentro de una cesta etiquetada con: ¡gracias, amigos!
Afortunadamente, me asignó el último día que quedaba, y esperaba que el paso del tiempo me trasladase del horror a la alegría. Pero llegó el día señalado y no tuve tal sentimiento. Golpeé apenas la puerta con los nudillos, con la esperanza de dejar la comida en la cesta etiquetada con gracias, amigos, que en realidad decía: dejad la comida aquí. La puerta se abrió de inmediato.
Deb, gracias a Dios que estás aquí. ¿Te importa sostenerla?
Y me dio a la niñita. Tom me hizo pasar por delante de una Sarah bañada en lágrimas, que me saludó, con gesto sarcástico, con la mano, y me condujo al despacho, ahora convertido en el cuarto de la niñita. Tom me miró e hizo un gesto de dolor, a modo de disculpa, antes de cerrar la puerta y dejarme a solas con ella en brazos. Hubo un silencio, y después oí lo siguiente:
¡No dije eso! ¡Dije que podría tenerla si me hubiese apetecido, porque es mi cuerpo!
¡Pero nuestro bebé estaba dentro de tu cuerpo! ¡Podrías haberle hecho daño!
¡No hay ningún peligro si no se trata de sexo duro!
Ah. Entonces ocurrió.
Mantuve la respiración y me llevé la cría al pecho como si fuera mía. Se hizo un largo silencio en el que supuse que Sarah estaría sollozando. Pero, de repente, su voz emergió clara y sin mostrar remordimiento alguno.
Sí.
Sí. Y ¿cómo fue ese sexo que llamas «no duro» si no fue duro?
Suave.
Ambos se encontraban en un desierto que era demasiado salvaje para mí. Vivían con osos, eran osos, sus palabras pasaban volando como si fuesen dientes mortíferos de animales. Deseé haberme enterado de segunda o de tercera mano de aquella pelea: «Tuvimos una pelea terrible». «Me he enterado de que tuvieron una pelea terrible». «Yo tenía una conocida que conocía a una pareja que, allá a principios de siglo, tuvo una pelea terrible, es posible que se pelearan con frecuencia, esa conocida mía no lo sabe con seguridad, porque se ha dado cuenta ahora de que en realidad no conocía a la pareja, considerando el hecho de que tenía intenciones solapadas con respecto al hombre de aquella pareja, unas intenciones que son ya una historia más antigua que aquella antigua, histórica y terrible pelea».
Tom empezó a gritar, y me pregunté si el cerebro blando del bebé estaría transformándose en respuesta a aquel estímulo violento. Traté de racionalizar el ruido para proteger la psique del bebé. Susurré: ¿No es interesante oír gritar a un hombre? ¿No pone eso en duda nuestros estereotipos de lo que pueden hacer los hombres? Y después lo intenté con: Chistttttttttt.
El bebé me buscaba el pezón. Le metí el dedo en la boca. Mientras dormía entre mis brazos, me di cuenta de que solo podía pensar en las cosas a una escala cosmológica. Pensé en la bola redonda del sol, en la cadena alimenticia y en el tiempo en sí, que me parecía milagroso y conmovedor. Enrosqué todo mi cuerpo alrededor de la cría. Tom y Sarah sonaban como un tráfico lejano en comparación con mi primitivo florecimiento, la expansión casi dolorosa de mi corazón para acoger a la descendiente de ambos. Examiné cada uno de sus dedos a escala reducida, escruté sus ojos cerrados, con aquellas pestañas majestuosas, y algo que estaba en proceso de convertirse en una bonita nariz. Pero no podía recordar su nombre. Le miré la cara. ¿Lilya? No, era algo menos inocente, mucho más ingenioso. Me fijé en un conejito de peluche y en una fila de payasos acrobáticos de madera que había encima de una repisa. ¿Lana? No. La figura de cada uno de aquellos payasos estaba inclinada y curvada y, poco a poco, lo vi con claridad: no solo eran acrobáticos, sino también alfabéticos, y se retorcían para escribir letra por letra el nombre de Lyon.
A lo largo de la historia, ha habido mujeres que lograron hacerse con niños de forma natural, gradualmente, sin los trámites de la concepción ni de la adopción. Yo lo veía clarísimo, pero a mis novios les creaba una situación confusa.
¿No vimos a Lyon hace poco?
No la vemos desde que aprendió a nadar con los manguitos.
Pero ¿puede llamársele a eso realmente nadar?
Venga ya, sabes el miedo que le tiene al agua. Para ella es un paso enorme e inmensamente importante.
¿Qué tal si lo dejamos en algo «importante» y nos guardamos para nosotros lo de «enorme e inmensamente importante»? ¿Podemos hacerlo? ¿Podemos guardar eso para algo enorme e inmenso que nos ocurra?
¿Como qué?
No sé, como un inmenso y enorme… sentimiento entre nosotros.
Uf, eso suena a algo que está a punto de convertirse en una conversación muy larga. Mira, no tienes por qué ir. Acércame allí y luego me recoges a las cuatro.
Ella se me acerca corriendo, cubierta de cientos de gotitas de agua, con un bañador de flores rosas y amarillas, el sol pegándole en los ojos, la boca roja abierta en un grito, chocando, humedecida, contra mis piernas, y con tantas cosas que contarme.
Me metí antes pero aquello estaba sujeto al borde y entonces hoy por la mañana volví a meterme, agarrándome al borde, pero ¡me solté! ¡Me solté! ¡Y no tocaba el fondo! ¡Estuve así durante nueve segundos! Creo que puedo estar más tiempo, pero tuve que descansar y me senté en la toalla porque estaba muy cansada y papi me dijo que ibas a venir, de modo que esperé, he estado esperando durante casi un millón de años, ¿podemos meternos ahora? ¿Has visto mi toalla? Mira, tiene una fotografía de una adolescente en bikini y con un perrito, no la pises, la has arrugado, ¿puedes ponerla bien, por favor? Vale. ¿Podemos meternos ahora? ¿Puedes sujetarme al principio?
Nos deslizábamos por el centro de la piscina. Ella me rodeaba la cintura con las piernas. Con un brazo chapoteaba, el otro lo tenía alrededor de mi cuello. Éramos dos figuras pesadas y torpes, pero a la vez ingrávidas y elegantes. En la parte más honda, se agarró a mí y lanzó un gritito. En la parte poco profunda, se soltó, asombrada de su hazaña. Cada dos por tres, se palpaba los manguitos, presionándolos para asegurarse de que estaban bien inflados.
Creo que este se ha desinflado.
No, está bien.
¿Puedes inflarlo un poco más?
No quiero reventarlo.
Tócalo tú, por favor.
Está bien, ¿lo ves? Está igual que el otro.
Tocó el otro, me miró muy seria, puso los ojos como platos y se dedicó a saltar en el agua, gritando, salpicando, sin miedo. Sarah levantó los ojos de la revista y los bajó enseguida. Tom miró al otro lado del patio y nuestros ojos se encontraron. Durante una fracción de segundo, recordé una fiesta, y mi borracha cara de diecinueve años reclinada contra su pecho, y sus labios sobre mi cabeza, murmurando: Ojalá pudiera, ya lo sabes. Me parecía imposible que aquel hombre me hubiese atraído tantísimo. Ahora era el padre de Lyon, y ella poseía la audacia, el cariño y el terrible encanto que una vez creí que encontraría en su padre. Lyon sumergió la cabeza en el agua y dejó un brazo fuera. Su puño liberaba un dedo puntiagudo por cada segundo que resistía bajo el agua. Uno, dos, tres, cuatro, cinco —y sacó el otro brazo—, seis, siete, ocho, nueve, diez. Sus brazos inmóviles en el aire, y todos sus dedos indicando un número. Su cara, cubierta con el pelo mojado y manchada de mocos, surgió de las profundidades. Jadeante y furiosa, se sacudió las manos agarrotadas frente a mí.
¡Me han faltado dedos! ¡He aguantado más de diez segundos! ¡Tú has visto que he estado más tiempo! ¿Lo has contado?
Creo que han sido trece.
¡Creo que han tenido que ser por lo menos veintisiete!
¿Quieres aprender a contar más de diez? Lo único que tienes que hacer es volver a empezar con la primera mano.
No.
Te acuerdas de diez y empiezas once con la primera mano.
He dicho que no. No quiero aprender.
Pero entonces, ¿cómo vas a aprender los otros números?
Cuando pase de diez, los cuentas tú.
Vale, pero ¿qué pasa si yo no estoy?
Al decir esto, se rio. Salió de la piscina de un salto y corrió hacia su madre, que estaba en la tumbona. Soltó un grito, imitando una carcajada de borracha, y se abalanzó sobre Sarah.
¿Qué es tan gracioso?
Deb.
Es graciosa, ¿verdad? Una diablilla muy graciosa.
Los viernes por la noche se convirtieron en la noche de nuestra cita, ya que era el día en que Sarah y Tom salían y Lyon dormía en mi casa. Pero, ya que lo normal era que se quedasen en casa y se pelearan, Lyon y yo íbamos cada vez más a menudo a cenar por ahí y a ver una película, de modo que la noche de nuestra cita se convirtió en Nuestra Noche de Diversión Infinita. No hay que menospreciar la alegría que pueden darse mutuamente una niña de ocho años y una cuarentona en puertas. Por lo general, empezábamos en Miso Happy, nuestro restaurante japonés preferido. Nos parecía que tenía un nombre horroroso, pero nos gustaban los tallarines que hacían allí. Hablábamos de casi todo, incluyendo —aunque no nos reducíamos solo a eso—: ¿Debería teñirme las canas? ¿Podría teñirlas una por una? ¿Podría pagar a un ratón para que se subiese a mi cabeza con un diminuto pincel para teñirlas una por una? Y ¿por qué Tom y Sarah tenían que pelearse tanto? ¿Tenía la culpa Lyon? No, claro que no. ¿Podría ella conseguir que dejasen de pelearse? De nuevo, no. También: ¿Le comprarían un juego de bolígrafos de veinticuatro colores y, si así lo hacían, se encelaría Claire, su mejor amiga, cuando Lyon lo llevase a la escuela? Nuestras conjeturas eran muchas. Y ¿por qué el último novio de Deb la había plantado?
Lo planté yo a él.
Quizá no le dabas demasiados besos con lengua.
Te juro que no fue ese el motivo.
Dime cuántos besos le dabas al día y yo te diré si eran suficientes.
Cuatrocientos besos.
No eran suficientes.
Si ponían por televisión una película apta para niños, la veíamos después de cenar, pero, por lo general, íbamos a esos cines baratos donde solo proyectan reposiciones y veíamos cosas como Los vividores, Bonnie and Clyde o Shampoo. Éramos grandes fans de Warren Beatty. Al principio, me preocupaban las escenas de sexo y de violencia, pero Lyon llegó a la conclusión de que, siempre que la película estuviese rodada antes de 1986, podía verla. Así como con Rojos no pasó nada, Ishtar hirió su sensibilidad. Después de ver la película, volvíamos a casa y nos metíamos en la bañera, también conocida como La Salon Paree. Hacíamos pociones combinando distintos champús y las probábamos para comprobar su olor, la espuma que hacía y sus propiedades embellecedoras. Ambas inspeccionábamos el cuerpo de Lyon en busca de alguna señal de pubertad, pero aquella señal nunca apareció. (Bueno, sí, apareció, pero años después del cierre de La Salon Paree). Dormíamos juntas en mi gigantesca cama, que era igual de ancha que de larga. Daba lo mismo dormir en una dirección o en otra y Lyon elegía la posición después de rodar por ella: ¡Esta noche vamoooos a dormirrrrrr… de esta manera!, y se tiraba a los pies de la cama. Se quedaba quieta, guardando el sitio, mientras yo cambiaba las almohadas y las colocaba en nuestro nuevo norte. Leíamos extractos de un libro titulado El arte de contar cuentos a los niños. A Lyon le aburrían los prosaicos «Billy Beg y su pelota» y «El zorro y el buey», pero le encantaba oírme leer el capítulo titulado «El humor del cuentista. Principios básicos de método, actitud y voz, desde un punto de vista psicológico». Después nos disponíamos a dormir. Al principio nos hacíamos carantoñas, pero después nos dábamos la espalda, ya que Lyon irradiaba un calor incómodo.
Cuando tenía nueve años, pasaba en mi casa tres o cuatro días a la semana. La mayoría de las veces, Sarah y Tom dormían en casa de otra gente. Tom me sugería, en situaciones de euforia maníaca, que conociese a su novia de turno.
Es porque es guapísima y creo que me lo agradecerás.
Bueno, gracias, pero dejémoslo así.
Ah, ¿estás celosa?
No.
Cuando eras más joven te habrías puesto celosa.
Quizá.
Sarah seguro que lo está. Por lo menos mira su fotografía.
No.
¿Qué opinas de ella? ¿No es perfecta?
Sí que lo es.
¿Quieres quedarte con la fotografía?
¿Qué haría con ella?
No sé, podrías ponerla en el frigorífico.
No me gustaría que Lyon la viera.
Ya la conoce.
Cuando Lyon tenía diez años, entró en una fase espiritual. Ninguno de nosotros tres era religioso, de modo que bebió de muchas fuentes. Lo llamaba las Pléyades: una mezcla, siempre en continua evolución, de mitología, de Ana Frank y de las opiniones recogidas de su amiga Claire, que iba a catequesis los domingos y llevaba colgado un crucifijo. Añadía y restaba rituales según las necesidades. Algunos días eran los Días de la Oscuridad, y me pedía que me cubriese la cara con un velo o que no me acercase a ella. El día del cumpleaños de la señorita Frank llorábamos, y a quienes no podíamos llorar espontáneamente nos daba la opción de susurrar ante la última página del libro —esa página escrita justo antes de que la familia fuese descubierta por las SS— todas las cosas malas que habíamos hecho a lo largo de nuestra vida. Gran parte del poder de las Pléyades se basaba en su capacidad de invocar la culpa. Lyon llevaba mi colgante de plata de la diosa Gea, un colgante que tenía un simbolismo vaginal que ella desconocía, y fingía que odiaba llevarlo. Cuando Claire armó un gran follón por tener que llevar colgada su vieja y estúpida cruz, Lyon le dijo: Cuéntamelo a mí, mis padres me obligan a llevar esto.
¿Qué es eso?
Es por nuestra religión.
¿Eres judía?
No, es algo más complicado. Déjame enseñarte algo, quítate la blusa.
¿Qué vas a hacer?
Tocarte la espalda con mi colgante.
Ah, eso. Eso no es religioso. Mi madre lo hace con las uñas, lo llamamos «espaldear».
¿Espaldear?
Sí.
¿Te toca la espalda de esa manera?
Sí.
Sin ánimo de ofender, pero tu madre podría ser una pervertida.
No lo es.
Ahora al espaldear lo llamamos estimulación, y sirve para animarte.
¿Para animarte a qué?
A quitarme de encima las preocupaciones.
Aquella noche, en la cama, Lyon me dio el colgante de la diosa Gea. El espaldear no era algo que tuviese mucho que ver de manera directa con las Pléyades, pero seguí practicándolo religiosamente durante meses, cambiando de mano el colgante cuando me cansaba.
Las Pléyades tenían una gran capacidad de pervivencia. A los doce años, Lyon seguía creyendo en ellas. Había renegado del colgante y de los rituales más corrientes para sustituirlos por una serie de prácticas místicas, igual que hacen a veces los judíos con la cábala. Una noche desgarró con mucho cuidado tres sábanas de flores en tiras anchas y me pidió que la envolviera como una momia para celebrar el Día del Hurra, que era algo así como la Navidad pléyade.
Apriétalo más.
Creo que no se puede apretar más.
Vale. Gracias.
Se tumbó en la cama, sin brazos e inerte, mirando al techo.
¿Qué pasará si te entran ganas de ir al baño?
Me lo haré aquí.
Vale.
De acuerdo. Buenas noches, Deb.
Buenas noches. Feliz Día del Hurra. ¡Hurra!
Hurra.
En mitad de la noche, como era de esperar, me despertaron sus gritos. Dios mío, qué coñazo. Desenrollé las tiras empapadas de pis mientras ella sollozaba hasta el punto de ponerse a toser.
Creí que me moría.
No debí haberte dejado quedo hicieras.
¡No digas eso!
Pero mírate, cariño, estás helada, alterada y llorando.
¡La ceremonia es así! ¡Es la parte final de la ceremonia!
Vale, bien. Estupendo. Hurra.
¡Hurra! ¡Estoy muy bien!
En el otoño de 2001, conocí a un hombre que se llamaba Ed Borger. En realidad, lo conocimos todos. Los cuatro nos reuníamos con Ed Borger una vez a la semana: era nuestro consejero familiar. Ese fue el año en que Lyon tuvo un episodio alérgico agudo, un año lleno de ira que pasó enteramente bajo mis cuidados. La terapia fue idea de Tom. Creo que esperaba que un profesional independiente acabase desconcertado ante nuestros desbarajustes y le echara la culpa de todo a Sarah, la madre. Pero Ed no se pasmó por nada. De hecho, sugirió que aquella dinámica nuestra nos había venido muy bien a todos. Hubo algo en la manera en que dijo aquello que me hizo pensar que la dinámica seguía en movimiento, quizá barrio abajo, donde les sería de utilidad a otras familias confundidas. Y nosotros nos quedaríamos con menos dinámica, cuatro personas solas con todos los sentimientos equivocados que nos profesábamos mutuamente.
A Lyon y a mí las primeras sesiones nos resultaron conocidas. Nos dedicábamos a observar, mientras Tom y Sarah se mataban con saña, resucitaban para amarse y terminaban aburriéndose. Lyon giraba los ojos hacia mí e incluso me decía moviendo los labios: Después vamos a comer yogur helado, ¿vale?, y yo no le hacía caso para no molestar a Ed Borger. En mi modesta opinión, Ed era un hombre maravilloso. Yo pagaba la tercera parte de los ciento cincuenta dólares que cobraba y quería que me transformase. A veces, nos animaba a que Lyon y yo hablásemos más. Lyon soltaba un discurso maravillosamente egocéntrico en el que enumeraba sus necesidades emocionales.
Necesito paz y tranquilidad y que no haya más peleas cuando hago los deberes y cuando duermo. Necesito una mochila negra de la marca JanSport…
Cariño, esa no es una necesidad muy emocional que se diga.
Necesito que mamá cierre la boca y que me deje terminar mi lista de necesidades porque quién es ella para decir si es o no una necesidad emocional. Necesito quedarme en casa de Deb cuando me apetezca.
En este punto, Ed la acosó con delicadeza.
¿Prefieres vivir en casa de Deborah?
Sí, pero a mamá no le gusta.
(La madre abre la boca y enseguida la cierra).
¿Por qué crees que no le gusta?
Ya sabes, por lo de Deb y mi padre.
(Mi mano izquierda aprieta la derecha; Tom mira al suelo).
¿Qué pasa con Deb y tu padre?
Ya lo sabes.
No, no lo sé. ¿Te sientes bien diciendo lo que piensas?
Antes estaban casados. Esa es la razón por la que Deb es como mi otra madre.
(Tom reprime un grito, Sarah se ríe, yo hablo).
Nunca hemos estado casados. ¡Solo somos amigos! Siempre hemos sido amigos.
Ah. Pero ¿qué pasa…?
¿Qué?
Pues, no sé. Creía que… No sé. En fin, gracias por decirlo, os lo agradezco. Ahora me siento como una boba.
Y todos nos apresuramos a decirle a la niña que no era una boba, que era todo lo contrario, que era una niña perspicaz y sensible y que, a veces, daba incluso la impresión de ser clarividente. ¿Quizá recordaba algo de una vida pasada? Todos nos reímos. ¡Quizá sabía algo que nosotros ignorábamos! ¡Quizá fuese esa la razón por la que éramos tan buenos amigos en esta vida! Ed Borger nos observaba con una amabilidad distante, y estaba claro que no se tragaba nada, pero tampoco juzgaba. Tan solo observaba cómo la dinámica nos proporcionaba otro asalto, solo un asalto más, por favor.
Tenía el síndrome premenstrual el día en que Ed Borger me obligó por fin a hablar. Pero no dije nada. En lugar de eso, lloré en diferentes tonos y velocidades, valiéndome de mi lamento para evidenciar una infelicidad devastadora que nos cogió a todos por sorpresa. Después de la sesión, mis tres amigos me abrazaron y, dentro de aquel enredo, me sentí segura. Lyon me cogió la mano y Tom me preguntó si quería hablar de mis sentimientos. Le miré a él y a su niña y, por un instante, vi el hechizo que me rodeaba, igual que se ve la hebra de una araña brillando al trasluz. Un hechizo arrojado sobre mí hacía mucho, en un tiempo en que yo ansiaba ser atrapada, y que ahora abarcaba generaciones. Sarah me acarició la espalda con una mano fría, la visión desapareció y estuve segura de que no tenía nada que decir.
Habíamos visto a Ed durante todo un mes, casi cinco sesiones, y todos notábamos que nos había ayudado mucho y que ya estábamos preparados para dar por concluida la terapia familiar. Alguno de nosotros (Sarah) había estado preparado para darla por concluida incluso antes de empezar, pero en aquel momento había consenso. El episodio alérgico agudo de Lyon desapareció.
Al principio, cuando los ojos y la piel de Lyon se enrojecían y se inflamaban, Sarah tenía tendencia a decir cosas de este estilo: ¿Es esa la manera que tienes de llamar la atención? ¿Alergia? ¿Eso es lo único que se te ocurre? Ed le enseñó a decir a Lyon: Mami, necesito que me cuides, y a Sarah le enseñó a contestar sin dar gritos. Habían practicado la técnica en mi sala de estar. Lyon decía su frase a la perfección y Sarah llegó a dominar el tono delicado, aunque se desviaba algo de ese tono cuando susurraba: Dime cómo puedo ayudar a mi pequeña, a mi pequeña gran niña. ¿De verdad quieres que hable así? ¿No hace que te sientas como un bebé?
Es posible que el exasperado cuerpo preadolescente de Lyon se reemplazase a sí mismo en defensa propia por un cuerpo de mujer antiexasperado, y bastante espectacular, durante el verano que siguió a su primer año en el instituto. Me pareció que aquella respuesta elegantemente exuberante que dio a la pregunta de su madre resultaba estupenda, genial. Yo misma no lo hubiera hecho mejor.
Ed también nos había sugerido que nos esforzáramos de nuevo en compartir la custodia. De modo que Lyon, a regañadientes, empezó a dormir en su casa dos noches a la semana. Aquellas noches no sabía qué hacer conmigo misma. No estaba acostumbrada a dormir sola, aunque hacía mucho tiempo que había dejado de tener ligues. Por lo general, la primera noche la pasaba limpiando, pero la segunda me sentía preocupada y confusa. Después de pasado un tiempo, aprendí a limpiar más despacio y ampliaba el tiempo de limpieza a dos noches considerablemente agradables, que eran siempre interrumpidas por una llamada de Lyon.
Mamá ha salido con Juan y papá está hablando por el móvil en el garaje.
¿Qué vas a hacer?
No lo sé. Quizá llame a Kevin y le pida que venga y me dé un lengüetazo.
Lyon.
¿Qué? Hablé con él hoy.
No, no lo has hecho.
Sí, en clase.
¿Qué pasó?
Me dijo…
¿Tomó él la iniciativa? Eso está bien.
Lo sé.
Vale, sigue.
Me dijo: Me apuesto a que ya te has leído el libro entero…
¿El de Willa Cather? ¿Mi Antonia?
Sí. Y yo le dije: No, ni siquiera he terminado las páginas que tendría que haber leído anoche. Y eso fue todo.
Está bien. Piensa que eres lista.
Lo sé. Ahora voy a masturbarme pensando en él.
Vale, hazlo.
¡Estoy bromeando! Vamos, que te crees que te lo iba a decir si fuera a hacerlo.
Cuando me encontré con Ed Borger en Trader Joe’s, Lyon vivía en mi casa solo la mitad de la semana. Ed y yo estuvimos hablando de eso mientras sosteníamos unas bolsas de pan de molde. Consideró que era un gran avance. Le dije que todo se lo debíamos a él. Me dijo que su pan siempre se ponía mohoso antes de terminar la bolsa. Le dije que debería congelarlo para evitar ese problema. Me dijo: ¿No le alterará el sabor? Le dije: No si lo tuestas. Me dijo: ¿Se puede tostar congelado? Y yo le dije: Claro que sí.
Metimos las bolsas en nuestros respectivos coches y llegamos a la conclusión de que disponíamos de unos cuarenta minutos antes de que nuestros productos perecederos perecieran, tiempo de sobra para tomar una taza de té.
Cuando hacíamos la terapia familiar, solía soñar despierta: qué pasaría si Ed quisiese solo oír lo que pensaba yo, qué pasaría si impidiese al resto de la familia estar presente, qué pasaría si yo pudiese hablar y hablar y hablar, y qué pasaría si, cuando dejase de hacerlo, Ed me dijera que yo era genial y que el resto era un grupo de lunáticos, y qué pasaría entonces si Ed me dijese que siempre se había sentido atraído por mí, y qué pasaría si me desnudara y yo lo desnudara y pasásemos más o menos el resto de nuestra vida juntos. Admito que esos pensamientos me rondaban por la cabeza mientras tomábamos el té. Pero sobre todo hablamos de Lyon.
Creo que algún día se convertirá en una mujer estupenda.
¡Ya casi lo es! Ha crecido muchísimo desde la última vez que la viste.
¿Está más alta?
Sí. Y más desarrollada.
Desarrollada.
Sí. Y parece que el desarrollo le ha calmado la alergia. ¿Crees que es posible, médicamente hablando?
Bueno, cualquier cosa es posible médicamente hablando.
Yo tengo la misma sensación.
¿Qué quieres decir?
Que cualquier cosa es posible.
Bueno, no todo. Los cerdos no pueden volar.
Sí, pero por alguna razón, sentada aquí contigo, me parece como que pueden.
¿Que pueden qué?
Volar.
Ah.
Lo siento, ¿estoy diciendo tonterías?
No, no, claro que no.
Ed Borger colocó su yogur en mi frigorífico y me pidió que le recordase que lo cogiera antes de marcharse. Lyon estaba en casa de sus padres, pero había ropa suya desperdigada encima de mi cama. La recogí y la guardé en un cajón. Apagué la luz y no nos desnudamos el uno al otro, sino que cada cual se quitó su ropa. Antes de hacer nada, Ed me preguntó si le daba permiso para llorar, y yo le dije: Permiso concedido. Acomodó su cara entre mis pechos y empezó a gemir. Cuando acabó, me di cuenta de que no tenía la cara húmeda.
Es porque lloro lágrimas secas.
Ah. ¿Existe ese término? ¿Lágrimas secas?
Bueno, tengo la teoría de que los hombres, en realidad, no lloran menos que las mujeres, sino que lo hacen de distinta manera. Ya que nunca vimos a nuestro padre llorar, cada hombre se ve forzado a inventar su método propio.
Mi padre lloraba.
¿De verdad? ¿Con lágrimas?
Sí, siempre.
¿Es posible que tu abuelo llorara y que de esa manera enseñase a llorar a tu padre?
Bueno, tal vez, pero también lloraba porque mi madre tenía un lío que le duró dieciséis años.
Fui al cuarto de baño y me lavé la vagina para prepararme. Me detuve en el corredor antes de volver al dormitorio. Pude verlo arrodillado en mi enorme cama cuadrada, mirando con fiereza y fijeza la lámpara. Estaba llevando su pene a una posición erecta estrangulándolo con ambas manos. Me vino a la cabeza la imagen de Ed, sentado en su consulta, observando, asintiendo con la cabeza y esforzándose en esbozar una risita. Allí, en la oscuridad del pasillo, decidí que quería eso. Seré tu mujer si quieres ser mi hombre para siempre, Ed Borger. De repente, detuvo su furioso movimiento manual y dirigió la cabeza hacia mí, hacia la oscuridad. Como si me hubiese oído, como si respondiera a mi promesa. Le saludé con la mano. Pero no me miraba, miraba algo que había detrás de mí. Antes de darme la vuelta, supe que se trataba de Lyon.
En aquel momento, se produjeron cuatro horrorosas acciones interrelacionadas. La quinta fue llevarla en coche a casa de sus padres. Lyon se negó a sentarse a mi lado, en el asiento del copiloto.
¿Por qué tengo que hacerlo?
Porque cuando te sientas ahí detrás me siento como si fuera un chófer.
Es que eres un chófer.
Lyon.
¿Qué? ¿No eres básicamente un chófer niñera? ¿No te pagan mis padres para eso?
Sabes que no me pagan nada.
Bueno, ese es tu problema, no el mío.
Lyon, somos una familia.
No, en realidad, tú no eres pariente nuestro, tú solo eres una persona que nos ayudaba igual que nos ayudaba Ed. Es perfecto que vosotros dos folléis. Todos los ayudantes contratados deberían follarse los unos a los otros. Estoy a favor de eso. Todos nosotros estamos a favor de eso.
Por favor, no se lo digas a Tom ni a Sarah.
Eso es de cajón.
¿Es de cajón que se lo dirás o que no se lo dirás?
Sencillamente es de cajón.
Pero no se lo dijo. Tampoco volvió a quedarse por las noches en mi casa. Me trataba como si fuera una amiga de sus padres, y pasaba a toda prisa por delante de los tres en compañía de su novio, mientras se despedía de nosotros con la mano, gritando un Adiós, tíos. Aquel cambio fue enterrado junto a todos los demás cambios: el aprender a conducir, el perpetuo sarcasmo, el feminismo. Tom y Sarah me aseguraron que a ellos también los ignoraba, que los tres estábamos en el mismo barco, el mismo en que nos habíamos subido. Pero yo sabía lo que pasaba. Me culpé a mí misma por esa cosa que llaman individualismo. Todo tenía su origen en un único momento. La culpabilidad estaba machacándome. Eso sí hubiera estado dispuesta a hablarlo con algún terapeuta. Enseguida pensé en llamar a Ed, como profesional. Pero ¿sería Ed una persona independiente y objetiva? No lo sería. Cuanto más pensaba en esa no-objetividad, más ganas me entraban de llamarle.
Consulta del doctor Borger.
Hola, Ed, soy Deb.
Deb. Hola.
Hace tiempo que no hablamos.
¿Qué es lo que te preocupa?
Bueno, no volviste a llamarme después de aquel día.
No creí que fuera oportuno seguir con la relación después de lo que pasó.
Lyon no ha vuelto a dormir en mi casa, de modo que no puede hacerse la tonta con respecto a lo que vio aquí.
¿La echas de menos?
Sí, desde luego.
Entonces esta llamada no tiene nada que ver conmigo, ¿no es así?
Bueno, en cierto sentido sí. Tú estabas implicado.
¿Deb?
¿Sí?
Siento tener que hacer esto, pero será mejor que te llame cuando no esté en la consulta. ¿Quieres que vuelva a llamarte?
¿Quieres hacerlo?
Si quieres que lo haga, lo haré.
Pero si te digo que no quiero que me llames, ¿te quedarás tan pancho y no me llamarás?
Creo que es mejor que lo dejemos correr.
De manera poco elegante y sin mi consentimiento, el tiempo pasó. Mi amistad con Tom y Sarah se convirtió en algo basado en encuentros puntuales. Me invitaron a la ceremonia de entrega del título de bachiller a Lyon, al cumpleaños de Tom, a la cena de Acción de Gracias y a la de Navidad. Lyon no volvió a casa durante las vacaciones de Navidad, pero nos envió a los tres, desde Okanagan, una sudadera con el escudo de la Universidad de British Columbia. Se fue más rápido y más lejos de lo que yo había imaginado que fuese posible. ¿Quién se va a una universidad de Canadá? Bajo coacción monetaria, volvió durante las vacaciones de verano, vivió en su casa y consiguió un trabajo en un mercado de productos agrícolas orgánicos que era dirigido y explotado por una cooperativa de lesbianas. Yo compraba allí más de lo que necesitaba, pero nunca le pregunté si me echaba de menos ni intenté que volviésemos a estar juntas. Me limitaba a mantener una conversación liviana con ella.
Qué ilusión me hace ver que hayas traído albérchigos.
No me lo agradezcas a mí. No son mis albérchigos.
Bueno, técnicamente lo son. ¿No es esto una cooperativa?
Sí, pero hay que trabajar más de un verano y comerle el coño o lo que sea a la directora. ¿Quieres una bolsa?
Me asocié a PALG (las siglas de Padres y Amigos de Lesbianas y Gais). Compraba libros escritos por y para lesbianas y para sus sorprendidos y solidarios padres. Cuando regresó a la universidad, me la imaginaba sentada en su dormitorio, rodeando con su brazo la cintura de una jovencita, quizá de una jovencita marimacho. Había leído sobre la dinámica de las relaciones entre una marimacho y una fémina, y estaba segura de que era Lyon quien asumía el rol de mujer. Me preguntaba si Tom y Sarah conocían las preferencias de Lyon. Llegué a la conclusión de que no tenían ni idea, porque continuaban demasiado ocupados con ellos mismos. Es posible que tuviesen menos escarceos amorosos, pero una especie de amargura había reemplazado a su manía. En aquella época, el pasado parecía algo casi alegre. En diciembre, Tom me llamó para invitarme a la cena de Navidad.
Va a venir Lyon.
Oh, cojonudo.
Y tiene un novio nuevo. Vas a flipar cuando lo veas.
Me di de baja en PALG. Los días que siguieron los pasé en un estado de asombro lacrimógeno. No sabía nada de ella. Todo había terminado entre nosotras, yo no era su madre de verdad y tenía casi cincuenta años. No me sentía nada bien con todo eso y no había nada que hacer. De alguna manera, el hecho de renunciar a mi convicción de su lesbianismo, a su presunta novia marimacho y a mi necesidad de tolerancia era peor que haber perdido a la propia Lyon unos años atrás. O lo más probable era que aún me afectase la vieja pérdida, solo que de una manera distinta.
Llegué tarde. Lyon aún no había llegado. Tom y Sarah dijeron que se dejaría caer a los postres. Conversé con sus otros amigos. A algunos de ellos los conocía de nuestros tiempos universitarios. Me asombré de lo poco que conocían a Lyon. Uno de ellos creía que aún estaba en el instituto. Justo cuando nos sentamos a cenar, sonó el timbre de la puerta. Alguien con un plumífero entró dando un traspiés y quitándose la bufanda: era Ed Borger. Saludó con la mano y dijo: Hola, ¿qué hay? Después dijo: Ahora viene Lyon, está hablando por teléfono.
Aquellas palabras se me escaparon porque estaba ocupada en observar la camisa de Ed. Era un modelo peculiar de camisa moderna, la réplica de una camisa que había estado de moda en los años sesenta, aunque modificada para que resultase atractiva para la gente que no podía recordar los sesenta. Ahí residía el problema, porque Ed podía recordar los sesenta, recordar al adolescente que fue en los sesenta, y lo lógico era que evitase ponerse una camisa de ese tipo porque a él no le parecería retro, sino que le traería recuerdos de una época previa a su acomodación en la sociedad. De modo que aquella camisa se la tenía que haber comprado otra persona, alguien que no podía recordar los sesenta. Mis pensamientos se vieron interrumpidos por la entrada de Lyon, que acariciaba la espalda de Ed mientras nos decía hola a todos. Tom le sirvió una copa de vino a Ed.
¿Cómo va el asunto del asesoramiento familiar?
No puedo quejarme, Tom.
Comimos en silencio, tanto los que conocíamos a Ed como los que solo sospechaban que allí pasaba algo raro.
Me imagino que dices la verdad. No puedes quejarte de nada, ¿verdad?
Nos comimos el guiso de batata, las patatas gratinadas y el jamón al horno.
¿Qué dices, Tom?
Ed cubrió con su mano la de Lyon. Nuestras miradas pasaron de Ed a Tom. Tom miró a Lyon. Todos hicimos lo mismo. Ella le clavó los ojos a Sarah, que levantó la vista del plato y miró a su hija, que, como si tal cosa, se liberó de la mano de Ed y me pasó la bandeja de las patatas, aunque yo no se la había pedido. Agarré la bandeja, pero ella no la soltó, y nos quedamos sosteniéndola durante unos segundos, aquella bandeja inmóvil sobre la mesa de comedor de sus padres. Mis ojos se aventuraron a desviar la mirada de la bandeja hacia la pechera de su blusa y hacia sus ojos. ¿Qué temía encontrar allí? ¿Maldad y regocijo? ¿Astucia? ¿Vergüenza? En sus ojos resplandecía aquel antiguo amor, el amor más importante de toda mi vida. Tenían una mirada de triunfo.